domingo, 14 de mayo de 2017

Juan Sánchez Peláez (Altagracia de Orituco, 1922-2003)








XVIII

Mi animal de costumbre me observa y me vigila.
Mueve su larga cola. Viene hasta mí
A una hora imprecisa.

Me devora todos los días, a cada segundo.

Cuando voy a la oficina, me pregunta:
    “¿Por qué trabajas
    Justamente
    Aquí?”

Y yo le respondo, muy bajo, casi al oído:
    Por nada, por nada.
Y como soy supersticioso, toco madera
De repente,
Para que desaparezca.

Estoy ilógicamente desamparado:
De las rodillas para arriba
A lo largo de esta primavera que se inicia
Mi animal de costumbre me roba el sol
Y la claridad fugaz de los transeúntes.

Yo nunca he sido fiel a la luna ni a la lluvia ni a los
    guijarros de la playa.

Mi animal de costumbre me toma por las muñecas, me
    seca las lágrimas.

A una hora imprecisa
Baja del cielo.





A una hora imprecisa
Sorbe el humo de mi pobre sopa.
A una hora imprecisa
En que expío mi sed
Pasa con jarras de vino.

A una hora imprecisa
Me matará, recogerá mis huesos
Y ya mis huesos metidos en un gran saco, hará de mí
Un pequeño barco,
Una diminuta burbuja sobre la playa.

Entonces sí
Seré fiel
A la luna
La lluvia
El sol
Y los guijarros de la playa.

Entonces,
Persistirá un extraño rumor
En torno al árbol y la víctima;

Persistirá...

Barriendo para siempre
Las rosas,
Las hojas dúctiles
Y el viento.

https://www.youtube.com/watch?v=lU1mHGs8CUQ

Bertolt Brecht (Augsburgo, Alemania, 1898 , Berlin 1956 )






De todos los objetos


De todos los objetos,  los que más amo
son los usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por muchas manos. Éstas son las formas
que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
eas losas entre las que crece la hierba, me parecen
objetos felices.
Impregnados del uso de muchos,
a menudo transformados, han ido perfeccionando sus
formas y se han hecho preciosos
porque han sido apreciados muchas veces.

Me gustan incluso los fragmentos de esculturas
con los brazos cortados. Vivieron
también para mí. Cayeron porque fueron trasladados
si las derribaron, fue porque no estaban muy altas.
Las construcciones casi en ruinas
parecen todavía proyectos sin acabar,
grandiosos; sus bellas medidas
pueden ya imaginarse, pero aún necesitan
de nuestra comprensión. Y, además,
ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas
me hacen muy feliz.






Hollyeood

Para ganarme el pan, cada mañana
voy al mercado donde se compran mentiras.
Lleno de esperanza,
me pongo a la cola de los vendedores.


La cruzada de los niños (extracto)

En Polonia, en el año treinta y nueve
se libró una batalla muy sangrienta
que convirtió en ruinas y desiertos
las ciudades y aldeas.

Allí perdió la hermana al hermano
y la mujer al marido soldado.
Y, entre fuego y escombros, a sus padres
los hijos no encontraron.

No llegaba ya nada de Polonia,
ni noticias ni cartas.
Pero una extraña historia, en los países
del Este, circulaba.

La contaban en una gran ciudad,
y al contarlo nevaba.
Hablaba de unos niños que, en Polonia,
partieron en cruzada.

Por los caminos, en rebaño hambriento,
los niños avanzaban.
Se les iban uniendo muchos otros
al cruzar las aldeas bombardeadas.

Había, entre ellos, un pequeño jefe
que los organizó.
Pero ignoraba cuál era el camino,
y ésta era su gran preocupación.

Una niña de once años era
para un niño de cuatro la mamá:
le daba todo lo que da una madre,
más no tierra de paz.

Un pequeño judío iba en el grupo.
Eran de terciopelo sus solapas
Al pan más blanco estaba acostumbrado.
Y, sin embargo, todo lo aguantaba.

También habla un niño muy delgado
y pálido, que siempre estaba aparte.
Tenía una gran culpa sobre sí:
la de venir de una embajada nazi.

Y un músico, además, que en una tienda
volada habla encontrado un buen tambor.
Tocarlo les hubiera delatado,
y el niño músico se resignó.

Y hasta un perro llevaban que, al cogerle,
se disponían a sacrificar.
Pero ninguno se atrevía a hacerlo,
y ahora tenían una boca más.

También había una escuela
y en ella un maestrito elemental.
La pizarra era un tanque destrozado
donde aprendían la palabra "paz".

Y, al fin, hubo un concierto entre el estruendo
de un arroyo invernal.
Pudo tocar el niño su tambor
pero no le pudieron escuchar.

No faltó ni siquiera un gran amor:
quince años el galán, doce la amada.
En una vieja choza destruida,
la niña el pelo de su amor peinaba.

Pero el amor no pudo resistir
los fríos que vinieron:
¿cómo pueden crecer los arbolillos
bajo toda la nieve del invierno?

No faltaban la fe ni la esperanza,
pero sí les faltaba carne y pan.
Quien les negó su amparo y fue robado
después, nada les puede reprochar.



Mas nadie acuse al pobre que, a su mesa,
no los hizo sentar.
Para cincuenta niños hace falta mucha harina:
no basta la bondad.


Canción de los poetas líricos

 Esto que vais a leer está en verso.
Lo digo porque acaso no sabéis ya lo que es un verso ni un poeta.
En verdad, no os portasteis muy bien con nosotros.
¿No habéis notado nada? ¿Nada tenéis que preguntar?
 
¿No observasteis que nadie publicaba ya versos?
¿Y sabéis la razón? Os la voy a decir:
Antes, los versos se leían y pagaban.

Nadie paga ya nada por la poesía.
Por eso hoy no se escribe. Los poetas preguntan:
«¿Quién la lee?» Mas también se preguntan:
«¿Quién la paga?»
Si no pagan, no escriben. A tal situación los habéis reducido.
 
Pero ¿por qué?, se pregunta el poeta. ¿Qué falta he cometido?
¿No hice siempre lo que me exigían los que me pagaban?
¿Acaso no he cumplido mis promesas?
Y oigo decir a los que pintan cuadros

que ya no se compra ninguno. Y los cuadros también
fueron siempre aduladores; hoy yacen en el desván…
¿Qué tenéis contra nosotros? ¿Por qué no queréis pagar?
Leemos que os hacéis cada día más ricos…

¿Acaso no os cantamos, cuando teníamos
el estómago lleno, todo lo que disfrutabais en la tierra?
Así lo disfrutabais otra vez: la carne de vuestras mujeres,
la melancolía del otoño, el arroyo, sus aguas bajo la luna…

Y el dulzor de vuestras frutas. El rumor de la hoja al caer.
Y de nuevo la carne de vuestras mujeres. Y lo invisible
sobre vosotros. Y hasta el recuerdo del polvo
en que os habéis de transformar al final.

Pero no es sólo esto lo que pagabais gustosos. Lo que escribíamos
sobre aquellos que no se sientan como vosotros en sillas de oro,
también nos lo pagabais siempre. ¡Cuántas lágrimas enjugamos!
¡Cuántas veces consolamos a quienes vosotros heríais!
 
Mucho hemos trabajado para vosotros. jamás nos negamos.
Siempre nos sometimos. Lo más que decíamos era «¡Pagadlo!»
¡Cuántos crímenes hemos cometido así por vosotros!
¡Cuántos crímenes!
¡Y siempre nos conformábamos con las sobras de vuestra comida!

Ay, ante vuestros carros hundidos en sangre y porquería
nosotros siempre uncimos nuestras grandes palabras.
A vuestro corral de matanzas le llamamos «campo del honor»,
  y «hermanos de labios largos» a vuestros cañones.
En los papeles que pedían impuestos para vosotros
hemos pintado los cuadros más maravillosos.
Y declamando nuestros cantos ardientes
siempre os volvieron a pagar los impuestos.
Hemos estudiado y mezclado las palabras como drogas,
aplicando tan sólo las mejores, las más fuertes.
Quienes las tomaron de nosotros, se las tragaron,
y se entregaron a vuestras manos como corderos.

 A vosotros os hemos comparado sólo con aquello que os placía.
En general, con los que fueron también celebrados injustamente
por quienes les calificaban de mecenas sin tener nada caliente en el estómago.
Y furiosamente perseguimos a vuestros enemigos con poesías como puñales.

¿Por qué, de pronto, dejáis de visitar nuestros mercados?
¡No tardéis tanto en comer! ¡Se nos enfrían las sobras!
¿Por qué no nos hacéis más encargos? ¿Ni un cuadro?
¿Ni una loa siquiera?
¿Es que os creéis agradables tal como sois?
¡Tened cuidado! ¡No podéis prescindir de nosotros!
Ojalá supiéramos cómo atraer
vuestra mirada hacia nosotros!
Creednos, señores: hoy seríamos más baratos.
Pero no podemos regalarles nuestros cuadros y versos.
Cuando empecé a escribir esto que leéis -¿lo estáis leyendo?¬
me propuse que todos los versos rimaran.
Pero el trabajo me parecía excesivo, lo confieso a disgusto,
y pensé: ¿Quién me lo pagará? Decidí dejarlo.




Del libro " Poemas y Canciones"  de Alianza Editorial version de Jesus Lopez Pacheco