sábado, 15 de noviembre de 2025

"Manual de supervivencia para jugar go entre fantasmas" por Jorge Santkovsky

 


♟️⚫Anoche volvimos al tercer piso del Club Argentino de Ajedrez. Qué miedo volver a encontrarnos con ellos.

Para los nuevos jugadores no significaba demasiado, pero los más veteranos sabemos que ese piso siempre tuvo fama de tener “presencias”. No fantasmas solemnes, sino de esos que fruncen el ceño cuando alguien hace una mala jugada o empuja una silla fuera de lugar. Presencias típicamente porteñas. Más algún inmigrante porteñizado con los años.

Como uno de los pocos sobrevivientes de aquella época me siento obligado a contar la historia. Para que a ninguno lo tome por sorpresa. Que tomen en serio ruidos extraños, puertas que se abren y cierran solas, cortes de luz y vaya uno a saber qué cosas más.

Éramos diferentes: nosotros no jugábamos ajedrez. Jugábamos go.

Entrar con un tablero de go al tercer piso del club fue, durante años, una pequeña herejía. Más aún para los fantasmas del lugar, que se alimentaban de peones, alfiles y finales de torres desde la década del cincuenta. Cuando nos vieron poner un tablero lleno de piedras blancas y negras, con líneas que parecían un mapa ferroviario japonés, quedaron desorientados. Alguno habrá pensado que era una variante rara del ajedrez; otro, que se nos había caído un mantel cuadrillé encima del tablero.

Pero cuando entendieron que el go tenía más variantes, más ramificaciones y más posibilidades que cualquier partida que hubieran presenciado en vida —o en muerte—, ahí sí se enojaron.

Y empezaron a sabotearnos.

Primero se ocuparon de que la escalera principal quedara fuera de nuestro alcance, como si hubieran movido la arquitectura del edificio a su favor. Solo podían usarla los que tenían la llave. Nunca supimos cómo conseguirla. Una jugada posicional impecable: dejarnos arriba sin forma de bajar o, peor, impedirnos subir de nuevo. Desconectados.

Además, dejaron la escalera de servicio inutilizable, cubierta de trastos viejos, muebles rotos y cartones húmedos, como si el club hubiera decidido guardar en ese pasillo todo lo que no sabía dónde poner. Un fantasma ajedrecístico siempre prefiere un buen bloqueo antes que un ataque directo.

El baño era simplemente un agujero al que le habían sacado todos los sanitarios: había riesgo de que, si uno intentaba usarlo, cayera al piso de abajo. Una forma literal de “salirse del tablero”.

Finalmente, el golpe maestro: tomaron el ascensor, ese elevador cansado que ya sube rezongando. Se ocupaban de hacerlo fallar justo cuando veníamos con los bolsos —los bolls— llenos de piedras de go. Tocábamos el botón, la luz parpadeaba y el ascensor decidía pensar… como un maestro que no quiere responder aún.

Era evidente:
los fantasmas querían que nos fuéramos.

Imagino a uno de ellos murmurando:

—¿Y estos quiénes son? ¿Qué es ese juego que no tiene rey ni jaque mate? ¿Dónde está la nobleza de sacrificar una dama?

Otro, más culto, posiblemente el alma de algún gran maestro, quizás dijo algo así:

—Tienen demasiadas variantes. No puede ser serio.

Y un tercero, claramente irritado:

—¡Encima no mueven piezas, ponen piedras! ¿Qué sigue? ¿Un sudoku?

Al final lograron lo que querían.
Con el ascensor en huelga, la escalera bloqueada y la sensación de estar ocupando un territorio que no era nuestro, terminamos abandonando el tercer piso. Y, por supuesto, el club.

Los fantasmas —o el edificio, que al fin de cuentas es lo mismo— nos habían ganado por abandono.

A veces pienso que no nos echaron por hostilidad, sino por celos.
Durante décadas, el ajedrez fue el dueño absoluto de esas salas.
Un juego japonés, con más libertad y menos jerarquías, les resultó intolerable.

Ahora que nos dejaron volver al Club Argentino de Ajedrez —ese que realmente amamos— empieza otra batalla: nos mandaron al tercer piso porque ocuparon nuestro lugar. Volvimos al club, sí… pero nos subieron a las alturas, lejos de casa.

Igual voy a dejar el tablero sobre la mesa; si no les gusta, que lo acomoden. Total, ya demostraron que mover cosas sin permiso es lo suyo.

 

 

martes, 4 de noviembre de 2025

Neama Hassan (‫نعمه حسن‬, Rafah, Palestina, 1980 )

 





EN LA COLA DEL PAN

En la cola
esperamos el producto del trigo,
la sonrisa del panadero empolvado
y la llegada de la hogaza caliente al campo
de batalla.
En la cola
una joven intenta recordar el significado de
su feminidad
mientras un muchacho canta en el horno
y otro quiere entender el estruendo de la
calle en llamas.
Yo me detengo a la mitad del cuento
y retengo los pájaros de mi cabeza,
no vayan a huir a los árboles.
En la cola
una anciana maldice los campos y las
espigas,
recita el nombre de nobles ciudades
y teje con el hilo del hambre
un saco grande de harina
para los defensores de las jaimas.
En la cola
tú y yo,
una niña que se muerde las uñas,
un hombre que escupe a la guerra
y una mujer que se pinta los labios bajo el
nicab
–en una ciudad sin agua que lave nuestros
pecados–
desafiamos el infierno por una barra de pan
recién hecha
poco antes de morir.
___________________________
trad. de Pedro Martínez Castro en "Idearabia", n.º 20, diciembre de 2023.

sábado, 1 de noviembre de 2025

"El vecino palestino " de Eliah Germani

 

 


El rabino estuvo de acuerdo en cambiar la mezuzá Goldberg se había decidido a vivir con Daniela, en el departamento de ella, el mismo que ocupaba con su exmarido, y si bien no se trataba exactamente de una mudanza, la necesaria renovación de la vivienda tenía que incluir la mezuzá. Para Goldberg no podía ser kosher la mezuzá de su predecesor, así que cambiarla era un acto ineludible de purificación. Deseando marcar la diferencia, adquirió una más ornamentada, que se notara más, y quiso fijarla a la manera sefardí, en posición vertical, y no inclinada hacia adentro como la anterior. Durante la ceremonia familiar de instalación, se reunieron en el pasillo no muy amplio del cuarto piso, Daniela, Goldberg y sus cuatro hijos, encabezados por el rabino, los hombres provistos de kipá, en una ceremonia inequívocamente judía. En el preciso momento en que el rabino explicaba la mezuzá, como escudo espiritual de la casa y de sus moradores, apareció el vecino de enfrente, desde el ascensor contiguo, Fady Samur, un árabe joven, de origen palestino. Les saludó de lejos, entre sorprendido y curioso, con un ademán no desprovisto de amabilidad. Dirigió una sonrisa cómplice a Daniela y continuó el breve trayecto hasta su puerta, sin poner atención a las palabras del rabino.

            Antes de vivir con Daniela, Goldberg ya cumplía un par de años como soltero de segunda mano. Su matrimonio había sido complicado, pero le parecía aún más tóxica la experiencia conyugal de Daniela. Su primera mujer era decoradora de interiores y, debido a su trabajo, tenía un buen conocimiento del Feng Shui, cuyos preceptos practicaba antes que nada en casa, y de manera bastante ortodoxa, lo cual a Goldberg no pocas veces le fastidiaba. Pero ahora, con el tiempo y la distancia, se daba cuenta de cómo lo había permeado esa filosofía, al punto de encontrarla bastante razonable, escuchando incluso la voz de su exesposa cada vez que visitaba una nueva casa. Desde el primer día sintió que el departamento de Daniela era un terreno contaminado, invadido por una mala vibra que era necesario expurgar. Cuando por fin decidieron mudarse juntos, ambos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo una renovación radical.

Un encuentro casual con Fady Samur en el ascensor permitió a Daniela presentarse a los dos hombres. Así que eres palestino, dijo Goldberg. No sé si Dios o el diablo nos junta: yo soy judío. Bueno, por suerte somos humanos, ironizó Samur, además de chilenos, pero lo que más importa, somos vecinos, lo digo porque no hubo buena onda con el fulano anterior. ¿Y por qué crees que estamos limpiando el departamento?, dijo Goldberg. Hacemos una limpieza energética. Energías limpias, como diría un ingeniero. Ya pintamos las paredes y renovamos los muebles. Entre paréntesis, nos disculpamos por el ruido. No hay problema, dijo Samur, Daniela ya me lo había advertido, y también me habló de ti, creo que eres una buena elección para ella, de seguro mejor que el otro tipo, intuyo que seremos buenos vecinos.




Cuando Goldberg llegaba a casa, tocaba la mezuzá y se besaba la mano susurrando: “Dios me acompaña en mi entrada y en mi salida”.  Pasado el umbral, lo acogía el recibidor, luminoso antesala del living, donde la suave curva de los muebles lo invitaba al descanso ya la meditación. Las paredes, vestidas de colores claros, tamizaban armoniosas la luz de los ventanales, como un manto protector contra el ruido y la disarmonía exterior. El verde ficus del rincón, que habían plantado con Daniela, replicaba vigoroso la sana energía que ambos cultivaban. Juntos barrieron el jametz de la vida pasada, eliminaron las alfombras y rasparon las malas huellas del piso, pintaron de nuevo cada habitación, adquirieron muebles de madera clara y dieron otra luz a la cocina. Daniela renovó todas sus cosas, desde la ropa íntima hasta el colchón matrimonial, cambió la cama, las toallas y las cortinas. Goldberg, en la pared donde antes colgaba la Ketubá, dispuso un cuadrito prolijamente decorado, con la palabra hebrea “Anajnu”, que significa “Nosotros”, obra de su propia mano.

Un día por la tarde, al regresar, Goldberg pisó algo raro al salir del ascensor. Se detuvo para ver de qué se trataba y descubrió los restos pisoteados de la mezuzá. Supo enseguida que había sido vandalizada. El marco donde estaba atornillada se veía roto y astillado, delatando la violencia de la profanación. Un escalofrío de mil años lo estremeció, la persecución ancestral golpeaba en su remota puerta chilena. Pero ¿quién más sabía de la mezuzá? En un impulso visceral, se pegó al timbre del palestino. Samur apareció extrañado, portaba unos audífonos. A sus espaldas, una muda pantalla exhibía una orquesta sinfónica. Goldberg agarró por el brazo a Samur y lo llevó hasta su puerta violentada, mostrándole acusar el caos de la mezuzá. Samur, incrédulo, se quitó los audífonos. ¡Es horrible!, dijo. Goldberg le espetó que un ataque de ese tipo no era otra cosa que antisemitismo. ¿No pensarás que tengo algo que ver en esto?, protestó Samur. ¿Por qué habrías de romper tu símbolo judío? Debes saber que soy astrónomo y como tal, incluso bromeaba con tu puerta, imaginaba que habías puesto un timbre al cielo.

Confundido, tratando de disculparse, Goldberg le ofreció un café a Samur, quien accedió aliviado. Comentó que nunca había ocurrido algo así en el edificio, ni siquiera en tiempos del escandaloso vecino anterior, que tenía puros enemigos. A Goldberg le agradó el comentario sobre su antecesor, sintió que le daba un respiro. Samur observó a su alrededor complacido, han hecho una buena renovación, dijo, se ve muy acogedor, se respira un aire diferente. Goldberg ignoraba que Samur conocía de antes el departamento y se sentía como un advenedizo Este atentado es puro antisemitismo, dijo Samur, quien hace algo así, no lo hace por amor a los palestinos, lo hace por odio a Israel, por odio a los judíos, aquí en Chile, a 13.000 kilómetros de distancia, es una pura estupidez, algo que no ayuda a nadie, que solo extiende el conflicto. Como astronomo, toda la vida me ha conmovido la infinitud del Universo y, sencillamente, no puedo entender que en este planeta mínimo nos malgastemos la vida destruyéndonos. ¿Sabes qué es lo opuesto al odio? Es precisamente aquella dimensión donde tendríamos que movernos. No apagaremos el fuego con más fuego, no tendremos resultados distintos si repetimos siempre lo mismo.

A la llegada de Daniela, Samur ya se había ido. Durante la cena, más que la conmoción de Goldberg, la abrumó el malentendido con el vecino. La avergonzaba la hostilidad de su exmarido contra “el turco”, y ahora Goldberg, con su metida de pata, repetía de nuevo la injusticia. Quiso hacerle saber cosas que él ignoraba: Fady Samur fue su ángel guardián en los malos tiempos, él llamó a los carabineros cuando su marido la golpeaba, él le dio refugio en ese período crítico, él le dio fuerzas para salir adelante. ¿Y entonces, por qué no siguieron juntos?, inquirió celoso Goldberg. Cómo se te ocurre, dijo Daniela, yo no podía más, solo quería desaparecer, estaba fundida. Pero en circunstancias normales, insistió Goldberg, ¿no habría sido distinto? Te equivocas, ¿no sabes acaso que Fady es gay? No se le nota, dijo Goldberg. Incluso lo encuentro parecido a tu hermano. Sí, en verdad se parecen, dijo Daniela. Es el parentesco semita, ironizó Goldberg, se nota que somos primos. ¿Y si no fueras gay te habrías enamorado de él? Daniela respondió con un gesto de impaciencia. Pero Goldberg no se rindió. ¿Te resultaba complicado que él no fuera judío? Nunca lo pensé y jamás me importaría, respondió desafiante Daniela. Y por mi parte, deberías entender que no te da ventaja ser judío si te comportas como un niño.

Después de un largo baño caliente, Daniela se durmió rendida, de espaldas a Goldberg. A él le costó conciliar el sueño. Con la luz apagada, se quedó leyendo en su celular: Rabbi Kliger menciona tres categorías generales: tesis, antítesis y síntesis. Las dos primeras son limitadas por definición, ya que los opuestos se niegan mutuamente, pero el tercer camino, el intermedio, es infinito, pues incluye ambos opuestos y no está limitado por ninguno de ellos

Cuando por fin se quedó dormido, Goldberg soñó con Fady Samur. Soñó que viajaban juntos por el mundo, dos emisarios, un palestino y un judío, ambos profetas de las energías limpias. Ellos sí hacían las cosas de manera diferente. Eran los magos de la buena vibra.

 fuente : https://jewishlatinamerica.com/2025/10/15/eliah-germani-medico-y-cuentista-judio-chileno-chilean-jewish-physician-el-vecino-palestino-the-palestinian-neighbor-un-cuento-a-shortstory/


martes, 28 de octubre de 2025

" Cómo hacemos la guerra " de Keret, Etgar Un cuento del libro : Los siete años de abundancia




Cómo hacemos la guerra

 

Ayer llamé a la gente de la compañía telefónica para gritarles. El día antes, mi amigo me contó que había llamado y les había gritado un poco, amenazándolos con cambiar de proveedor. Y ellos inmediatamente le bajaron el precio 50 shékels al mes. «¿Te lo puedes creer? —me dijo mi amigo entusiasmado—. Hablas con ellos cinco minutos cabreado y te ahorras 600 shékels al año.» La operadora del servicio de Atención al Cliente se llamaba Tali. Escuchó en silencio todas mis quejas y amenazas y, cuando terminé, me dijo con una voz ronca y profunda: —Señor, ¿no le da vergüenza? Estamos en guerra. A la gente la están matando. Están cayendo misiles en Haifa y Tiberíades, y ¿en lo único que piensa usted es en sus 50 shékels? Había algo en lo que dijo, algo que me hizo sentir ligeramente incómodo. Me disculpé enseguida y la noble Tali me perdonó al instante. Al fin y al cabo, en tiempos de guerra no se trata de guardarle rencor a uno de los tuyos. Esa tarde decidí probar la efectividad del argumento de Tali con un taxista cabezota que se negaba a llevarnos a mí y a mi hijo en su taxi, porque no había llevado conmigo la sillita para el coche. —¿No le da vergüenza? —dije, tratando de citar a Tali con la mayor precisión posible—. Estamos en guerra. A la gente la están matando. Están cayendo misiles en Haifa y Tiberíades, y ¿en lo único que piensa usted es en la silla para el coche? El argumento también funcionó en este caso y el conductor, avergonzado, se disculpó rápidamente y me indicó que me montara. Cuando llegamos a la autopista, en parte a mí, en parte a sí mismo, dijo: «Esta guerra es de verdad, ¿eh?». Y después de dar un largo suspiro, añadió nostálgicamente: «Justo como en los viejos tiempos». Ahora ese «Justo como en los viejos tiempos» sigue resonando en mi cabeza y, de repente, veo todo el conflicto con el Líbano bajo una luz completamente distinta. Echando la vista atrás, intentando recrear mis conversaciones con amigos preocupados por esta guerra con el Líbano, por los misiles iraníes, por las maquinaciones sirias y la suposición de que el líder de Hezbollah, Sheik Hassan Nasrallah, tiene la capacidad de atacar cualquier lugar del país, incluso Tel Aviv, me doy cuenta de que había un pequeño resplandor en los ojos de casi todos, una especie de respiro de alivio inconsciente. Y no, no es que nosotros, los israelíes, anhelemos la guerra, la muerte o el dolor, pero sí anhelamos esos «viejos tiempos» de los que hablaba el taxista. Anhelamos una guerra de verdad que reemplace todos esos agotadores años de Intifada, cuando nada era blanco ni negro, solo gris; cuando no nos enfrentábamos a ejércitos, sino a jóvenes resueltos cargando cinturones de explosivos; años en los que el aura del valor dejó de existir, reemplazada por largas colas de gente que esperaba en nuestros puestos de control, mujeres a punto de dar a luz y ancianos luchando por resistir el sofocante calor. De pronto, la primera salva de misiles nos devolvió esa sensación familiar de guerra contra un enemigo despiadado que ataca nuestras fronteras, un enemigo realmente feroz, no uno que lucha por su libertad y autodeterminación, no del tipo que nos hace tartamudear y nos sume en la confusión. Volvemos a estar seguros de la pertinencia de nuestra causa y regresamos a la velocidad de la luz al seno del patriotismo que casi habíamos abandonado. De nuevo, somos un pequeño país rodeado de enemigos, luchando por nuestras vidas; no un país fuerte, invasor, obligado a luchar diariamente contra la población civil. Así que, ¿es de extrañar que todos nos sintamos secretamente un poco aliviados? Dadnos Irán, dadnos un pellizco de Siria, dadnos un poco de Sheik Nasrallah y los devoraremos de un bocado. Al fin y al cabo, no somos mejores que los demás resolviendo ambigüedades morales. Pero siempre hemos sabido cómo ganar una guerra


martes, 30 de septiembre de 2025

Rosita Kalina (1934 San Jose de Costa Rica-2005)

 




Soy de la tribu de Yehudá

La de mis abuelos y bisabuelos.

La de Salomón, de Jesús y Einstein.

Por no citar a Freud,

cuyo valioso secreto cabalístico

saltó a la silla del terapeuta.

No perdono los miles de holocaustos

que en nombre de fementidas verdades

se urdieron contra mi pueblo,

contra otros pueblos antiquísimos,

más sabios que la ley del blanco.

Me horroriza el hombre integrado

a religiosas guerras.

Que somos uno en la inmensa nave

madre tierra, que nos transporta

a ilimitadas dimensiones.

Que todos respiramos un mismo destino.

Soy universal. Simplemente una mujer

que se atreve a soñar con una hermandad

de almas y de alas.

Precisamente por mi origen,

comprendo bien la tristeza de otros

venidos a menos por color o ángulo de los ojos.

¡Que venga la era del hombre,

maravilloso ser que puebla la existencia!

En él veo único, irrepetible,

mi orgullo de ser mujer.

También amo al animal y a las plantas

que vivan mis soledades.

Soy judía. Tersa hasta la caricia.

Amorosa hasta el éxtasis.

 

sábado, 27 de septiembre de 2025

Extracto °De repente en lo profundo del bosque" Libro de Amos Oz





 Era un pez pequeño, un pececillo, como de medio dedo de largo, y tenía escamas de plata, delicadas aletas de encaje y branquias transparentes y temblorosas. Un ojo de pez redondo y abierto de par en par los miró a los dos un momento como si estuviese insinuando a Maya y a Mati que todos nosotros, todos los seres vivos de este planeta, personas y animales, aves, reptiles y peces, somos en realidad muy parecidos, a pesar de las muchas diferencias que hay entre nosotros: casi todos tenemos ojos para ver formas, movimientos y colores, y casi todos oímos sonidos y ecos, o al menos sentimos los cambios de luz y oscuridad a través de nuestra piel. Y todos percibimos y clasificamos sin cesar olores, sabores y sensaciones. 

Y no sólo eso: todos nosotros sin excepción nos asustamos en algún momento, e incluso nos embarga el pánico, y a veces todos estamos cansados, o hambrientos, y hay cosas que a todos y cada uno de nosotros nos atraen y cosas que nos repelen y nos provocan inquietud y repugnancia. Además, todos nosotros sin excepción somos muy vulnerables. Y todos, personas, reptiles, insectos y peces, dormimos, nos despertamos y volvemos a dormirnos y a despertarnos, todos nos esforzamos por estar a gusto, ni con mucho calor ni con mucho frío, todos sin excepción intentamos casi siempre cuidarnos y protegernos de todo aquello que corta, muerde o pica. Para todos nosotros es muy fácil aplastar. Y todos, pájaros y gusanos, gatos, niños y lobos, intentamos estar lo más precavidos posible ante el dolor y el peligro, y a pesar de todo nos arriesgamos muchas veces al salir una y otra vez a buscar comida, diversión y también aventuras, sensaciones, poder y placer.


- Hasta el punto -dijo Maya después de pensar un rato sobre eso-, hasta el punto de que puede decirse que todos sin excepción estamos en el mismo barco: no sólo todos los niños, no sólo todo el pueblo, no sólo todos los seres humanos, sino también todos los seres vivos. Todos nosotros. Y aún no estoy segura de cuál es la respuesta correcta a la pregunta ¿las plantas son también parientes lejanos nuestros?

lunes, 22 de septiembre de 2025

Pablo Neruda (Parral , Chile , 1904-Santiago 1973)



 Cuánto vive el hombre, por fin?

Vive mil días o uno solo?
Una semana o varios siglos?
Por cuánto tiempo muere el hombre?
Qué quiere decir "Para siempre"?

Preocupado por este asunto
me dediqué a aclarar las cosas.

Busqué a los sabios sacerdotes,
los esperé después del rito,
los aceché cuando salían
a visitar a Dios y al Diablo.

Se aburrieron con mis preguntas.
Ellos tampoco sabían mucho,
eran sólo administradores.

Los médicos me recibieron,
entre una consulta y otra,
con un bisturí en cada mano,
saturados a aureomicina,
más ocupados cada día.
Según supe por lo que hablaban
el problema era como sigue:
nunca murió tanto microbio,
toneladas de ellos caían,
pero los pocos que quedaron
se manifestaban perversos.

Me dejaron tan asustado
que busqué a los enterradores.
Me fui a los ríos donde queman
grandes cadáveres pintados,
pequeños muertos huesudos,
emperadores recubiertos
por escamas aterradoras,
mujeres aplastadas de pronto
por una ráfaga de cólera.
Eran riberas de difuntos
y especialistas cenicientos.

Cuando llegó mi oportunidad
les largué unas cuantas preguntas,
ellos me ofrecieron quemarme:
era todo lo que sabían.

En mi país los enterradores
me contestaron, entre copas:
"-Búscate una moza robusta,
y déjate de tonterías".

Nunca vi gentes tan alegres.
Cantaban levantando el vino
por la salud y la muerte.
Eran grandes fornicadores.

Regresé a mi casa más viejo
después de recorrer el mundo.

No le pregunto a nadie nada.

Pero sé cada día menos.