miércoles, 15 de julio de 2020

Isaac Bashevis Singer : Algo hay allá





Algo hay allá

1

Por norma general, el rabino Nechemía, de Bechev, conocía bien la astucia del Maligno y sabía como dominarlo, pero en los últimos meses el rabino vivía atormentado por un hecho nuevo y terrible, a saber, ira contra el Creador. Una parte de la mente del rabino atacaba al Señor del Universo y argüía rebelde: «Sí, eres grande, eres eterno, todopoderoso, sabio e incluso cabe decir que eres todo misericordia, pero ¿con quién juegas al escondite?, ¿con las moscas acaso?, ¿de qué le sirve tu grandeza a la mosca que cae en las redes de la araña que se dispone a quitarle la vida?, ¿de qué utilidad son todos tus atributos a la rata en el momento en que el gato clava sus garras en su cuerpo?». Y el rabino proseguía: «¿Premios en el Paraíso?, de nada sirven a los animales; Tú, Padre celestial, tienes tiempo sobrado para esperar el Fin de los Días, pero los animales no pueden esperar; cuando Tú incendias la cabaña de Feitl, el aguador, éste tiene que dormir con toda su familia en el asilo de indigentes durante las largas y frías noches de invierno, y esto es una injusticia irreparable; la intuición de tu sabiduría y tu luz, el libre albedrío y la redención, pueden ser útiles instrumentos para explicar tu Ser, pero Feitl, el aguador, necesita descansar después de su jornada de trabajo en vez de revolcarse en una yacija de paja podrida». El rabino sabía muy bien que era Satán quien hablaba, e intentaba por todos los medios obligarle a guardar silencio. El rabino se sumergía en el agua helada del baño ritual, ayunaba y estudiaba la Torá hasta que el cansancio le cerraba los párpados. Pero el Diablo seguía resistiendo y sus insolencias iban en aumento. El Diablo aullaba día y noche. Y en los últimos tiempos había comenzado a profanar los sueños del rabino. El rabino soñaba en judíos ardiendo vivos atados a la estaca, en estudiantes de yeshiva conducidos a presidio, en vírgenes violadas, en niños torturados. Entre sueños veía las crueldades cometidas por Chmielnitzki y Gonta y sus soldados, y las crueldades de los salvajes que devoran los miembros de los animales cuando aún no han expirado. Cosacos atravesaban cuerpos de niños con sus lanzas y los enterraban vivos todavía. Un hombre con largos mostachos y mirada de asesino abría el vientre de una mujer, metía un gato dentro y cosía el vientre. En sueños el rabino agitaba los puños hacia el cielo y gritaba: «¿Es todo a tu mayor gloria, Celestial Asesino?». La corte rabínica de Bechev estaba desmoronándose. El viejo rabino, Reb Eliezer Tzvi, padre del rabino Nechemía, había muerto tres años atrás, víctima de cáncer en el estómago. La madre del rabino Nechemía contrajo esta misma enfermedad en un seno. Además del rabino, los padres de éste tuvieron dos hijos, un varón y una hembra. El hermano menor del rabino, Simcha David, se pasó al «modernismo» y la «ilustración» mientras sus padres todavía vivían. Abandonó la corte rabínica y a su esposa, hija del rabino de Zhilkovka, y se fue a Varsovia para estudiar pintura. La hermana del rabino, Hinde Shevach, casó con el rabino de Neustater, llamado Chaim Mattos quien inmediatamente después de la boda entró en un estado de profunda melancolía y regresó a casa de sus padres, de manera que Hinde Shevach pasó al estado de esposa abandonada. Como sea que a Chaim Mattos se le calificó legalmente de enfermo mental o loco, no podía ser parte en un proceso de divorcio. La propia esposa del rabino Nechemía, descendiente del rabino de Kotzk, murió de parto y su hijo también pereció en el trance. Los casamenteros propusieron diversas posibles esposas al rabino Nechemía, pero éste siempre contestaba: —Lo pensaré. En realidad no le ofrecieron jamás una esposa aceptable. No, porque la gran mayoría de los hasidim de Bechev se habían apartado del rabino Nechemía. En cuanto hacía referencia a las cortes rabínicas imperaba la misma ley que rige entre los peces del mar: el gordo se come al chico. Los primeros que abandonaron al rabino Nechemía fueron los ricos. Sí, ya que ¿a santo de qué iban a quedarse en Bechev? La Casa de Estudio estaba que se caía. La techumbre del baño ritual se había desmoronado. En todas partes crecía la mala hierba. Por fin a Reb Nechemía sólo le quedó un sacristán llamado Reb Sander. La casa del rabino tenía gran número de estancias que rara vez se limpiaban, y en ella una gruesa capa de polvo lo cubría todo. El papel de las paredes colgaba desgarrado y desprendido. Los cristales de las ventanas se rompían y no se reponían. El edificio había experimentado un extraño movimiento y los suelos ahora estaban inclinados. Beila Elke, la criada, padecía reuma y las articulaciones se le habían trabado. La hermana de Reb Nechemía, es decir, Hinde Shevach, carecía de paciencia para llevar a cabo los trabajos caseros y se pasaba el día en el diván, leyendo libros. Cuando al rabino se le desprendía un botón del abrigo no había quien se lo cosiera. El rabino apenas contaba veintisiete años de edad, pero parecía mucho mayor. Su alta figura se había encorvado. Tenía barba amarillenta, amarillentas cejas y crenchas amarillentas. Estaba casi calvo. Tenía la frente alta, los ojos azules, la nariz estrecha y el cuello largo, con protuberante nuez. Palidez de tísico le cubría el rostro. Reb Nechemía, con una vieja bata casera, arrugado bonete y sucias zapatillas, paseaba inquieto por su estudio. Sobre la mesa reposaba una larga pipa y una bolsa de tabaco. El rabino encendía la pipa, le daba una calada y volvía a dejarla. Cogía un libro, lo abría y volvía a cerrarlo sin haber leído una palabra. Incluso comía sin sosiego. Se llevaba a la boca una porción de pan y la masticaba sin dejar de hablar. Tomaba un sorbo de café y seguía con sus paseos, arriba y abajo. Era verano, entre Pentecostés y los Días del Temor, tiempo en que no hay hasidim que emprenda peregrinaciones, y durante las largas jornadas al rabino le sobraba tiempo para cavilar. Todos los problemas se unían formando una sola interrogante: ¿Para qué tanto sufrimiento? En parte alguna se encontraba la respuesta a esta interrogante, nada decían del asunto los Libros de los Profetas, ni el Pentateuco, ni el Talmud, ni el Zohar, ni el Árbol de la Vida. Si el Señor es realmente omnipotente, puede darse a conocer sin ayuda del Maligno. Y si el Señor no es omnipotente, entonces, sin duda alguna el Señor no es Dios. La única solución del enigma era la que proponían los herejes: no hay juez ni hay juicio. Toda la creación no es más que un ciego accidente, un tintero se derramó sobre una hoja de papel y la tinta escribió por sí misma una carta en la que cada palabra era una mentira y cada frase un caos. En este caso, ¿por qué el rabino Nechemía sigue empeñado en comportarse como un idiota?, ¿qué clase de rabino es el rabino Nechemía?, ¿a quién reza el rabino Nechemía? ¿Ante quién se queja? Sí, ciertamente, pero, por otra parte, ¿cómo es posible que la tinta derramada escriba por sí misma siquiera una frase?, ¿y de dónde procede la tinta y de dónde procede el papel? Bueno, sí, ¿y de dónde procede Dios? El rabino Nechemía estaba en pie ante la ventana abierta. Fuera el cielo era de pálido azul; alrededor del sol dorado amarillento se retorcían unas nubecillas de lino. En la rama desnuda de un árbol muerto se había posado un pájaro, ¿una golondrina, quizá?, ¿un gorrión? La madre de aquel pájaro era o fue también un pájaro y también lo fue su abuela, y así generación tras generación durante millares de años. Si Aristóteles estaba en lo cierto al afirmar que el Universo había existido siempre, la cadena de las generaciones carecía de principio. ¿Era esto posible? El rabino retorció las facciones en una mueca como si hubiera sufrido un espasmo doloroso. Crispó las manos: —¿Es que quieres esconder tu rostro? Estas palabras iban dirigidas a Dios. Siguió: —Pues bien, así sea. Esconde Tú tu rostro y yo esconderé el mío. La paciencia tiene también su límite. Y decidió llevar a cabo lo que había estudiado y meditado durante largo tiempo.



2

 Aquella noche del viernes poco durmió el rabino. Dio cabezadas y despertó y volvió a dar cabezadas, y así pasó la noche. Siempre que caía dormido, en su mente aparecían horrorosas visiones. Como un río corría la sangre. Abandonados en el arroyo, yacían cadáveres en gran número. Por entre llamas corrían mujeres con la melena en llamas y los pechos chamuscados. Campanas doblaban. De los bosques en llamas salían manadas de bestias con cuernos de chivo, hocicos de cerdo, piel de puerco espín y ubres purulentas. De la tierra se alzaba un grito, un lamento de hombres, mujeres, serpientes y demonios. En la confusión de su sueño el rabino imaginaba que la fiesta de exaltación de la Torá y el Purim, conmemoración de la derrota de Hamán, caían en el mismo día, por lo que el rabino se preguntaba: «¿Se habrá alterado el calendario o acaso será que el Maligno ha triunfado?». Al alba, un viejo de retorcidas barbas, con una túnica hecha unos zorros, le injurió y le amenazó con los puños. El rabino intentó dar un buen trompetazo con el cuerno del carnero, con la finalidad de excomulgar al viejo, pero en lugar del rotundo sonido produjo un triste siseo parecido al que pueda emitir un pulmón al deshincharse. El rabino temblaba y la cama se estremecía. La almohada estaba húmeda y retorcida, como si la acabaran de sacar del balde de la colada. Los párpados del rabino se habían pegado unos con otros. Y en un murmullo el rabino dijo: —Abominaciones. Broza del cerebro. Por primera vez en su vida, hasta donde su recuerdo alcanzaba, el rabino no efectuó las abluciones prescritas: «¿El poder del Mal? ¡Veamos qué puede hacerme el Mal! A fin de cuentas, lo sagrado guarda siempre silencio…». Se acercó a la ventana. El sol naciente parecía moverse por entre las nubes como una cabeza separada del tronco. Junto a un montón de basura el chivo de la comunidad se esforzaba en comerse unas palmas del año anterior. El rabino se preguntó: «¿Estás aún vivo?». Y recordó al chivo cuyos cuernos quedaron enredados en el arbusto y que Abraham sacrificó en sustitución de Isaac. Pensando en Dios, el rabino se dijo que el Señor siempre exigía el sacrificio de la consumición por el fuego. Para Dios la sangre de sus criaturas tenía dulce sabor. En voz alta el rabino dijo: —Lo haré, lo haré. En Bechev se oraba a última hora. En los sábados de verano apenas se reunían los devotos suficientes para formar el quorum prescrito, incluso contando a los viejos que vivían a expensas de la corte rabínica. La noche anterior el rabino había decidido no ponerse la prenda interior con flecos, pero se la puso por la fuerza de la costumbre. Había proyectado ir con la cabeza descubierta, pero, con desgana, se puso el bonetillo. Decidió que bastaba con cometer un pecado todos los días y que no había razón alguna para acumularlos. Se sentó y comenzó a dar cabezadas. Poco después se despertaba sobresaltado. Hasta el día de ayer el Buen Espíritu había intentado reprender al rabino, amenazándole con la Gehena o con una humillante transmigración del alma. Pero ahora la voz del Monte Horeb guardaba silencio. Todos los temores del rabino se habían desvanecido. En su espíritu sólo quedaba ira. «Si el Señor no necesita a los judíos, tampoco los judíos le necesitan a Él». El rabino ya no hablaba directamente al Todopoderoso, sino a otra deidad, quizás a una de aquéllas que menciona el Salmo ochenta y dos: «Dios se encontraba en la congregación de los poderosos y juzgaba entre los dioses». Ahora el rabino estaba plenamente de acuerdo con todas las herejías, con aquellos que negaban íntegramente a Dios y con quienes creían en los dos dominios; con los idólatras que servían a las estrellas y las constelaciones y con quienes creían en la Trinidad; con los caraítas, que renegaban del Talmud; con los samaritanos, que prescindieron del monte Sinaí para favorecer al monte Gerizim. El rabino se dijo: «Sí, he conocido al Señor y ahora deseo despreciarle». Muchos oscuros asuntos se presentaban ahora claramente ante su vista: la primigenia serpiente, Caín, la generación del Diluvio, los sodomitas, Ismael, Esaú, Korach y también Jeroboam, el hijo de Nebat. Uno no debe dirigir la palabra a un verdugo silencioso, uno no debe orar a un perseguidor. El rabino tenía esperanzas de que en el último instante ocurriera un milagro: Dios se revelaría o un extraño poder refrenaría los impulsos del rabino. Pero nada ocurrió. Abrió el cajón y extrajo la pipa, objeto que el sábado no se podía tocar. Llenó de tabaco la cazoleta. Antes de raspar la cabeza de la cerilla el rabino dudó. Se amonestó: «Nechemía, hijo de Eliezer Tzvi, éste es uno de los treinta y nueve trabajos prohibidos en el sábado; por este pecado se lapidaba a la gente». Miró alrededor. No vio batir de alas, no oyó voz alguna. Encendió la cerilla y prendió fuego al tabaco. Su cerebro se movía y golpeaba su calavera como una avellana se mueve y golpea la cáscara. El rabino estaba descendiendo a los abismos. Por lo general al rabino le gustaba fumar, pero hoy el humo del tabaco tenía un sabor acre y le producía picores en la garganta. Echó unas gotas del agua para las abluciones en la cazoleta. Acababa de cometer una grave transgresión, la de apagar un fuego. Sentía el deseo de cometer más pecados, sí, pero ¿cuáles? Sintió deseos de escupir en la mezuzá, la porción de tela con palabras sagradas en ella bordadas, pero se contuvo. Durante unos instantes el rabino prestó atención a la tormenta que se desarrollaba en su interior. Luego salió al corredor y pasó ante la puerta cerrada del dormitorio de Hinde Shevach. Intentó abrirla. Hinde Shevach gritó: —¿Quién es? —Soy yo. El rabino oyó dentro sonido de roces y murmullos. Luego Hinde Shevach abrió la puerta. Seguramente la había despertado. Iba con una bata adornada con arabescos, calzaba zapatillas y llevaba la afeitada cabeza cubierta con un pañuelo. Nechemía era alto y Hinde Shevach era baja. Pese a que Hinde Shevach apenas contaba veinticinco años, parecía vieja. Tenía oscuras ojeras y la expresión propia de una esposa abandonada. El rabino rara vez iba al dormitorio de Hinde Shevach y jamás lo había hecho tan temprano y en sábado. Hinde Shevach preguntó: —¿Ha pasado algo? Apareció la risa en las pupilas del rabino que, pasmándose de sus propias palabras, dijo: —Sí, ha llegado el Mesías y la Luna se ha caído. —¿Cómo te atreves a hablar así? —Hinde Shevach, todo ha terminado. —¿Qué quieres decir con eso? —He dejado de ser rabino. Ya no hay corte rabínica, a no ser que tú quieras hacerte cargo de ella y convertirte en la segunda virgen de Ludmir. Las amarillentas pupilas de Hinde Shevach miraron con suspicacia al rabino: —¿Qué ha ocurrido? —Que me he cansado de todo. —¿Y qué será de la corte, qué será de mí? —Véndelo todo, divórciate de tu desdichado marido y vete a América. Hinde Shevach quedó paralizada. Dijo: —Entra y siéntate. Me das miedo. El rabino dijo: —Estoy cansado de tanta mentira, de tanto absurdo. Ni yo soy rabino, ni ellos son hasidim. Me voy a Varsovia. —¿Y qué harás en Varsovia? ¿Es que quieres seguir el mismo camino que Simcha David? —Sí, seguiré su misma senda. Un temblor estremeció los pálidos labios de Hinde Shevach. Entre sus ropas, puestas en una silla, buscó un pañuelo, se lo llevó a la boca y preguntó: —¿Y qué será de mí? Una vez más el rabino quedó sorprendido ante sus propias palabras: —Todavía eres joven. No estás impedida. Tienes ante d el mundo entero. —¿El mundo entero? Chaim Mattos no puede divorciarse de mí según la ley. —Sí puede, puede. El rabino sintió deseos de añadir: «De todos modos, para nada necesitas el divorcio». Pero temió que al oír estas palabras Hinde Shevach se desmayara. Sentía el rabino la necesidad de rebelarse y desafiarlo todo, sentía el valor y el alivio de quien se ha liberado de todas las ataduras. Por vez primera intuyó lo que significaba ser escéptico. Dijo: —La institución hasidim no es más que una organización de mendicidad. Nadie nos necesita. Todo es un engaño, una estafa.

3

 Ocurrió sin grandes dificultades. Hinde Shevach se encerró en su dormitorio para llorar al parecer. Sander, el sacristán, se emborrachó después de la Havdalah, la ceremonia de despedida del sábado, y se fue a dormir la borrachera. Los viejos seguían sentados en la Casa de Estudio, uno recitaba las Oraciones de los Ancianos, otro leía El principio de la sabiduría, un tercero limpiaba la pipa con un alambre, el de más allá reparaba los desperfectos de un viejo libro sagrado. Las llamas vacilantes de unas cuantas velas, pocas, iluminaban la estancia. El rabino dirigió una última mirada a la Casa de Estudio y murmuró: —Una ruina. Con sus propias manos hizo la maleta. Desde la muerte de su esposa el rabino se había acostumbrado a coger sus ropas del cajón en que la criada las dejaba. Cogió unas camisas, unas mudas de ropa interior y unos largos calcetines blancos. Ni siquiera puso en la maleta su chal de rezos y sus filacterias, ya que ¿para qué iba a necesitarlo? El rabino salió furtivamente del pueblo. Afortunadamente no había luna. El rabino no se dirigió hacia la carretera principal, sino que siguió escondidos caminos que llegó a conocer al dedillo en su infancia. No se cubría con el sombrero de terciopelo. Entre sus cosas había encontrado una gorra y una gabardina de los tiempos en que aún era soltero. En realidad el rabino se había convertido en otro hombre, en un hombre distinto. Tenía la impresión de estar poseído por un demonio que pensaba y parloteaba a su manera. Cruzó unos campos y un bosque. Pese a que corrían las horas de la noche del sábado al domingo, horas en que los espíritus malignos campan por sus respetos libremente, el rabino se sentía más fuerte y más audaz. Había dejado de temer a los perros y a los ladrones. Cuando llegó a la estación se enteró que debía esperar hasta el alba para tomar el próximo tren. Se sentó en un banco, cerca de un campesino que se había tumbado allí y dormía entre ronquidos. El rabino no había recitado las oraciones del atardecer, ni tampoco el Shema. Se dijo: «Y también me afeitaré la barba». Comprendía que su huida del pueblo pronto dejaría de ser un secreto y que sus fieles hasidim podían muy bien iniciar una búsqueda y por fin encontrarle. Entonces pensó en la posibilidad de salir de Polonia. Cayó dormido y le despertó el sonido de una campana. El tren había llegado. Antes había comprado billete de cuarta clase debido a que los vagones de esta clase nunca van iluminados. Los pasajeros viajan sentados o en pie, a oscuras. Temía encontrar vecinos de Bechev. Pero al entrar vio que el vagón iba atestado de gentiles. Uno de ellos encendió una cerilla y a la luz de la llama el rabino vio campesinos con sombreros de cuatro picos, caftanes castaños, pantalones de tela barata y descalzos o con los pies envueltos en harapos. El vagón carecía de ventanillas y sólo tenía un orificio circular. Cuando salió el sol sus rayos iluminaron con luz purpúrea a aquellos hombres desastrados que fumaban tabaco barato, comían pan de mala calidad con tocino y bebían vodka. Sus esposas, encorvadas sobre los fardos, dormitaban. El rabino había oído hablar de los pogroms que se llevaban a cabo en Rusia. Eran primitivos palurdos como aquellos hombres que con él viajaban quienes mataban, violaban mujeres, robaban y torturaban niños. El rabino rebulló en su rincón. Intentó cubrirse la nariz para no percibir el hedor. Para su capote dijo: «Dios, ¿es éste tu mundo? ¿A éstos quisiste dar la Torá en el monte Seir y en el monte Paran? ¿Entre esa gente has dispersado al pueblo por ti elegido?». Las ruedas traqueteaban sobre los raíles. Por el circular orificio penetraba el humo de la locomotora. El vagón apestaba a un hedor que era mezcla de olor a carbón, a aceite y a una indeterminada sustancia incandescente. El rabino se preguntó: «¿Podré convertirme en un ser como esos que viajan conmigo?; a fin de cuentas, si Dios no existe tampoco existe Jesucristo…». El rabino sentía la urgente necesidad de orinar, pero allí no había dónde. Los pasajeros parecían ser portadores de grandes cantidades de pulgas y de piojos. El rabino sintió picor bajo la camisa. Comenzó a lamentar haber huido de Bechev. Se preguntó: «¿Acaso allí había algo que me impidiera ser un infiel?; por lo menos tenía mi propia cama… Además, ¿qué haré en Varsovia?, me he comportado con excesiva impetuosidad, he olvidado que también el hereje necesita comer y una almohada en la que reposar la cabeza; los pocos rublos que llevo me durarán poco y Simcha David es tan pobre como yo». El rabino sabía que Simcha David se encontraba en la indigencia, que vestía ropas harapientas y que además era hombre carente de sentido práctico y en extremo obstinado. Se dijo: «En fin, ¿qué esperaba Simcha David? Los charlatanes sobran en Varsovia». El rabino estaba en pie. Ahora le dolían las piernas y por esto se sentó en el suelo. Bajó la visera de la gorra de manera que le cubriera los ojos. En diversas estaciones, subieron al tren varios judíos. Alguno de ellos podía reconocerle. De repente el rabino oyó unas palabras muy conocidas: «Oh, Dios mío, el alma que me diste es pura; Tú la creaste, Tú le diste forma, Tú la insuflaste en mi cuerpo y Tú me la quitarás, aunque será para devolvérmela en el más allá…». Una voz, en el fuero interno del rabino, dijo: «Mentira, es una descarada mentira, hombre y animal, todos tenemos el mismo espíritu, incluso el Eclesiastés lo dice, de ahí que los sabios quisieran censurarlo; ahora bien, ¿qué es el espíritu?, ¿quién formó el espíritu?, ¿y qué dicen acerca de este asunto los libros profanos?». El rabino se durmió y soñó que era Yom Kippur. Estaba en el patio de la sinagoga, con un grupo de judíos vestidos de blanco y con chales de oración. Alguien había cerrado la sinagoga, pero nadie sabía la razón. El rabino alzó los ojos al cielo y en vez de una luna vio dos, tres, cinco. ¿Qué ocurría? Y las lunas parecían perseguirse las unas a las otras. El tamaño de las lunas aumentó y se hicieron todas más radiantes. Cayeron rayos, sonó el trueno y el cielo comenzó a llamear. Los judíos se lamentaban a gemidos y decían: «¡Ay de nosotros! ¡El Maligno prevalece!». El rabino se despertó bruscamente con el ánimo alterado. El tren había llegado a Varsovia. El rabino no había estado en Varsovia desde los tiempos en que su padre cayó enfermo —bendita fuera su memoria—, y acudió a la consulta del doctor Frankel, pocos meses antes de morir. Padre e hijo habían viajado en un vagón reservado. Viajaron en compañía de sacristanes, auxiliares y miembros de la corte rabínica. Un nutrido grupo de hasidim les esperaba en la estación. Llevaron a su padre a la casa de un rico seguidor, en la calle Twarda. En el salón de aquella casa, el padre interpretó la Torá. Ahora, Nechemía recorría el andén, llevando él mismo su maleta. Algunos de los pasajeros recién llegados corrían, otros arrastraban su equipaje, los maleteros gritaban. Apareció un guardia con un sable a un lado del cinto y una pistola al otro, con el pecho cubierto de medallas, cuadrada, gorda y roja la cara. Sus ojos enramados examinaron con suspicacia al rabino, le miraron con odio y también con una expresión que trajo a la mente del rabino la imagen de un animal de presa. El rabino entró en la ciudad. Los tranvías hacían sonar la campana, los droskis rodaban veloces, los cocheros blandían el látigo, los caballos galopaban sobre los adoquines. El rabino se preguntó: «¿Es esto el mundo? ¿Es éste el lugar al que el Mesías ha de llegar?». Buscó en el bolsillo el papelito en que se había apuntado las señas de Simcha David, pero, al parecer, había desaparecido: «¿Será que los demonios juegan conmigo ya?». El rabino volvió a meter la mano en el bolsillo e inmediatamente sus dedos encontraron el papel. Sí, un demonio se había burlado de él. Ahora bien, si no hay Dios, ¿cómo es posible que el Maligno exista? Abordó a un transeúnte y le preguntó qué camino debía seguir para llegar a casa de Simcha David. El transeúnte le dio las instrucciones precisas y añadió: —Está muy lejos.
4
Siempre que el rabino preguntaba el camino que debía seguir para llegar a casa de Simcha David, le aconsejaban que tomase el tranvía o un droski. Pero el tranvía intimidaba al rabino y el droski le parecía demasiado caro. Además, podía darse el caso de que el cochero del droski fuera gentil y el rabino no sabía el polaco. De vez en cuando el rabino se detenía a descansar un poco. No había desayunado, pero no podía determinar con claridad si tenía hambre o no. Se le formaba saliva en la boca y sentía la garganta seca. De los patios surgía aroma a pan recién cocido, a leche hervida, a pasteles y a arenques ahumados. Pasó ante tiendas en las que se vendían objetos de cuero, artículos de ferretería, lencería, ropas de confección. Los vendedores acosaban a los transeúntes, les invitaban a entrar en sus tiendas, les tiraban de la manga y hablaban una mezcla de yiddish y polaco. Las mujeres anunciaban su mercancía en voz cadenciosa, como si cantaran: «Manzanas, peras, ciruelas, patatas, guisantes y alubias calientes…». Un carro cargado de leña intentó pasar por un estrecho portalón. Otro carro con sacos de harina pasó difícilmente por otro portalón. Unos golfos perseguían a un demente descalzo, con un caftán al que le faltaba una manga y una gorra desgarrada. Le insultaban y le arrojaban piedras. Un chico cantaba con voz aguda: «Mi madre asó a un gato…». El chico iba con gorra octogonal, de la que le salían largas y rubias crenchas. Cuando el rabino cruzó la calle, poco faltó para que un carro arrastrado por dos caballos belgas le arrollara. Unas mujeres se retorcieron angustiadas las manos y le reprendieron por imprudente. Un hombre de sucia barba gris, con un saco al hombro, le dijo: —Este sábado tendrá usted qué recitar la bendición de Acción de Gracias. El rabino se dijo: «Acción de gracias… Y, ¿qué lleva este individuo en el saco? ¿La parte de gloria eterna que le corresponde?». Por fin llegó a la calle Smotcha. Alguien le indicó la casa. Junto a la puerta una muchacha vendía bocadillos de pan con cebolla. El rabino penetró en un patio en el que una pandilla de muchachos jugaban al marro alrededor de un cubo de basura recién pintado. Cerca de los chicos, una mujer teñía una camisa roja, metiéndola en un balde con tinte negro. En una ventana abierta una muchacha aireaba un colchón al que propinaba golpes con una vara. Las primeras personas a quien preguntó nada sabían de Simcha David. Por fin una mujer le dijo: —Seguramente es el inquilino de la buhardilla. El rabino no estaba acostumbrado a subir tantos peldaños. Tuvo que detenerse varias veces para recobrar el resuello. La escalera estaba sucia, con restos y desechos en el suelo, y las puertas de los pisos permanecían entreabiertas. Un sastre cosía a máquina. En un piso había una hilera de telares en los que tejían unas muchachas con porciones de algodón prendidas en el cabello. En los pisos altos había boquetes en las paredes y el hedor resultaba insoportable. De repente el rabino vio a Simcha David. Salió de un oscuro corredor, descubierta la cabeza, y con una chaqueta corta manchada de pintura y arcilla. Simcha David tenía el cabello rubio amarillento, lo mismo que las cejas. Llevaba un bulto. El rabino se sorprendió de haber sido capaz de reconocer a su hermano, debido a que presentaba todos los rasgos propios de un gentil. Le llamó: —¡Simcha David! Simcha David le miró: —Sí, esta cara me es conocida, pero… —Fíjate bien. Simcha David encogió los hombros: —¿Quién es usted? —Tu hermano Nechemía. Simcha David ni siquiera pestañeó. Sus ojos azul pálido tenían expresión aburrida, triste, y parecían dispuestos a aceptar tranquilamente los más raros aconteceres. En las comisuras de los labios se le habían formado dos profundas arrugas. Simcha David había dejado de ser el prodigio de Bechev para convertirse en un obrero vulgar y corriente. Al cabo de un rato Simcha David dijo: —Efectivamente, eres tú. ¿Ha pasado algo malo? —He decidido seguir tu ejemplo. —Bueno, ahora ya es demasiado tarde para disuadirte. Tengo una cita, me están esperando y voy a llegar con retraso. Puedes descansar en mi cuarto, luego hablaremos. —De acuerdo. Citando las palabras del Génesis, Simcha David dijo: —No había pensado ver tu rostro. —Vaya… Creía que lo habías olvidado todo… El hecho de que su hermano hubiera citado una frase de la Biblia inhibió al rabino todavía más que la frialdad con que Simcha David le había recibido. Simcha David abrió la puerta de un cuarto tan angosto que trajo a la mente del rabino la imagen de una jaula. Tenía la techumbre inclinada, apoyados en las paredes había marcos, bastidores, cuadros y rollos de papel. Olía a pintura y a aguarrás. No había cama sino un viejo sofá. Simcha David le preguntó: —¿Qué piensas hacer en Varsovia? Estamos pasando unos tiempos muy difíciles. Y se fue sin esperar la respuesta. El rabino se preguntó: «¿Por qué tendrá tanta prisa?». Se sentó en el sofá y miró alrededor. Casi todos los cuadros representaban mujeres, algunas desnudas y otras medio desnudas. En una mesilla había una paleta y pinceles. El rabino se dijo que su hermano seguramente se ganaba la vida pintando. Ahora el rabino se daba cuenca de que se había dejado llevar por un impulso insensato. No hubiera debido ir allí. Para sufrir cualquier lugar es bueno. El rabino esperó durante una hora, durante dos horas, sin que Simcha David regresara. Sentía los retortijones del hambre. Se dijo: «Hoy es día de ayuno para mí, el ayuno del hereje». Y una voz burlona le dijo: «Mereces lo que te pasa». El rabino le contestó: «Pero no me arrepiento de lo hecho». Estaba tan dispuesto a luchar con el Ángel del Señor como antes lo había estado a luchar contra el Señor del Mal. El rabino cogió un libro que yacía en el suelo. Estaba escrito en yiddish. Leyó un relato acerca de un santo que en vez de acudir a las Oraciones del Atardecer fue en busca de leña para una viuda. ¿Qué era aquello, moralismo o burla? El rabino había esperado leer un texto en el que se negara a Dios y al Mesías. Cogió un folleto con las hojas desprendidas y leyó un relato referente a los trabajos de los colonos en Palestina. Allí los jóvenes judíos araban la tierra, sembraban, desecaban tierras pantanosas, plantaban eucaliptos, luchaban con los beduinos… Uno de estos adelantados había muerto y el autor del folleto lo calificaba de mártir. El rabino se quedó pasmado. Si no hay Creador, ¿por qué ir a Tierra Santa? ¿Y qué sentido tenía la palabra mártir? El rabino se sintió fatigado y se tumbó. Se dijo: «Esta clase de judaísmo no se ha hecho para mí, prefiero convertirme». Pero, ¿dónde se convertía uno? Además, para convertirse hacía falta fingir que uno creía en el Nazareno. Al parecer el mundo rebosaba fe. Si uno no creía en un Dios, tenía que creer en otro Dios, por lo visto. Los cosacos sacrificaban su vida por el zar. Los que pretendían destronar al zar se sacrificaban por la revolución. Pero, ¿dónde estaban los verdaderos herejes, los que en nada creían? No, él no había ido a Varsovia para cambiar una fe por otra.
5
 El rabino esperó tres horas sin que Simcha David compareciera. Se dijo, así son los modernistas. Sus promesas carecen de valor y no tienen sentido de la amistad. En realidad se adoran a sí mismos. Estos pensamientos le preocuparon, ¿acaso ahora no era él un modernista más? Se preguntó qué hay que hacer para evitar que el cerebro siga pensando. Miró a su alrededor. ¿Qué objetos de valor podían encontrar allí los ladrones? ¿Serían acaso las mujeres desnudas? Salió, cerró la puerta y bajó las escaleras. Se llevó la maleta. Se sentía mareado y caminaba inseguro. En la calle pasó ante un restaurante, pero le dio vergüenza entrar. Ni siquiera sabía cómo hay que pedir la comida en un restaurante. ¿Se sentaban todos los clientes a una misma mesa?, ¿se sentaban hombres y mujeres juntos? La gente quizá se riera de su apariencia, juzgándola ridícula. Volvió al portal de la casa de Simcha David y compró dos panecillos con cebolla. Pero, ¿dónde comerlos? Recordó el proverbio: «Quien come en la calle se porta como un perro». Se metió en el portal y pegó un mordisco a uno de los panecillos. Había ya cometido pecados que se castigaban con la muerte. Sin embargo, comer sin lavarse antes las manos, ni recitar la bendición, era algo que le afectaba profundamente. Tragó con dificultad el primer bocado. En fin, todo es cuestión de costumbre, incluso el ser un transgresor de la ley. Se comió un panecillo y se metió el otro en el bolsillo. Echó a andar sin rumbo. En una calle pasaron tres entierros. El primer coche funerario iba seguido por varios hombres. Tras el segundo iban unos cuantos droskis. Y el tercero iba solo. El rabino se dijo: «A ellos poco les importa, los muertos nada saben y tampoco reciben recompensa alguna». Estas últimas palabras eran del Eclesiastés. Dobló a la derecha y siguió caminando. Pasó ante tiendas de telas y ropas cuyo interior estaba iluminado con lámparas de gas, pese a ser el mediodía. De unos carros grandes como casas unos hombres descargaban piezas de algodón, lana, alpaca y estampados. Un mozo, con un cesto al hombro, encorvado bajo el peso de su carga, pasó junto al rabino. Pasaban estudiantes de secundaria, con uniformes adornados con dorados botones e insignias en las gorras, con la cartera de los libros a la espalda. El rabino se detuvo. Si no se cree en Dios, ¿a qué mantener a la esposa y dar educación a los hijos? Según los mandatos de la lógica el incrédulo sólo debe ocuparse de su propio cuerpo y nada más. Siguió adelante. En la manzana siguiente vio un escaparate con libros en hebreo y en yiddish. Allí estaban Las generaciones y sus intérpretes, Los misterios de París, El hombrecillo sin importancia, La masturbación, Cómo evitar la tisis. Uno de los libros allí exhibidos llevaba el siguiente título: El nacimiento del Universo. El rabino decidió comprar este libro. En la tienda había pocos clientes. El librero, hombre con gafas de montura de oro unidas a una cinta, hablaba con un hombre de larga cabellera, sombrero de anchas alas y capa. El rabino se detuvo ante las estanterías y examinó unos cuantos libros. Una dependienta se le acercó y le dijo: —¿Qué desea? ¿Un libro de oraciones quizá? El rabino se ruborizó y dijo: —En el escaparate he visto un libro que me ha interesado, pero ahora no recuerdo el título. —Pues salgamos a ver. Y al decir estas palabras la muchacha guiñó el ojo al hombre de las gafas de oro. Al sonreír se le formaron hoyuelos en las mejillas. El rabino sintió deseos de echar a correr. Indicó el libro. La muchacha le preguntó: —¿La masturbación? —No. —¿Vichna Dvosha va a América? —No, el de en medio. —¿El nacimiento del Universo? Bueno, entremos. La chica habló en un cuchicheo con el dueño de la librería, quien ahora se encontraba detrás del mostrador. El dueño de la librería se rascó la cabeza y dijo: —Es el último ejemplar que nos queda. La chica le preguntó: —¿Lo saco del escaparate? El librero preguntó al rabino: —¿Y por qué quiere comprar precisamente este libro? Lo que dice ha sido ya superado. El Universo no nació de la manera que dice el autor del libro ese. Cuando el Universo nació no había testigos. La muchacha se echó a reír. El hombre con la capa preguntó al rabino: —¿Viene usted de provincias quizá? —Sí. —¿Y por qué ha venido a Varsovia? ¿Para comprar géneros para su tienda? —Eso, géneros. —¿Qué clase de géneros? El rabino de buena gana hubiera contestado a su interlocutor que aquello era asunto suyo y que no se metiera en lo que no le importaba. Pero el rabino no era hombre de natural insolente. Repuso: —Quiero saber lo que dicen los herejes. La muchacha se echó a reír de nuevo. El librero se quitó las gafas. El hombre de la capa fijó en el rabino la mirada de sus grandes pupilas negras y le preguntó: —¿Y esto es cuanto quiere saber? —Efectivamente, me interesa. El hombre de la capa dijo: —En fin, ahora resulta que quiere saber… ¿Ya le permitirán leer estos libros? Si le pillan con un libro así en las manos le echarán de la Casa de Estudio. El rabino replicó: —Nadie lo sabrá. Entonces el rabino se dio cuenta de que estaba hablando como un niño y no como un adulto. El hombre de la capa se dirigió al librero: —Parece que el modernismo sigue tan vivo como cincuenta años atrás. Así, igual que este hombre, solían acudir a Vilna y preguntaban: ¿Cómo fue creado el mundo?, ¿por qué brilla el sol?, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Se volvió hacia el rabino: —No lo sabemos, buen hombre, no lo sabemos. Estamos condenados a vivir sin fe y sin saber. El rabino le preguntó: —En este caso, ¿por qué son ustedes judíos? —Porque tenemos que serlo. Un pueblo entero no puede incorporarse, asimilarse a otro. Además los gentiles no nos quieren. En Varsovia hay varios centenares de conversos y la prensa polaca los ataca constantemente. Además, ¿qué lograríamos con la conversión? Debemos seguir siendo un pueblo. El rabino preguntó: —¿Y dónde puedo conseguir este libro? —No lo sé. Está agotado y no se ha reeditado. De todos modos el autor se limita a afirmar el hecho de la evolución del Universo. Ahora bien, en lo referente al modo en que el Universo evolucionó, a la manera en que la vida apareció y todo lo demás, nadie tiene la más leve idea. —En este caso, ¿por qué son ustedes incrédulos? El librero terció: —Oiga, buen hombre, lo siento infinito pero no tenemos tiempo para discutir con usted. Tengo un solo ejemplar de este libro y no quiero desordenar el escaparate. Vuelve dentro de unas semanas, cuando ya hayamos cambiado los libros del escaparate. No tema, que en este tiempo el Universo no se va a agriar. —Lo siento. Le ruego me disculpe. El hombre de la capa dijo: —Mi querido amigo, ahora ya no hay incrédulos. En mis tiempos había algunos, pero casi todos ellos han muerto ya y la nueva generación tiene sentido práctico. Las gentes de la nueva generación desean mejorar el mundo, aunque todavía no saben cómo hacerlo. ¿Le da para vivir, por lo menos, su tienda? El rabino murmuró: —Voy tirando. —¿Tiene mujer e hijos? El rabino no contestó. —¿De qué pueblo es usted? El rabino siguió en silencio. Se comportaba con la timidez propia de un estudiante de cheder. Dijo: —Gracias. Y se fue.
6

El rabino prosiguió su paseo a lo largo de las calles de Varsovia. Anochecía y recordó que éste era el momento de recitar las oraciones de la tarde, pero no estaba de humor para halagar al Todopoderoso, para calificarle de fuente de conocimiento, resurrección de los muertos, salvación de los enfermos, liberador de los presos, ni para implorarle que su Santa Presencia volviera a Sión y reedificara Jerusalén. El rabino pasó ante una cárcel. Se abrió la negra puerta y un hombre atado con cadenas fue conducido dentro. Un tullido, sin piernas, avanzaba sobre una plancha de madera con ruedas. Un ciego cantaba una canción referente al naufragio de un buque. En una calleja el rabino oyó unos alaridos. Acababan de apuñalar a un hombre, un hombre alto y joven de cuya garganta manaba la sangre a chorro. Una mujer decía entre gemidos: —Se resistió a que le robaran y entonces le atacaron con navajas, ¡que el fuego del infierno les consuma eternamente! Dios es paciente, pero su castigo es ejemplar… El rabino de buena gana le hubiera preguntado a aquella mujer: «¿Y por qué es Dios tan paciente?, ¿y a quién castiga? Castiga a la víctima, no a los victimarios». Llegó la policía y se oyó el quejido de la sirena de una ambulancia. De los portales salían hombres jóvenes, salían a todo correr, con las viseras de las gorras tapándoles los ojos y también salían muchachas despeinadas, con viejas zapatillas en los pies desnudos. El rabino temía a las multitudes y sus gritos le intimidaban. Se metió en un patio. Una muchacha con un chal sobre los hombros, con la cara enrojecida de pintura, dijo al rabino: —Anda, ven conmigo, sólo te costará veinte groschen. Desorientado, sin comprender el significado de aquellas palabras, el rabino dijo: —¿Y adónde iremos? —Ahí, al sótano. —Estoy buscando un lugar en el que alojarme. La muchacha le cogió del brazo: —Te recomendaré a una gente que conozco. El rabino tuvo un sobresalto. Por primera vez desde que dejó de ser niño, una mujer desconocida tocaba su cuerpo. La muchacha le llevó a una escalera que los dos comenzaron a bajar. Recorrieron un corredor tan estrecho que sólo permitía el paso de una persona. La muchacha iba delante, arrastrando al rabino, a quien había cogido por la manga. Al olfato del rabino llegó el olor de la humedad subterránea. ¿Qué era aquello? ¿Una tumba para seres vivos? ¿La entrada a la Gehena? Alguien tocaba una armónica. Una mujer chillaba. Un gato saltó por entre los pies del rabino. Se abrió una puerta y el rabino vio un cuarto sin ventanas, iluminado por una lámpara de petróleo, con la chimenea ennegrecida por el hollín. Junto a una cama en la que sólo había un colchón de paja, vio un palanganero con la jofaina rebosante de agua rosácea. Los pies‘del rabino quedaron clavados en el umbral de aquella estancia, como los de un buey a la entrada del matadero. El rabino dijo: —¿Qué es esto? ¿Adonde me has llevado? —No te hagas el loco. Anda, pasémoslo bien. —Busco una posada. —Vamos, dame los veinte groschen. ¿Sería acaso una casa de mala nota? El rabino se echó a temblar. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de monedas y las ofreció a la muchacha: —Toma, coge tú misma ese dinero que me has pedido. La muchacha cogió una moneda de diez groschen, una de seis y otra de cuatro. Después de dudar un poco, la muchacha cogió un kopeck. Indicó la cama. El rabino dejó caer al suelo las restantes monedas y echó a correr a lo largo del corredor. El suelo era desigual y presentaba hoyos. Poco faltó para que el rabino cayera al suelo. Tropezó con la pared de ladrillos y exclamó: —¡Padre celestial, sálvame! Llevaba la camisa empapada en sudor. Cuando llegó al patio ya había anochecido. Aquel lugar apestaba a basura, a cloaca y a podredumbre. Ahora el rabino lamentaba haber invocado el nombre de Dios. Se le llenó de bilis la boca. Un constante temblor le recorría la espina dorsal. ¿Eran éstos los placeres del mundo? ¿Es ésta la mercancía que Satán vende? Se sacó el pañuelo y se enjugó la cara. Y, ahora, ¿adonde voy? «¿Dónde esconderás tu rostro?». Alzó la vista. Más allá de los muros de las casas brillaba el cielo con la luna y unas pocas estrellas. El rabino lo contemplaba perplejo, como si lo viera por primera vez. Todavía no habían transcurrido veinticuatro horas desde que salió de Bechev, pero al rabino le parecía que llevaba semanas, meses, años, vagabundeando. La muchacha del sótano salió y le dijo: —¿Se puede saber por qué has echado a correr, estúpido palurdo? El rabino repuso: —Por favor, perdóneme. Y echó a andar. La multitud había desaparecido. De las chimeneas salía humo. Los tenderos cerraban las tiendas con barras de hierro y candados. El rabino se preguntó qué había sido del muchacho apuñalado. ¿Lo había ya reclamado la tierra para sí? De repente se dio cuenta de que aún iba con la maleta en la mano. ¿Cómo era posible? Parecía que la mano agarrara la maleta con una fuerza exclusivamente suya, propia e independiente. Quizás esta fuerza era el mismo poder que había creado el mundo… Quizás esta fuerza fuera Dios… El rabino sintió deseos de echarse a reír y a llorar. Ni tan siquiera sé pecar, soy torpe en todo. Bueno, esto es el fin. Y ahora sólo un camino se me ofrece: hacer entrega de mis trescientos treinta órganos y nervios. Sí, pero ¿cómo?, ¿ahorcándome?, ¿ahogándome?, ¿estaría cerca del Vístula? El rabino abordó a un transeúnte: —Usted perdone, ¿podría decirme el camino para ir al Vístula? El transeúnte tenía el rostro negro como un deshollinador. Bajo sus cejas hirsutas brillaban unos ojos negros como el carbón. Miró al rabino y le preguntó: —¿Para qué quiere ir al Vístula? ¿Quiere pescar quizá? Su voz parecía el ladrido de un perro. —No, no quiero pescar. —¿Pues qué? ¿Ir nadando a Danzig? El rabino pensó que se había tropezado con un gracioso y le dijo: —Me han dicho que allí hay una posada. —¿Una posada junto al Vístula? ¿De dónde viene usted? ¿De provincias seguramente? ¿Y qué hace en Varsovia? ¿Es que busca empleo de maestro? —¿Maestro? Sí. No. —Oiga, para saberse bandear en Varsovia hace falta ser fuerte. ¿Tiene usted dinero? —Unos pocos rublos. —Por un gulden al día puede dormir en mi casa. Vivo ahí, al lado, en el número catorce. Vivo solo. Puedo ofrecerle la cama que fue de mi esposa. —Muy bien, de acuerdo. Y gracias. —¿Ha comido algo? —Sí, esta mañana. —¿Conque esta mañana? Vayamos a la taberna. Nos tomaremos una cerveza y comeremos algo. Tengo una carbonería ahí. Con su negro dedo el hombre indicó una tienda con las puertas cerradas. Dijo: —Y ande con cuidado, no le vayan a robar el dinero que lleva encima. Hace poco han apuñalado a un muchacho recién llegado de provincias, ahora la ambulancia acaba de llevárselo al hospital Le dieron de puñaladas en el cuello.

7

El carbonero recorrió la corta distancia que les separaba de la taberna y el rabino le siguió tambaleándose. El carbonero empujó una puerta de cristales y el rabino quedó sorprendido por el olor a cerveza, vodka, ajo, por el ruido de las conversaciones de hombres y mujeres, por la música de baile. Se le nubló la vista. El carbonero le miró y dijo: —¿Por qué se queda ahí parado? Entremos, hombre. Cogió al rabino del brazo y le arrastró adentro. A través de un vapor denso como el de la casa de baños rituales de Bechev, el rabino vio rostros deformes, filas de botellas alineadas en las paredes, un barril de cerveza con espita de latón y un mostrador con platos de pato asado y tapas. Los violines gemían y un tambor redoblaba. Allí todos parecían hablar a gritos. El rabino preguntó: —¿Ha ocurrido algo? El carbonero le arrastró a una mesa y le gritó al oído: —Esto no es su pueblo. Esto es Varsovia. Aquí hay que saber bandearse. —Es que no estoy acostumbrado a tanto ruido. —Ya se acostumbrará. Ya sé que quiere dedicarse a maestro, pero quisiera saber qué pretende enseñar. Aquí hay más maestros que alumnos. Todos los charlatanes se dedican a maestros. ¿De qué puede servir tanto estudiar? Luego todo se olvida. Yo fui al cheder. Todavía recuerdo algunas frases: «Y el Señor dijo a Moisés…». Y el rabino a pesar de que sabía que no tenía derecho a hablar después de haber cometido tantos pecados, dijo: —Por pocas que sean las palabras de la Torá que uno sepa, no por ello dejan de ser palabras de la Torá. —¿Qué dice? ¡Nada, hombre! Todas estas palabras no valen un pimiento ni sirven para nada. Sí, los chicos van a la Casa de Estudio y se pasan allí las horas muertas balanceando el cuerpo y poniendo caras raras. Cuando llega el momento del servicio militar se hernian voluntariamente. Luego se casan y no pueden mantener a sus esposas y engendran docenas de chiquillos que se arrastran desnudos por su casa. El rabino pensó que quizás aquel hombre fuera un auténtico incrédulo, por lo que le preguntó: —¿Cree usted en Dios? El carbonero puso el puño en la mesa y dijo: —¿Qué sé yo? Nunca he estado en el cielo. Pero, desde luego, algo hay. ¿Quién hizo el mundo? Los sábados voy a rezar con un grupo llamado «El amor de los amigos». Me cuesta unos cuantos rublos, pero, como dice el proverbio, imaginemos que es un mandato de Dios, una mitzvah. Rezamos con un rabino que apenas tiene barbas. De vez en cuando la esposa de este rabino compra un poco de carbón, muy poco, en mi tienda. A veces compra sólo diez libras, ¿y qué son diez libras de carbón en invierno? Entonces yo siempre añado un poco más. Ahora bien, si Dios existe, ¿cómo permite que los polacos apaleen a los judíos? —No lo sé, desde luego, me gustaría saberlo. —¿Y qué dice la Torá sobre esta clase de asuntos? Me parece que usted va bastante enterado de esas cosas. —Pues la Torá dice que los malos serán castigados y los buenos serán recompensados. —¿Cuándo? ¿Dónde? —En el otro mundo. —¿En la tumba? —En el Paraíso. —¿Dónde está el Paraíso? Se acercó un camarero a quien el carbonero dijo: —Para mí una cerveza rubia e higadillos de pollo. Se dirigió al rabino: —¿Y usted qué toma? El rabino no sabía qué decir. Preguntó: —¿Se puede uno lavar las manos aquí? El carbonero soltó un bufido y contestó: —Aquí uno come sin lavarse, pero la cocina es kosher, limpia según la Ley. El rabino murmuró: —Un pastelillo quizá. —¿Un pastelillo? ¿Y qué más? Y también hay que beber. ¿Qué clase de cerveza quiere? ¿Rubia, negra? —Rubia. El carbonero se dirigió al camarero: —Pues tráigale una jarra de cerveza rubia y un pastel de huevo. Cuando el camarero se hubo ido, el carbonero comenzó a tabalear sobre la mesa con sus uñas ennegrecidas. Dijo: —Si no ha comido desde esta mañana, lo que ha pedido no es suficiente. Aquí si no come se morirá como una mosca. En Varsovia hay que portarse como un comilón. Y, oiga, si quiere lavarse las manos para la bendición de la comida, vaya al retrete, en donde encontrará una pileta, pero tendrá que secarse las manos con la chaqueta. El rabino se preguntó: «¿Por qué soy tan desdichado?, estoy hundido en la iniquidad igual que esa gente y quizá más; si no quiero ser Jacob, no me queda más remedio que ser Esaú». Se dirigió al carbonero: —No, no quiero dedicarme a maestro. —Entonces, ¿a qué quiere dedicarse? ¿A conde? —Quisiera aprender un oficio. —¿Qué oficio? Para llegar a ser sastre, zapatero o peletero, hay que empezar joven. Uno entra de aprendiz en el taller y la esposa del maestro le pide a uno que vaya a vaciar el cubo de la basura o que meza al niño recién nacido en la cuna. Me consta. Hice el aprendizaje de carpintería y el maestro jamás me permitió tocar la sierra o el cepillo. Sufrí durante cuatro años y por fin me largué sin haber aprendido nada. Y sin que apenas me diera cuenta me llegó la edad de entrar en filas y servir al zar. Durante tres años comí el pan negro del soldado. En el cuartel uno se ve obligado a comer cerdo, ya que de lo contrario no tiene fuerzas para manejar las armas. No me quedaba otro remedio, tuve que hacerlo. Cuando me licenciaron me puse a trabajar en una carbonería y desde entonces he tenido el oficio de carbonero. Le traen a uno una carretada de carbón que debiera pesar cien arrobas, pero resulta que sólo pesa noventa arrobas. En el trayecto han desaparecido diez arrobas. Entonces si uno se queja o hace demasiadas preguntas le dan a uno de puñaladas. ¿Qué remedio le queda a uno? Pues echar agua al carbón para que se humedezca y pese más. Si no lo hiciera, ni comer podría. ¿Comprende lo que le quiero decir? —Sí, lo comprendo. —Entonces, ¿a qué pensar en tener un oficio? Usted probablemente se ha pasado la vida calentando los bancos de la Casa de Estudio, ¿no es eso? —Efectivamente, he estudiado. —Pues en este caso sólo sirve para maestro. Pero también para esto hay que tener condiciones. Aquí en esta manzana hay una escuela de Talmud y Torá en la que tenían un maestro que era muy flojo. Los chicos que allí estudian son una pandilla de golfos. Le jugaron tantas partidas serranas al maestro ese que al fin se largó. Y en cuanto hace referencia a la gente rica le diré que quieren maestros modernistas, con camisa y corbata, y que sepan el ruso. ¿Está usted casado? —No. —¿Divorciado? —Viudo. —¡Chóquela, hombre! Yo también. Mi esposa era una buena mujer. Algo sorda, cierto es, pero cumplía con sus deberes como una buena esposa. Me hacía la comida y me dio cinco hijos, pero tres de ellos murieron poco después de nacer. Tengo a un hijo en Yekaterinslav. Mi hija trabaja en una tienda de lencería. Vive en casa de sus patronos. Y no quiere guisar para su papá, no señor. Su patrono es rico. En fin, el caso es que me he quedado solo. ¿Cuánto tiempo hace que enviudó? —Unos años, pocos. —¿Y qué hace usted cuando necesita a una hembra? El rabino se ruborizó y luego palideció. Dijo: —¿Qué se puede hacer? —Con dinero, aquí, en Varsovia, todo se puede conseguir. Pero no en esta calle. Las de esta calle están todas enfermas. Si uno va con una de las chicas de esta calle, puede estar seguro de que la chica lleva la sangre envenenada y luego uno comienza a encontrarse mal y acaba podrido. Aquí, en la vecindad hay un hombre al que se le pudrió la nariz. Contrariamente, en las calles importantes las rameras que circulan por allí son examinadas por un médico todos los meses. A uno le cuestan un rublo o dos más que las de aquí, pero por lo menos uno tiene la seguridad de que están sanas. Los casamenteros me hacen propuestas constantemente, pero, con franqueza, no acabo de decidirme. Todas las mujeres no piensan más que en los rublos. Una vez, estaba sentado con una, aquí, en la taberna, y ella que va y me pregunta: «¿Cuánto dinero tienes?». Era vieja y fea como el mismísimo demonio. Le contesté que a ella no le importaba saber si yo había ahorrado algún dinero o no, y, caso de haber ahorrado, cuánto era el dinero ahorrado, ¿sabe? Si por unos rublos puedo disponer de una muchacha joven y bonita, ¿a qué voy a cargar yo con semejante bruja?, ¿comprende lo que le quiero decir? Ahí nos traen la cerveza. Oiga, ¿qué le pasa? Está usted pálido como un muerto.

8

 Habían pasado tres semanas y el rabino seguía vagabundeando sin rumbo por las calles de Varsovia. Dormía en casa del carbonero, quien le había llevado al teatro yiddish después de la comida sabatina, y también llevó al rabino a las carreras de Vilanov. Todos los días, excepto los sábados, el rabino visitaba la biblioteca de Bresler, en donde examinaba las estanterías y hojeaba algunos libros. Luego se sentaba a una mesa y leía. El rabino llegaba por la mañana y no se iba hasta la hora de cerrar la biblioteca. Al atardecer compraba en el mercado un par de panecillos, un pastel de carne o cualquier otra cosa, y comía sin la bendición prescrita por la ley. Leía libros en hebreo y en yiddish. E incluso intentó leer en alemán. En la biblioteca encontró el libro que le había llamado la atención en el escaparate de la librería, El nacimiento del Universo. El rabino se preguntó: «Sí, ¿cómo pudo el Universo ser creado sin un Creador?». Se cogió las barbas, parpadeó y se balanceó hacia delante y hacia atrás, como solía hacer en la Casa de Estudio. Musitó para sí: «Efectivamente, una niebla, pero ¿quién creó la niebla?, ¿y cómo surgió esta niebla?, ¿y cuándo comenzó la niebla?». La Tierra no era más que una porción desprendida del Sol, pero ¿quién formó el Sol? El hombre descendía del mono, pero ¿de dónde procedía el mono? Y como sea que el autor del libro no estuvo presente en los acontecimientos que relataba, ¿cómo podía estar tan seguro de sus afirmaciones? La ciencia lo explicaba todo al través de inmensas distancias en el tiempo y el espacio. La primera célula apareció millones de años atrás en el légamo formado en las orillas de los océanos. El Sol se extinguiría dentro de miles de millones de años. Millones de estrellas, planetas y cometas se mueven en un espacio sin principio ni fin, sin un plan ni un propósito. En el futuro todos los hombres serán iguales y se implantará el reinado de la Libertad, sin competencias, sin crisis, sin guerras, envidias ni odios. Pero, tal como dice el Talmud, cualquiera que esté dispuesto a mentir es capaz de adivinar lo que ocurre en los más remotos parajes. En un viejo ejemplar de la revista hebrea Haasif, el rabino leyó artículos acerca de Spinoza, Kant, Leibnitz y Schopenhauer. Esos hombres a Dios le llamaban sustancia, mónada, hipótesis, ciega voluntad, naturaleza. El rabino se cogió una crencha. ¿Quién es esa Naturaleza? ¿Cómo consiguió tanta habilidad y tanto poder? Tal Naturaleza se ocupaba de la más distante estrella, de una roca en el fondo del océano, de la más leve mota de polvo, del alimento en el estómago de una mosca. En él, en el rabino Nechemía de Bechev, la Naturaleza lo hacía todo a un tiempo. Le daba retortijones de estómago, le obturaba la nariz, le daba jaquecas y le pinchaba el cerebro igual que el mosquito que atormentó a Tito. El rabino blasfemaba contra Dios y al mismo tiempo le pedía perdón. En un instante el rabino ansiaba morir y en el instante siguiente temía a las enfermedades. A veces sentía la necesidad de orinar, iba al retrete y no podía orinar. Mientras leía el rabino veía manchas verdes y doradas bailando ante su vista y las líneas del texto se confundían, se separaban, se retorcían, se barajaban unas con otras. «¿Me estaré quedando ciego? ¿Significa esto que mi fin está próximo? ¿Estaré poseído por los demonios? No, Padre del Universo, no estoy dispuesto a confesar. Acepto todas las Gehenas. Si Tú eres capaz de guardar silencio durante toda la eternidad, yo sabré callarme hasta el momento de rendir el alma, por lo menos. No eres Tú el único luchador. Si soy hijo tuyo, es natural que también sepa luchar». Así hablaba el rabino al Todopoderoso. El rabino dejó de leer ordenadamente. Cogía un libro, lo abría por su parte media, su vista recorría unas cuantas líneas y devolvía el libro a la estantería. Cualquiera que fuera la página en que abría un libro, el rabino encontraba alguna mentira. Todos los libros tenían un rasgo en común. Rehuían lo esencial, se expresaban con vaguedad y daban nombres diferentes a una misma cosa. Los autores no sabían por qué la hierba crecía ni qué era la luz, ignoraban los mecanismos de la herencia biológica, el funcionamiento del estómago y del cerebro, la manera en que las naciones débiles se tornaban poderosas y la manera en que las poderosas quedaban aniquiladas. Y pese a que aquellos sabios escribían gruesos volúmenes referentes a las distantes galaxias, no habían descubierto todavía lo que pasaba a una milla de profundidad, bajo la superficie del globo. El rabino volvía páginas y páginas, y bostezaba. A veces apoyaba la cabeza en la mesa y dormitaba. «Desdichado de mí, hasta las fuerzas me faltan». Todas las noches el carbonero se esforzaba en convencer al rabino de que debía regresar a su pueblo. Le decía: —Caerá fulminado cualquier día y ni siquiera habrá quien sepa lo que hay que escribir en su lápida.
9

 A altas horas de la noche unos pasos que sonaban en el corredor despertaron a Hinde Shevach, quien se preguntó: «¿Quién andará por ahí tan tarde?». Desde que su hermano se había ido en la casa reinaba silencio de ruina. Hinde Shevach se levantó y se puso la bata y las zapatillas. Entreabrió la puerta de su dormitorio y vio luz en el cuarto de su hermano. Se acercó y vio al rabino. Llevaba la gabardina rasgada, la camisa desabrochada y el bonete arrugado. Tenía la expresión del rostro alterada y la espalda encorvada como la de un viejo. En el centro de la habitación Hinde Shevach vio una maleta. Hinde Shevach se retorció las manos: —¿Me engaña la vista o es verdad lo que veo? —No te engaña. —Dios santo, si supieras cuánto te hemos buscado en todas partes… Así los pensamientos que he tenido sean sembrados en eriales… Hasta los periódicos han hablado de ti. —Bueno, ¿y qué? —¿Dónde has estado? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te ocultaste? El rabino no contestó. Quejosa, Hinde Shevach le preguntó: —¿Y por qué no me dijiste que te ibas? El rabino bajó la cabeza y tampoco contestó. —Pensamos que habías muerto, y que el Señor no lo permita. Mandé un telegrama a Simcha David, pero no contestó. Pensaba ya en pasar los siete días de luto por ti. ¡Válgame el cielo! Y la ciudad entera hervía en rumores. Se inventaron las más horribles historias. Incluso dieron cuenta de tu desaparición a la policía. Y vino un guardia a preguntarme tu filiación y señas. —Lo siento. Después de dudar un instante, Hinde Shevach preguntó: —¿Viste a Simcha David? —Sí. No. —¿Cómo le va? —Pse. Hinde Shevach tragó saliva: —Estás blanco como el yeso y vas vestido como un mendigo. Aquí se inventaron tales historias que me daba vergüenza salir de casa. Recibí qué sé yo cuántas cartas y telegramas. —En fin… Hinde Shevach alteró el tono de sus palabras: —No puedes contestarme así, sin decir nada, no puedes tratarme así. Habla de una vez. ¿Por qué lo hiciste? No eres un golfo cualquiera. Eres el rabino de Bechev. —Ya no soy rabino. —¡Señor, apiádate de nosotros! ¡Señor, sálvanos del reino de los infiernos! Espera un momento, no te acuestes que voy a traerte un vaso de leche. Hinde Shevach se fue. El rabino oyó sus pasos al bajar los peldaños. El rabino se cogió la barba y se balanceó hacia delante y hacia atrás. Una gran sombra se balanceaba también en techo y paredes. Poco después Hinde Shevach regresaba: —No hay leche. —Bueno. —No te dejaré hasta que me digas por qué te fuiste. —Quise saber lo que decían los herejes. —¿Y qué dicen? —No hay herejes. —¿Será posible? En un murmullo el rabino dijo: —La Humanidad entera adora ídolos. Se inventan dioses y les rinden culto. —¿También los judíos? —Todos. —Has perdido el juicio. Hinde Shevach se quedó allí, inmóvil y en silencio, durante unos instantes, fija la vista en el rabino, y luego se fue a su dormitorio. El rabino se tumbó vestido en la cama. Tuvo la sensación de que sus fuerzas le abandonaban, pero no progresivamente, sino muy de prisa, todas a la vez. Una luz desconocida relumbraba en su cerebro. Las manos y los pies se le habían entumecido. Su cabeza reposaba pesadamente en la almohada. Al cabo de un tiempo el rabino abrió un ojo. La vela se había ya consumido. Una luna anunciadora del alba, de contornos irregulares y con la luz amortiguada por la niebla, brillaba tras el vidrio de la ventana. Por oriente el cielo iba enrojeciendo. El rabino murmuró: —Algo hay allí. La guerra entre el rabino de Bechev y Dios había terminado. 

(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Rosanna Gerber)

sábado, 4 de julio de 2020

La ventana, Olga Tocarczuk,





Desde la ventana veo un morus blanco, un árbol que me fascina y que fue una de las razones por las que vivo aquí. El morus es una planta generosa -alimenta a docenas de aves durante toda la primavera y el verano con sus frutos dulces y saludables-. Ahora, sin embargo, el morus no tiene hojas, así que veo un trozo de calle silenciosa por la que raramente pasa alguien caminando hacia el parque.
El tiempo en Wroclaw es casi de verano, el sol es deslumbrante, el cielo es azul y el aire es claro. Hoy, durante el paseo con mi perro, vi a dos urracas ahuyentando a un búho de su nido. El búho y yo nos miramos a los ojos desde una distancia de solo un metro.
Tengo la impresión de que los animales también están esperando a lo que va a pasar.
Para mi, ya desde hace largo tiempo, fue demasiado del mundo. Demasiado, demasiado rápido, demasiado ruidoso.
  
Así que no tengo “trauma de aislamiento” y no sufro por el hecho de no poder quedar y verme con la gente. No lamento que hayan cerrado los cines, no me importa si los centros comerciales no funcionan. Sólo me preocupo cuando pienso en todos los que perdieron sus trabajos.
Cuando me enteré de la cuarentena preventiva, sentí cierto alivio y sé que mucha gente se siente de la misma manera, aunque se avergüencen de ello. Mi introversión, largamente estrangulada y maltratada por los dictados de los extrovertidos hiperactivos, se agitó y salió del armario.
Miro por la ventana a mi vecino, un abogado muy ocupado, al cual hace poco tiempo solía ver salir por la mañana hacia los juzgados con su toga colgada al hombro. Ahora, con un chándal holgado lucha con una rama en el jardín, creo que se ocupó de poner el orden. Veo a una pareja de jóvenes paseando un perro viejo, que apenas camina desde el invierno pasado. El perro se tambalea sobre sus patas, y ellos pacientemente lo acompañan, caminando con él a un paso más lento. El camión está recogiendo la basura con mucho ruido.
La vida continúa, cómo no, pero a un ritmo completamente diferente. Limpié el armario y llevé los periódicos que había leído al contenedor de papel. Replanté las flores. Recogí la bicicleta del taller. Me encanta cocinar.
Vuelven obstinadamente las imágenes de mi infancia, cuando había mucho más tiempo y se podía “malgastar”, mirando por la ventana durante horas, observando las hormigas, tumbada bajo la mesa e imaginando que es un arca. O leyendo una enciclopedia.
¿No será que hemos vuelto a un ritmo de vida normal? ¿Que no es el virus lo que es anormal, sino lo contrario, que el mundo agitado antes del virus era anormal?
El virus nos recordó lo que estábamos reprimiendo con tanta pasión: que somos seres frágiles, construidos con la materia más fina. Que morimos, que somos mortales.
Que no estamos separados del mundo por nuestra «humanidad» y singularidad, sino que el mundo es una especie de gran red en la que estamos atrapados, conectados a otros seres con hilos invisibles de dependencias e influencias. Que dependemos unos de otros y que no importa de qué lejano país vengamos, el idioma que hablemos o el color de nuestra piel, nos enfermamos por igual, igual tenemos miedo e igual morimos.
Nos hizo darnos cuenta, de que no importa cuán débiles y vulnerables nos sintamos ante el peligro, a nuestro alrededor hay gente aún más débil y que necesita ayuda. Nos recordó lo delicados que son nuestros viejos padres y abuelos y lo mucho que merecen nuestro cuidado.
Nos mostró, que nuestra agitada movilidad amenaza al mundo. Y evocó la misma pregunta, que rara vez tuvimos el coraje de hacernos a nosotros mismos: ¿Qué buscamos realmente?
El miedo a la enfermedad nos hizo retroceder del camino trillado y nos recordó la existencia de los nidos de los que venimos y donde nos sentimos seguros. Y aunque hayamos sido no sé cuán grandes viajeros, en una situación como ésta, siempre seremos empujados a algún hogar.
Así, se nos revelaron las tristes verdades, que en el momento de peligro, vuelve el pensamiento en encerronas y excluyentes categorías de naciones y fronteras. En este difícil momento se reveló lo débil que es en la práctica la idea de la comunidad europea.
La Unión, prácticamente ha entregado el combate al luchador, pasando en tiempos de crisis, las decisiones a los estados nacionales. Considero que el cierre de las fronteras estatales es el mayor fracaso de esta época miserable – volvieron los viejos egoísmos y las categorías «míos» y «otros», es decir, algo con que hemos luchado durante los últimos años con la esperanza de que no volverá a formatear nuestras mentes.
El temor al virus evocó automáticamente las más simples creencias atávicas, de que algunos extraños son los culpables y siempre traen el peligro de algún lugar. En Europa el virus es «de alguna parte», no es nuestro, es alienígena. En Polonia, todos los que regresan del extranjero se han convertido en sospechosos.
La ola de cierre de fronteras, monstruosas colas en los puntos de control, para muchos jóvenes fue probablemente una sorpresa. El virus es un recordatorio: las fronteras existen y siguen ahí.
También temo, que el virus nos recordará rápidamente otra vieja verdad, lo desiguales que somos. Algunos de nosotros volarán en aviones privados a casa en una isla o en un retiro del bosque, mientras que otros se quedarán en las ciudades para operar las plantas de energía y los suministros de agua. Otros arriesgarán su salud trabajando en tiendas y hospitales. Algunos se forrarán con la epidemia, otros perderán los ahorros de vida.
La crisis que se avecina probablemente socavará los principios que nos parecían estables; muchos países no podrán superarla y ante la descomposición de ellos despertarán nuevos órdenes, como suele ocurrir después de las crisis.
Nos quedamos en casa, leemos libros y vemos series de televisión, pero en realidad nos preparamos para la gran batalla por una nueva realidad que ni siquiera podemos imaginar, entendiendo poco a poco que nada será igual que antes.
La situación de cuarentena forzosa y el encuartelamiento de la familia en el hogar puede hacer que nos demos cuenta de lo que no queríamos admitir en absoluto: que la familia nos cansa, que los lazos matrimoniales se están deshaciendo desde hace tiempo. Nuestros hijos saldrán de la cuarentena adictos a internet, y muchos de nosotros nos daremos cuenta del sinsentido y la asepsia de una situación en la que mecánicamente y con el poder de la inercia nos encontramos. ¿Y si aumenta el número de asesinatos, suicidios y enfermedades mentales?
Ante nuestros ojos, se está desintegrando como el humo el paradigma de la civilización que nos ha conformado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que podemos hacerlo todo y que el mundo nos pertenece.
Se acercan nuevos tiempos.
 traducido al español por Michal Góral

lunes, 15 de junio de 2020

Entrevista con Amos Oz. Europa y los judíos: historia de un amor traicionado



El escritor israelí Amos Oz estuvo en Madrid el pasado octubre para presentar Una historia de amor y oscuridad (Siruela), una suerte de autobiografía novelada. Mercedes Monmany lo entrevistó sobre este libro y, a través de él, sobre su condición de escritor, sobre la vida en Israel y sobre su relación de amor odio con Europa y su cultura, de la que es heredero casi involuntario.
En los tormentosos y poco ejemplares años veinte y treinta del siglo pasado, ¿quién era verdaderamente europeo, quién creía en la Europa fraternal, solidaria y supranacional? Cualquiera que haya leído las reediciones de los últimos años de autores como el Stefan Zweig de El mundo de ayer (Memorias de un europeo) o los ensayos dramáticos y pesimistas de Joseph Roth en sus años de exilio en París, huyendo de los nazis, recogidos en La filial del infierno en la tierra; cualquiera, pues, que se haya acercado a los que mejor retrataron esa época de crueldad inusitada hacia una minoría fundamental durante siglos en Europa, los judíos, habrá comprobado que, como dice el escritor israelí Amos Oz en su última y espléndida novela autobiográfica, Una historia de amor y oscuridad, ellos eran prácticamente los únicos europeos en aquellos momentos. Es la historia de un amor decepcionado. Sus cultos y eruditos padres, que habían estudiado en Praga, como sus abuelos venidos de Lituania, Ucrania y Rusia (la abuela de Amos Oz, la abuela Shlomit, inauguró el primer salón literario hebreo que hubo en Odesa), eran verdaderos europeos y así se definían, fieles a esa idea trasnacional, de refinamiento moral y humanista de Europa. Por aquel entonces nadie se definía a sí mismo como europeo: la gente como la familia de Oz estaba rodeada de feroces y altivos patriotas italianos, húngaros, pangermánicos o paneslavos. El padre de Amos Oz hablaba en siete idiomas y podía leer en 17; su madre podía expresarse sin problemas en otros cinco. Los únicos europeos de hace 75 años eran aquellos judíos
políglotas, “apasionados eurófilos, amantes de Europa ilimitada e incondicionalmente durante decenas de años”, que, paradójicamente, luego serían perseguidos, asesinados y arrojados con violencia fuera de ella.
Autor de una ya abundante obra reconocida internacionalmente, intelectual firmemente comprometido desde siempre con el proceso de paz en Oriente Medio, Amos Oz (Jerusalén, 1939) se dio a conocer en países como el nuestro a finales de los ochenta, a través de sus primeras novelas: Mi marido Mikhael, La caja negra, Las mujeres de Yoel y la magnífica La tercera condición (1993), donde daba voz al personaje apasionado, parlanchín y soñador de Fima, encarnación caótica y humana de su conflictiva y mística ciudad natal, Jerusalén. Más tarde, su obra ha sido publicada básicamente por Siruela, donde han aparecido las novelas No digas noche (1998), Un descanso verdadero (2001) y El mismo mar (2002), además de Una historia de amor y oscuridad, en la que, utilizando como trasfondo histórico la trágica, heroica y extraordinaria epopeya de la creación del Estado de Israel, abordaba al mismo tiempo la narración de una saga familiar, la suya propia, de emigrantes llegados desde la Europa del Este. Por otro lado, también, por primera vez, enunciaba literariamente un tabú hasta ahora no tratado por él de forma pública: el suicidio de su joven madre, cuando apenas tenía doce años.
Mercedes Monmany: Con Una historia de amor y oscuridad, usted ha escrito fundamentalmente una novela “espacial”. Ese espacio puede ser Jerusalén y sus iluminadas y cosmopolitas calles de los años treinta y cuarenta o sus sombrías arterias medievales, o la tierra largo tiempo soñada de Eretz Israel, o el eco remoto de una Europa abruptamente abandonada.
Amos Oz: Esta novela es el resultado de un proceso de paz conmigo mismo. Durante muchos años estuve muy enfadado: estaba enfadado con mi madre, con el barrio en el que crecí, estaba enfadado con la Historia. Una vez que hice la paz conmigo mismo, pude invitar al resto de toda esa gente, es decir, a mis padres, a mis abuelos, a mi casa. Les pude hacer sentar, ofrecerles una taza de té y, sólo entonces, ponerme a hablar. Y hablé. Pero también pude oírlos. No hablé como un juez. No escribí este libro para decir: “Tú, padre, eras terrible; tú, madre, un diablo; o tú, madre, eras terrible y tú, padre, sufriste demasiado”. No. Lo escribí con curiosidad, con compasión, con ternura, y sin ira en absoluto. Por supuesto, con ira respecto a la historia y la tragedia que trajo a mi familia desde Europa, y a otras muchas familias judías desde Bagdad o Casablanca, arrojándolas lejos de allí. Mi familia no era esa gente que bromeaba y se reía en la cubierta del Titanic, en los años cuarenta, mientras los judíos de Europa se estaban hundiendo en las aguas. No. Ellos fueron arrojados al océano, mientras la música, el baile y las canciones seguían oyéndose, y mientras todo el mundo tenía una buena comida y seguía bailando. Sin embargo, ellos estaban entre los arquitectos del Titanic. De Europa.
La música que sonaba, en parte, había sido creada por ellos. El menú, el menú cultural, había sido, en parte, preparado por ellos. Pero fueron echados a patadas a la oscuridad. Y toda esa ofensa me la pasaron a mí. Esto en inglés se llama unrequited love, amor no correspondido: cuando amas a alguien y ese alguien te rechaza y te arroja lejos de él.
MM: En su libro juega con un sistema permanente y obsesivo de dobles enfrentados, de oposiciones: la vieja Jerusalén contra la moderna y trepidante Tel Aviv; la diáspora políglota del ayer y de “la agonía histórica”, con sus narraciones lacrimógenas en yiddish y sus descripciones del shtetl “saturadas de grupos humanos que siempre son mendigos, traperos y todo tipo de holgazanes sofistas”, contra el floreciente renacimiento de la literatura hebrea y el deseo de su padre de que todos “nacieran de nuevo, sanos, fuertes, bronceados, europeos-hebreos y no judíos-europeos del Este”... ¿Es el asunto de la construcción urgente y sólida de una nueva identidad puramente hebrea, sin adjetivos ni calificativos que la difuminen o fragmenten en partículas?
AO:Es más complicado que eso. Durante muchos años, siglos, todo el mundo le dijo a los judíos: no nos gustáis porque no podéis defenderos vosotros mismos, no nos gustáis porque sois demasiado intelectuales, no nos gustáis porque hacéis dinero en lugar de músculos... Eran llamados “parásitos”. Esta palabra, “parásito”, hay que fijarse bien, estaba tanto en el vocabulario fascista como en el comunista. Y también la palabra “intelectual”. Mis familiares eran intelectuales, cosmopolitas y parásitos, porque no trabajaban con sus manos. Después de muchas generaciones, y después de que todo el mundo dijera “algo no funciona en vosotros”, acabamos por pensar que quizá sí, que algo no funcionaba, ya que todo el mundo lo dice. Los primeros emigrantes que vinieron a Jerusalén, hace ochenta o setenta años, querían que sus hijos fueran diferentes: duros, simples, optimistas, muy saludables. Mis padres incluso produjeron un milagro genético. Los dos eran morenos, querían un niño rubio y se dieron a sí mismos ese niño pequeño y rubio. Esta fue su curiosa reacción a la diáspora. Pero, al mismo tiempo, quisieron también que yo fuera libresco y educado, querían dos cosas opuestas. Sin importar todo lo que yo pudiera hacer, una u otra elección que emprendiera, ellos nunca estarían satisfechos al cien por cien. Si soy un intelectual como ellos, entonces ¿dónde está el nuevo judío? Si soy un simple conductor de tractores, ¿qué pasa con el talento? Por otro lado, cuando me rebelo contra su mundo, quiero estar en el lado contrario, romper con ellos. Pero no puedo. Porque si me convierto en un simple conductor de tractor en el kibbutz, entonces ellos dicen: “queríamos esto, estamos encantados”. Jerusalén era, por otro lado, provinciano a sus viejos ojos. Me acuerdo de la obra Las tres hermanas de Chéjov, cuando todo el tiempo dicen “¡A Moscú, a Moscú!”. Eso era lo que estaba en su cabeza. Mis padres, todos sus vecinos, estaban muy lejos de Europa, donde tuvieron una vida difícil, pero también estaban lejos de los kibbutzim, de los nuevos judíos, de Tel Aviv. Incluso, dentro de Jerusalén, estaban lejos del barrio de la élite de los intelectuales, del piano, de los profesores. Estaban en un rincón. Crecí pensando que en nuestro barrio el sol siempre sale después de todas las otras partes del mundo: primero, sale en Europa o en América; después de algunas horas, en Tel Aviv, en los kibbutzim, y más tarde en Rehavia, en Talpiot, es decir, en el resto de los barrios de Jerusalén. Sólo al final, a veces, sólo a veces, algunos rayos pequeños van a caer sobre nuestro barrio, cuando ya todo el mundo se ha ido hacia otra parte... Ahí es donde nací. Ese sentido de provincianismo e irrelevancia hizo de mí un chico con tendencia a la fantasía y a los sueños.
MM: Pero, curiosamente, esas fantasías, a los quince años, le empujaron a desear la vida en un kibbutz y no en una ciudad moderna y frenética como Tel Aviv.
AO:Tenía muchas clases de fantasías: fantasías sobre Europa, por ejemplo. Miedos, pero también fantasías. A pesar de hablar numerosas lenguas, mis padres tenían miedo de que aprendiera lenguas europeas. ¿Por qué? Pues porque sólo sabiendo una de ellas, sólo una, quedaría inmediatamente seducido. Me iría a Europa y me matarían. No estaría a salvo. Para mí, por lo tanto, el kibbutz representaba lo más opuesto a Jerusalén: un lugar donde el sol sale todo el rato. Un lugar donde la gente no es complicada y la vida es simple: trabajas en lugar de hablar tanto, duermes, todas las chicas bonitas están allí. Era el paraíso de la simplicidad.
MM: En su libro hay muchos recuerdos y referencias a los años cuarenta, los años difíciles antes de la creación del Estado de Israel. Algunas afirmaciones de gran dureza y racismo de líderes espirituales como el predicador de la gran mezquita de Yafo, que clamaba “por acabar a punta de espada contra esa conspiración satánica que pretende transformar la sagrada tierra de Palestina en el basurero de todos los desechos del mundo”, llaman la atención por su paralelismo con el lenguaje nazi.
AO:Había una relación estrechísima entre los líderes árabes de aquel tiempo y los nazis. El líder palestino Haj Amin al-Huseini estuvo en Berlín durante toda la guerra, haciendo planes para construir campos de la muerte para los judíos en el Oriente Medio, no sólo en Israel, sino en todo Oriente Medio. En Irak se había gestado un golpe de Estado nazi, en Egipto había un durísimo partido pronazi en aquel tiempo. Por lo tanto, mis padres tenían miedo, todo el mundo lo tenía: lo que había pasado en Europa iba a pasar otra vez en Oriente Medio.
MM: ¿Dónde está exactamente el antisemitismo en estos momentos? Para algunos está claramente en la izquierda, para otros sólo en algunos reductos de la ultraderecha más religiosa, y para otros es algo que pertenece al pasado.
AO: Fundamentalmente es una enfermedad mental. Nadie está inmune, ni la izquierda ni la derecha. Y es un problema de Europa. Especialmente de Europa, aunque no sólo. Es un virus. El antisemitismo es muy parecido a la misoginia, a la cólera hacia las mujeres. A veces los hombres odian a las mujeres porque son demasiado inteligentes, a veces porque son demasiado estúpidas. A veces porque son demasiado independientes, otras porque no lo son. A veces las odian por ser demasiado atractivas y otras por no serlo en absoluto.
MM: Aun así, muchos siguen aferrándose a los dogmas de las tendencias e ideologías cerradas en las que fueron educados.
AO: Para decirlo de forma muy simple: yo voto por la izquierda en Israel y estoy feliz por no tener que votar en Europa. La gente en Europa, es decir, los intelectuales progresistas europeos, odian Hollywood, porque ahí sólo se representa el blanco y el negro, los buenos y los malos de la película. Pero cuando esto se refiere a Oriente Medio quieren saber inmediatamente dónde están los chicos buenos y los malos: firman una petición a favor de los chicos buenos, odian a los chicos malos y se van a dormir. Mi modo de estar en la izquierda y mi actitud son muy diferentes: no estoy en el negocio de recogida de firmas ni en el de impresionar a la gente. Sé que en Oriente Medio los israelíes y los palestinos viven una tragedia, no una película del Oeste. Los palestinos llevan adelante una causa muy dura y lo mismo pasa con los israelíes. No es nada simple y no se puede mirar en términos de blanco y negro. La izquierda tuvo una vida fácil en el pasado. La colonización y la descolonización eran muy simples: podías decir perfectamente quién era bueno y quién malo. En Vietnam también era fácil de señalar. Y en el apartheid, lo mismo: podías apoyar la causa justa y objetar la causa equivocada. Pero con los israelíes y los palestinos es complicado. Lo que tienes que hacer es no ser proisraelí o propalestino, sino propaz. Es importante para la izquierda europea ofrecer una empatía hacia los dos bandos en esta ocasión, porque es una época muy difícil tanto para unos como para otros. Ambos, palestinos e israelíes, están viviendo ahí y ninguno tiene otro lugar al que ir. Ninguno. Es la única patria para los palestinos y la única patria para los judíos israelíes. Tienen que llegar a un compromiso. Y no hay un final feliz para nadie. Puede haber un compromiso pragmático. No puede haber una victoria para los chicos buenos y una derrota para los malos, porque no hay buenos y malos en esta historia. Tengo una actitud muy diferente a la de la izquierda europea: quiero imaginarnos a mí y a mis compañeros con batas blancas como las de los médicos en el hospital, en la sala de urgencias. Cuando tenemos que tratar a la gente herida, no preguntamos: “Perdón, ¿dónde está el conductor que causó el accidente? Queremos firmar una carta para castigar a este conductor”. Nosotros queremos ver cómo se puede ayudar. Cuál es el tratamiento correcto.
Para mí es mucho más fácil hablar con palestinos, con palestinos pragmáticos, que con alguna gente de la izquierda europea propalestina. Afortunadamente, tengo que hacer la paz con los palestinos, no con los amigos de los palestinos en Europa... Porque la paz llegará en algún momento, no sé cuándo, si en seis meses o tres años, y entonces ya veremos qué se puede hacer con estos europeos dogmáticos. Pero no son antisemitas, al menos no todos ellos: son, simplemente, dogmáticos. Muy dogmáticos. ¿Recuerda la película Rosemary's Baby? Pues si América es el diablo, el bebé de Rosemary es Israel.
MM: Usted ha escrito un lúcido libro (Contra el fanatismo) sobre uno de los fenómenos que más desconcertados tienen a los analistas de nuestros días: justamente el fenómeno del fanatismo, cuya derivación directa sería la extensión en cada vez mayores partes del planeta de un terrorismo despiadado y sangriento que no respeta ningún tipo de víctimas ni rehenes potenciales. Oriente Medio es hoy un auténtico polvorín en el que se practican día tras día muchas de estas nuevas formas de dominación y sometimiento del adversario.
AO: Muchos de los terroristas vienen de África, del África negra, donde la desesperación está provocada por lo peor imaginable, y los blancos de los ataques son Arabia Saudí y los países del Golfo, porque son los más ricos. Pero el asunto es más complejo de lo que normalmente se piensa. No se trata del islam contra el resto del mundo, no es una guerra de civilizaciones. Se trata de la ascensión del fanatismo en todo el mundo. Uno tiene que hacer dos cosas. La primera, intentar crear esperanza, porque donde existe la esperanza, el fanatismo, aunque se haya instalado, estará frenado desde dentro. No puedes derrotarlo, pero está frenado de alguna forma. Segunda: siempre recordar que no puedes luchar contra el fanatismo con fanatismo. No puedes derrotar a la yihad con una cruzada, porque la cruzada es exactamente lo mismo que la yihad. Simplemente hay que mirar el diccionario: la cruzada es el término cristiano con el que se designa a la yihad.
Lo que hay que intentar hacer es lo que yo he intentado con esta novela: aproximarme al dolor con compasión, con humor, con empatía. La única manera de defenderte contra el gen fanático es tener sentido del humor, porque el humor, el relativismo, es un antídoto: la habilidad para poder ver las dos caras de un problema, de una disputa. Y leer buena literatura. Porque en la buena literatura siempre descubres que no todo es blanco o negro.
MM: La literatura puede ser una buena escuela de tolerancia.
AO: Es la mejor agencia de viajes. Si comprara un billete para un viaje de cuatro semanas a Colombia, pongamos por caso, vería sus monumentos, sus museos, el paisaje. Pero si leyera a García Márquez, visitaría también sus habitaciones, me metería dentro de ellas. Mucho mejor que cualquier tour organizado. La literatura te introduce en la vida privada de las cosas, en sus secretos, y entonces es mucho más difícil odiar. Para mí, por ejemplo, la traducción más importante de este libro que acabo de publicar es la traducción al árabe. Los lectores del mundo árabe que lean mi historia no tienen que sentir rechazo ni tampoco tiene por qué gustarles, pero sí tienen que saber cómo y por qué o cuáles fueron las razones. Por otro lado, no he pretendido escribir un libro acerca de Oriente Medio, tampoco acerca de la historia de los judíos. Se trata tan sólo de una madre, un padre y su hijo. De todos los títulos posibles que pudiera haber llevado este libro, podría perfectamente haberlo llamado, como James Joyce, Retrato del artista adolescente. Igualmente lo podría haber llamado Cien años de soledad, pero ese título también estaba tomado. O quizá El amor en los tiempos del cólera. O quizá Crimen y castigo. Pero es un libro fundamentalmente íntimo, aunque es cierto que existe un poso histórico de sangre, al fondo. Pero no es un manifesto. Es tan sólo una historia, en la que, justo en medio de ella, se da un gran misterio que yo tampoco pude llegar a resolver, sólo a plantear: ¿cómo pudieron dos muy buenas personas, hombre y mujer que se quieren, amables, considerados, civilizados, cómo pudieron producir una tragedia como la que se dio en mi casa, en mi familia? No tengo la respuesta.

por Mercedes Monmany

domingo, 14 de junio de 2020

La conversión de los judíos (1958) de Philip Roth





—A quién se le ocurre abrir la boca, para empezar –dijo Itzie—. ¿Por qué siempre tienes que abrir la boca?
—Yo no saqué el tema, Itz, no lo hice –dijo Ozzie.
—De todos modos, ¿a ti qué más te da Jesucristo?
—Yo no saqué el tema de Jesucristo. Fue él. Yo ni siquiera sabía de qué me hablaba. Jesús es una figura histórica, decía una y otra vez. Jesús es una figura histórica. –Ozzie imitó la voz monumental del rabino Binder—. Jesús fue una persona que vivió como tú y como yo –continuó Ozzie—Es lo que dijo Binder…
—¿Ah, sí? ¡Y qué! A mí qué me va en lo que viviera o dejara de vivir. ¡Y por qué tienes que abrir la boca!
Itzie Lieberman estaba a favor de mantener la boca cerrada, sobre todo en relación a las preguntas de Ozzie Freedman. La señora Freedman ya había tenido que verse en dos ocasiones con el rabino Binder por las preguntas de Ozzie y este miércoles a las cuatro y media sería la tercera. Itzie prefería mantener a su madre en la cocina; él optaba por las sutilezas por la espalda tales como gestos, muecas, gruñidos y otros ruidos de corral menos delicados.
—Jesús fue una persona normal, pero no fue como Dios y nosotros no creemos que sea Dios. –Poco a poco, Ozzie le explicaba la postura del rabino Binder a Itzie, que no había asistido a la escuela hebrea la tarde anterior.
—Los católicos –intervino Itzie amablemente—creen en Jesucristo, creen que es Dios. –Itzie Lieberman empleaba la expresión “los católicos” en su sentido más amplio, para incluir a los protestantes.
Ozzie recibió la observación de Itzie con una ligera inclinación de la cabeza, como si se tratara de una nota al pie, y continuó.
—Su madre fue María y su padre, probablemente, José. Pero el Nuevo Testamento dice que su verdadero padre es Dios.
—¿Su verdadero padre?
—Sí. Ésa es la cuestión, se supone que su padre fue Dios.
—Tonterías.
—Lo mismo dice el rabino Binder, que es imposible…
—Pues claro que es imposible. Todo eso son tonterías. Para tener un hijo tienes que tener relaciones –teologizó Itzie—. María tuvo que tener relaciones.
—Es lo que dice Binder: “La única manera de que una mujer conciba es mantener relaciones sexuales con un hombre”.
—¿Dijo eso, Ozz? –Por un momento pareció que Itzie dejaba de lado la cuestión teológica—. ¿Dijo eso, relaciones sexuales? —Una sonrisita ondulada se formó en la mitad inferior del rostro de Itzie como un mostacho blanco—. ¿Y vosotros qué hicisteis, Ozz? ¿Os reísteis o algo?
—Levanté la mano.
—¿Sí? ¿Qué dijiste?
—Entonces le hice una pregunta.
A Itzie se le iluminó la cara.
—¿Sobre qué? ¿Las relaciones sexuales?
—No. Le pregunté sobre Dios, sobre cómo si había sido capaz de crear el cielo y la tierra en seis días, y todos los animales y los peces y la luz en seis días (sobre todo la luz, esto siempre me sorprende, que creara la luz). Crear animales y los peces, eso está muy bien…
—Está más que bien. –La apreciación de Itzie era honesta, pero carente de imaginación: como si Dios hubiera colado una pelota directa.
—Pero crear la luz… O sea, si lo piensas, es muy fuerte. En fin, le pregunté a Binder que si Dios había podido hacer todo eso en seis días, y había podido elegir los seis días que quiso de la nada, por qué no iba a poder permitir que una mujer tuviera un hijo sin mantener relaciones sexuales.
—¿Dijiste relaciones sexuales, Ozz? ¿A Binder?
—Sí.
—¿En medio de la clase?
—Sí.
Itzie se dio un manotazo en un lado de la cabeza.
—En serio, no es broma –dijo Ozzie—, eso no fue nada. Después de todo lo demás, eso no fue nada.
Itzie lo consideró un instante.
—¿Qué dijo Binder?
—Volvió a empezar con la explicación de que Jesús era una figura histórica y que vivió como tú y como yo pero que no era Dios. De modo que le dije que eso ya lo había entendido. Que lo que yo quería saber era otra cosa.
Lo que Ozzie quería saber siempre era otra cosa. La primera vez había querido saber cómo podía el rabino Binder llamar a los judíos “el pueblo elegido” si la Declaración de Independencia aseguraba que todos los hombres habían sido creados iguales. El rabino Binder intentó hacerle ver la distinción entre igualdad política y legitimidad espiritual, pero lo que Ozzie quería saber, insistió con vehemencia, era otra cosa. Ésa fue la primera vez que su madre tuvo que visitar al rabino.
Luego vino el accidente aéreo. Cincuenta y ocho personas murieron en un accidente de avión en La Guardia. Al repasar la lista de bajas en el diario, la madre de Ozzie había descubierto ocho apellidos judíos entre los muertos (su abuela sumó nueve pero contaba Millar como apellido judío); debido a estos ocho su madre dijo que el accidente era “una tragedia”. Durante el debate de tema libre de los miércoles Ozzie había llamado la atención del rabino Binder sobre esta cuestión de que “algunos de sus parientes” siempre estuvieran buscando los apellidos judíos. El rabino Binder había empezado a explicar la unidad cultural y demás cosas cuando Ozzie se levantó y dijo desde su sitio que lo que él quería saber era otra cosa. El rabino Binder insistió en que se sentara y entonces Ozzie gritó que ojalá los cincuenta y ocho hubieran sido todos judíos. Esa fue la segunda vez que su madre visitó al rabino.
—Y siguió explicando que Jesús fue una figura histórica, así que yo seguí preguntándole lo mismo. En serio, Itz, intentaba hacerme quedar como un estúpido.
—¿Y al final qué hizo?
—Al final se puso a gritar que me hacía el tonto a propósito y me creía muy listo y que viniera mi madre y que sería la última vez. Y que si dependiese de él yo nunca celebraría el bar—mitzvah. Entonces, Itz, empezó a hablar con esa voz de estatua, muy lenta y profunda, y me dijo que mejor que meditara lo que le había dicho sobre el Señor. Me mandó a su despacho a pensármelo –Ozzie se inclinó hacia Itzie—. Itz, estuve pensando durante una hora interminable y ahora estoy convencido de que Dios pudo hacerlo.

Ozzie había planeado confesar su última transgresión a su madre en cuanto ésta llegara a casa del trabajo. Pero era un viernes por la noche de noviembre y ya había oscurecido, y cuando la señora Freedman cruzó la puerta de casa, se quitó el abrigo, dio un beso rápido a Ozzie en la mejilla y se dirigió a la cocina para encender las tres velas amarillas, dos por el sabbat y una por el padre de Ozzie.
Cuando su madre encendiera las velas se llevaría lentamente los brazos contra el pecho, arrastrándolos por el aire como para persuadir a las gentes de mente indecisa. Y las lágrimas anegarían sus ojos. Ozzie recordaba que los ojos de su madre se habían llenado de lágrimas incluso en vida su padre, así que no tenía nada que ver con la muerte del esposo. Tenía que ver con encender las velas.
Mientras su madre acercaba una cerilla encendida a la mecha apagada de una vela de sabbat sonó el teléfono y Ozzie, que estaba al lado, levantó el auricular y amortiguó el ruido apoyándoselo en el pecho. Tenía la impresión de que no debía oírse ningún ruido cuando su madre encendía las velas, hasta la respiración, si sabías hacerlo, debía suavizarse. Ozzie apretó el auricular contra el pecho y contempló a su madre arrastrar lo que fuera que arrastraba y sintió que también sus ojos se llenaban de lágrimas. Su madre era un pingüino de pelo canoso, cansado y rechoncho cuya piel gris había empezado a sentir la fuerza de la gravedad y el peso de su propia historia. Ni siquiera cuando se arreglaba tenía aspecto de une elegida. Pero cuando encendía las velas tenía mejor aspecto, como el de una mujer que supiera, por un momento, que Dios podía hacer cualquier cosa.
Al cabo de unos minutos misteriosos acabó. Ozzie colgó el teléfono y se acercó a la mesa de la cocina, donde su madre había empezado a preparar los dos servicios para la comida de cuatro platos del sabbat. Le dijo que tenía que ver al rabino Binder el miércoles siguiente a las cuatro y media y luego le explicó por qué. Por primera vez en su vida en común, su madre le cruzó la cara de un bofetón.
Durante el hígado y la sopa Ozzie no paró de llorar; no le quedaba apetito para el resto.

El miércoles, en el aula más grande del sótano de la sinagoga, el rabino Marvin Binder, un hombre de treinta años, alto, guapo, de espalda ancha y pelo negro y fuerte, se sacó el reloj del bolsillo y vio que eran las cuatro. Al fondo de la sala, Yakov Blotnik, el cuidador de setenta años, limpiaba lentamente el ventanal, murmurando por lo bajo, sin saber si eran las cuatro o las seis, lunes o miércoles. Para la mayoría de los estudiantes, los murmullos de Yakov Blotnik, junto con su barba castaña y rizada, la nariz aguileña y los gatos negros que siempre iban pisándole los talones, lo convertían en una maravilla, un extranjero, una reliquia, hacia quien mostrar alternativamente miedo o irreverencia. A Ozzie los murmullos siempre le habían parecido una curiosa y monótona oración; curiosa porque el viejo Blonik llevaba murmurando sin parar tantos años que Ozzie sospechaba que el viejo había memorizado las oraciones y se había olvidado de Dios.
—Hora de debate —anunció el rabino Binder—. Sois libres para hablar sobre cualquier cuestión judía: religión, familia, política, deporte…
Se hizo el silencio. Era una tarde de noviembre ventosa y nublada y no parecía que existiera ni pudiera existir algo llamado béisbol. Así que esta semana nadie dijo nada acerca de aquel héroe del pasado, Hank Greenberg, cosa que limitaba considerablemente los temas de debate.
Y la paliza espiritual que Ozzie Freedman acababa de recibir del rabino Binder había impuesto sus límites. Cuando llegó el turno de que Ozzie leyera del libro de hebreo, el rabino le preguntó enfurruñado por qué no leía más deprisa. Ozzie no progresaba. Ozzie dijo que podía leer más rápido pero que si lo hacía estaba seguro de que no entendería lo que leía. No obstante, ante la insistencia del rabino, lo intentó y demostró gran talento pero en mitad de un pasaje largo se paró en seco y dijo que no entendía ni una palabra de lo que leía y volvió a empezar a ritmo de tortuga. Entonces recibió la paliza espiritual.
En consecuencia, cuando llegó la hora del debate, ninguno de los estudiantes se sentía demasiado libre para opinar. Sólo el murmullo del viejo Blotnik respondió a la invitación del rabino.
—¿Hay algo que os gustaría debatir? –volvió a preguntar el rabino Binder mirándose el reloj— ¿Alguna pregunta? ¿Algún comentario?
Se oyó una tímida queja en la tercera fila. El rabino pidió a Ozzie que se levantara y compartiera sus pensamientos con el resto de la clase.
Ozzie se levantó.
—Se me ha olvidado –dijo—, y se sentó en su sitio.
El rabino Binder se aproximó un asiento más a Ozzie y se apoyó en el borde del pupitre. Era la mesa de Itzie y la figura del rabino a un palmo de su cara le obligó de golpe a prestar atención.
—Vuelve a levantarte, Oscar –dijo el rabino Binder con calma—, y trata de ordenar tus ideas.
Ozzie se levantó. Todos los compañeros de clase se volvieron y le observaron rascarse la frente sin convencimiento.
—No se me ocurre nada –anunció, y se dejó caer en el asiento.
—¡Levántate! –el rabino Binder se adelantó desde el pupitre de Itzie al que quedaba justo enfrente de Ozzie; cuando la espalda rabínica lo dejó atrás, Itzie se llevó la mano a la nariz para burlarse de él, provocando las risitas ahogadas de la sala. El rabino Binder estaba demasiado ocupado en sofocar las tonterías de Ozzie de una vez por todas para preocuparse de las risitas—. Levántate, Oscar. ¿Sobre qué querías preguntarme?
Ozzie eligió una palabra al azar. La que le quedaba más cerca.
—Religión.
—Vaya, ¿ahora sí te acuerdas?
—Sí.
—¿Cuál es la pregunta?
Atrapado, Ozzie escupió lo primero que se lo ocurrió.
—¿Por qué Dios no puede hacer lo que se le antoja?
Mientras el rabino Binder se preparaba una respuesta, una respuesta definitiva, Itzie, tres metros por detrás de él, levantó un dedo de la mano izquierda, lo movió con gesto harto significativo hacia la espalda del rabino y casi consiguió que la clase entera se viniera abajo.
El rabino se volvió rápidamente para ver qué había ocurrido y en mitad de la conmoción Ozzie le gritó a la espalda lo que no le habría dicho a la cara. Fue un sonido monótono y fuerte con el timbre de algo que llevaba guardado desde hacía unos seis días.
—¡No lo sabe! ¡No sabe nada sobre Dios!
El rabino se volvió de nuevo hacia Ozzie.
—¿Qué?
—No lo sabe…, no sabe…
—Discúlpate, Oscar, ¡discúlpate! –Era una amenaza.
—No sabe…
La mano del rabino golpeó la mejilla de Ozzie. Quizá sólo pretendiera cerrarle la boca al chico, pero Ozzie se agachó y la palma le dio de lleno en la nariz.
Un chorro de sangre rojo y breve cayó en la pechera de Ozzie.
Siguió un momento de confusión generalizada. Ozzi gritó “¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!” y salió corriendo de la clase. El rabino Binder se tambaleó hacia atrás, como si la sangre hubiera empezado a circularle con fuerza en sentido contrario, luego dio un paso torpe hacia delante, y salió en pos de Ozzie. La clase siguió la enorme espalda con traje azul del rabino y antes de que el viejo Blotnik tuviera tiempo de darse la vuelta, la sala estaba vacía y todo el mundo subía a toda velocidad los tres pisos que conducían al tejado.

Si comparásemos la luz del día con la vida del hombre: el amanecer con el nacimiento y el crepúsculo –la desaparición por el horizonte— con la muerte, entonces, cuando Ozzie Freedman se coló por la trampilla del tejado de la sinagoga, coceando como un potro los brazos extendidos del rabino Binder, en ese momento el día tenía cincuenta años de edad. Como regla general, cincuenta o cincuenta y cinco refleja fielmente la edad de las tardes de noviembre puesto que es en ese mes, en esas horas, cuando la percepción de la luz no parece ya una cuestión de visión sino de oído: la luz se aleja chasqueando. De hecho, cuando Ozzie cerró la trampilla en las narices del rabino, el agudo chasquido del cerrojo se podría haber confundido por un momento con el sonido de un gris más denso que acababa de cruzar zumbando el cielo.
Ozzie se arrodilló cargando todo su peso sobre la puerta cerrada; estaba convencido de que en cualquier momento el rabino la abriría con el hombro, convertiría la madera en astilla y la catapultaría hacia el cielo. Pero la puerta no se movió y lo único que oyó por debajo de él fueron pies que se arrastraban, primero pasos fuertes y luego débiles, como un trueno al alejarse.
Una pregunta le vino repentinamente a la cabeza. ¿Es posible que éste sea yo? No era una pregunta fuera de lugar para un niño de trece años que acaba de calificar a su líder religioso de hijo de puta, dos veces. La pregunta se la repetía cada vez más fuerte —¿Soy yo? ¿Soy yo?— hasta que descubrió que ya no estaba arrodillado, sino que corría como un loco hacia el borde del tejado; le lloraban los ojos, su garganta chillaba y los brazos se le agitaban en todas direcciones como si no le pertenecieran.
¿Soy yo? ¡Soy yo YO YO YO YO! Tengo que serlo… pero ¿lo soy?
Es la pregunta que un ladrón debe plantearse la noche que fuerza su primera ventana, y se dice que es la pregunta con que los novios se interrogan ante el altar.
En los pocos segundos de locura que le llevó al cuerpo de Ozzie propulsarlo hasta el borde del tejado, su autoexamen empezó a volverse confuso. Al bajar la vista hacia la calle comenzó a hacerse un lío con el problema que subyacía a la pregunta: ¿era-soy-yo-el-que-llamó-hijo-de-puta-a-Binder o soy-yo-el-que-brinca-por-el-tejado? Sin embargo, la escena de abajo lo aclaró todo, porque hay un instante en toda acción en que si eres tú o algún otro es una cuestión meramente teórica. El ladrón se embute el dinero en los bolsillos y sale pitando por la ventana. El novio firma por dos en el registro del hotel. Y el chico del tejado se encuentra una calle llena de gente que lo mira, con los cuellos estirados hacia atrás, los rostros levantados, como si él fuera el techo del planetario Hayden. De repente sabes que eres tú.
—¡Oscar! ¡Oscar Freedman! —Una voz se elevó desde el centro del gentío, una voz que, de haberse visto, se habría parecido a la escritura de los pergaminos—. ¡Oscar Freedman, baja de ahí! ¡Inmediatamente! –El rabino Binder le señalaba con un brazo rígido y al final de dicho brazo, un dedo le apuntaba amenazador. Era la actitud de un dictador, pero uno (los ojos lo confesaban todo) a quien el ayuda de cámara le había escupido en la cara.
Ozzie no contestó. Sólo miró al rabino Binder lo que dura un parpadeo. En cambio sus ojos comenzaron a encajar las piezas del mundo de abajo, a separar personas de lugares, amigos de enemigos, participantes de espectadores. Sus amigos rodeaban al rabino Binder, que seguía señalando, en grupitos irregulares parecidos a estrellas. El punto más alto de una de aquellas estrellas compuestas por niños en vez de ángeles era Itzie. Menudo mundo, con todas aquellas estrellas allá abajo y el rabino Binder… Ozzie, que un momento antes no había sido capaz de controlar su propio cuerpo, empezó a intuir el significado del control mundial: sintió paz y sintió poder.
—Oscar Freedman, cuento hasta tres y te quiero abajo.
Pocos dictadores cuentan hasta tres para que sus sometidos hagan algo; pero, como siempre, el rabino Binder sólo parecía dictatorial.
—¿Listo, Oscar?
Ozzie dijo que sí con la cabeza, aunque no tenía la menor intención en este mundo – ni en el de abajo, ni en el celestial al que acababa de acceder—de bajar, ni siquiera si el rabino Binder contaba hasta un millón.
—Muy bien —dijo el rabino Binder. Se pasó una mano por su pelo negro de Sansón como si tal fuera el gesto prescrito para pronunciar el primer dígito. Luego, cortando un círculo en el cielo con la otra mano, habló.
—¡Uno!
No se oyó ningún trueno. Al contrario, en ese momento, como si “uno” fuera la entrada que había estado esperando, la persona menos atronadora del mundo apareció en la escalinata de la sinagoga. Más que salir por la puerta de la sinagoga, se asomó a la oscuridad exterior. Agarró el pomo de la puerta con una mano y levantó la vista hacia el tejado.
—¡Oy!
La vieja mente de Yakov Blotnik se movía con lentitud, como si llevara muletas, y aunque no lograba precisar qué hacía el chico en el tejado, sabía que no era nada bueno, es decir, no-era-bueno-para-los-judíos. Para Yakov Blotnik la vida se dividía de forma simple: las cosas eran buenas-para-los-judíos o no-buenas-para-los-judíos.
El viejo se palmeó la mejilla chupada con la mano libre, con suavidad. “¡Oy, Gut!” Y luego, tan rápido como pudo, bajó la cabeza y escudriñó la calle. Estaba el rabino Binder (como un hombre en una subasta con sólo tres mil dólares en el bolsillo, acababa de pronunciar un tembloroso “¡Dos!”), estaban los estudiantes y poco más. De momento no-era-demasiado-malo-para-los-judíos. Pero el chico tenía que bajar inmediatamente, antes de que alguien lo viera. El problema: ¿cómo bajar al chico del tejado?
Cualquiera que haya tenido alguna vez un gato en el tejado sabe cómo bajarlo. Llamas a los bomberos. O primero llamas a la operadora y le preguntas por el número de los bomberos. Y después sigue un gran lío de frenazos y campanas y gritos de instrucciones. Y luego el gato está fuera del tejado. Para sacar a un chico del tejado haces lo mismo.
Es decir, haces lo mismo si eres Yakov Blotnik y una vez tuviste un gato en el tejado.

Cuando llegaron los coches de bomberos, cuatro en total, el rabino Binder había contado cuatro veces hasta tres para Ozzie. Mientras el camión grúa daba la vuelta a la esquina, uno de los bomberos saltó en marcha y se lanzó de cabeza hacia la boca de incendios amarilla de delante de la sinagoga. Empezó a desenroscar la tobera superior con una llave inglesa enorme. El rabino Binder se le acercó corriendo y le tiró del hombro.
—No hay ningún fuego…
El bombero farfulló algo por encima del hombro y siguió manipulando la tobera acaloradamente.
—Pero si no hay fuego, no hay ningún fuego… —gritó Binder.
Cuando el bombero farfulló otra vez el rabino le asió la cabeza con ambas manos y la apuntó hacia el tejado.
A Ozzie le pareció que el rabino Binder intentaba arrancarle la cabeza al bombero, como si descorchara una botella. No pudo evitar reírse ante la estampa que formaban: era un retrato de familia, rabino con solideo negro, bombero con casco rojo y la pequeña boca de agua agachada a un lado como un hermano menor, con la cabeza descubierta. Desde el borde del tejado Ozzie saludó al retrato, agitando una mano con sorna; al hacerlo se le resbaló el pie derecho. El rabino Binder se cubrió los ojos con las manos.
Los bomberos trabajaban rápido. Antes de que Ozzie hubiera recuperado el equilibrio ya sostenían una gran red amarillenta y redonda sobre el césped de la sinagoga. Los bomberos que la aguantaban miraron a Ozzie con expresión severa, insensible.
Uno de los bomberos volvió la cabeza hacia el rabino BInder.
—¿Qué le pasa al chico? ¿Está loco o algo así?
El rabino Binder se retiró las manos de los ojos, despacio, dolorido, como si fueran esparadrapo. Luego comprobó: nada en la acera, ningún bulto en la red.
—¿Va a saltar o qué? –gritó el bombero.
Con una voz que en nada recordaba a una estatua, el rabino Binder contestó por fin.
—Sí, sí, creo que sí… Ha amenazado con saltar…
¿Amenazar con saltar? Bueno, la razón por la que estaba en el tejado, recordaba Ozzie, era escapar; ni siquiera se le había ocurrido lo de saltar. Solamente había escapado corriendo y la verdad era que en realidad no se había dirigido hacia el tejado, más bien lo habían empujado hasta allí sus perseguidores.
—¿Cómo se llama el chico?
—Freedman –contestó el rabino Binder—. Oscar Freedman.
El bombero miró a Ozzie.
—¿Qué te ocurre, Oscar? ¿Es que quieres saltar?
Ozzie no contestó. Francamente, antes ni lo había pensado.
—Mira, Oscar, si vas a saltar, salta… y si no vas a saltar, no saltes. Pero no nos hagas perder el tiempo, ¿quieres?
Ozzie miró al bombero y luego al rabino Binder. Quería ver al rabino Binder cubriéndose los ojos otra vez.
—Voy a saltar.
Y correteó por el borde del tejado hasta la punta, donde no le esperaba ninguna red más abajo, y batió los brazos a los lados, haciéndolos silbar en el aire y palmeándose los pantalones para acentuar el compás. Empezó a gritar como un motor, “Uiii… uiiii…” y a asomar la mitad superior del cuerpo por el borde del tejado. Los bomberos iban de un lado para otro intentando cubrir el suelo con la red. El rabino Binder le murmuró unas palabras a alguien y se cubrió los ojos. Todo ocurrió muy rápido, entrecortadamente, como en una película muda. La muchedumbre, que había llegado con los coches de los bomberos, emitiò un largo oooh-aaah de fuegos artificiales del Cuatro de julio. Con los nervios nadie le había prestado demasiada atención al gentío salvo, por supuesto, Yakov Blotnik, que contaba cabezas colgando del pomo. “Fier und tsvansik… finf und tsvantsik… Oy, Gut!” No era como con el gato.
El rabino Binder oteó entre los dedos, comprobó la acera y la red. Vacías.Pero allí estaba Ozzie corriendo hasta la otra punta. Los bomberos corrían con él pero no lograban igualarlo. Ozzie podía saltar y aplastarse contra el suelo cuando quisiera y para cuando los bomberos salieran pitando hacia allá, lo único que podrían hacer con la red sería cubrir el revoltijo.
—Uiii… uiiii…
—Eh, Oscar…
Pero Oscar ya había salido hacia la otra punta, blandiendo sus alas con fuerza. El rabino Binder no podía soportarlo más: los bomberos salidos de ninguna parte, el niño suicida gritón, la red. Cayó de rodillas, exhausto, y con las manos recogidas delante del pecho como una pequeña cúpula, rogó:
—Oscar, detente, Oscar. No saltes, Oscar. Baja, por favor… Por favor, no saltes.
Y desde el fondo de la muchedumbre una voz, una voz joven, gritó una única palabra al chico del tejado.
—¡Salta!
Era Itzie. Ozzie dejó de aletear un momento.
—Adelante, Ozz: ¡salta! –Itzie rompió la punta de la estrella y valerosamente, con la inspiración no de un listillo sino de un discípulo, se desmarcó—. ¡Salta, Ozz, salta!
Todavía de rodillas, con las manos aún recogidas, el rabino Binder se retorció hacia atrás. Miró a Itzie y luego, agonizante, otra vez a Ozzie.
—¡Oscar, no saltes! Por favor, no saltes… por favor, por favor…
—¡Salta! –Esta vez no fue Itzie, sino otra punta de la estrella. Para cuando la señora Freedman llegó a su cita de las cuatro y media con el rabino Binder, todo el pequeño cielo patas arriba le gritaba y le rogaba a Oscar que saltara y el rabino Binder ya no le suplicaba que no saltara, sino que lloraba en la cúpula de sus manos.

Como es comprensible, la señora Freedman no lograba imaginar qué hacía su hijo en el tejado. Así que lo preguntó.
—Ozzie, Ozzie mío, ¿qué haces? Ozzie mío, ¿qué ocurre?
Ozzie dejó de gritar y aminoró el aleteo de los brazos hasta una velocidad de crucero, del tipo que los pájaros adoptan con los vientos suaves, pero no contestó. Se quedó de pie contra el cielo bajo, nublado y cada vez más oscuro –ahora la luz chasqueaba rápidamente, como un motor pequeño—, aleteando suavemente y contemplando a aquel pequeño fardo que era su madre.
—¿Qué estás haciendo, Ozzie? –La señora Freedman se volvió hacia el rabino arrodillado y se acercó tanto que entre su estómago y los hombros de BInder sólo quedó una tira de anochecer del grosor de una hoja de papel—. ¿Qué está haciendo mi niño?
El rabino Binder la miró pero también él enmudeció. Lo único que movía era la cúpula de sus manos; la sacudía adelante y atrás como un pulso débil.
—Rabino, ¡bájelo de ahí! Se matará. Bájelo, mi único niño…
—No puedo –dijo el rabino Binder—, no puedo… —Y volvió su hermosa cabeza hacia la muchedumbre de niños detrás de él—. Son ellos. Escúchelos.
Y por primera vez la señora Freedman vio a la muchedumbre de niños y oyó lo que bramaban.
—Lo hace por ellos. A mí no me escuchará. Son ellos. —El rabino Binder hablaba como si estuviera en trance.
—¿Por ellos?
—Sí.
—¿Por qué por ellos?
—Ellos quieren que él…
La señora Freedman alzó ambos brazos como si dirigiera el cielo.
—¡Lo hace por ellos! –Y luego, en un gesto más viejo que las pirámides, más viejo que los profetas y los diluvios, dejó caer los brazos a los lados—. Tengo un mártir. ¡Mire! –Ladeó la cabeza hacia el tejado. Ozzie seguía aleteando suavemente—. Mi mártir.
—Oscar, baja, por favor. –gimió el rabino Binder.
Con una voz sorprendentemente inalterada, la señora Freedman llamó al chico del tejado.
—Ozzie, baja, Ozzie. No seas un mártir, mi niño.
Como si de una letanía se tratara, el rabino Binder repitió sus palabras:
—No seas un mártir, mi niño. No seas un mártir.
—Adelante, Ozz: ¡sé un Martir! –Era Itzie—. Sé un Martir, sé un Martir. Y todas las voces se unieron en el canto por el martinio, fuera lo que fuera—. Sé un Martir, sé un Martir…

Por alguna razón cuando estás en un tejado cuanto más oscurece menos oyes. Ozzie solamente sabía que dos grupos querían dos cosas nuevas: sus amigos se mostraban musicales y enérgicos en su petición; su madre y el rabino salmodiaban monótonamente lo que no querían. La voz del rabino ya no iba acompañada de lágrimas, como la de su madre.
La gran red miraba a Ozzie fijamente como un ojo ciego. El gran cielo encapotado empujaba hacia abajo. Desde abajo parecía una chapa ondulada gris. De repente, al mirar ese cielo indiferente, Ozzie comprendió extrañado lo que esa gente, sus amigos, pedía: querían que saltara, que se matara; lo cantaban: tan felices los hacía. Y había otra cosa más extraña: el rabino Binder estaba de rodillas, temblando. Si había algo que preguntarse ahora no era “¿soy yo?”, sino “¿somos nosotros?... ¿somos nosotros?”
Resultó que estar en el tejado era cosa seria. Si saltaba, ¿se convertirían los cantos en baile? ¿Lo harían? ¿Con qué acabaría el salto? Ansiosamente Ozzie deseó poder rajar el cielo, hundir en él las manos y sacar al sol; y el sol, como una moneda, llevaría impreso saltar o no saltar.
Las rodillas de Ozzie se balanceaban y doblaban como si le estuvieran preparando para zambullirse. Se le tensaron los brazos, rígidos, congelados, desde los hombros hasta la punta de los dedos. Sintió como si cada parte de su cuerpo fuera a votar si debía matarse o no… como si cada parte fuera independiente de él.
La luz dio un chasquido inesperado y la nueva oscuridad, como una mordaza, acalló el canto de los amigos por un lado y la letanía de la madre y el rabino por el otro.
Ozzie paró de contar votos, y con una voz curiosamente aguda, como la de alguien que no estuviera listo para pronunciar un discurso, habló.
—¿Mamá?
—Sí, Oscar.
—Mamá, arrodíllate, como el rabino Binder.
—Oscar…
—Arrodíllate —le dijo— o salto.
Ozzie oyó un quejido,
luego un ruido rápido de ropas, y cuando miró abajo hacia donde estaba su madre vio la coronilla de una cabeza y un círculo de vestido por debajo. Estaba arrodillada junto al rabino Binder.
Ozzie habló de nuevo.
—¡Todo el mundo de rodillas!
Se oyó a todo el mundo arrodillarse.
Ozzie miró alrededor. Con una mano señaló hacia la entrada de la sinagoga.
—¡Haced que se arrodille!
Siguió un ruido, no de gente arrodillándose, sino de miembros y ropa estirándose. Ozzie oyó al rabino Binder susurrar con brusquedad “…o se matará” y cuando volvió a mirar, Yakov Blotnik había soltado el pomo de la puerta y por primera vez en su vida estaba de rodillas en la postura gentil para orar.
En cuanto a los bomberos… no es tan difícil como cabría imaginar sostener una red de rodillas.
Ozzie volvió a mirar alrededor; y luego llamó al rabino Binder.
—¿Rabino?
—Sí, Oscar.
—¿Cree en Dios, rabino Binder?
—Sí.
—¿Cree que Dios puede hacer cualquier cosa? –Ozzie asomó la cabeza en la oscuridad—. ¿Cualquier cosa?
—Oscar, yo creo que…
—Dígame que cree que Dios puede hacer cualquier cosa.
Siguió un segundo de duda. Luego:
—Dios puede hacer cualquier cosa.
—Dígame que Dios puede hacer un niño sin que haya relaciones sexuales.
—Puede.
—¡Que me lo diga!
—Dios —admitió el rabino Binder— puede hacer un niño sin que haya relaciones sexuales.
—Haga que lo diga él. —No cabía duda sobre quién era él.
Pasado un momento, Ozzie oyó una cómica voz de viejo decirle algo a la oscuridad creciente acerca de Dios.
A continuación Ozzie hizo que todos lo dijeran. Y luego les hizo decir que creían en Jesucristo: primero uno por uno y luego todos juntos.
Cuando acabó la catequesis caía la noche. Desde la calle pareció que el chico del tejado suspiraba.
—¿Ozzie? —se atrevió a decir una voz femenina—. ¿Ahora bajarás?
No hubo respuesta, pero la mujer esperó, y cuando por fin una voz contestó se oyó débil y llorosa, cansada como la de un viejo que acabara de tañer las campanas.
—Mamá, ¿no lo comprendes? No deberías pegarme. Él tampoco debería pegarme. No deberías pegarme por Dios, mamá. No deberías pegarle a nadie por Dios…
—Ozzie, por favor, baja.
—Prométemelo, prométeme que no le pegarás nunca a nadie por Dios.
Sólo se lo había pedido a su madre pero, por alguna razón, todos los que estaban arrodillados en la calle prometieron que nunca le pegarían a nadie por Dios.
Una vez más, se hizo el silencio.
—Ahora puedo bajar, mamá —dijo por fin el chico del tejado. Miró a ambos lados como si comprobara los semáforos de la calle—. Ahora puedo bajar…
Y lo hizo, justo en el centro de la red amarilla que brillaba en el filo de la noche como una aureola demasiado grande.

domingo, 10 de mayo de 2020

‘Exhortación a los médicos de la peste’ Albert Camus




Si la peste es contagiosa, los buenos autores lo ignoran. Sin embargo tienen la sospecha. Por eso ellos, señores, son de la opinión de abrir las ventanas de la habitación en la que visitas al enfermo. Hay que recordar simplemente que la peste puede estar también en las calles e infectarte, de cualquier manera en que estén las ventanas, sean abiertas o no.
Los mismos autores aconsejan también llevar una máscara con lentes, y situar sobre tu nariz una toallita empapada en vinagre. Igualmente, llevar contigo una bolsita con las esencias recomendadas en la bibliografía; toronjil, orégano, menta, salvia, romero, azahar, albahaca, tomillo, lavanda, laurel, corteza de limón y piel de membrillo. Además, sería deseable estar completamente vestidos de hule. Pero todas estas recomendaciones suelen variar, pues no existe punto de acuerdo sobre las condiciones en las que los buenos y malos autores coincidan. La primera es que no debes tomar el pulso de un enfermo sin antes haberte empapado los dedos en vinagre. Podrás imaginar el porqué. Aunque tal vez lo mejor sería abstenerse sobre este punto; ya que, si el enfermo tiene la peste, esta ceremonia no se la quitará y si está ileso, él no habría de llamarte. En tiempos de epidemia, cada uno cuida su propio hígado para protegerse de cualquier error.
La segunda condición es que no te pares jamás frente al enfermo, para no estar en la dirección de su aliento. Así mismo, si abres la ventana, debido a la incertidumbre sobre la utilidad de este proceso, sería bueno no ponerse en la dirección del viento, que puede traerte al mismo tiempo la respiración del apestado.
Tampoco visites al paciente cuando estés en ayunas, no lo resistirás. Ni comas demasiado, pues vomitarás. Y si a pesar de todas estas precauciones algo de veneno llega a tu boca, no hay más remedio salvo que no tragues saliva durante todo el tiempo de tu visita. Esta condición es la más difícil de respetar.
Cuando de alguna manera hayas acatado todo esto, no lo deberás abandonar, pues existen otras condiciones muy necesarias para la preservación de tu cuerpo, aunque más bien son tocantes a las disposiciones del alma. «Ningún individuo—dijo alguna vez un viejo autor— se puede permitir tocar nada contaminado en un país en el que reina la peste». Esto está bien dicho. Y no existe lugar en nosotros que no debamos purificar, ni siquiera en lo secreto de nuestros corazones, para poner al fin de nuestra parte las pocas posibilidades que nos quedan. Esto es verdadero sobre todo para ustedes, médicos, que están lo más cerca posible de la enfermedad y que parecen más sospechosos. Es por eso, entonces, que deben convertirse en persona ejemplar.
Lo primero es que no tengas miedo jamás. Hemos visto a las gentes hacer muy bien su trabajo de soldados mientras temen al cañón, pero la bala mata igualmente a los que tiemblan y a los valientes. Existe el azar en la guerra, mientras que existe muy poco en la peste. El miedo mancha la sangre y calienta el humor, todos los libros lo dicen. Es entonces cuando está lista para recibir los efectos de la enfermedad. Y para que el cuerpo
triunfe sobre la infección, hace falta que el alma sea vigorosa. Sin embargo, no existe peor temor que un final temprano, el dolor es pasajero. Por lo tanto, doctores de la peste, deben fortalecerse contra la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste prepara para ustedes. Si resultan vencedores sobre este punto, lo serán en todos y les veremos sonreír en medio del terror. La conclusión, es que hace falta una filosofía.
Tendrán también que ser sobrios sobre todas las cosas, lo que no quiere decir que deban ser castos, que sería otro exceso. Cultiven la alegría razonable, a fin que no arribe la tristeza ni corrompa el licor de la sangre y la prepare para su descomposición. No hay nada mejor que usar el vino en cantidades estimables para hacer un poco más soportable el aire de consternación, que vendrá de la ciudad en peste.
De una manera general, guarda la mesura, que es el principal enemigo de la peste y el principio natural del hombre. Némesis no es, como dicen en las escuelas, la deidad de la venganza, sino de la mesura. Y sus golpes terribles solo llegan a los hombres que se han lanzado al desorden y al desequilibrio. La peste viene del exceso; ella es el exceso mismo y no conoce límite. Conócelo, si quieres combatir desde la clarividencia. No le des la razón a Tucídides, cuando hablaba de la peste en Atenas y afirmaba que los médicos no eran de ninguna ayuda, porque desde el principio atacaban el mal sin conocerlo. La plaga ama el secreto de la cueva. Lleva tú la luz de la inteligencia y de la equidad. Esto será más fácil, ya lo verás, que no tragar saliva.
En fin, ustedes deberán convertirse en maestros de sí mismos. Y, por ejemplo, saber respetar la ley que se ha elegido, como la del bloqueo y la cuarentena. Un historiógrafo de Provenza dijo una vez que en el pasado, cuando uno de los confinados escapó, le hicieron romperse la cabeza. Tú no quieres eso; así que no olvidarás, no más, el interés general. No harás excepción a estas reglas durante todo el tiempo que sean útiles, aunque tu corazón te obligue. Se pide de ti que olvides un poco de lo que eres sin jamás olvidar, sin embargo, que a tí mismo te debes. Esta es la regla de un honor tranquilo.



Dotados de estas virtudes y estos remedios, no quedará más que rechazar la fatiga y mantener clara la imaginación. No deberás, no deberás jamás, acostumbrarte a ver morir  a los hombres como mueren las moscas, como lo han hecho hoy en nuestras calles, como lo han hecho siempre desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarás de estar consternado por estas gargantas negras que destilan sudoración sanguinolenta y tos ronca, con babas raras y menudas, color de azafrán y saladas, de las que hablaba Tucídides. No entrarás jamás en la familiaridad de los cadáveres, de los que incluso las aves rapaces se alejan para huir de la infección. Y seguirás en rebelión contra esa terrible confusión, en la que los que rechazan ayudar a otros perecen en la desolación mientras que aquellos, los que se dedican a hacerlo, mueren en hacinamiento; donde la dicha no tiene sanción natural ni amerita su orden, donde bailan al borde de la tumba, donde el amante rechaza a la amante para no contagiar su mal, donde el peso del crimen no es llevado jamás por el criminal sino por el emisario animal que ha sido elegido en la locura temporal de una hora de terror.
El alma tranquila sigue siendo la más firme. Serás firme frente a esta extraña tiranía. No servirás a esta religión tan vieja como los cultos más antiguos. Ella asesinó a Pericles, que no quería otra gloria que no haber hecho sufrir a ningún ciudadano; y ella no se detuvo con esta muerte ilustre, hasta que vino a caer sobre nuestra inocente ciudad, a diezmar a los hombres y exigir su ofrenda ritual de infantes. Aunque esta religión nos caiga del cielo, habrá que decir que el cielo es injusto. Si llegas a eso, no lo harás, sin embargo, enorgulleciéndote ni un poco de ello. Al contrario, volverás a pensar una y otra vez sobre tu ignorancia, para asegurarte de guardar la mesura, la única que domina a la plaga.
Lo que queda de esto es que nada es fácil. A pesar de tus máscaras, tus bolsitas, el vinagre y el hule, a pesar de la serenidad de tu coraje y tu esfuerzo firme, un día vendrá en el que no podrás soportar esta ciudad de almas agonizantes, esta muchedumbre que camina en círculos por las calles ardientes y polvorientas, estos gritos, estas alarmas sin porvenir. Un día vendrá en el que querrás gritar tu disgusto y repugnancia por el dolor y el miedo de todos. Ese día no habrá remedio que pueda decirte, sino la compasión que es la hermana de la ignorancia.


Traducción: Eduardo R. Blanco.

LOS CUADERNOS DE LA PLÉYADE, 1947; OBRAS COMPLETAS, II,
GALLIMARD, 2006 («BIBLIOTHÈQUE DE LA PLÉIADE»)