sábado, 11 de enero de 2025

Extracto de "El asesinato del sábado por la mañana" de Batya Gur





“Cuando el timbre de la puerta sonó, exactamente a las cuatro en punto, Shaul, el agente de Investigación Criminal, y el inspector jefe Ohayon estaban listos. Dina Silver se presentó con un vestido rojo, el vestido con el que Michael la había visto la primera vez. Tenía el semblante pálido, y un mechón de pelo, con brillos negro azulados le caía sobre los ojos. Con un grácil ademán se lo apartó de la cara y preguntó sonriente si debía tumbarse en el diván. El psicoanalista señaló el sillón. Dina Silver tomó asiento y cruzó las piernas de lado, como una modelo de revista. Sus anchos tobillos conferían un aire levemente grotesco a esa pose. Michael volvió a reparar en las muñecas anchas, los dedos cortos, las uñas mordidas que, paradójicamente, le daban a sus manos un extraño aspecto predatorio en aquel momento. Al principio se produjo un silencio. La visitante rebulló en su asiento y después abrió la boca para decir algo y la cerró sin haberlo dicho. Desde su escondite, Michael sólo alcanzaba a ver la cara de Hildesheimer de perfil; oyó que le preguntaba a Dina Silver cómo se sentía, a lo que ella respondió: –Muy bien. Vuelvo a estar bastante bien –habló con voz queda y suave, pronunciando todas las sílabas claramente. –Hace poco quería hablar conmigo –dijo el anciano–. Creo que tenía algún 238 problema. Una vez más, Dina Silver se retiró el pelo de la frente, cruzó las piernas y, al fin, dijo: –Sí. En aquel momento lo tenía. Fue justo después de la muerte de la doctora Neidorf. Pero no lo he llamado porque después me puse enferma. Pensaba ponerme en contacto con usted al recuperarme, pero ahora ya no tengo tanta premura. Quería usted verme. ¿Hay alguna novedad? –¿Alguna novedad? –repitió el anciano. –Pensé que quizá había ocurrido algo y... –Dina Silver cambió de postura. Hildesheimer esperó pacientemente. Su visitante no se atrevía a preguntarle directamente qué quería y sólo su cuerpo delataba la tensión que sentía, sobre todo por la forma de mover las piernas, que volvió a descruzar y a cruzar una vez más–. Pensé –dijo con mayor firmeza– que era algo relacionado con mi presentación; que habrían estado comentándola. Que quería exponerme alguna crítica. –¿Por qué creía que la íbamos a criticar? ¿No quedó satisfecha con lo que escribió en la presentación? Dina Silver esbozó una sonrisa, un rictus que a Michael ya le resultaba familiar, y explicó: –No se trata de lo que yo piense o escriba. Ustedes tienen sus propias exigencias, y en eso mi opinión no cuenta nada. La mano del anciano se elevó en el aire y volvió a caer sobre el brazo del sillón mientras decía: –No. Quería verla para comentar su encuentro con la doctora Neidorf. –¿Qué encuentro? –preguntó Dina Silver, y apretó los puños. –En primer lugar el encuentro que tuvieron antes de que se marchara al extranjero, en el que se produjo la confrontación –dijo Hildesheimer como si estuviera refiriéndose a un hecho evidente e incuestionable, conocido para los dos. –¿Confrontación? –repitió Dina Silver como si no entendiera el significado de la palabra. Hildesheimer no dijo nada –¿Le habló de nuestra confrontación? –preguntó la psicoanalista, y sus manos resbalaron sobre el fino tejido de lana de su vestido. Hildesheimer continuó sin decir nada. –¿Qué le contó? –preguntó de nuevo, y el anciano persistió en su silencio. La pregunta se repitió dos veces más, y entre ambas, Dina Silver trató de buscar una postura más cómoda y las manos empezaron a temblarle. Alzó el tono de voz para replantear la pregunta–: ¿Se refiere a nuestra cita previa al viaje? Me dijo que era algo que quedaría entre nosotras, que no se lo iba a contar a nadie. Hildesheimer se mantuvo callado. –Bueno, es verdad que me criticó, pero sobre un asunto personal y muy 239 concreto, nada importante. Hildesheimer no se dirigió a ella por su nombre ni una sola vez, según advirtió Michael. Sin cambiar de postura, le espetó en tono gélido: –¿Qué es para usted un asunto personal? ¿Seducir a un paciente? ¿Considera que eso es un asunto personal? Dina Silver se puso rígida y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en su rostro mientras decía: –Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo. Hildesheimer guardó silencio. –Creo –prosiguió Dina Silver al ver que no le iba a responder– que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo desempeñaba..., lo comentábamos muchas veces..., la manipulaba para colocarla en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones. Michael se moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo: –Elisha Naveh murió anoche. La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle. Sin darle la oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó: –Murió por culpa suya. Usted podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y renunciando a las gratificaciones inmediatas –Dina Silver inclinó la cabeza y rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir–: Usted sabía que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted. –¡Pero si ni siquiera me menciona! –pronunció la frase en un alarido. Después guardó silencio y empalideció. Michael temió que se desmayara y que todo se echara a perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía: –No quiero que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le 240 pidió que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro... Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted? ¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple como una llamada telefónica? –¿Lo llamó antes de verme? –dijo Dina Silver con voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie. Hildesheimer no cambió de postura. No movió ni un músculo mientras ella le decía: –No tiene ninguna prueba, sólo lo sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio. Dina Silver estaba muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael entró en la habitación y dijo: –Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y en abundancia. Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y, como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano. Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas mordidas de su presa”

–Y ahora –dijo Shaul después de verificar la grabación y de recoger el equipo– podemos ponernos a trabajar de verdad –tenía en las manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo–. Creo –puntualizó, y, ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo. Hildesheimer estaba sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento. Michael se sentó frente a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó de su boca fue: –Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a propósito de Giora  Biham, que los argentinos son diferentes?


lunes, 30 de diciembre de 2024

Gabriel Garcia Marquez " Cien años de soledad" extracto





" En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.

Para  Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.

-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.

Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos.

Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella.

Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero.

Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación."

martes, 17 de diciembre de 2024

Verónica Zondek (Santiago de Chile, 1953)

 


Adan y Eva

 

Un jardín perfecto es también una jaula.
Observen como la luz se posa sobre el rocío
y como el rocío ilumina la arboleda.
Observen como la sombra es manantial para el descanso
y como fluyen en melodía los riachuelos.
Observen como deambulan sin rumbo esos seres
y como al alcance de la mano recogen el alimento.
Escuchen
escuchen el trino celestial de los alados
y el  suave ronroneo de las  grandes bestias.
Escuchen
palpen el siseo de la serpiente
y observen su caminar seguro por los senderos.
Bestia y hombre uno solo.
Los ojos lánguidos y desenfocados
las colas arrastrándose por el suelo
la boca caída
las manos inertes
el sexo entero a la vista desinteresada.

 

El tiempo no existe
no corre
no corroe.
El espacio no existe
está encantado
inmóvil
esclavo de su perfección.

Veamos.
Hay una manzana
mas no es la que yo conocí.
Está herida de muerte
y sangra perlas de sudor.
Debo saber su corazón
tocar su piel reluciente con mis palmas.
Quiero
quiero mojar mi boca con su jugo
y bañar mis labios con su aroma enloquecedor.
Cierro los ojos.
El goce es perfecto.
Abro los ojos.
El pudor me envuelve.
Siento un leve cosquilleo
un  sube y baja por mi vientre
la mirada de él viéndome
recorriendo mi torso
y esa bicha que mira
como anotándolo todo
como diciendo algo.
-Gozo-
-sé que gozo-
-sé-
qué palabra
-conozco.
Tengo miedo- digo
qué hemos hecho.
Sabemos- dijo
-sabemos-
y calló.

 

Caminemos - dijo.
-Seamos el mundo-.
                                       

 

pertenece al libro  ENTRE LAGARTAS, editorial LOM, Stgo., 1999

 

martes, 10 de diciembre de 2024

SOLOMON IBN GABIROL (Málaga, ca. 1021-Valencia, ca. 1058 )

 



Fíjate en el sol del ocaso, rojo,

como revestido de un velo de púrpura:
va desvelando los costados del norte y el sur,
mientras cubre de escarlata el poniente;
abandona la tierra desnuda
buscando en la sombra de la noche cobijo;
entonces el cielo se oscurece, como si

se cubriera de luto por la muerte de Yequtiel.



domingo, 8 de diciembre de 2024

Ștefan Baciu (29 de octubre de 1918 - 6 de enero de 1993)

 


Yo no canto al Ché

como tampoco he cantado a Stalin;
con el Ché hablé bastante en México,
y en La Habana
me invitó, mordiendo el puro entre los labios,
como se invita a alguien a tomar un trago en la cantina,
a acompañarlo para ver cómo se fusila en el paredón de La Cabaña.
Yo no canto al Ché,
como tampoco he cantado a Stalin;
que lo canten Neruda, Guillén y Cortázar,
ellos cantan al Ché (los cantores de Stalin),

yo canto a los jóvenes de Checoslovaquia.


creo que fue escrito en español por el propio autor

Abrasha Rotenberg ( (Teofípol, óblast de Jmelnitski, Ucrania,1926)

 




La diversidad en el judaísmo ofrece un espacio fértil para la reflexión crítica, donde la objetividad se convierte no solo en un ejercicio necesario, sino en un puente hacia el equilibrio entre los extremos. Este proceso nos permite vivir nuestra identidad de manera más coherente y auténtica, alineando nuestras raíces culturales con la realidad contemporánea, sin perder de vista la esencia de lo que somos


sábado, 26 de octubre de 2024

La vegetariana (en alfabeto hangul: 채식주의자, Chaesikjuuija) es una novela surcoreana escrita por Han Kang

 



Así empieza

Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni lentos, ni enérgicos ni débiles. Si me casé con ella fue porque, así como no parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más mínimo cuando estaba con ella. Nunca he pretendido más de lo que creo merecer. Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.