Soneto de la separación
De repente
la risa se hizo llanto, De repente
la calma se hizo viento De
repente, no más que de repente, El amigo
próximo se hizo distante, |
Soneto de la separación
De repente
la risa se hizo llanto, De repente
la calma se hizo viento De
repente, no más que de repente, El amigo
próximo se hizo distante, |
Cien años de perdón
Quien nunca
haya robado no me va a entender. Y si alguien no ha robado nunca rosas,
ése jamás va a poder entenderme. Yo,
de pequeña, robaba rosas.
En Recife había innumerables calles, las calles de los ricos, flanqueadas de
palacetes que se alzaban en medio de grandes jardines. Una amiguita y yo
jugábamos mucho a decidir a quién pertenecían los palacetes. «Aquel blanco es
mío». «No, ya te dije que los blancos son míos». «Pero ése no es totalmente
blanco, tiene ventanas verdes». A veces pasábamos largo rato,la cara apretada contra las rejas, mirando.
Empezó así. En uno de los juegos de «aquella casa es mía» nos paramos delante
de una que parecía un pequeño castillo. Al fondo se veía el inmenso huerto de
árboles. Y al frente, en macizos bien ajardinados, estaban plantadas las
flores.
Bien, pero aislada en su macizo había una rosa apenas entreabierta de color
rosa vivo. Me quedé embobada, contemplando con admiración aquella rosa altanera
que ni mujer hecha era todavía. Y entonces sucedió: desde lo más hondo del
corazón yo quise esa rosa para mí. Yo la quería, ah, cómo la quería. Y no había
modo de obtenerla. Si el jardinero hubiese estado por ahí, le habría pedido la rosa, incluso
sabiendo que iba a expulsarnos como se expulsa a los niños traviesos. No había
jardinero a la vista, nadie. Y las ventanas, a causa del sol, estaban con los
postigos cerrados. Era una calle por donde no pasaban tranvías y raramente
aparecía un coche. Entre mi silencio y el silencio de la rosa se hallaba mi
deseo de poseerla como cosa solamente mía. Quería poder agarrarla. Quería
olerla hasta sentir la vista oscura de tanto aturdimiento de perfume.
Entonces no pude más. El plan se formó en mí en un instante, lleno de pasión.
Pero, como buena realizadora que era, razoné fríamente con mi amiguita,
explicándole qué papel le correspondería: vigilar las ventanas de la casa o la
aproximación siempre posible del jardinero, vigilar a los escasos transeúntes
de la calle. Mientras tanto, entreabrí lentamente el portón de rejas un poco
oxidadas, calculando de antemano el leve rechinido. Sólo lo entreabrí lo
bastante para que pudiese pasar mi cuerpo esbelto de niña. Y, de puntillas pero
veloz, avancé por los guijarros que rodeaban los macizos. Cuando llegué a la
rosa había pasado un siglo de corazón palpitante.
Heme por fin delante de ella. Me detengo un instante, con peligro, porque de
cerca es todavía más bella. Finalmente empiezo a partir el tallo, arañándome
los dedos con las espinas y chupándome la sangre de los dedos.
Y de repente… Hela aquí toda en mi mano. La carrera de vuelta también tenía que
ser silenciosa. Por el portón que había dejado entreabierto pasé sosteniendo la
rosa. Y entonces, pálidas las dos, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de
la casa.
¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía.
La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus
pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el
color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo.
La luna
La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.
En su última novela, Pablo de Santis
escribe a propósito de un personaje que se ve obligado a decir cierta verdad a
la persona que ama: "dudó, porque toda verdad es una forma de
despedida". Como ese personaje, siento que la terrible crisis argentina es
la hora de decirnos la verdad; que es la
despedida de todo aquello que creímos ser,
engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o la
lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta
despedida, utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra
solidaridad, es nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Quizá porque todo lo que construimos en la
adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir
situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los
primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno
se sentía mirado por un
Dios al que era imposible mentir y
sobornar; pero de inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una
fe en su bondad de padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego
todos los fines de semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y
mendigos, mi amigo Pablo Pérez el
equilibrista me dio una clave:
"¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a los once o doce años, soñé que
despertaba y saltaba de la cama y al abrir la puerta de mi casa sólo encontraba
una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una casilla cerrada que corrí a abrir
y en donde estaba Dios. Estaba encogido y
tembloroso, Dios, con unos ojos enormes que
parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por qué estaba asustado, Dios me dijo
que ya no podía volar. Y desde que me desperté", termina Pablo, "yo
mismo empecé a treparme a los árboles y a aprender este oficio que todavía no
sabía que existiera". De
alguna manera todos nosotros, aun los que
no creemos, sentimos que "Dios está asustado" porque nuestra imagen
del mundo y de la historia, la que justificaba hasta ahora todas nuestras
acciones, nos ha mostrado para siempre sus propios límites, sus incapacidades
de entender y actuar. Sí: hemos asumido que Dios está demasiado asustado para
ayudarnos. Y en el dolor del abandono, sentimos que sólo nos quedan dos
posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir es mirar valientemente aquello con
que todavía contamos, y sobre todo, como aquel chico en los árboles de Mendoza,
disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos queda cuando parecen habernos robado
todo? En principio, aunque suene a lugar común, nos queda la memoria, pero no
ya como mero sitio de homenaje, ni siquiera como utopía realizada y perdida,
ese paraíso de los padres fundadores que nos inmoviliza en veneración y
nostalgia. La lección de los tiempos es, incluso, contraria: no somos una
identidad inmutable, sino los sujetos de una historia de inevitables mutaciones
que debemos tener siempre presente para que el cambio no derive en traición.
Tenemos la memoria, digo, como sitio del
presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs,
resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos
de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas:
así resucita, casi
intacta, la música de una argentina
empeñada en escucharse a sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los
alumnos del Mozarteum a los bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di
Tella a la gota de agua o el silbido de un barco que Leda Valladares perseguía
por la ciudad con un diminuto grabador Geloso: Una Argentina que de pronto
sabemos que sonaba para hoy y para nosotros. En las reuniones, ya cantamos
distinto.
Muchos de mis amigos, escritores y
foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a
escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales,
todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos
saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería,
porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas
o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran
arrebatado nuestro puesto de trabajo. Una
de esas amigas me dice que en los talleres de escritura, por ejemplo, han sido
muy pocas las deserciones: lo que era, hasta diciembre una actividad secundaria
se ha revelado como el último lugar en que un pueblo defiende la posibilidad de
decirse, de imaginarse, de elaborar, contra la alienación, un lenguaje nuevo y
propio.
Por supuesto, no confundo estas formas de
resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo
como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio
de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de
aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió
a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado
una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque
había sido fiel a su deseo, un premio más
cierto y profundo que la felicidad: el premio de la comprensión.
En verdad, escribo estas vivencias y me doy
cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos:
y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que
nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que
nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que
he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del
futuro.
Por eso, contra esa obligación "políticamente
correcta" de estar tristes, me parece urgente contraponer esta evidencia,
obvia desde siempre en todas las militancias, aun -y acaso especialmente- en
las que surgen como respuesta a una de las tragedias más horrendas; esa
evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las asambleas populares o
del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de verdad, abre camino
siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la verdad es belleza y
nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el dolor exige convivir
con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y muerte. La alegría de
crear, la alegría de servir, la alegría de saberse útiles.
Y si no, fíjense en esta última historia
verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal,
recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano
Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el
otro quizá no se atrevía a
admitir: que carecía de combustible
suficiente como para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para
acuatizar. Durante unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas
vacilantes, preguntas que eran excusas para no quedarse en el silencio del mar
y que Ivo respondía con precisión y
solidaridad: no, en esas latitudes no había
tiburones; sí, claro, la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no
representaban peligro alguno.
Creo que el piloto mandó entonces algún
mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que
decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en
lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y
durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio
final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado
durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal
caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su
ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente
habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del
mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.
Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando
sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que
fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me
parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una
ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que repetiremos
siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios nos abandonó,
y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".
Una nube de polvillo expandiéndose por el aire de la habitación. Esa era la imagen más antigua que el hombre -en aquel entonces un niño- retenía de su tío Nicolás.
El tío había salido de darse una ducha. Había colocado una toalla sobre la cama y se había sentado a llenar de talco sus genitales. Sacudía aquel envase cilíndrico con una energía demencial dejando al aire una nube de polvo que no deja de expandirse en el recuerdo.
La pensión donde se hospedaba se llamaba «La Esperanza». El tío estrenaba a los 40 años una nueva soltería. Era un hombre joven. Faltaba mucho para que en su humilde casa con la única compañía de un canario amarillo que se prodigaba en trinos, repitiera una y otra vez como una gracia que niega la pena:
“tengo dos pajaritos. Uno canta y el otro está triste”
Pero aquella noche iba al club Sportivo Alsina, donde actuaban Sandro y Los de Fuego. No le interesaba la música ni quien estuviera en el escenario, iba porque las mujeres de Lanús “son mucho más que un fuego”. Y luego esa imagen que se niega al olvido: el tío que no paró de reír con ese estruendo tan suyo para festejarse sus chistes sin esperar una risa ajena, sino más bien contagiándola.
Años después su tío repetirá una y otra vez la historia de cómo llegó a esa pensión sólo con lo puesto: Al volver de su trabajo en la fábrica encontró a su primera mujer en la cama con un tipo “entrando y saliendo… entrando y saliendo”. No lo vieron, volvió sigiloso sobre sus pasos llevándose el juego de llaves que ella había dejado sobre el bargueño. Entonces dio dos vueltas de llave a la puerta de calle para que se queden allí encerrados para siempre o tengan que saltar el tapial del fondo y salir de manera indecorosa por la casa del vecino.
El tío tenía esa especie de desapego, no le importo nada de lo que había en su casa, si su mujer no sería más su mujer no quiso llevarse ni un par de medias.
A lo largo de los años esa imagen iba a permanecer como un interrogante a descifrar. Un tío despreocupado y alegre, llenando de talco sus testículos para salir a buscar una nueva mujer a pocos días de haber perdido hasta sus ropas.
Como lo demostró obstinadamente una y otra vez en su larga vida, no quería estar solo. Su tío necesitaba una mujer o la ilusión de una mujer para vivir.
Recuerdo ahora cierta extraña aventura que leí en un manuscrito de la biblioteca del señor obispo de Sáez. Era, me parece verlo todavía, una colección infolio, en hermosa letra del siglo pasado. He aquí el suceso al que aludo: “Un caballero normando y su esposa tomaron parte en una fiesta pública, disfrazados él de sátiro y ella de ninfa. Sábese por Ovidio con cuánto ardor eran poseídas las ninfas por los sátiros; y aquel caballero, lector de las Metamorfosis, de tal modo se amoldó a su disfraz que a los nueve meses dio a luz su esposa un hijo con dos cuernos al frente y los pies de macho cabrío. Sólo se sabe del caballero, que, por una fatalidad común a toda criatura, murió al llegarle su hora, y dejó además de su pequeño cabrípedo otro hijo menor, cristiano y de forma humana, el cual solicitó de la justicia que el mayor fuera desposeído de la herencia paterna por no pertenecer a la especie redimida por la sangre de Jesucristo. El Parlamento de Normandía, residente en Rouen, accedió a la petición solicitada. Pregunté a mi excelente maestro si era creíble que un disfraz pudiera tener tal efecto sobre la naturaleza, y que el engendro de un hijo fuese consecuencia de un disfraz. El abate Coignard me indujo a no creerlo.
Jacobo Dalevuelta, hijo mío —me dijo—: tened presente que una inteligencia cultivada siempre ha de rechazar cuanto es contrario a la razón, excepto en asuntos de fe, que deben admitirse ciegamente”.