No volveré a ser joven
Que la
vida iba en serio Dejar
huella quería Pero ha
pasado el tiempo |
No volveré a ser joven
Que la
vida iba en serio Dejar
huella quería Pero ha
pasado el tiempo |
Tengo un amor nuevo y con él aprendí muchas cosas. Por
ejemplo, los límites. Tantos años de ir a lo del psicoanalista para escucharlo
repetir siempre: “Pero usted se tira a la pileta sin agua”. A mí esa frase me
producía consternación, porque una pileta sin agua es de lo más triste que hay.
O si no, me decía: “Hágase valer, usted tiene una imagen muy deteriorada de sí
misma, usted es inteligente, es creativa”. Eso a mí me daba como un destello de
valor por un momento y después me sonaba a consuelo, como cuando alguien
presenta a otra persona a un tipo o una tipa impresentables y para arreglarlo
dicen: “es historiador” o “viajó a Tánger”, y como yo creo que lo que siento es
verdadero amor, no necesito ni ser linda ni ser creativa ni viajar a Tánger: él
me quiere por lo que soy. Y no le importa si soy un poco vieja, porque es como
que no registrara esas cosas: para mi asombro me quiere sin condiciones. Con él
aprendí la expresión de la mirada, que vale por mil palabras: no me asusta si
en sus ojos veo una pizca de odio; sé que no es hacia mí como yo suponía antes,
o tal vez el análisis anterior haya hecho efecto a posteriori; de pronto uno
puede tener una pizca de odio en los ojos por cosas que recuerda, motivos
privados. Yo sé con él cuándo debo acercarme porque no es violento para el
rechazo y así —y a eso siempre lo consideré una prueba de convivencia que
alabaría el analista— podemos estar cada uno en su habitación, pensando en
nuestras respectivas cosas sin necesidad de perturbar preguntando “¿qué estás
haciendo?” para joderse las paciencias mutuamente. Con él me ha surgido una
femineidad insospechada, porque ante su sencillez —es de hábitos regulares y
desea cosas simples— he depuesto toda rivalidad o competencia. Compartimos esa
cualidad neutra que posee el tiempo después de cierta edad, en que no hay días
terribles ni fiestas luminosas, porque los días se enlazan en el comer, dormir,
trabajar y ver un poco de televisión.
Eso sí, él
televisión no mira. A la noche, para separar un día de otro, nos frotamos la
frente. Los únicos problemas vendrían a ser la dieta y una sola costumbre que
no me gusta, porque es muy delicado en general: sólo come carne picada y se
rasca las pulgas delante de la gente.
Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de
palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple. Toda una
historia trágica.
Hacía mucho
tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre
cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de la piedra para
descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del
tranquilo redondel. Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueno; su
espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió golpeando blandamente en las
paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo
para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente
después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra
pegajosa. Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro
líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia
agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo
emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el
ritmo perdido de su respiración.
Con su mano
libre tante el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el
mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche
hacía nacer una estrella tímidamente.
Los ojos se
hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo,
caer su punto de luz. Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un
frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó
en la boca. Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como
mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y
angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho
tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin
siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una
vez, la tierra insegura cedió su peso, crepitando abajo en lluvia fina;
entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba
inmóvil la vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo
un mundo insospechado de energías nacía en cada paso; y como por impulso
adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y
desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus
martirios. Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el
cansancio, viendo delante suyo la forma de un aguaribay como cosa irreal…
Alguien
pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó
a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El
gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en
cruz, tendió hacia el maldito. El infeliz comprendió: hizo el último y
sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la
frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.
Ahora todo
el pago conoce el pozo maldito, y sobre su brocal, desdentado por los años de
abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las
apariciones del malo.
Mis amigos,
los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a
veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase
ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones,
como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos
(como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo
origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.
A veces, el
sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica
velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen
en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento,
reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma,
esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesivamente
nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier
momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con
insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con
fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que
ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y
optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero
esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no
oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente,
hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado
tarde. Y me dejan solo.
No recuerdo
con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para
creer que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a
advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo
niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento,
pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con
ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco
y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón)
contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave
secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un grito. Tenía
los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese
abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto
que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una
sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas
máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo,
como quien cuenta un secreto:
—¿Has oído?
—No, madre
—respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan
extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.
—Son ellos
—murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que
alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación—. Ellos quieren
que vaya.
Nos reímos
mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la
mañana, mi madre no recordaba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a
partir de entonces se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar.
Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco que la hacía parecer mucho más alta
de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las paredes.
Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es
probable que también lo supieran mis parientes que —muy de tarde en tarde y, a
medida que pasaba el tiempo, cada día con menos frecuencia— solían visitarnos;
pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre:
—Pero,
Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde instalarte que al lado de un…
Y callaban
o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no
se atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el
más indicado para ella, ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e
indudablemente se referían a nuestro temperamento y al de toda mi familia,
excitable y tan extraño.
Un día por
fin se la llevaron. Ella no parecía del todo conforme pues gesticulaba y, según
me parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco
confusamente aquellos años, tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros
familiares quienes la arrastraban aquel día hacia la calle. De cualquier modo,
mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se
remonta a una época muy posterior a mi infancia.
Algo,
alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasado aquella noche porque al
llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al
hacerlo, sentí un ruido atroz, un crujido, como si en realidad en vez de
arrimarme a la pared me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora que lo pienso,
eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso
y me dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo —o mejor:
idéntico— al que había hecho mi cabeza un segundo antes.
No sé si
debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embargo, no es demasiado increíble: a
todo el mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su
habitación sienta la incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar
entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta, y que, acto
seguido, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante.
Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por
medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo.
Como digo,
este fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina
(escribo «los habitantes» porque con el tiempo he advertido claramente que del
otro lado hay, con toda seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se
turnan para golpear), casa que mis parientes nunca mencionaron en voz alta,
porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una tarde,
cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo:
—Este vive
al lado de un matrimonio.
Sólo que
ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como
matrimonio y que alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara
la boca con la mano.
Por eso mis
amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente,
ignoran el motivo de mis repentinos sobresaltos cuando ellos, los que viven
pared por medio, me advierten que no se han olvidado de mí.
A veces,
como he dicho, es un llamado sordo, rápido —una especie de tanteo o de insinuación
velada—, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en
días, o aun en semanas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre
todo, se transforma en un tumulto imperioso, violento, que surge desde el
zócalo a unos treinta centímetros del suelo —lo que no deja lugar a dudas
acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que
utilizan para tentarme— y siento que debo contestar, que es inhumano no hacerlo
pues entre los que llaman puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos
y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de tal modo que mis buenos
amigos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin
comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran
edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y
custodiada por una alta pared.
Midnight dreams
Anoche,
estando solo y ya medio dormido, Los sueños
de esperanzas, de glorias, de alegrías se fueron
acercando en lentas procesiones Hubo un
silencio grave en todo el aposento La
fragancia indecisa de un olor olvidado, Vi caras
que la tumba desde hace tiempo esconde, ………………………………….. ¡Los
sueños se acercaron y me vieron dormido, y sin
pisar los hilos sedosos de la alfombra, |
Van Gogh
Aunque estoy a menudo en
la miseria...
Van Gogh
Tal como corresponde a su locura,
trabaja y piensa. Piensa en algo grave,
sin duda, terrorífico: en un ave
que se engulle pintores, o en la impura
elementalidad de la pintura,
de una silla de paja, un blanco, un suave
autorretrato, un amarillo (sabe
Dios con cuál de ellos hizo su impostura
de limoneros, sol, ducados de oro,
insólitos maizales, un tesoro
enterrado en la luz, un cruel taladro
de bondad). Traza trazos, llora. Dice
incongruencias congruentes. Se desdice.
Impreca, sufre. Nunca vendió un cuadro.
Con alguna frecuencia
Con alguna frecuencia me encamino
hacia mi corazón e intento darme
caza o, al menos, verme, confirmarme,
sentir que soy mi propio peregrino.
A veces doy conmigo, un desatino
absoluto, un bastón, un conformarme
sólo con adjetivos, un llorarme
con excesiva lástima, un camino
en caracol, desierto, inconducente.
Otras veces, no encuentro la manera
de encontrarme, mirarme, de repente,
en lo que creo ser, una persona
común, puro no ser, linfa, madera,
cal, duda, enfermedad que se amontona.
Las putas
Como algas lentísimas y fieles,
como ríos de pan, como pedazos
de golondrinas, suben por los brazos
de la melancolía y los paneles,
trepan por el murmullo con sus mieles
feroces y sus pálidos ocasos,
con sus temblores y los cielo-rasos
de la cursilería y los hoteles,
ascienden por los besos, se abandonan
a las monedas del amor, perdonan
nuestra insaciable sed, nuestras impuras
maneras de quererlas, oh! lejanas
y próximas, oh! dulces hermosuras,
oh! silenciosas, húmedas
campanas.
Los oscuros señores ayer me visitaron
con sus trajes de gala para entierros de ricos.
Los oscuros señores que deparan el sueño
por pura cortesía estuvieron conmigo.
Aves de catedrales elegantes y finos
con el pelo lustroso de cuervos, elocuentes
como legisladores del bien y del mal, fueron
hasta mi lecho ardido y besaron mi frente.
Yo les temí al principio. A veces las tres parcas
absorben otras formas para apresar la vida
devanarla y cortarla cual girón de lino.
Yo les temí, pero ellos de allá, me sonreían