lunes, 30 de diciembre de 2024

Gabriel Garcia Marquez " Cien años de soledad" extracto





" En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.

Para  Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.

-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.

Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos.

Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella.

Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero.

Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación."

martes, 17 de diciembre de 2024

Verónica Zondek (Santiago de Chile, 1953)

 


Adan y Eva

 

Un jardín perfecto es también una jaula.
Observen como la luz se posa sobre el rocío
y como el rocío ilumina la arboleda.
Observen como la sombra es manantial para el descanso
y como fluyen en melodía los riachuelos.
Observen como deambulan sin rumbo esos seres
y como al alcance de la mano recogen el alimento.
Escuchen
escuchen el trino celestial de los alados
y el  suave ronroneo de las  grandes bestias.
Escuchen
palpen el siseo de la serpiente
y observen su caminar seguro por los senderos.
Bestia y hombre uno solo.
Los ojos lánguidos y desenfocados
las colas arrastrándose por el suelo
la boca caída
las manos inertes
el sexo entero a la vista desinteresada.

 

El tiempo no existe
no corre
no corroe.
El espacio no existe
está encantado
inmóvil
esclavo de su perfección.

Veamos.
Hay una manzana
mas no es la que yo conocí.
Está herida de muerte
y sangra perlas de sudor.
Debo saber su corazón
tocar su piel reluciente con mis palmas.
Quiero
quiero mojar mi boca con su jugo
y bañar mis labios con su aroma enloquecedor.
Cierro los ojos.
El goce es perfecto.
Abro los ojos.
El pudor me envuelve.
Siento un leve cosquilleo
un  sube y baja por mi vientre
la mirada de él viéndome
recorriendo mi torso
y esa bicha que mira
como anotándolo todo
como diciendo algo.
-Gozo-
-sé que gozo-
-sé-
qué palabra
-conozco.
Tengo miedo- digo
qué hemos hecho.
Sabemos- dijo
-sabemos-
y calló.

 

Caminemos - dijo.
-Seamos el mundo-.
                                       

 

pertenece al libro  ENTRE LAGARTAS, editorial LOM, Stgo., 1999

 

martes, 10 de diciembre de 2024

SOLOMON IBN GABIROL (Málaga, ca. 1021-Valencia, ca. 1058 )

 



Fíjate en el sol del ocaso, rojo,

como revestido de un velo de púrpura:
va desvelando los costados del norte y el sur,
mientras cubre de escarlata el poniente;
abandona la tierra desnuda
buscando en la sombra de la noche cobijo;
entonces el cielo se oscurece, como si

se cubriera de luto por la muerte de Yequtiel.



domingo, 8 de diciembre de 2024

Ștefan Baciu (29 de octubre de 1918 - 6 de enero de 1993)

 


Yo no canto al Ché

como tampoco he cantado a Stalin;
con el Ché hablé bastante en México,
y en La Habana
me invitó, mordiendo el puro entre los labios,
como se invita a alguien a tomar un trago en la cantina,
a acompañarlo para ver cómo se fusila en el paredón de La Cabaña.
Yo no canto al Ché,
como tampoco he cantado a Stalin;
que lo canten Neruda, Guillén y Cortázar,
ellos cantan al Ché (los cantores de Stalin),

yo canto a los jóvenes de Checoslovaquia.


creo que fue escrito en español por el propio autor

Abrasha Rotenberg ( (Teofípol, óblast de Jmelnitski, Ucrania,1926)

 




La diversidad en el judaísmo ofrece un espacio fértil para la reflexión crítica, donde la objetividad se convierte no solo en un ejercicio necesario, sino en un puente hacia el equilibrio entre los extremos. Este proceso nos permite vivir nuestra identidad de manera más coherente y auténtica, alineando nuestras raíces culturales con la realidad contemporánea, sin perder de vista la esencia de lo que somos


sábado, 26 de octubre de 2024

La vegetariana (en alfabeto hangul: 채식주의자, Chaesikjuuija) es una novela surcoreana escrita por Han Kang

 



Así empieza

Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni lentos, ni enérgicos ni débiles. Si me casé con ella fue porque, así como no parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más mínimo cuando estaba con ella. Nunca he pretendido más de lo que creo merecer. Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.

Susana Slednew ( 1958, en Coronel Suárez, provincia de Buenos Aires )

 







En mi casa

no se hablaba del amor perdido
era un secreto
una avalancha de nieve que quedó en Europa
el idioma callado
la hermana lejos
no se hablaba de los fracasos
quedaban ocultos tras lo impecable
esos míos queridos
eran expertos en mutaciones del espíritu
jardineros del vacío
altivos monjes con votos de silencio
en mi casa
no se hablaba de lo fallido
lo perfecto nos masticó
.
.
del libro Poéticas del movimiento, 2022. Ediciones en Danza