domingo, 11 de agosto de 2013

Dylan Thomas (Swansea, Gales, 1914 – Nueva York, 1953)


Notas sobre el arte de la poesia


Les confieso que en un principio quise escribir poesía porque me había enamorado de las palabras. La poesía para niños fue la primera que conocí y aún antes de ser capaz de leer solo una línea me enamoré de las palabras, de las palabras en sí mismas. Lo que representan, su simbología o significado real, era secundario para mí. Lo que contaba era la música, el sonido con que las había recibido de los labios de los remotos e incomprensibles adultos que, por alguna razón, aparecían en mi mundo.

Aquellas palabras fueron para mí como podrían ser para quien, sordo de nacimiento, recuperase milagrosamente el sentido auditivo; el sonar de las campanas, el lenguaje de los instrumentos, el rumor del viento, de la lluvia, el tintineo de los tarros del carro del lechero, los suspiros de los ramos en las macetas de las ventanas. No me importaba su significado; ni siquiera aquellas que pudieran salvar a Jack y Hill o a Mama Oca. Me golpeaba la forma del sonido que aquellos nombres y las palabras que describían sus acciones producían en mis orejas: el color que las palabras creaban ante mis ojos. Acepto que, al volver atrás con el pensamiento rememoro románticamente mi reacción frente a la simple belleza de loe “términos” de aquellas ingenuas poesías. Me enamoré a primera vista. Y estoy todavía a merced de las palabras.

Cuando comencé a leer poesía infantil yo solo y, más adelante, todo tipo de versos, comprendí que había descubierto la cosa más importante del mundo para mí. Estaban ahí, aparentemente muertas, hechas sólo de negro y blanco; pero fuera de eso, fuera de su ser, mutaban en amores y temores; y piedad y dolor y maravilla y todas las otras sensaciones que hacen peligrosa, grande y soportable nuestra efímera vida.

Y aunque el significado de las palabras fuese divertido, mucho más divertidas me parecían entonces las formas, las dimensiones; el rumor de las palabras. Cómo se juntaban, rozaban, intercambiaban y co-engranaban. Era el tiempo de la inocencia. Las palabras eran como la primavera, frescas como un rugido en el paraíso, como si volasen en el viento. Hacían sus asociaciones autónomamente mientras explotaban y brillaban. Me golpearon profundamente los versos de John Donne; “Ve a buscar una estrella candente, una raíz de mandrágora”, a pesar de que no alcancé a entenderlo la primera vez que lo leí. A medida que adentraba en la lectura –y no sólo de poesías- mi amor por la vida real de las palabras fue aumentando ya que comprendí que debía vivir con ellas y en ellas para siempre.
No me gusta escribir sobre las palabras: sólo encuentro las peores. Me gusta usar las palabras como el artesano la madera o la piedra: tallarlas; modelarlas, pulirlas hasta lograr el modelo capaz de imprimir impulsos líricos, dudas o convicciones, verdades vagamente percibidas que debo tratar de entender y realizar.

Los escritores que influyeron mi primera poesía y mis cuentos fueron, simple y sinceramente, todos. Todos los que leía en ese tiempo. Y, como pueden ver, van de los escritores de aventuras para niños hasta maestros incomparables e inimitables como Blake. Esto quiere decir que uno se influye tanto de los buenos como de los malos escritores Yo traté de eliminar las malas influencias, poco a poco, eco a eco, a través de tentativas y errores, alegrías, tristezas y dudas, de tanto amar las palabras y odiar aquellas pesadas manos que las humillaban.

Lo primero que me hizo amar el lenguaje y me decidió a trabajar en eso y para eso fue esa gran mezcla de poesía infantil, cuentos de hadas, baladas escocesas, la Biblia, los cantos de la inocencia de Blake y de su incomprensible absurdidad mágica; oído, leído y casi asesinado en la escuela.

Ningún escritor honesto, puede hoy negar la influencia del trabajo pionero de Freíd en el campo del inconsciente y sus aportes a la labor científica, filosófica y artística de sus contemporáneos, aunque no necesariamente a través de su obra.

En cuanto al uso deliberado de las rimas, ritmos y palabras nuevas contesto que si. Soy un consciente y serio creador de palabras, aun cuando el resultado pueda ser vano y yo use de modo equivocado mis dotes técnicas. Me sirvo de cualquier cosa para que mi poesía crezca y se mueva en la dirección que yo deseo: viejos trucos, nuevos trucos, juegos de palabras, calembours, paradojas, alusiones, asonanzas, vocalismos, ritmos rotos. Cualquier esquema lingüístico existe porque se ha usado. El poeta debe divertirse alguna vez y el movimiento y retorcimiento de las palabras, las invenciones y los juegos, forman todos parte de la alegría que también pertenece a este trabajo doloroso y esforzado.

Quieren saber si mi combinación de palabras en la búsqueda de algo nuevo, “a la manera surrealista”, se basa en una fórmula determinada o espontánea. Creo que hay una confusión; porque la fórmula preestablecida del surrealismo era la yuxtaposición de lo de lo impremeditado. A ver si lo aclaro. Los surrealistas querían adentrarse en el subconsciente, en aquello que existe bajo la capa del consciente, y apresar sus imágenes sin la ayuda de la lógica, de la razón, trasladándola, sin lógica ni razón, a la pintura o literatura.

Afirmaban que, estando sumergidas las tres cuartas partes del espíritu, era deber del artista buscar material en la inmensa masa sumergida que, como la punta de un iceberg, emerge del mar del subconsciente. Los surrealistas gustaban relacionar en la poesía palabras e imágenes que no tuvieran conexiones racionales y esperaban lograr así un tipo de poesía del sueño que estuviera más cerca del mundo de la imaginación que la poesía concreta en que se apoya en los objetos, ideas, imágenes. Reducido, éste era el credo surrealista, con el cual estoy en profundo desacuerdo. No me interesa de donde pudieran venir las imágenes de la poesía; que las saquen, si quieren, del vasto mar del misterio, pero, antes de llegar al papel deberán pasar todos los procesos racionales del intelecto. Por otra parte, los surrealistas metían ahí las palabras tal cual emergían del caos; no las modelaban ni las ordenaban porque para ellos el mismo caos es forma y orden. Ellos pensaban que cada cosa salida de sus subconscientes y transformada en pintura o palabras debía ser absolutamente válida e interesante. Uno de los predicamentos del poeta consiste en hacer comprensible y claro todo lo que rastrea en su interior. El intelectual debe seleccionar en la masa amorfa de las imágenes del subconsciente aquello que mejor favorece su soplo imaginativo.

¿Cuál es mi definición de la poesía? Yo no leo más que por puro placer personal. Y si la encuentro todo lo que puedo decir es: ¡Eso!, y la leo porque me gusta. Lean, entonces, la poesía porque les gusta. Sin preocuparse si es importante o si durará. Después de todo ¿qué importa saber qué es la poesía? Si quieren una definición, aquí va: “La poesía es aquello que me hace reír, o llorar, o arrepentirme, que hace relucir la uñas de mis pies, que me hace esto, o aquello, o nada”, y así es.

La verdadera importancia de la poesía reside en el placer que procura, aun cuando es trágica. Lo que cuenta es el eterno movimiento que existe dentro de ella; la vasta corriente subterránea de dolor, ternura, exaltación, o ignorancia humana que se encuentra hasta en poemas no profundos.

Yo puedo examinar una poesía y ver qué cosa la hace vivir técnicamente. Pero nada tiene eso que ver con el misterio que ha llegado a conmoverme. El mayor creador deja siempre huecos en su trabajo poético, de modo que aquello que no se encuentra en la poesía pueda resplandecer en uno.

El placer y la función de la poesía están hoy, como en el pasado, en la celebración del hombre que es la única celebración de Dios.


Traduccion de Pedro J. Albertelli , de la Revista Sur Numero 283 , Buenos Aires)

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