Este blog nació sin muchas más pretensiones que compartir los poemas y relatos que despertaron mi curiosidad. A lo largo de los años, se convirtió en una sana costumbre, que me permite encontrar rapidamente los textos que recuerdo haber disfrutado en el momento de leerlos.
" En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.
Para Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.
-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.
Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos.
Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella.
Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero.
Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación."
Un jardín perfecto es también una jaula.
Observen como la luz se posa sobre el rocío
y como el rocío ilumina la arboleda.
Observen como la sombra es manantial para el descanso
y como fluyen en melodía los riachuelos.
Observen como deambulan sin rumbo esos seres
y como al alcance de la mano recogen el alimento.
Escuchen
escuchen el trino celestial de los alados
y el suave ronroneo de las grandes bestias.
Escuchen
palpen el siseo de la serpiente
y observen su caminar seguro por los senderos.
Bestia y hombre uno solo.
Los ojos lánguidos y desenfocados
las colas arrastrándose por el suelo
la boca caída
las manos inertes
el sexo entero a la vista desinteresada.
El tiempo no existe
no corre
no corroe.
El espacio no existe
está encantado
inmóvil
esclavo de su perfección.
Veamos.
Hay una manzana
mas no es la que yo conocí.
Está herida de muerte
y sangra perlas de sudor.
Debo saber su corazón
tocar su piel reluciente con mis palmas.
Quiero
quiero mojar mi boca con su jugo
y bañar mis labios con su aroma enloquecedor.
Cierro los ojos.
El goce es perfecto.
Abro los ojos.
El pudor me envuelve.
Siento un leve cosquilleo
un sube y baja por mi vientre
la mirada de él viéndome
recorriendo mi torso
y esa bicha que mira
como anotándolo todo
como diciendo algo.
-Gozo-
-sé que gozo-
-sé-
qué palabra
-conozco.
Tengo miedo- digo
qué hemos hecho.
Sabemos- dijo
-sabemos-
y calló.
Caminemos - dijo.
-Seamos el mundo-.
pertenece al libro ENTRE
LAGARTAS, editorial LOM, Stgo., 1999
como revestido de un velo de púrpura:
va desvelando los costados del norte y el sur,
mientras cubre de escarlata el poniente;
abandona la tierra desnuda
buscando en la sombra de la noche cobijo;
entonces el cielo se oscurece, como si
como tampoco he cantado a Stalin;
con el Ché hablé bastante en México,
y en La Habana
me invitó, mordiendo el puro entre los labios,
como se invita a alguien a tomar un trago en la cantina,
a acompañarlo para ver cómo se fusila en el paredón de La Cabaña.
Yo no canto al Ché,
como tampoco he cantado a Stalin;
que lo canten Neruda, Guillén y Cortázar,
ellos cantan al Ché (los cantores de Stalin),
yo canto a los jóvenes de Checoslovaquia.
creo que fue escrito en español por el propio autor
La diversidad en el judaísmo ofrece un espacio
fértil para la reflexión crítica, donde la objetividad se convierte no solo en
un ejercicio necesario, sino en un puente hacia el equilibrio entre los
extremos. Este proceso nos permite vivir nuestra identidad de manera más
coherente y auténtica, alineando nuestras raíces culturales con la realidad
contemporánea, sin perder de vista la esencia de lo que somos
Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé
que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando
la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni
larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los
pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de
verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se
acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni
lentos, ni enérgicos ni débiles. Si me casé con ella fue porque, así como no
parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto
en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura,
ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me
mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para
llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera
menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los
catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a
partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban
músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que
era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más
mínimo cuando estaba con ella. Nunca he pretendido más de lo que creo merecer.
Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de
una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité
ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por
satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa
capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue
natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más
corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres
bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.
Te joden mucho, papá y mamá. No es a propósito, pero lo hacen. Te colman de sus equivocaciones Y añaden otras, para ti solito.
Pero a ellos los jodieron a su vez Unos tontos de sombrero anticuado y abrigo, Que la mitad del tiempo eran demasiado blandos Y la otra mitad les apretaban el cogote.
Los hombres se van pasando la miseria de mano en mano. Y ésta se va ahondando como un banco de arena. Abandónalo todo tan pronto como puedas, Y no contribuyas con más hijos, por favor.
No lo sé. Fue sin música.
Tus grandes ojos azules
abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante,
cielo de losa oscura,
masa total que lenta desciende y te aboveda,
cuerpo tú solo, inmenso,
único hoy en la Tierra,
que contigo apretado por los soles escapa.
Tumba estelar que los espacios ruedas
con sólo él, con su cuerpo acabado.
Tierra caliente que con sus solos huesos
vuelas así, desdeñando a los hombres.
¡Huye! ¡Escapa! No hay nadie;
sólo hoy su inmensa pesantez de sentido,
Tierra, a tu giro por los astros amantes.
Sólo esa Luna que en la noche aún insiste
contemplará la montaña de vida.
Loca, amorosa, en tu seno le llevas,
Tierra, oh Piedad, que sin mantos le ofreces.
Oh soledad de los cielos. Las luces
sólo su cuerpo funeral hoy alumbran.
II
No, ni una sola mirada de un hombre
ponga su vidrio sobre el mármol celeste.
No le toquéis. No podríais. El supo,
sólo él supo. Hombre tú, solo tú, padre todo
de dolor. Carne sólo para amor. Vida sólo
por amor. Sí. Que los ríos
apresuren su curso: que el agua
se haga sangre: que la orilla
su verdor acumule: que el empuje
hacia el mar sea hacia ti, cuerpo augusto,
cuerpo noble de luz que te diste crujiendo
con amor, como tierra, como roca, cual grito
de fusión, como rayo repentino que a un pecho
total único del vivir acertase.
Nadie, nadie. Ni un hombre. Esas manos
apretaron día a día su garganta estelar. Sofocaron
ese caño de luz que a los hombres bañaba.
Esa gloria rompiente, generosa que un día
revelara a los hombres su destino; que habló
como flor, como mar, como pluma, cual astro.
Sí, esconded, esconded la cabeza. Ahora hundidla
entre tierra, una tumba para el negro pensamiento cavaos,
y morded entre tierra las manos, las uñas, los dedos
con que todos ahogasteis su fragante vivir.
III
Nadie gemirá nunca bastante.
Tu hermoso corazón nacido para amar
murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio...
¡Ah! ¿Quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?
Tierra ligera, ¡vuela!
Vuela tú sola y huye.
Huye así de los hombres, despeñados, perdidos,
ciegos restos del odio, catarata de cuerpos
crueles que tú, bella, desdeñando hoy arrojas.
Huye. hermosa, lograda,
por el celeste espacio con tu tesoro a solas.
Su pesantez, al seno de tu vivir sidéreo
da sentido, y sus bellos miembros lúcidos para siempre
inmortales sostienes para la luz sin hombres.
El poeta trae de lejos la
palabra.
Al poeta lo lleva lejos la palabra.
Entre
sí y no, por baches indirectos
de parábolas, signos, planetas,
hasta lanzándose desde el campanario
agarra un garfio, pues el camino del cometa
es
el camino del poeta. Casuales eslabones
ese es su enlace. Mirar las estrellas
de nada sirve! en el calendario
no se pronostican los eclipses del poeta
él
es el que desordena los naipes,
falsea el peso y las cuentas,
el preguntón en el pupitre,
el que a Kant para el arrastre deja.
El
que en el pétreo foso de la bastilla
es como un árbol que crece en su belleza…
aquél de huellas siempre desaparecidas,
él que es el tren al que cualquiera
llega tarde,
su camino es el de los cometas.
El
camino del poeta arde pero no calienta,
arranca pero no cría, estalla y se quiebra.
Tu camino es el de enredadas cabelleras,
no pronosticado en el calendario del poeta.
—¿No te da vergüenza malgastar la vida con esa obsesión?
—La poesía, mujer mía, es parte importante de la vida. Es más, te diré que la vida es un poema que se escribe cada día.
La esposa de Ramón Z seguía en sus erres:
—Bien podrías echarme una mano en la casa, que hay mucha tarea, en vez de estar todo el día recluido en tu habitación garabateando papeles que no sirven para nada.
—Tengo —dijo Ramón Z— un propósito firme: presentarme a un premio de poesía inexistente de gran prestigio. Premio del que nadie, salvo yo, conoce su ubicación, el jurado y la cuantía para el ganador.
—Estás loco Ramón —contestó su esposa.
—Pero verás, mujer, te haré caso: contribuiré en las labores domésticas.
—Estupendo —respondió ella—. Ahí tienes la casa y las tareas para ti solo, que yo tengo que ir a la peluquería.
Ramón Z se puso manos a la obra. Primero, introdujo los platos, tazas y cubiertos en el lavavajillas, y, en su cabeza, surgió un pareado. No era mucho, pero era un comienzo.
Animado, se dirigió al lugar donde habitaba la lavadora. Introdujo la ropa en la boca de tiburón sin dientes del electrodomésticos y, al pulsar el botón de puesta en marcha, consiguió elaborar un terceto.
«Esto marcha», se dijo.
El siguiente escollo era la plancha. Ahí estaba la montaña de ropa lavada el día anterior. Esperó a que la plancha consiguiera la temperatura necesaria y comenzó a deslizarla sobre un pantalón de pana que se le antojó un campo que él, Ramón, tenía que arar.
En el primer surco plantó un cuarteto; en el segundo, una cuaderna vía, y cuando todo el campo de pana estuvo arado, vio con asombro que comenzaban a florecer sonetos por todas partes. Corrió a su habitación, buscó una cinta métrica, midió el largo y el ancho del pantalón, asegurándose de que todo cuadraba a la perfección: catorce versos endecasílabos, ni más ni menos.
—¡Perfecto! —exclamó en voz alta.
Para evitar que se marchitaran, pulsó el botón de la plancha que indicaba la salida de agua vaporizada y regó la cosecha con varios estrambotes. Uno por cada soneto en flor. Estaba agotado, pero feliz, así que decidió preparar en la licuadora un zumo de frutas con manzana, naranja, fresas y un plátano.
Apretó el interruptor y los ingredientes, al batirse, le otorgaron una copla de pie quebrado: octosílabos combinados con tetrasílabos, un dulzor que se llevó a la boca con delectación de comulgante.
Recuperó energías. Se sentía invencible y poderoso, como un dios adorado por todos, o por nadie.
La siguiente tarea consistía en limpiar la casa. Tenía dos opciones: escoba y aspiradora. Se decantó por la segunda opción, sabedor de que la escoba levanta partículas de polvo, avienta las comas, los puntos, las interrogaciones…
Con la aspiradora comenzó a extraer todas las erratas, los fallos gramaticales, los versos de arte menor, las asonancias, etc.
Sin duda, ese artefacto —la aspiradora— poseía un alto grado de sensibilidad poética. No arañaba, no destruía; sabía distinguir el polvo de la paja.
Un sonido agudo, un grito de sirena que Ulises esquivó, le anunció que la lavadora había concluido su trabajo. Corrió al lavadero, extrajo el vómito del estómago de aquel animal dormido y se dirigió a la terraza con la ropa aún mojada por la saliva del monstruo.
Se pertrechó de pinzas y comenzó a tender la colada al sol del verano. Ropas que eran cuerpos sin carnes: camisas, pantalones, calcetines y toallas como sudarios muertos. Con la brisa que soplaba, cientos, miles de versos libres acudieron a su cabeza, como pájaros hambrientos lo hacen a las semillas.
Pergeñó un libro imposible, magnífico, utópico, que no dudó en enviar a ese premio inexistente, que no tenía jurado. Un premio del que nadie, salvo él, conocía la fecha, el lugar o la hora en la que se produciría el fallo, o no.
Ramón Z envió su poemario. ¡Y ganó el premio!
Nadie tuvo noticias del fabuloso y extraordinario éxito editorial y popular que obtuvo. Los críticos —ajenos al mencionado premio— afirmaron que el poemario atesoraba una extraordinaria calidad literaria. Las críticas fueron muchísimas en todos los medios de comunicación que no existían, o nadie veía con interés.
De este modo, Ramón Z, se fraguó un puesto relevante entre los grandes, afamados y elogiados poetas de la literatura, sin estar entre ellos.
Cuando su mujer regresó de la peluquería, admiró el trabajo que su esposo había realizado en el hogar, y Ramón, eufórico y entusiasmado, besó los labios de su mujer y dijo:
Una vez tuve un clavo
clavado en el corazón,
y yo no me acuerdo ya si era aquel clavo
de oro, de hierro o de amor.
Sólo sé que me hizo un mal tan hondo,
que tanto me atormentó,
que yo día y noche sin cesar lloraba
cual lloró Magdalena en la Pasión.
“Señor, que todo lo puedes
—pedile una vez a Dios—,
dame valor para arrancar de un golpe
clavo de tal condición.”
Y diómelo Dios, arranquelo.
Pero... ¿quién pensara?... Después
ya no sentí más tormentos
ni supe qué era dolor;
supe sólo que no sé qué me faltaba
en donde el clavo faltó,
y tal vez... tal vez tuve soledades
de aquella pena... ¡Buen Dios!
Este barro mortal que envuelve el espíritu,
¡quién lo entenderá, Señor!...
No hace mucho que convirtieron la casa vienesa de Freud en un museo, pero son pocas las visitas que recibe. Incluso es difícil saber que está ahí: los grandes hoteles no la mencionan en los tablones de anuncios, nadie la considera parte del circuito turístico. Si alguien quiere encontrarla, el único sitio donde preguntar es en la comisaría de policía.
No he estado allí en persona (jamás piso ningún territorio que lamiera la bota de los nazis), pero a menudo he soñado con las fotografías de las reducidas dependencias donde Sigmund Freud redactaba sus tratados, citaba a sus pacientes y guardaba, en una vitrina, su colección de estatuillas antiguas y animales de piedra. Hay una imagen de Freud sentado delante de su escritorio, mirando un manuscrito a través de unos lentes perfectamente redondos con montura negra; a su espalda está la vitrina reluciente sobre la que se ve un camello de buen tamaño, tallado en madera o piedra, y una magnífica urna griega a uno de los lados. Hay una pared de libros, un jarrón con flores de sauce blanco y, en cada estante y superficie útil, cálices, copas, bestezuelas y cientos de esas extrañas deidades. Supongo que los restos egipcios ya no se conservan en el museo, a menos que por alguna razón los hayan llevado de nuevo para ocupar el vacío de las habitaciones del refugiado. En otra de esas famosas fotografías se da una curiosa yuxtaposición. La imagen está dividida exactamente en dos por el pie de una lámpara. A la izquierda aparece la multitud de deidades de piedra; a la derecha, el diván en el que se tumbaban los pacientes de Freud durante las sesiones de psicoanálisis. En la pared detrás del diván hay una alfombra persa colgada a modo de tapiz; el diván propiamente dicho aparece cubierto con poco arte por otra tosca alfombra que oculta el cabezal, sobre el que hay un cojín mullido de terciopelo calado como una boina hundida. El centro de la fotografía lo ocupa el sillón bajo de terciopelo donde se sentaba Freud. Los brazos del sillón parecen gastados, la pequeña estancia da la sensación de estar abarrotada por el exceso de objetos, la abundancia de marcos que cuelgan en torpe desorden a lo largo y ancho de la pared detrás del sillón y del diván. En uno de los marcos, protegidas por el cristal, relucen las ijadas de un galgo. Todo este desorden, por supuesto, se corresponde con la idea que nos hemos hecho del abigarramiento victoriano, y uno compadece a la doncella que entraba tímidamente en el gabinete empuñando un peligroso plumero. Aun así, si se mira por segunda vez, no hay tal desorden. Todo en la estancia es necesario, desde el diván a los dioses. Incluso el perro escuálido que corre y aúlla en la pared. Sobre todo los dioses. ¡Los dioses, ah, los dioses! No es la yuxtaposición que suponen. Lo que están pensando es: estos objetos de piedra primitivos, alineados como pequeños y decididos soldados de infantería en mesas y estantes (porque, ¿no es asombroso el modo en que muchos de ellos tienen un pie adelantado, igual que los hombres que marcharon después en Viena, o es simplemente que el escultor requiere esa postura en aras del equilibrio, pues de otro modo su dios se haría añicos?), estos objetos de piedra, pues, representan la veta primitiva y profunda de la mente que buscaba Freud. La mujer o el hombre del diván eran una empresa arqueológica, que capa tras capa había que excavar y cribar, con la misma delicadeza que ponen los arqueólogos con su fino pincel, igual que la doncella que entra todas las mañanas a pasar el plumero por el borde de cada una de las cabezas de piedra con el temor delicado de un escultor a despojar la materia misma que el dios-espíritu le ha confiado. (La palabra alemana para “materia” es excelente, y arroja luz sobre el uso que se le da en inglés: der Stoff. Como en: “la materia del universo”. Lo asombroso del término estriba en su cosicidad. Las solemnes deidades del consultorio de Freud son materia, estofa, pedazos de roca; escombros.) No, la yuxtaposición en la que estoy pensando no es la mera tangencia de lo primitivo con lo primitivo. Es otra cosa. La proliferación de dioses, en hordas y bandadas, las alfombras con sus rombos y sus motivos florales, las borlas que cuelgan lánguidamente, el mantón con recargados dibujos y flecos aún más largos que cubre la mesa, sobre el que un puñado de dioses desfilan ciegamente, los marcos de madera oscura barnizada, los jarrones curvos o de líneas rectas, los cálices de libación secos, los pesados tomos recios como las pirámides… Es la estancia de un rey. El aliento de esta habitación reverbera con los sueños de un rey que ansía convertirse en un dios absoluto como la piedra. Los sueños que se elevan del diván y el sillón se mezclan y se entrelazan en el aire: la paciente cuenta que ha soñado con un gato, el cual simboliza la severidad de una madre y, tras este sueño, al doctor lo acecha su propio sueño. Los dioses que caminan por el mantón de largos flecos que cubre la mesa han elegido a su rey. Respetado lector: si da la impresión de que estoy diciendo que Sigmund Freud deseaba ser un dios, no me malinterprete. No soy poeta, y desprecio las metáforas. Soy una persona de mentalidad literal. No tengo paciencia con las figuras retóricas. La música es un territorio que me ha sido vedado, y del arte no he visto gran cosa. He padecido las crueles vicisitudes del refugiado y me he ganado la vida comerciando con telas. Estoy familiarizado con las texturas: puedo distinguir con los ojos cerrados el rayón de la seda, la lana virgen de la sintética, el nailon puro del que lleva mezcla con algodón, el raso basto del fino. Me inclino por completo hacia lo tangible y lo palpable. Conozco la diferencia entre lo que está y lo que no está; entre lo vacío y lo lleno. No tengo nada que ver con la fantasía. Afirmo que Sigmund Freud deseaba ser un dios. Unos pocos hombres a lo largo de la historia lo han deseado y, de no ser por su naturaleza mortal, lo habrían conseguido. Algunos por medio de la tiranía: los faraones, indiscutiblemente, y también aquel Luis que fue rey Sol de Francia. Algunos gracias a las grandes victorias: Napoleón y Aníbal. Algunos en el ajedrez: esos maestros campeones del mundo que asesinan en efigie a las poderosas reinas de su imaginación. Algunos mediante la escritura de novelas: aquel conquistador, Tolstói, que se valió solo de sí mismo, disfrazado y con el pelo teñido, oculto bajo otros nombres, y también de sus tías y sus hermanos y de su pobre esposa, Sonia (pragmática y sensata como yo). Algunos gracias a la medicina y la odontología, prodigios de las prótesis y los trasplantes. Hay quienes, en cambio, al intrigar para convertirse en dioses utilizan recursos de muy distinta especie. Para los reyes, los generales, los maestros del ajedrez, los cirujanos, incluso para quienes dan rienda suelta a inmensas obras de la imaginación, los recursos son en última instancia su cordura, su sobriedad, su probidad burguesa. (¿Burguesa? ¿También los sagrados monarcas? Sí; para vivir decentemente en el Egipto de las antiguas dinastías, disponer de alimentos que no se pudrieran con facilidad, de alcantarillas limpias y lechos confortables, era necesario tener mil esclavos.) El concepto del genio loco es un tópico falso y estúpido. La ambición rastrea el filón de la lógica y la posibilidad. El genio no reclama lo grotesco, sino la verosimilitud: lo que se asemeja a la vida, lo contrario a la magia. Quien aspire a convertirse en un dios terrenal debe seguir el ejemplo de la tierra. Unos pocos no lo hacen. O al menos dos de ellos no lo han hecho. El inventor del sabbat —llamémosle Moisés, si quieren— declaró nulo el ciclo de la tierra. ¿Qué saben las aves, los gusanos de los que se alimentan, el maíz de los campos, los hombres y los animales que duermen y se despiertan hambrientos, qué saben ellos del sabbat, ese mandato arbitrario para interrumpir el ritmo cotidiano, de apartarse conscientemente de la progresión natural de los días? Únicamente Dios, por estar al margen de la naturaleza, puede ordenar que la naturaleza se detenga, puede obrar milagros, puede desbaratar la lógica. Después de Moisés, Freud. No son iguales. Lo que el sabbat y sus emanaciones procuraban reprimir, Freud se propuso revelarlo; todo lo bárbaro y lo atroz, lo velado y lo terrorífico: las uñas y las fauces mismas. Lo que la cristiandad turbulenta y medio salvaje de la edad de las tinieblas llamaba infierno, Freud lo denominó id, y lo describió asimismo como un “caldero”. Y al igual que el cura de pueblo con dotes para sembrar el temor poblaba el infierno con tal o cual demonio, Belcebú, Eblis, Apolión, Mefisto, esos ayudantes o dobles de Satán con nombres curiosos, Freud pobló el inconsciente con la maldición del id, el ego y el superego, poderosos fantasmas en danza que campan a su antojo por nuestras anatomías mientras fingimos que no están ahí. Y esto también atenta contra el ritmo diario de las cosas. La naturaleza no se detiene a preguntarse si ella misma es sospechosa del subterfugio cotidiano. Al inventar esa interrupción, Freud impuso sobre nuestra coherencia superficial un sabbat del alma. Y eso es dar vueltas en círculo sobre lo evidente: que Freud se sentía atraído por lo que se apartaba de la “cordura”. La atracción de lo irracional plantea en sí misma una cuestión profunda: ¿en qué medida es investigación y en qué medida es búsqueda? ¿Es el científico, el médico inteligente, el filósofo escéptico atraído por lo irracional, un ser racional? ¿Cómo explicar la atracción? Pienso en aquel majestuoso erudito de Jerusalén sentado en el estudio de la universidad, elaborando, con distancia y objetividad libresca, un volumen tras otro sobre la historia del misticismo judío…, ¿hay en ello un “interés científico” objetivo, o todo interés es solo un engaño? Y a propósito de Freud: ¿no será el estudioso de los sueños —esa gruta subterránea anegada y llena de penumbras, horadada con la furia de la angustia y el deseo—, no será el estudioso de los sueños un cautivo perdidamente enamorado de ellos? ¿Y no será el caldero oculto una trampa y una tentación para su inventor? ¿No acabará el doctor del subconsciente devorado por su propia creación, como le ocurrió a aquel rabino de Praga que construyó un gólem? O por decirlo en términos aún más terribles: tal vez la presa está en todo momento dentro del perseguidor.
Para el autor israelí Etgar Keret, incluso si las cosas se están desmoronando, la escritura todavía puede ser una base para el diálogo. Pero no le pidan que hable en las manifestaciones contra el gobierno. Nota salida en Nueva Sion
Por Ronen Tal
En las semanas posteriores al 7 de octubre, el escritor Etgar Keret acudió a todos los lugares a los que lo invitaban, y se reunió con los soldados en el frente, con los supervivientes de la masacre y con las familias de los rehenes. En un caso, durante un acto en Nir David, el kibutz del norte que ha sido vilipendiado por no permitir el acceso del público a parte de un arroyo que lo atraviesa, acudió una multitud mayor de lo habitual: «gente de más de 60 años, aquí y allá alguien con un andador o en un scooter», recuerda.
«Fue muy humano y agradable, y al final la gente empezó a moverse hacia la puerta, pero una mujer mayor se quedó sentada en el medio, mirándome como una maestra que está a punto de echarme de la clase. Y luego dice en tono asertivo: ‘Está todo bien, hablaste y leíste y hablaste de tu familia, pero lo más importante no dijiste: ‘¿Qué hacemos ahora?'»
Keret no tuvo respuesta. «Cuando no sé qué decir, tiendo a repetir lo que los demás me dicen. Entonces dije: ‘¿Qué hacemos ahora?’ Y alguien que estaba en la puerta asomó la cabeza y le gritó a su esposa, que ya estaba afuera: ‘Varda, vuelve, que te va a decir lo que debemos hacer ahora’. Otras personas que estaban saliendo comenzaron a regresar a sus asientos. Todos se sentaron para escucharme decir lo que deberíamos hacer ahora. Parece una pregunta legítima, pero no tengo ni idea de lo que deberíamos hacer. Hablé de mi madre, que sobrevivió al Holocausto. No recuerdo lo que dije exactamente, pero Shira [Geffen, la esposa de Keret] dice que se fueron satisfechos».
Esa pregunta sigue flotando en el espacio desesperado entre Rafah y el kibutz Manara, y Keret aún no tiene respuesta. Va con su esposa a las manifestaciones y no deja de gritar con todo el mundo la necesidad de traer a los rehenes a casa «¡Ahora!», pero también es consciente del impacto limitado de las reuniones rituales junto a personas que están de acuerdo con él en la mayoría de las cosas. «Funcionamos en el mundo de las manifestaciones de una manera muy pasiva. Siempre estás esperando que pase algo, te dices a ti mismo que si aparece un millón de personas el gobierno caerá, y eso lleva a un sentimiento de gran desesperación, es un poco como esperar a Godot. Así que mi modelo es que necesitas hacer cosas que sabes hacer, cosas de las que estás seguro, ya sea escribir un blog o hacer voluntariado en un jardín de infantes de familias evacuadas».
La verdad es que a Keret le cuesta responder con respuestas sencillas a la mayor parte de lo que le preguntan. En él, cada desafío o evento conceptual elemental que la mayoría de nosotros pasaría por alto, sin apenas producir efecto alguno, enciende un mecanismo hiperactivo que evoca recuerdos, asociaciones, objeciones, comparaciones e historias, principalmente historias. He aquí una: «Mi editor búlgaro, Manol Peykov, es una gran persona con un gran corazón y todo el mundo en su país lo conoce. Cuando estalló la guerra en Ucrania, comprobó y descubrió que la ayuda que el país enviaba a los ucranianos no era significativa, así que realizó una publicación en Facebook: ‘Aquí está el número de mi cuenta bancaria privada, envíenme todo el dinero que puedan, yo compraré generadores y los enviaré a Ucrania’. Se comprometió a enviar una factura por cada artículo que compraba, para que todo fuera transparente. En resumen, en cuatro meses los fondos que recaudó fueron 24 veces mayores que todo el paquete de ayuda del gobierno búlgaro».
Keret señala que Peykov también sirvió brevemente en la Asamblea Nacional de su país: «Fue elegido al Parlamento por un partido liberal de izquierda, como Meretz. El principal oponente del partido, su Ben-Gvir, inventó un apodo para los miembros del partido, los tachan de izquierdistas traidores. En uno de sus primeros discursos en el Parlamento, Peykov se dirigió a esa persona y le dijo: «El apodo que usted inventó para nosotros es muy insultante; yo también puedo jugar un juego de palabras con su nombre y llamarte ‘polla flácida’. Cuando terminó de hablar, el dirigente del partido lo llamó y le dijo: ‘Eres nuevo, no hablas así en el parlamento’. Pero en dos días, el término ‘polla fláccida’ se convirtió en la frase más viral en Internet y el rival político se disculpó y dijo que ya no usaría el término ‘izquierdistas traidores'».
No hay muchas posibilidades de que eso ocurra aquí. ¿Hay alguna moraleja en esta historia?
Keret: “La mayoría de la gente dice: ‘Quiero cerrar los ojos y agarrar la camisa de otra persona, que me lleve con ella a algún lugar’. Y yo digo que si tengo algo que dar, entonces tiene que ser algo que surja de mí y tal vez crezca y atraiga a otras personas. En las manifestaciones, no eres dueño de tu destino. No controlas la historia que cuentas, estás en una pausa publicitaria, esperando algo que está a punto de suceder. En lugar de eso, digamos que hay un soldado que ha perdido una pierna y dice: ‘Lo que mejorará mi ánimo es que te envíe un mensaje escrito por WhatsApp, y tú me envías un fragmento, y de esa manera, juntos, surgirá una historia’”.
¿Te ha pasado esto a ti?
“Sí, absolutamente. No se sintió menos herido por eso, pero al final del día tengo un texto y tengo un diálogo y hay algo que hice con otra persona, y me aleja de las profundidades y me acerca al buen aire. Con el tiempo, se desarrolló un grupo de WhatsApp para mí al que se unieron otras personas, y les envío historias y textos y me responden con todo tipo de cosas. Es una isla de humanidad en medio de algo terrible. Creo que para nuestra cordura debemos seguir nuestro camino. No estrellarnos contra el costado de cada tren que pasa. No buscar el camino en el que te anulas frente al gran mundo en beneficio de alguien que te llevará al destino”.
Lógicamente, el camino de Keret pasa por la escritura, pero no se queda ahí. Para él, la escritura -que lo ha convertido en uno de los autores más populares de Israel y, con traducciones a 47 idiomas, en un nombre importante a nivel internacional- es un trampolín para el diálogo, una base para la comunicación con los demás. Y posee significado en la realidad real, sin importar cuán caótica y aterradora se haya vuelto, incluso cuando la historia trata sobre un extraterrestre que llegó a Ramat Gan para una visita.
«Cuando empecé a escribir, vivía con una compañera de piso y, en cinco meses, dos veces acabé en urgencias por neumonía. Mi compañera de piso me dijo: ‘Después de ducharte, sales desnudo y es invierno y no tenemos calefacción, y luego te sientas a escribir durante seis horas y te enfermas’. Yo no era consciente de que existía una conexión entre ambas cosas. Cuando escribo, no tengo frío, ni hambre, ni cansancio, estoy fuera de la realidad. Es como entrar en una habitación segura y dejar el desorden fuera. Pero desde la guerra, he empezado a escribir desde un lugar que no está completamente desconectado de la realidad».
La realidad de los últimos ocho meses ha traído a Keret un aluvión de mensajes y peticiones de personas para quienes la guerra es verdaderamente una cuestión de vida o muerte. Los mensajes llegan a su cuenta privada de WhatsApp y él intenta responderlos todos, aunque le lleve unas horas cada día. “Un oficial me envió un mensaje antes de entrar en Gaza con su unidad y me pidió que, si moría, hablara con su ex, que lo había abandonado, y le dijera que se fue a la guerra pensando todavía en ella”, relata. “Le dije: ‘No nos conocemos, ¿no tienes un hermano o un amigo que lo haga?’ Y él me respondió: ‘Acabamos mal y a ella le gustan tus libros’, y me envió su número de teléfono”.
Keret decidió no esperar a que el nombre del oficial apareciera una noche en la lista habitual del ejército de “nombres permitidos para publicación”. “Le escribí un mensaje a la ex diciéndole: ‘No soy experto en estas cosas, pero sé que rompieron y debes saber que esto es lo que me dijo, por si acaso. Y si te gustan mis historias, te enviaré una cada viernes’, y eso es lo que estoy haciendo”.
O esto: “Un día recibí un WhatsApp de alguien que no conocía, diciendo: ‘Mi ex esposa cumplió años el domingo. Le gustan tus libros, así que pensé que sería bueno que tú y yo nos escondiéramos en los arbustos en algún lugar y luego saltáramos y le digamos ‘Feliz cumpleaños’. Le dije: ‘Sin entrar en algo que pueda llevar a una orden de alejamiento, soy tímido, no me siento cómodo haciendo eso, pero estoy trabajando en un nuevo libro donde un personaje en una de las historias es una divorciada. ¿Qué tal si cambio su nombre por el nombre de tu ex esposa y te envío la historia, y después de que te escondas en los arbustos y la sorprendas, le muestras la historia’. Y la verdad es que una de las historias ahora tiene un personaje con el nombre de la divorciada. Me escribió que estaba muy feliz y me invitó a su restaurante de pollos asados en Holon. Le dije que soy vegetariano y me respondió que iba a agregar un plato vegetariano. Lo llama ‘El plato de Etgar'».
El nuevo libro de Keret, Autocorrect (publicado en hebreo por Zmora-Bitan), es su séptimo libro de relatos breves. Sus 34 relatos muestran su conocido talento para idear tramas serpenteantes en las que suceden muchas cosas, pero se condensan en unas pocas páginas. Algunas de las historias se desarrollan en mundos fantásticos y exigen al lector que ejecute un cambio conceptual que recuerda a la resolución de crucigramas crípticos. También están llenas de humor y muestran una aproximación libre a las convenciones del género. En algunos casos, los acontecimientos disparatados provocan respuestas inesperadas en los personajes, que también pueden desafiar el conjunto de valores del lector. Por ejemplo, la protagonista de Gondola, que descubre que su amante casado no está casado en realidad, pero sigue fingiendo durante años, incluso después de que nace una hija.
Las mejores historias se caracterizan por una emoción cruda y desnuda, un movimiento hacia la intimidad que no llega a filtrarse en el sentimentalismo. En Solo, dos entidades virtuales logran disipar la soledad y encontrar la felicidad mutua, un destino que, según el narrador, también podría ser posible para los humanos. En Organized Tour, un grupo de extraterrestres llega a cierto lugar de la región de Tel Aviv donde tienen la oportunidad de conocer una raza rara, sensible y desinteresada, de personas que han elegido el amor verdadero. Y en la historia que da título a la colección, un hombre egocéntrico que comienza el día con una línea de cocaína, descubre el poder del amor inquebrantable e incondicional que recibió toda su vida de su padre.
Hay historias que dan una interpretación creativa al concepto de distopía. El infierno en el Infierno de Mesopotamia es un lugar completamente idéntico a nuestro mundo, con una diferencia: a los muertos que llegan allí se les permite pronunciar cualquier frase o palabra solo una vez. Así, las personas que necesitaron una determinada palabra muchas veces prefirieron perder todo en lo que creían con tal de poder conservarla para sí mismas. Un físico en El futuro ya no es lo que solía ser logra demostrar que es posible viajar en el tiempo. Pero luego resulta que la tecnología hace que los usuarios pierdan peso en cada viaje al pasado, dando lugar así a la posibilidad de que Leonardo da Vinci, Juana de Arco y Jesús sean personas obesas que vinieron del futuro y pudieron demostrar que “es más fácil dejar tu huella en el mundo que dejar de comer dulces”.
Otras historias arrojan luz paródica sobre nuestra situación actual. En Opiniones mordaces sobre temas candentes, se contrata a personas para que griten las cosas más repulsivas y exasperantes imaginables en la televisión. En el último minuto, dice Keret, cambió el nombre del protagonista de la historia a Tzafrir. El nombre original era Yinon. [Yinon Magal es el nombre de un locutor del canal 14 de televisión de derecha.]
Pero lo que la mayoría de las historias parecen tener en común es que tratan de una forma u otra sobre la muerte. La muerte puede ser un acontecimiento cósmico que provoca el fin del mundo, o el suicidio aleatorio de un vecino que salta desde un piso alto, aunque, como escribe Keret en el cuento Life Full Disclosure, «la muerte es un hecho. La pregunta sólo es cómo y cuándo; en la cuna, por ahogamiento, por una enfermedad indefinida, de regreso a casa borracho del bar, en un accidente automovilístico en la rampa de la autopista Ayalon, llega y casi siempre sorprende lo esperado. Viene, e inmediatamente después, el silencio».
A pesar del ambiente sombrío, casi todos los cuentos, salvo dos, fueron escritos antes del 7 de octubre . “Los escribí durante los últimos cinco años, un período duro que incluyó la muerte de mi madre, la COVID, una hernia discal grave y un accidente que me dejó con una conmoción cerebral y la nariz rota”, dice Keret. “Se suponía que debía enviar el manuscrito a la editorial el 8 de octubre. Siempre, antes de enviarlo a la editorial, le doy una última lectura, y como soy narcisista y megalómano, nunca se me ocurrió que decidiera no enviar el texto”.
«Pero el 6 de octubre leí y leí y leí, y esa tarde le dije a Shira: ‘No estoy seguro acerca de este libro: es oscuro y es triste, y tengo la sensación de que es como si le estuviera diciendo a la gente que así es el mundo, pero de hecho estoy proyectando mis sentimientos personales sobre ellos'».
Shira no se sorprendió y envió a su marido a dormir. «Ella dijo: ‘Te estás haciendo un nudo. Mañana te levantarás y lo leerás de nuevo, y si todavía sientes lo mismo, puedes decirle al editor que no lo publique’. Me levanté a la mañana siguiente, es 7 de octubre, y me olvidé por completo de mi libro. No volví a leerlo hasta enero y cuando lo releí dije: ‘Así son las cosas’. del futuro, todo se está desmoronando. El 6 de octubre me pareció exagerado, pero ahora dije: ‘Está en lo cierto, no soy yo, es el mundo'».
Tanto Etgar como Shira han sido y siguen siendo políticamente identificados. Tiene una presencia permanente en la calle Kaplan de Tel Aviv desde los primeros días de las protestas contra el golpe judicial, y ella ha sido objeto de críticas desde la Operación Margen Protector, en 2014, cuando pidió a los espectadores que asistieron a la proyección de su película. Self Made en el Festival de Cine de Jerusalén guardaran un minuto de silencio en memoria de los cuatro niños palestinos que murieron ese día en un ataque del ejército israelí en Gaza.
Durante los últimos ocho meses todos hemos tenido abundantes oportunidades de guardar un minuto de silencio en memoria de las víctimas de ambos lados. Keret sigue en el mismo lugar ideológico en el que se encontraba antes, pero por el momento no hay ninguna posibilidad de que suba al escenario y pronuncie un discurso al estilo de David Grossman.
«Siempre supe que no tenía interés en desempeñar ese papel, porque no tenía las habilidades necesarias. He asistido al 90 por ciento de las manifestaciones en Kaplan, pero nunca he aceptado hablar en el escenario. Lo que sé hacer, cuando hablo y también cuando escribo, es confundir a la gente, y cuando estás en el escenario necesitas decir algo pegadizo y claro, para que la gente sepa exactamente cuándo gritar ‘¡Ahora!’ y cuándo gritar ‘¡Traigan a los rehenes a casa ahora!’ o ‘¡Elecciones ahora!’ Sé cómo hacer algo para que una parte del público piense una cosa y otra piense otra, y entonces se peleen entre ellos; no sé cómo decir lo que llevará a que tomen la Bastilla. Así que el papel de mostrar el camino no es para mí».
¿Puede existir todavía ese papel, el del escritor que muestra el camino?
«Es evidente que no puede existir. Como sociedad, apenas tenemos un denominador común. Como mucho tenemos unas cuantas instrucciones de funcionamiento, y a veces también están desconectadas de la realidad. No hay nadie a quien puedas mirar y decir: eso es ser israelí. [El cantante] Omer Adam dice que ser israelí es ponerse los tefilín cada mañana y vivir en Dubai, y otro dirá que ser israelí es saber desmontar un fusil en 30 segundos”.
«En Israel, en general, no era habitual que se prestara atención a las figuras culturales, pero la cultura se convirtió en algo que se percibía como algo muy altivo. Cuando Grossman habla desde el escenario, es como si un amigo estuviera hablando conmigo, porque una vez leí un libro suyo. No puedo hablar con personas que nunca han leído un libro mío, que nunca han leído un libro en absoluto. Desde su punto de vista, soy una persona que se dedica a una actividad extraña, como la biología marina».
¿Cree usted que sería capaz de entablar un diálogo con personas que están en el otro lado políticamente y en términos de sus valores?
«La pregunta que me hago es si puede haber una situación en este país en la que aquellos que no gobiernan no se sientan pisoteados. ¿Estamos viviendo en una situación en la que lo único que tenemos es una cultura de vencer? [nuestro oponente], y la única pregunta es si mi tribu pisotea sin piedad a la gente que vive al otro lado de la calle, o si es posible llegar a una situación en la que simplemente no podamos soportar al otro, que es, de vivir en mala vecindad, pero a veces saludarse en la escalera?”
«Desde mi punto de vista, un mundo justo no es aquel en el que un diputado le dice al jefe del Estado Mayor del ejército: ‘¿No puedes matar a unos cuantos terroristas más, para que haya más espacio en la cárcel?’, o aquel en el que los haredíes (que evaden el servicio militar) son llevados encadenados a la cárcel de Abu Kabir. Quiero vivir en un mundo en el que trabajo al lado de un haredí que me insulta en mi cara y dice: ‘Es por tu culpa que me multaron por no ser reclutado’. Y empezamos a discutir y luego cada uno sigue su camino».
De repente, un golpe en la puerta
Como todo el mundo, Keret ve las manifestaciones antiisraelíes en las universidades del extranjero, pero no se alarma. O, más exactamente, dice que empezó a alarmarse mucho antes. «Descubrí que mi capacidad para orientarme en la realidad se ha vuelto limitada en comparación con lo que era antes. Solía ser que llegaba a un evento, digamos una lectura en Italia, veía a cuatro personas con kaffiyehs en la primera fila y sabes que bien podría ser que uno de ellos me escupiera. Pero hoy no sabes quién podría atacarte. Con el tiempo, llegaremos a un punto en el que la gente te escupirá sólo porque estás vacunado».
No es la primera vez que Keret extrae asuntos aparentemente no relacionados del archivo alojado en su cerebro y, con la ayuda de un acto de asociación cuyo proceso sólo él conoce, los organiza en un texto lógico y coherente. «Hace unos años leí dos artículos de opinión en Haaretz. En uno de ellos, una mujer escribía que los hombres que orinan en un árbol del parque cometen acoso sexual en el espacio público. El segundo artículo afirmaba que las personas más despreciables del mundo son vegetarianos de conciencia pero no predican para que los demás se vuelvan vegetarianos como ellos. Yo he sido vegetariano desde los 5 años, desde que vi una película de Bambi y mi padre dijo que iban a hacer schnitzel con Bambi, y tengo una opinión que estoy dispuesto a compartir con otras personas, pero no la predico”.
«Por otro lado, yo también he orinado en un árbol. No lo hago siempre, pero sí, lo he hecho alguna vez. Así que soy la persona más despreciable, el que comete acoso sexual en el espacio público y, además, no predico a la gente que se haga vegetariana. Nunca se sabe cuáles de los pecados que has cometido no merecen ser perdonados en ninguna situación, y todo esto antes incluso de que empecemos a hablar de la ocupación«.
Pero llega el momento en que hay que hablar de la ocupación. En los últimos años, Keret viajaba al extranjero una vez al mes para participar en festivales literarios o dar charlas. Pero desde el comienzo de la guerra ha optado por quedarse en Israel, evitando la ruidosa recepción que sin duda le aguardaría, con carteles que lo acusarían de complicidad en crímenes de guerra. Al mismo tiempo, no ha sido «cancelado», ni mucho menos. Las columnas que ha escrito en los últimos meses se han publicado en algunos de los periódicos más importantes del mundo, entre ellos Libération, Le Monde, The Guardian, El País y Corriere Della Sera. De hecho, sigue recibiendo solicitudes de entrevistas de periodistas extranjeros. Tiene un popular boletín Substack en inglés y recientemente comenzó a hacer un podcast.
«Durante las dos primeras semanas de la guerra, hice unas 20 entrevistas», relata. «No me organicé bien y llegué a un punto en el que estaba acostado en la cama a las siete de la mañana y oí que llamaban a la puerta. Me desperté, fui a la puerta y vi a un equipo de filmación. Me dijeron: ‘Somos de la televisión polaca’. Y entonces me acordé, pedí disculpas y me senté para que me entrevistaran. Me conectaron el micrófono y el reportero dijo: ‘Puede que esto no sea asunto mío, pero será difícil para el público concentrarse en lo que estás diciendo porque estarán mirando tu pijama todo el tiempo’. Por supuesto, me cambié de ropa».
En otra entrevista, un periodista francés insistió en preguntar a Keret si creía que la votación en el Festival de Eurovisión tenía motivos políticos. «Le dije: ‘Hemos tenido siete meses de un conflicto sangriento y me preguntas sobre Eurovisión, así que tal vez no entiendo completamente la realidad de la situación’. No cejó: ‘¿Crees que la letra de la canción es política?’, refiriéndose a la canción Hurricane del concursante israelí Eden Golan. Le dije que tengo 57 años y nunca ha habido una canción de Eurovisión cuya letra haya escuchado, tal vez con la excepción de Waterloo«.
No todos los encuentros con los medios extranjeros son necesariamente agradables. «A veces los periodistas me atacan agresivamente, diciendo que Israel está exagerando su respuesta [al 7 de octubre] y que está creando noticias falsas. Un entrevistador dijo: ‘Sé que no hubo decapitación de nadie’. Le dije: ‘Dame un segundo, te enviaré un video’. Nunca he visto un video de ese tipo, porque sé lo que pasó y no necesito verlo en concreto, creo mis traumas por mí mismo. Pero el teléfono está lleno de videos que llegan. Me preguntan sobre personas quemadas o sobre decapitaciones, y les envío [un video] pero les digo: ‘No lo he visto y no te recomiendo que lo veas’. Creo que el hecho de que hayan asesinado a 1.300 personas en sus casas, incluidos bebés y ancianos, es suficiente. Hace unos días le dije a Shira que mi teléfono es como un ataúd. Tengo fotos de mi hijo y del conejo, además de otros 30 clips de snuff que envío a las personas que dicen que no pasó nada el 7 de octubre».
¿Se ha cancelado algún evento programado en el extranjero como protesta?
«Se suponía que iba a hacer un evento con un autor [extranjero] conocido, alguien que me gusta mucho, y me pidió que lo cancelara. Es alguien que conozco bien y de quien soy amigo; toda la situación fue muy íntima, como si le hubiera sucedido a un amigo. Sentí que se enfrentaba a un problema genuino. Le dije: ‘Mira en qué tipo de período histórico estamos: dos personas con identidades diferentes, básicamente buenas personas, no pueden sentarse. en el mismo escenario y estar de acuerdo o en desacuerdo sobre cosas, es como si la posibilidad de sentarnos y discutir cosas, si no estamos de acuerdo sobre ellas, se hubiera vuelto indecente’. Fue una situación muy incómoda, que me dolió a mí y también a él.
«Por otro lado», continúa Keret, «un escritor islandés que conocía me llamó y me hizo algunas preguntas. Le dije: No quiero verte en mi bandeja de entrada. Supuestamente me preguntas cómo estoy, pero en realidad quieres que esté de acuerdo contigo para que puedas decirte a ti mismo: tengo razón y mis amigos en Israel también están de acuerdo conmigo. No tengo energía para eso. Así que coge a Björk, súbete a una balsa y navega lo más lejos que puedas. Quieres que afirme que eres una persona humana y también que grite del mar al río: vete a buscar a otra persona».
«Pero tampoco sentí que estuviera experimentando antisemitismo. En general, trato de no dejar que los acontecimientos de mi vida caigan en las categorías binarias de ‘antisemita’ o ‘partidario de Israel'».
Keret vive con Shira, con su hijo Lev, que pronto será reclutado, y con un conejo llamado Hanzo en el exclusivo barrio Old North de Tel Aviv. El espacio es agradable y luminoso, pero no llamativo, y hay muchos libros. Durante las horas que pasamos juntos, Hanzo optó por esconderse debajo del sofá de la sala de estar; Keret explicó que suele estar activo a altas horas de la noche. Y luego, justo antes del final, salió de su escondite y tuvo la amabilidad de comer almendras de las manos del invitado.
La cualidad más destacada de Keret es su capacidad para crear intimidad rápidamente, para dar a la otra persona la sensación de que es un amigo o podría serlo. Parece tener un interés eterno por otras personas, y no sólo porque le brindan la oportunidad de mostrar la naturaleza singularmente rápida de su pensamiento o porque son una fuente fructífera de historias. Sus conversaciones con taxistas podrían llenar por sí solas otra colección de historias.
La explicación de la facilidad con la que hace amigos y del encantador polvo de hadas que esparce a su alrededor se encuentra, obviamente, en su infancia. A diferencia de lo que ocurre con quienes se sienten impulsados a escribir, Keret recibió mucho amor cuando era niño, como si hubiera crecido en un mundo en el que la paternidad tóxica no formaba parte de la experiencia humana.
«Los psicólogos habrían emitido una orden de alejamiento contra mis padres si hubieran sabido lo mucho que me querían», confirma. (Su padre, Efraim, murió hace 12 años; su madre, Orna, hace cinco años). «Cuando mis padres eran jóvenes iban a fiestas y volvían a casa tarde, un poco achispados. Tengo un recuerdo de cuando tenían 5 años de que una vez volvieron de una fiesta y mi madre entró en mi habitación para echar un vistazo, y se dio cuenta de que estaba fingiendo estar dormido. Entonces me dijo: ‘Etgar, debes saber que llegará un día en que conocerás a alguien que te dirá que no eres tan inteligente y tan especial como crees. Pero la verdad es que eres tan inteligente y tan especial como crees, y esa persona dirá esas cosas solo porque tiene envidia’”.
“Ese sentimiento de ser la corona de la creación me hizo bien. Precisamente por lo que había pasado, mi madre supo transmitir el mensaje de que el mundo intentará pisotearte, por eso lo más importante es escucharte. Ella dijo: ‘Estoy relativamente cuerda teniendo en cuenta lo que pasé, así que haz lo mismo para mí'».
¿Y a ti también te funcionó?
«Cuando terminé la primaria, nos hicieron unas pruebas de aptitud para decidir a qué instituto debíamos ir. Te enseñaban todo tipo de dibujos y te preguntaban qué tenía de malo. Por ejemplo, había un gato de cinco patas bebiendo leche. Nos preguntaban qué tenía de malo, pero yo no tenía ningún problema con las cinco patas ni con ningún otro detalle anómalo que apareciera en los dibujos. Así que escribí que todos los dibujos estaban bien excepto uno en el que había un padre con un violín, y escribí que estaba mal que no mirara a su hijo mientras tocaba. Esa tampoco era la respuesta correcta. Saqué la nota más baja de la clase”.
“Mi madre fue invitada a una reunión con la orientadora escolar, Margalit, quien le dijo: ‘Por suerte, el año que viene la red ORT [escuelas profesionales] abrirá una carrera para formar técnicos en mantenimiento de cámaras frigoríficas de supermercados y, según los resultados de las pruebas, eso le viene muy bien a Etgar. Allí le irá muy bien’. Mi madre me preguntó: ‘¿Quieres ser técnico de supermercado? ‘. Le dije: ‘No, quiero estudiar matemáticas’. Margalit se mantuvo firme: ‘Es un método de prueba desarrollado por los mejores psicólogos del mundo y el método dice que tu hijo no puede estudiar matemáticas’. Entonces mi madre la miró a los ojos y le dijo: ‘Margalit, si este es el método que determinó que podrías ser orientadora escolar, me arriesgaré. Y en efecto, me dijo: si te interpones en mi camino, te aniquilaré’”.
Aunque Etgar y sus hermanos mayores, Nimrod y Dana, crecieron en un hogar feliz, no fue posible ocultar por completo las implicaciones del trauma del Holocausto. «Cuando estaba en el jardín de infancia, vi que las madres de otros niños los acariciaban de manera diferente a como mi madre me acariciaba a mí. Mi madre les daba palmaditas con el dorso de la mano, y otras madres usaban el interior de la mano. Cuando le pregunté por qué, me dijo que en la guerra y también después había mucha gente a la que no le gustaban las niñas pequeñas y les hacían cosas malas, y para protegerse se pegaba chicle a la palma de la mano y una hoja de afeitar en el chicle que había partido por la mitad, por si tenía que acariciar a la gente que no le gustaba, y usaba el dorso de la mano para acariciar a los que amaba».
El padre de Shira, Yehonatan Geffen, autor, compositor y periodista, murió hace un año. ¿Cómo te afectó eso?
«Siempre lo amé, y creo que él me amaba. Fumábamos porros en el balcón, pero también tenía la necesidad de crear una distancia, o una especie de separación, entre nosotros. Tanto para Yehonatan como para mí, la fricción con la vida no fue fácil, pero cada uno lo llevó a un lugar diferente. Para Yehonatan, la presión y la ansiedad se convertían en algo agresivo, lo que a veces parecía cómico. Estás en un taxi con él y el conductor pregunta: “¿Debo pasar por Reines o Dizengoff? Y Yehonatan dice: Cuando escribo un poema, ¿te consulto sobre las rimas?»
Las personas que lo conocieron recuerdan que a veces podía ser muy hostil.
«En pocas palabras: surgió del terror. Nunca peleé con él, él nunca me levantó la voz y yo nunca le levanté la voz a él, y él definitivamente le levantó la voz a la gente. Amaba mucho a mi padre. Recuerdo eso. Una vez mi padre vino a visitarlo, cuando él [Efraim] ya tenía cáncer, y Shira tomó una fotografía. Un día, después de la muerte de mi padre, vine a la casa de Yehonatan y vi la fotografía en su refrigerador. ‘Ese es mi padre.’ Le dije: ‘No, ese es mi padre’. Y él dijo: ‘Aceptemos que él es nuestro padre'».
Es tu padre.
«Mi padre sobrevivió al Holocausto con sus padres en un hoyo en el suelo, después de que su hermana fuera asesinada. Cuando era niño, cuando le pregunté cómo logró pasar 600 días sin volverse loco, dijo: ‘Me inventé un mundo que se parece un poco al mundo en el que viví, donde los nazis perseguían a los judíos, pero cada vez que los atrapaban les daban dulces. Por ejemplo, las SS distribuyen chocolates, la Wehrmacht reparte caramelos, y me escondo y me pillan y me dicen: Judío apestoso, come, y yo les ruego y digo: No me gusta con nueces, y ellos: Cállate y come bocanadas.’ Yo preguntaría: ‘¿Cuál es el punto? Estás atrapado en un pozo donde ni siquiera puedes levantarte y hay nazis por todas partes, entonces, ¿qué pasa con estas tonterías?'»
¿Y su respuesta?
«Dijo que cuando estás en un espacio físico muy estrecho, tu primer impulso es ampliarlo. Y cuando eres capaz de imaginar, tu mundo se hace más grande incluso si el tamaño físico no cambia».
¿Y eso es lo que pasa contigo?
«Presento la apariencia de una persona supernormativa: aparezco en público, enseño en la universidad, doy entrevistas a los medios de comunicación, pero en la vida me voy a dormir a las 10:30 y lo que más me gusta es tumbarme en la alfombra de la sala y el conejo se me sube encima. No soy superfuncional en el mundo. A veces tienes la sensación de que el mundo te inunda, te presiona, te comprime en un agujero negro, y tu capacidad para contarlo es lo que importa. Te protege. Si fuera bueno en esto llamado vida, no escribiría. Cuando la vida es algo que no entiendes del todo, escribir es lo estable en lo que puedes apoyarte. Siempre sentí que escribir era mi camino. sobrevivir, y todavía me siento así».