miércoles, 8 de noviembre de 2017

Doris Lessing ( 1919 Kermanshah, Irán - 2013, Londres)








Especialmente los gatos


Me mudé a una casa en pleno territorio gatuno. Es un barrio de casas viejas con angostos jardines tapiados. Por nuestras ventanas traseras se divisan una docena de tapias en una dirección y otra docena de tapias en dirección contraria, de todos los tamaños y alturas. Árboles, hierba, arbustos. Hay un pequeño teatro con tejados a distintas alturas. Aquí los gatos están en su elemento. Siempre se les ve sobre las tapias, los tejados y en los jardines, llevando una complicada existencia secreta, como las vidas de los chavales de barrio, regidas por unas normas particulares e inimaginables que los adultos nunca aciertan a descubrir.
Sabía que acabaríamos teniendo un gato en casa. Tal como se sabe que si tu casa es demasiado grande al final llegará alguien a instalarse en ella, hay ciertas casas que no se conciben sin un gato. Durante algún tiempo espanté a diversos gatos que se acercaban a husmear, queriendo averiguar qué tipo de sitio era aquél.
Durante todo el espantoso invierno de 1962, un viejo macho blanco y negro estuvo paseándose por el jardín y el tejado que cubría el porche trasero. Se sentaba sobre la nieve medio derretida del tejado; iba de aquí para allá sobre la tierra helada; cuando abríamos la puerta trasera apenas un instante, lo encontrábamos plantado delante, mirando hacia el cálido interior. Era francamente feo, con un parche blanco sobre un ojo, una oreja desgarrada y la boca siempre medio abierta con la mandíbula caída. Pero no era un gato callejero. Tenía un buen hogar en esa misma calle y nadie parecía entender por qué no se quedaba allí.
Aquel invierno tuve ocasión de instruirme más sobre las asombrosas penalidades a las que se someten voluntariamente los ingleses.
Las casas de ese barrio londinense son en su mayoría de protección oficial y, al cabo de sólo una semana de frío, las cañerías se habían helado y habían reventado, dejando cortado el suministro. Nada se hizo por remediar la situación. Las autoridades abrieron una boca de riego en una esquina y durante varias semanas mis vecinas se dirigían allí provistas de jarras y latas, recorriendo en zapatillas las aceras cubiertas de fango helado para coger agua. Calzaban zapatillas para que no se les enfriasen los pies. En ningún momento se retiró el fango ni el hielo de las aceras. Las mujeres abrían el grifo, que se estropeó unas cuantas veces, y comentaban que llevaban una semana, dos... y hasta tres, cuatro y cinco semanas sin más agua caliente que la que hervían en la cocina. Como es natural, no había ni que pensar en darse un baño caliente. Cuando les preguntabas por qué no se quejaban, dado que, al fin y al cabo, estaban pagando un alquiler y también pagaban por el suministro de agua fría y caliente, respondían que el ayuntamiento ya estaba al tanto de la situación de las cañerías pero no había hecho nada al respecto. El ayuntamiento había señalado que estaban atravesando una racha de frío; y ellas convenían en que era un diagnóstico acertado. Hablaban con voz lúgubre, pero se sentían plenamente realizadas, tal como se siente esta nación cuando sufre las consecuencias de un cataclismo que podría haberse evitado con suma facilidad.
Un anciano, una mujer de mediana edad y un niño pequeño pasaron los días de aquel invierno en la tienda de la esquina. Allí las cámaras frigoríficas creaban un ambiente más gélido que el impuesto por los rigores de una temperatura inferior a los cero grados; la puerta estaba siempre abierta sobre la nieve acumulada en la calle. No había calefacción de ningún tipo. El anciano sufrió un ataque de pleuresía y estuvo hospitalizado un par de meses. Cada vez más debilitado, hubo de vender la tienda la primavera siguiente. El niño pasaba el día llorando de frío acurrucado sobre el suelo de 
cemento y recibía bofetones de su madre, quien, ataviada con un vestido de lana ligero, calcetines de hombre y un jersey fino, atendía desde detrás del mostrador comentando la horrible situación mientras las lágrimas y los mocos resbalaban por su rostro y los dedos se le cubrían de sabañones. Nuestro anciano vecino, que trabajaba de recadero en el mercado, resbaló en el hielo a la entrada de su casa, se lesionó la espalda y pasó varias semanas viviendo del subsidio de desempleo. En aquella casa con nueve o diez habitantes, incluidos dos niños, el único sistema para combatir el frío era una estufa con una sola resistencia eléctrica. Tres de ellos acabaron hospitalizados, uno con neumonía.

Entretanto las tuberías seguían reventadas y envueltas en melladas estalactitas, las aceras continuaban siendo pistas de patinaje, y las autoridades persistían en no hacer nada. Como es lógico, en los barrios de clase media la nieve se retiraba de las calles en cuanto caía y las autoridades atendían a los enardecidos ciudadanos que reclamaban sus derechos y amenazaban con demandar al ayuntamiento. En nuestro barrio, la gente sufrió los efectos de las nevadas hasta la llegada de la primavera.
Rodeados de seres humanos tan afectados por las inclemencias del invierno como los cavernícolas de hace diez mil años, las peculiaridades de un viejo gato que escogió un tejado helado para pasar la noche quedaron relegadas a un segundo plano.
Mediado aquel invierno, a unos amigos nuestros les ofrecieron una gatita. Era de una pareja amiga suya cuya gata siamesa se había quedado preñada de un gato callejero, unión de la que nacieron unos híbridos retoños que estaban regalando. El piso de nuestros amigos es minúsculo y ambos trabajan de sol a sol; pero se quedaron prendados de la gatita nada más verla. Durante el primer fin de semana la alimentaron a base de sopa de langosta de lata y de mousse de pollo, y sus noches de pareja muy bien avenida se vieron turbadas por el animalillo, que sólo podía dormir bajo la barbilla de H., el hombre, o al menos pegada a su cuerpo. S., la mujer, nos comunicó por teléfono que la minina le estaba arrebatando el afecto de su marido, tal y como le ocurre a la esposa del cuento de Colette. En lunes se fueron a trabajar dejando a la gatita en casa y, al regresar, la encontraron triste y llorosa después de haber pasado todo el día sola. Nos amenazaron con traérnosla. Y cumplieron su amenaza.
La gatita tenía seis semanas y era un animalito de cuento, encantador y delicado, cuyos genes siameses se revelaban en la forma de la cabeza, las orejas y el rabo, así como en su fina constitución. Tenía el lomo atigrado: por arriba y por detrás sólo se veían sus hermosas rayas grises y de color crema. Pero por delante y por abajo su pelaje era típicamente siamés, de un color dorado ahumado, ocre siamés, con franjas negras discontinuas en el cuello. Sus facciones estaban perfiladas en negro: finos anillos oscuros alrededor de los ojos, vistosas vetas oscuras en las mejillas, un morrito ocre y con la punta rosa rodeada de negro. Vista de frente cuando se sentó con las delgadas patas estiradas, era una criatura bella y exótica. Había tomado asiento en medio de nuestra alfombra amarilla, rodeada por cinco adoradores que no le inspiraban el menor miedo. Después echó a andar majestuosamente por el piso de arriba, lo inspeccionó centímetro a centímetro, se subió a mi cama, se deslizó bajo un pliegue de la sábana y allí se acomodó, sintiéndose en casa.
S. se marchó con H. diciendo:
—Os la hemos dejado muy a tiempo; habría terminado por perder a mi marido.
Y él se marchó refunfuñando y asegurando que no había sensación más exquisita que ser despertado por el delicado tacto de una lengüecita rosa en la cara.
La gatita bajó dando tumbos por los escalones, cada uno de los cuales doblaba su altura: primero las patas delanteras y luego, plof, las traseras; las delanteras y, plof, las traseras. Inspeccionó la planta baja, desdeñó la comida de lata que le ofrecimos y exigió a maullidos que le preparásemos un cajón con arena. Rechazó un cajón con serrín, mas

con su melindrosa actitud nos dio a entender que estimaba aceptables los trozos de papel de periódico si no había nada mejor a mano. Y no lo había, dado que la tierra del jardín se había petrificado con el frío.
No estaba dispuesta a tomar comida de gatos enlatada. Por ahí no iba a pasar. Y yo no estaba dispuesta a alimentarla a base de sopa de langosta y pollo. La carne picada de vaca nos permitió llegar a un acuerdo.
Nuestra gata siempre ha sido tan exigente con la comida como un solterón amante de la buena mesa. Y ha ido empeorando con los años. Ya de pequeña demostraba su mal humor, su alegría o sus intenciones de enfurruñarse a través de lo que comía, lo que dejaba de comer y lo que comía a medias. Sus hábitos alimenticios constituyen un elocuente lenguaje.
Pero quizá su problema deriva de que la separaron demasiado pronto de su madre. Si los expertos en gatos me permiten una respetuosa sugerencia, les diría que tal vez se equivocan al afirmar que un gatito puede vivir sin su madre en cuanto cumple seis semanas. Nuestra gata tenía exactamente seis semanas, ni un día más, cuando la apartaron de su madre. Sus remilgos con respecto a la comida se basan en la hostilidad y desconfianza neuróticas que los alimentos inspiran a los niños que malcomen. Nuestra gata sabía que tenía que alimentarse, y se alimentaba, pero nunca ha disfrutado con la comida ni ha comido sólo por el placer de comer. Además comparte otras características con las personas que no han recibido suficiente cariño de sus madres. Ha conservado hasta el día de hoy la costumbre de meterse instintivamente bajo un periódico doblado, en una caja o en una cesta... o en cualquier cosa que le ofrezca abrigo, protección. Es más; es muy susceptible y se siente ofendida y se enfurruña por cualquier motivo. Y es tremendamente cobardica.
Los gatitos que viven con su madre hasta las siete u ocho semanas de edad comen sin problemas y tienen confianza en sí mismos. Pero, como es natural, no resultan tan interesantes.
De pequeña, nuestra gata nunca dormía fuera de una cama. Esperaba a que yo me hubiera acostado y entonces se paseaba por encima de mí, estudiando las posibilidades del terreno. Luego se metía bajo las sábanas y se colocaba a mis pies, o encima de mi hombro, o se deslizaba bajo la almohada. Si me movía demasiado, cambiaba malhumoradamente de sitio, haciéndome sentir su descontento.
Cuando hacía la cama, no le importaba que la dejara dentro; y le gustaba quedarse entre las mantas, formando un bultito visible, a veces durante horas y horas. Si acariciabas el bulto, ronroneaba y maullaba. Pero sólo la necesidad la impulsaba a salir de allí.
El bultito se desplazaba entonces hasta el borde de la cama y, allí, titubeaba un instante. Luego quizá se oyera un maullido desesperado mientras caía al suelo. Herida en su dignidad, se apresuraba a darse unos lametazos mirando airadamente con sus ojos ambarinos a los testigos, y ay de ellos si se les ocurría reírse. Después, consciente de sí misma hasta la punta del último pelo, se dirigía a ocupar el centro de la escena.
Había llegado el momento de comer con muchos remilgos y mohines. O el de utilizar su cajón de arena, todo un espectáculo de finura. O el de componer su ocre pelaje. O bien era el momento de jugar, si es que tenía público, pues de otro modo no le interesaba.
Era arrogante como una chica guapa sabedora de que su belleza es su única virtud; su cuerpo y su rostro en pose constante, siguiendo las indicaciones de un director de escena que parecía llevar dentro; y sus poses le valían como disfraz: no, no, si yo soy así, pechos provocativos, ojos huraños y amenazadores siempre pendientes de la admiración que trataba de despertar.
Tenía la gata esa edad a la que, si hubiera sido una jovencita, habría usado la ropa y el peinado como si fueran armas, segura, eso sí, de que en cualquier momento podía

volver a ser la niña consentida de siempre al cansarse de su nuevo papel; se lucía y se pavoneaba por toda la casa, dejando que la mimasen, y después, fatigada y un tanto irascible, se ocultaba entre las hojas de un periódico o detrás de un almohadón y, desde allí, contemplaba el mundo a salvo.
Su gracia más lograda, a la que recurría sobre todo para que le hicieran caso, era tenderse de espaldas bajo un sofá y, clavando en él las garras, arrastrarse con rápidos y precisos impulsos, deteniéndose para ladear su elegante cabecita y, con los ambarinos ojos entornados, esperar que le llovieran elogios.
«¡Qué gatita tan guapa! ¡Animalito maravilloso! ¡Qué monada!» Entonces pasaba al siguiente número de la representación.
A veces se tumbaba boca arriba sobre una superficie adecuada como la alfombra amarilla o un almohadón azul y comenzaba a rodar sobre sí misma despacio, con las patas dobladas y la cabeza echada hacia atrás, exhibiendo el pecho y la tripa de color canela salpicados de tenues manchas oscuras, como las que adornan el pelaje de los leopardos, de los que parecía una refinada subespecie. «¡Gatita guapa, pero que guapísima eres!» Y estaba dispuesta a continuar rodando y rodando hasta que cesaran las alabanzas.
Otras veces se sentaba en el porche trasero; nunca sobre la mesa, que no tenía ningún adorno; escogía un banquito con tiestos de barro llenos de narcisos y jacintos. Y allí, entre los tallos coronados de flores azules y blancas, posaba hasta que reparaban en ella y la admiraban. Naturalmente, no era sólo nuestra admiración la que buscaba, sino también la del viejo gato reumático que, cual siniestro recordatorio de una vida mucho más dura, se paseaba por el jardín sobre la tierra todavía cubierta de escarcha. El gato divisaba tras los cristales a una hermosa gata adolescente. Al verlo, ella erguía la cabeza hacia un lado y hacia otro; arrancaba con los dientes un trocito de jacinto y lo tiraba al suelo; se lamía el pelaje al desgaire; después, lanzando hacia atrás una mirada insolente, saltaba al suelo y entraba en casa, ocultándose de su vista. Cuando subía por las escaleras en brazos o sobre el hombro de alguien, echaba un vistazo por la ventana y miraba al pobre animal, tan quieto que llegábamos a pensar que debía de haberse quedado tieso de frío. Luego lo veíamos asearse bajo el sol algo más cálido del mediodía y nos tranquilizábamos. Nuestra gata lo observaba a veces desde la ventana; mas para ella la vida aún no tenía más complicaciones que buscar una cama, un almohadón o una persona sobre la que acurrucarse.
Llegó la primavera, la puerta trasera se abrió y, a Dios gracias, la caja de arena se hizo innecesaria porque la gatita tomó posesión del jardín. Ya había cumplido los seis meses y, desde el punto de vista de la naturaleza, se había desarrollado por completo.
Era en aquel entonces un animal precioso, perfecto; aún más hermoso que aquella otra gata que, muchos años atrás, me llevó a jurar que nunca habría quien la igualara. Y, en realidad, seguía sin tener rival, pues la personalidad de aquella gata era puro tacto, delicadeza, cordialidad y elegancia... y por ello, como dicen los cuentos y los refranes, hubo de morir joven.
Nuestra gata, la princesa, era y sigue siendo preciosa, pero, se mire por donde se mire, es un animal egoísta.
Las tapias del jardín se llenaron de gatos. Primero ocupó su puesto el melancólico gato del invierno, rey de los jardines traseros. A continuación, el apuesto gato blanco y negro de los vecinos, que, a juzgar por su aspecto, debía de ser hijo del primero. Llegaron también un macho atigrado cubierto de cicatrices de viejas batallas y otro gris y blanco que nunca descendía de la tapia, tan seguro estaba de que saldría derrotado en cualquier pelea. Y por último un deslumbrante joven semejante a un tigre que despertaba a todas luces la admiración de nuestra gatita. Pero en vano; el viejo rey no había sido derrocado. 
 Pégale un tiro ahora mismo —exclamamos todos—; o al menos enciérralo para darle una oportunidad al joven tigre de los vecinos.

Pero al apuesto gato joven no se le veía por ningún lado.
Continuamos bebiendo vino; el sol seguía brillando; nuestra princesa danzaba, rodaba, subía y bajaba del árbol y, cuando las cosas al fin se pusieron a punto, el viejo rey la montó una y otra vez.
—Aquí el único problema es —apuntó H.— que le saca demasiados años.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó S.—, voy a llevarte a casa ahora mismo. Si te quedas aquí, estoy convencida de que acabarás por hacerle el amor a la gata.
—Ojalá pudiera —dijo H.—. Qué animal tan exquisito, qué criatura tan maravillosa, qué princesa; ese gato no se la merece, me está poniendo enfermo.
Al día siguiente regresó el invierno; el jardín estaba húmedo y frío; la gata gris volvió a sus desdenes y a sus caprichos. Y el viejo rey se tumbó en la tapia del jardín bajo la persistente lluvia inglesa, todavía victorioso, a la espera.
 Cuando la princesa salía a pasear con la cola muy tiesa, aparentando indiferencia hacia todos pero sin quitarle ojo al apuesto y joven tigre, éste saltaba de la tapia para acercarse a ella, pero bastaba que el gato del invierno cambiara de postura sin moverse de sitio para que el joven volviera a ponerse a salvo sobre la tapia. Y así transcurrieron varias semanas.


Entretanto, H. y S. venían a visitar a su perdida mascota. S. comentaba que era terriblemente injusto que la princesa no tuviera libertad de elección; y H. opinaba que las cosas eran tal y como debían ser: toda princesa ha de tener un rey, por muy viejo y feo que sea.
—Tiene tanta dignidad, tanta presencia —decía H.—, y al sobrellevar con nobleza el largo invierno, se ha ganado con creces a la guapa gatita.
Por entonces ya habíamos bautizado al gato feo con el nombre de Mefistófeles, aunque supimos que en su casa lo llamaban Billy. A nuestra gata le habíamos puesto diversos nombres sin que ninguno llegara a cuajar. Melisa y Franny; Marilyn y Safo; Circe, Ayesha y Suzette. Pero al hablar con ella, en nuestras charlas amorosas, maullaba, ronroneaba y arrullaba en respuesta a las sílabas arrastradas de adjetivos como «guaaapa», minina «preciooosa».
Un fin de semana muy caluroso, el único que recuerdo de aquel verano desagradable, la gatita se puso en celo.
H. y S. vinieron a comer con nosotros el domingo. Nos sentamos en el porche trasero a contemplar cómo la naturaleza obraba a su antojo. Sin plegarse a nuestros designios. Ni tampoco a los de nuestra gata.
Hacía ya un par de noches que nuestro jardín era un campo de batalla donde se libraban espeluznantes combates; los gatos aullaban, gritaban y gemían. Y, mientras tanto, sentada a los pies de mi cama, la minina gris escrutaba la oscuridad con las orejas enhiestas, agitadas, e iba comentando los acontecimientos con sutiles movimientos de la punta del rabo.
Aquel domingo sólo Mefistófeles estaba a la vista. La gatita gris se revolcaba con entusiasmo por todo el jardín. Se acercó a nosotros, rodó sobre sí misma alrededor de nuestros pies y los mordisqueó. Trepó a toda velocidad al árbol del fondo del jardín y bajó corriendo al suelo. Se revolcó, gritó, lanzó llamadas, provocó.
—Es la exhibición de lascivia más lamentable que he visto en la vida —dijo S. mirando a H., que continuaba enamorado de nuestra gata.
—Pobre gatita —replicó H.—. Si yo fuera Mefistófeles, no se me ocurriría tratarte tan mal.
—¡Qué asco, H.! —le acusó S.—, nadie me creería si lo contara. Si ya lo decía yo, eres un asqueroso.
—Conque ya lo decías tú, ¿eh? —repitió H., acariciando a la extática gata.
Era un día muy caluroso, bebimos mucho vino durante la comida y el juego amoroso prosiguió durante toda la tarde.
Al final, Mefistófeles bajó de la tapia y se dirigió hacia donde la gatita gris se contorsionaba y se revolcaba... pero, ¡ay!, desperdició la oportunidad.
—Dios mío —se lamentó H., que estaba sufriendo de verdad—. Eso es realmente imperdonable.
S. observaba angustiada los tormentos de nuestra gata y, una y otra vez, expresaba en voz alta y en tono dramático sus dudas con respecto a que el sexo valiera la pena.
—Mirad eso —decía—, igual que nosotros. Así somos nosotros.
—Nosotros no somos así en absoluto —replicaba H.—. Es Mefistófeles el que es así. Se merece que le peguen un buen tiro.

Pégale un tiro ahora mismo —exclamamos todos—; o al menos enciérralo para darle una oportunidad al joven tigre de los vecinos.
Pero al apuesto gato joven no se le veía por ningún lado.
Continuamos bebiendo vino; el sol seguía brillando; nuestra princesa danzaba, rodaba, subía y bajaba del árbol y, cuando las cosas al fin se pusieron a punto, el viejo rey la montó una y otra vez.
—Aquí el único problema es —apuntó H.— que le saca demasiados años.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó S.—, voy a llevarte a casa ahora mismo. Si te quedas aquí, estoy convencida de que acabarás por hacerle el amor a la gata.
—Ojalá pudiera —dijo H.—. Qué animal tan exquisito, qué criatura tan maravillosa, qué princesa; ese gato no se la merece, me está poniendo enfermo.
Al día siguiente regresó el invierno; el jardín estaba húmedo y frío; la gata gris volvió a sus desdenes y a sus caprichos. Y el viejo rey se tumbó en la tapia del jardín bajo la persistente lluvia inglesa, todavía victorioso, a la espera.



domingo, 29 de octubre de 2017

Diálogo entre Jacques Roubaud y Eduardo Febbro : “La poesía es uno de los caminos para salvarnos”





Números y palabras

–Usted aúna en su obra poética dos universos aparentemente inconciliables: las palabras y los números, la matemática y la poesía. ¿Qué lazo hay entre estas dos invenciones geniales de la humanidad?
–A diferencia del lenguaje corriente, en la mayoría de las poesías del mundo, de los relatos, se utiliza mucho los números. La poesía tradicional francesa se apoya en los números. En cada idioma hay números que gustan más que otros. A los japoneses, por ejemplo, no les gustan los números pares. En Francia, por el contrario, hemos tenido una pasión por el 12, un número desechado en España o en Italia. Hay como una suerte de número amado en los idiomas. Profesionalmente, mi vida fue la de un matemático, y, como poeta, muy rápidamente me ocupó la relación entre poesía y número.
–Estamos sitiados por los números, por los códigos. Los números han entrado a formar parte de los instrumentos cotidianos de relación con la realidad. ¿Acaso la poesía puede salvarnos de los números?
–Los números son como el mismo idioma, pueden hacerse cosas buenas y cosas malas. Hay una manera de tratar los números como cantidad, es decir la acumulación, o, al contrario, se los puede usar para censar a la gente, un principio muy apreciado por las autoridades pero que no constituye un uso agradable de los números. Los números se usan también para los códigos, pero aquí la codificación tiene un destino más bien de protección del secreto bancario. Sin embargo, en la vida se emplean muchos códigos, y en la poesía también. Los poetas usan los números de forma mucho más simpática. La poesía puede emplear los números desde este ángulo, más lúdico, y no del lado maléfico.

La poesía como memoria del idioma

–En un mundo tan plano, tan brutal, tan escasamente poético, dominado por la imagen comercial y la función de beneficio, la poesía aparece como una suerte de arte gratuito, espontáneo, sin especulación.
–Hay una lucha constante entre la tendencia de la sociedad por olvidar la poesía porque no es comercial, y la poesía misma que busca medios de existencia donde el aspecto comercial sea secundario. La poesía tiene una función especial, tanto para quienes la componen como para quienes la reciben. La poesía ofrece a los individuos lo que es más precioso en su idioma. Es lo que yo llamo la función memoria del idioma, es decir, la poesía como una memoria del idioma. La poesía no apunta a contar esto o lo otro, a demostrar una u otra tesis política, sino que apunta a hacer que el lazo de cada individuo con su memoria, con su idioma, sea lo más precioso posible. Desde la infancia misma, a los niños les gusta la poesía porque, a través de ella, los niños entran en su propio idioma. Mediante la poesía, el idioma les pertenece. La poesía trata de preservar esa dimensión y de emplear el idioma de una forma que evite que se vuelva mediocre. Los discursos políticos, comerciales, son extremadamente mediocres. La poesía conserva esa función de preservación de la calidad del idioma y de la memoria del lenguaje. Ahora bien, por otra parte, no estoy seguro de que la poesía esté contenta con ese estatuto de arte completamente gratuito. Quien habla de un arte que no se inscribe en el mundo comercial está aceptando que ese arte tiene dificultades para ser visible. Claro, los poetas no buscan el éxito comercial. Si alguien decide a los 20 o 25 años ser poeta sabe perfectamente que nunca hará fortuna. Pero los progresos de la técnica torna posibles, mucho más que antes, la difusión de la poesía. Se pueden realizar pequeñas ediciones y también hacer que los poemas existan en una pantalla, gracias a Internet. Es muy difícil leer una novela en una pantalla, pero no la poesía. La existencia visual y oral de la poesía puede perfectamente servirse de los progresos técnicos. La poesía debe poder existir tanto en una página como en el oído y en la boca.
–Estamos tan lejos de Dios como de la naturaleza y del lenguaje. ¿La poesía podría ser un lazo, una resonancia, con esas entidades?
–La poesía debe ser la resistencia del idioma ante su corrupción, ante su descrédito, su mal uso, ante la tendencia a usar un idioma para cosas feas, malas. Haciendo que el idioma sirva para lo bello, lo precioso, la poesía mantiene la existencia del idioma. Salvo en un caso, la poesía no interviene en la sociedad. Si estamos en una situación en la cual la gente no puede hablar porque existe una prohibición dictatorial o política, en ese caso la posibilidad de hablar pasa por la poesía. Pero en los países donde uno puede expresarse, donde no hay dictadura, la resistencia de la poesía se expresa por su actitud a no rebajar el idioma. El pasado y el presente de la vida surgen en la poesía. Todo lo que hemos atesorado en la memoria empapa la poesía. Los poetas tienen un papel importante para desempeñar en relación con el idioma en el que viven. ¡El idioma es un instrumento muy importante!: a través de él se transmite el pensamiento, la esperanza en el porvenir. La poesía es uno de los caminos para salvarnos. Y digo UNO y no EL camino. Hay otros. Cuando el idioma se acuerda de su pasado mediante la poesía se adelanta a lo que será. Muchas evoluciones del idioma fueron previstas por los poetas.
–Ahora bien, esa pureza del idioma que persiste gracias a la poesía, ¿acaso no desautoriza su traducción?
–Existe una tesis sobre la naturaleza de la poesía que dice: “un poema debe ser considerado definido por el conjunto de sus traducciones”. Cada lectura que hacemos de un poema es una traducción. Traducimos el poema que está en nuestro idioma hacia la forma en que comprendemos el idioma y los sentidos de las palabras. En realidad, hay una simpatía general entre los idiomas. Los oponemos mucho pero es un error. Y esa simpatía general va a transitar de poesía en poesía. Es entonces esencial que las grandes poesías se traduzcan a otros idiomas.

Las propiedades poéticas de los números

–¿Y los números?
–Si no se la utiliza con fines puramente pragmáticos, la matemática también puede servir para esto. Hay investigaciones puras sobre la belleza de los números que restauran la integridad y la pureza de los números. La belleza de las palabras se plasma en sus asociaciones. Las palabras serán tanto más bellas cuanto que las asociaciones y construcciones en las cuales las introducimos sean acertadas. Y es precisamente allí donde intervienen los números. Esto no es nuevo, muchas tradiciones poéticas han basado la poesía en los números. En mi caso, mi fuente han sido los trovadores. Los trovadores concibieron la poesía a través de los números. Para ellos, no todos los números son iguales porque existen familias de números que son más bellas que otras. Y de esas familias bellas, los trovadores definían formas poéticas. También son los últimos que plasmaron la unión del texto y la música.
–Resulta extraño concebir la existencia de esos dos mundos: la extrema racionalidad de la matemática combinada con la dimensión imaginaria de las palabras y la poesía.
–La imaginación matemática, en particular la imaginación que se sustenta en los números, no se asemeja a la racionalidad ordinaria. Los números tienen propiedades asombrosas. Uno de los grandes matemáticos del siglo XX, Ramanujan, decía: “Cada número tiene que ser nuestro amigo personal, pero entre éstos hay números que son mejores amigos que otros”. Se cuenta que, en su lecho de muerte, Ramanujan recibió la visita de un matemático amigo suyo, Hardy. Hardy le dijo: “Vine a verte en taxi pero el número del taxi no era interesante”. Ramanujan le dijo: “Amigo, es el número más pequeño que puede escribirse de dos formas como la suma de dos cubos”. Existen así estas maravillas de relación entre los números. Desde luego, cuando hablo de números, los más prestigiosos son los números enteros. Hay muchas maneras de pasar de la palabra a los números. Hay por ejemplo una manera de situar la letra de las palabras y su correspondencia en el abecedario con los números. Cada letra quedará sí asociada a un número. También es posible descomponer la palabra en sílabas y asociarle una familia de números. Podemos realizar un retrato de la palabra con números. Como hay muchos caminos para ir de las palabras a los números, el trabajo de la poesía consiste en abrir esos caminos.
–Hay algo paradójico en ese postulado. Si leemos poesía en una pantalla, en realidad, detrás de la imagen que vemos hay números. La producción de la imagen es numérica.
–Así es. La poesía viene a colonizar esa sopa de números. Pero esos números están arreglados por razones puramente técnicas. Pero cuando la poesía se apodera de la configuración de los números lo que hace es dotarlos de un rostro. El ascenso de la matemática no es más que la emergencia del sector de la matemática más utilizable, comercial, y no es la mejor. Es necesaria, desde luego. Pero ese segmento de la matemática no tiene que llevarse la exclusividad. Hay sectores de la matemática que son tan difíciles de imponer como la poesía. En particular, el campo de las propiedades de los números. Aquí estamos ante corrientes más profundas y más finas. Este sector está fuera de los números cuantitativos. ¡Los números cualitativos poseen propiedades inverosímiles! No confundo las dos cosas: la poesía es la poesía y la matemática la matemática. Ambas conservan su dimensión libre. Hay, con todo, un sector de la matemática que conserva su libertad, que no puede ser reducido a la utilización comercial.

Los números también hacen llorar

–Intuyo un límite en la función del número que usted propone: la poesía alivia el alma. Si estamos solos o tristes, una poesía puede reconciliarnos, los números no.
–A uno de mis amigos con el que trabajé mucho sobre la matemática le preguntaron por qué hacia estudios matemáticos basados en números extraídos de poemas que producían un gran efecto emocional. El respondió: “Quiero comprender por qué los números hacen llorar”. Lo mismo que en la poesía y la música, muchos de esos efectos de la emoción también pasan a través de los números. Por eso mi amigo se pregunta “por qué los números hacen llorar”. Desde luego, nadie ve a los números de esa manera, pero si los miramos de una manera profunda vamos a encontrar esas emociones. Podríamos hablar de un esqueleto de números vestido con palabras.
–¿Por qué la gente no reconoce la poesía que existe en la racionalidad extrema?
–Porque la gente sólo se relaciona con un tipo de racionalidad, la racionalidad económica, que está exenta de dimensión poética. La poesía está construida también de forma muy racional. Como decían los trovadores, es un trabajo de herrero, se trabaja con las manos, que manipulan las palabras. En apariencia, y sólo en apariencia, las palabras tienen más sentidos, más propiedades que los números. Es falso. Todo depende del conjunto de propiedades que hemos extraído de un número. Muy a menudo sólo conocemos de un número sus propiedades muy pobres, pero, sin embargo, ese mismo número tiene otras propiedades, una familia inmensa, con un montón de primos que desconocemos. Los números son más ricos de lo que creemos. Yo escribo caminando, en mi cabeza. Camino, me acuerdo de cosas, observo, percibo, compongo. En esa caminata también interviene una suerte de batería de cocina de números, que siempre tengo en reserva. La matemática entra así en la poesía. En esa batería de números que tengo en la cabeza voy a poner las palabras con las que construyo el poema. El ritmo de la marcha influye en las sílabas y los versos. Ahora, con los años, mis caminatas son más cortas y lentas. Mis poemas son también más breves.
–¿Cuál es su número preferido?
–No tengo un número preferido sino una familia de números. Es la familia compuesta por los llamados números de Raymond Queneau: están el seis, nueve, el 11, el 14, el 23. Trabajo mucho con esos números porque son mi gran familia.

Tomado de  https://www.pagina12.com.ar/diario/especiales/18-158493-2010-12-11.html

Richard Garnett ( 1835 Lichfield Reino Unido - 1906, Londres ) El demonio Papa






El demonio Papa


 —¿De modo que no estás dispuesto a venderme el alma? —preguntó el Diablo.
 —Se lo agradezco mucho — respondió el estudiante—, pero prefiero conservarla para mí, si por su parte no tiene inconvenientes. 
—Pues tengo inconvenientes por mi parte. La deseo muy especialmente. Veamos, estoy dispuesto a mostrarme generoso. Te ofrezco veinte años. Puedes obtener inclusive treinta. 
El estudiante meneó la cabeza.
 —¡Cuarenta!
 Nueva negativa.
 —¡Cincuenta! Otra vez lo mismo.
 —Bueno —declaró el Diablo—, sé que estoy a punto de cometer una tontería, pero me resulta insoportable contemplar a un joven inteligente y fogoso, desperdiciado por su propia voluntad. Te haré otro tipo de oferta. No haremos ningún trato por ahora, pero te promoveré en el mundo durante los próximos cuarenta años. En la misma fecha de hoy, dentro de cuarenta años, volveré para pedirte una merced; no se tratará de tu alma, tenlo presente, ni de nada que no se halle plenamente a tu alcance otorgar. Si me lo das, estaremos en paz; en caso contrario, te llevaré a ti. ¿Qué te parece?
 El estudiante reflexionó unos instantes y finalmente dijo: 
—De acuerdo.
         Apenas había desaparecido el Diablo, lo que hizo instantáneamente, un mensajero refrenó su humeante corcel ante la entrada de la Universidad de Córdoba (pues el juicioso lector ya habrá advertido que Lucifer jamás pudo haber sido admitido en una sede académica cristiana) y, tras hacer averiguaciones sobre el estudiante Gerbert, le hizo entrega del nombramiento que enviaba el emperador Otón, quien le designaba abad de Bobbio en consideración —agregaba el documento—, a su virtud y erudición, poco menos que milagrosas en alguien tan joven. Tales mensajeros fueron asiduos visitantes de Gerbert a lo largo de su próspera carrera. Abad, obispo, arzobispo, cardenal, por último fue entronizado papa el 2 de abril de 999 y adoptó el nombre de Silvestre II. Era creencia generalizada que el mundo acabaría al año siguiente, catástrofe que a muchos parecía más inminente por la elección de un jefe religioso cuya celebridad como teólogo, aunque nada desdeñable, no tenía parangón con su fama como nigromante. 
           No obstante, el mundo siguió girando indemne a través del temible período y a comienzos del primer año que correspondía al siglo XI Gerbert se hallaba apaciblemente instalado en su estudio examinando un libro de magia. Volúmenes de álgebra, astrología, alquimia, filosofía aristotélica y otros temas ligeros ocupaban los anaqueles; sobre una mesa, un reloj perfeccionado según sus propias invenciones reposaba junto a su introducción de los números arábigos, principal legado que hizo a la posteridad. De improviso se oyó un batir de alas y Lucifer se instaló a su lado. 
—Ha transcurrido mucho tiempo desde que tuve el placer de conversar contigo —dijo el Maligno—. Ahora he venido a verte para recordarte ese asuntito que pactamos hoy hace cuarenta años. —Recuerda —respondió Silvestre —, que no has de pedirme nada que exceda mi capacidad de otorgártelo. 
—Lejos de mí semejante propósito —observó Lucifer—. Por el contrario, es mi intención solicitar un favor que sólo tú puedes concederme. Puesto que eres papa, deseo que me nombres cardenal. —Presumo que con la ilusión de que te elijan papa al producirse la próxima vacante —replicó Gerbert. 
—Ilusión que puedo acariciar con las mejores razones —acotó Lucifer—, si se tiene en cuenta mi enorme fortuna, mi habilidad como intrigante y la actual composición del Sacro Colegio. 
—Sin duda, pretendes subvertir los fundamentos de la fe —señaló Gerbert —, y a través de la licencia y de una conducta disoluta te propones que la Santa Sede resulte odiosa y despreciable. —Todo lo contrario —aseguró el demonio—: extirparé la herejía y toda la erudición y conocimiento que inevitablemente conducen a ella. No admitiré que ningún hombre sepa leer, salvo los sacerdotes, y limitaré las lecturas de éstos al breviario. Quemaré tus libros junto con tus huesos en la primera oportunidad que se presente. Mantendré un austero rigor en la conducta y me cuidaré muy bien de no aflojar un solo remache en el yugo tremendo que estuve forjando para someter las mentes y conciencias de la humanidad. 
—En tal caso —dijo Gerbert—, ¡pongámonos en marcha hacia tu reino!
 —¿Cómo? —exclamó Lucifer—. ¿Prefieres acompañarme a las regiones infernales? 
—Con toda certeza; antes he de condenarme que convertirme en causa accesoria de que se queme a Platón y Aristóteles y de que se promueva el oscurantismo contra el que luché toda mi vida. —Gerbert —declaró el demonio—, esto es una manifiesta trivialidad. ¿Acaso ignoras que ningún hombre bueno puede ingresar en mis dominios? Si fuese posible una cosa semejante, mi infierno se volvería intolerable para mí y me vería obligado a abdicar.
 —Lo sé —manifestó Gerbert—; por ello he podido recibir tu visita con aplomo. 
—Gerbert —le reconvino el Diablo, con lágrimas en los ojos—, te pregunto: ¿es esto justo, es juego limpio? Me comprometí a promover tus intereses en el mundo; cumplí lo pactado hasta el exceso. Gracias a mi intervención alcanzaste un prestigio al que jamás hubieras podido aspirar de otro modo. A menudo he participado en la elección de papa, pero nunca antes contribuí a que se otorgara la tiara a alguien que se ha destacado por la virtud y la erudición. Te has beneficiado plenamente con mi ayuda, y ahora te aprovechas de una circunstancia fortuita para privarme de la recompensa que merezco con justicia. Mi constante experiencia me demuestra que la gente buena es mucho más escurridiza que los pecadores y complica enormemente los pactos.
 —Lucifer —replicó Gerbert—, siempre procuré tratarte como a un caballero, confiado en que recíprocamente demostrarías comportarte de ese modo. No pretendo averiguar si respondía plenamente a esta suposición el hecho de que pretendieras intimidarme para que consintiese a tus exigencias, con la amenaza de imponerme un castigo que según bien sabías no estaba en tu potestad aplicar. No prestaré atención a esta pequeña irregularidad y te concederé aún más de lo que solicitaste. Pediste ser cardenal; pues te haré papa... 



—¡Ah! —exclamó Lucifer, y el ardor íntimo tiñó su fuliginoso pellejo, a semejanza del resplandor que un rescoldo a punto de apagarse vuelve a adquirir cuando se lo sopla.
 —... por doce horas —prosiguió Gerbert—. Al expirar el plazo, consideraremos nuevamente el asunto, y si tal como preveo te revelas más deseoso de abandonar la dignidad papal de lo que estuviste por llegar a asumirla, te prometo que, dentro de mis posibilidades de otorgártela, te daré la recompensa que pidas, siempre que no se oponga manifiestamente a la religión y a la moral. 
—¡Convenido! —gritó el demonio.
 Gerbert pronunció algunas palabras cabalísticas y al instante, en el recinto, la presencia del papa Silvestre se duplicó; eran enteramente iguales, con excepción de sus atavíos y de que uno de ellos cojeaba ligeramente de su pierna izquierda.
 —Hallarás los ropajes pontificios en este armario —indicó Gerbert y, al tiempo que se llevaba el libro de magia, se deslizó por una puerta disimulada que lo condujo a un aposento secreto. Al cerrar la puerta detrás de sí, estalló en una risita ahogada y murmuró para su coleto—: ¡Pobre viejo Lucifer! ¡Otra vez engañado! 
        Si Lucifer había sido engañado, no parecía saberlo. Se aproximó a una gran hoja de plata que servía como espejo y contempló su aspecto personal con algún desagrado.
 —Para decir la verdad, sin los cuernos no quedo ni la mitad de bien — monologó—, y estoy seguro de que lamentaré con gran pesar la falta de mi cola.
       Una tiara y la cola del ropaje sirvieron, empero, como sustitutos de los apéndices ausentes y Lucifer adquirió en cada pulgada de su persona el aspecto del papa. Estaba a punto de llamar al maestro de ceremonias y de convocar un consistorio cuando la puerta se abrió violentamente y siete cardenales que esgrimían puñales irrumpieron en la habitación.
 —¡Abajo el hechicero! —gritaban a la vez que se apoderaban de él y le amordazaban.
 —¡Muerte al sarraceno! 
—¡Practica álgebra y otras artes diabólicas!
 —¡Sabe griego!
 —¡Lee hebreo! 
—¡A quemarlo! 
—¡Ahorquémosle!
 —Que le deponga un concilio general —añadió un cardenal joven e inexperto. 
—¡Dios no lo permita! —dijo sotto voce otro purpurado que era viejo y cauteloso.
 Lucifer batalló frenéticamente, pero el débil cuerpo que se hallaba condenado a habitar durante las próximas once horas muy pronto quedó exhausto. Atado e indefenso, se desmayó. 
        —Hermanos —dijo uno de los cardenales de mayor edad—, los exorcistas declaran que un hechicero o cualquier otro individuo que haya pactado con el demonio habitualmente tiene en su cuerpo algún signo visible de sus tratos infernales. Propongo que, en consecuencia, procedamos a la búsqueda de estigmas, cuyo descubrimiento pueda contribuir a justificar nuestra acción ante los ojos del mundo.
       —Apruebo sin reservas la proposición de nuestro hermano Anno – anunció otro de los presentes—, tanto más porque resultaría prácticamente imposible que no halláramos alguna marca de tal especie, si en realidad estamos decididos a encontrarla. 
       Se dispuso, por consiguiente, la búsqueda y antes de que transcurriese mucho tiempo un alarido simultáneo de los siete cardenales indicó que su investigación había puesto al descubierto más de lo que se habían atrevido a sospechar. 
             ¡El Padre Santo tenía un pie hendido!
              Durante los cinco minutos siguientes los cardenales permanecieron absolutamente aturdidos, mudos e inmóviles de asombro. A medida que recuperaban sus facultades, a un observador atento le hubiera resultado manifiesto que el papa había prosperado considerablemente en la opinión de sus captores.
          —Éste es un asunto que requiere una deliberación muy madura —dijo uno de ellos.
           —Siempre temí que estuviésemos obrando con demasiado apresuramiento —dijo otro.
           —Está escrito: «Los diablos creen» —dijo un tercero—. Por lo tanto, el Padre Santo no es en absoluto herético.
           —Hermanos —agregó Anno—, este asunto, tal como señaló nuestro hermano Benno, requiere indispensablemente una deliberación muy madura. En consecuencia, propongo que, en lugar de ahogar a Su Santidad con almohadones según lo previsto inicialmente, por el momento le encerremos en el calabozo contiguo a este sitio y, después de pasar la noche en meditación y plegaria, volvamos a considerar la cuestión mañana por la mañana.
             —A los funcionarios del palacio se les debe informar —aconsejó Benno—, de que Su Santidad se ha retirado para orar y que no desea ser perturbado por ningún motivo. 
            —Piadoso fraude —observó Anno —, que ninguno de los padres ni por un instante tendría escrúpulos en cometer. 
              De conformidad con ello, los cardenales levantaron al Diablo todavía desmayado y cuidadosamente —casi con cariño—, lo transportaron a los aposentos destinados a su detención. Todos se hubieran demorado de buena gana aguardando la recuperación del prisionero, pero cada uno sentía que los ojos de sus seis hermanos se fijaban en él, de modo que se retiraron simultáneamente, cada cual con una llave de la celda. 
               Casi inmediatamente después Lucifer recuperó la conciencia. Tenía una idea muy confusa de las circunstancias que lo habían precipitado a las dificultades presentes y sólo podía reflexionar que, si éstas eran las peripecias habitualmente concomitantes con la dignidad pontificia, no resultaban de su gusto y hubiera preferido haberse enterado con anticipación. El calabozo no sólo se hallaba en completa oscuridad, sino que resultaba horriblemente frío, y el pobre Diablo no disponía en su forma actual de la provisión latente de calor infernal que pudiera aliviarlo. Sus dientes castañeteaban, cada uno de sus miembros se estremecía, y se hallaba devorado por el hambre y la sed. A juicio de algunos de sus biógrafos, muy probablemente en esta ocasión inventó los licores espirituosos, pero si así sucedió, el mero deseo de un vaso de aguardiente apenas pudo haber acrecentado sus padecimientos. De tal modo iba transcurriendo la interminable noche invernal y Lucifer parecía a punto de morir de inanición, cuando una llave giró en la cerradura y el cardenal Anno se deslizó al interior cautelosamente, provisto de una lámpara, una hogaza de pan, medio chivito asado frío y una botella de vino. 
          —Confío —dijo con una cortés reverencia—, en que se me pueda excusar cualquier ligera transgresión de la etiqueta en que llegue a incurrir, a causa de las dificultades en que me hallo para determinar si el trato más adecuado que debo emplear es «Su Santidad» o «Su Majestad Infernal».            
            —Bu... buuu... buu —fue cuanto pudo responder Lucifer, que todavía tenía puesta la mordaza.         
           —¡Cielos! —exclamó el cardenal—. Ruego a Su Santidad Infernal que me dispense. ¡Qué descuido imperdonable! Le quitó a Lucifer la mordaza y las ligaduras y le ofreció el refrigerio, sobre el cual el demonio se arrojó vorazmente.
           —Si me es lícito expresarme así — prosiguió Anno—, ¿por qué diablos Su Santidad no nos informó que era el Diablo? En tal caso, ni una mano se hubiera levantado contra usted. Durante toda mi vida estuve tratando de obtener la audiencia que ahora felizmente me es concedida. ¿A qué se debe esta desconfianza con el fiel Anno, que lo ha servido con lealtad y celo por espacio de tantos años? 
           Lucifer señaló significativamente la mordaza y las ligaduras. 
         —Nunca podré perdonarme — protestó el cardenal—, por la parte que me cupo en este desgraciado asunto. Aparte de proveer a las necesidades corporales de Su Majestad, nada me preocupa tanto como expresar mi contrición. Pero ruego a Su Majestad que tenga presente que mi comportamiento creía responder a los intereses de Su Majestad, en la deposición de un mago que tenía por costumbre imponer a Su Majestad tareas subalternas y que en cualquier momento podía encerrarlo en un recipiente y arrojarlo al mar. Resulta deplorable que los servidores más devotos de Su Majestad hayan sido despistados de tal modo.
               —Razones de estado —sugirió Lucifer.
               —Espero que no sigan vigentes — dijo el cardenal—. De todas maneras, el Sacro Colegio al presente tiene pleno conocimiento de todo el asunto; por lo tanto, es innecesario seguir prolongando este aspecto de la cuestión. Ahora rogaría humildemente autorización para conversar con Su Majestad o, más bien, con Su Santidad, pues deseo referirme a problemas espirituales, relacionados con la importante y delicada situación que se origina en torno del sucesor de Su Santidad. Ignoro por cuánto tiempo Su Santidad se propone ocupar la cátedra apostólica pero, por supuesto, usted comprende que la opinión pública no admitiría que una misma persona la retuviese por un período mayor que el pontificado de Pedro. De ello se desprende que, algún día, tendrá que producirse la vacante del trono; y modestamente deseo señalarle que ningún sucesor con excepción de mí podría obtenerse que resultase más afín al presente titular o en quien éste podría confiar en todo sentido la realización de sus propósitos y objetivos. 
              Y el cardenal procedió a referir varios episodios de su vida pasada que efectivamente parecían corroborar su afirmación. Sin embargo, no había avanzado mucho antes de que lo interrumpiera el chirrido de otra llave en la cerradura, y apenas tuvo tiempo de sumergirse bajo una mesa después de haber susurrado con acento inquietante:
              —¡Cuidado con Benno! 
              También Benno traía consigo una lámpara, vino y viandas frías. La otra lámpara y los restos del refrigerio servido a Lucifer le advirtieron de que uno de sus colegas había estado allí anteriormente; y puesto que desconocía cuántos más podrían hallarse en la competencia, sin demora abordó la cuestión relativa al papado y exaltó sus propias aspiraciones de manera muy similar a la de Anno. Mientras advertía con vehemencia a Lucifer contra este cardenal, cuyos manejos podían engañar al mismo Diablo, otra llave giró en la cerradura y Benno se refugió bajo la mesa, donde Anno inmediatamente le metió un dedo en el ojo derecho. El breve chillido que siguió a este episodio Lucifer lo disimuló convenientemente con un acceso de tos.
                 El cardenal número 3, un francés, traía un jamón de Bayona y exhibió el mismo disgusto que Benno al comprobar que otros se le habían anticipado. Hasta donde lograron manifestarse, sus peticiones eran moderadas; pero nadie sabe hasta dónde habría llegado si no lo hubiera amedrentado el ingreso del cardenal número 4. Hasta ese momento sólo había solicitado una bolsa inagotable, poder para evocar al Diablo ad libitum y un anillo que lo hiciera invisible para permitirle el acceso a su querida, que infortunadamente era una mujer casada.
                    Fundamentalmente, el cardenal número 4 deseaba que se le facilitara la manera de envenenar al cardenal número 5, en tanto que éste formuló la misma petición con respecto al cardenal número 4. 
                El cardenal número 6, que era inglés, solicitó el derecho de sucesión a los arzobispados de Canterbury y York, con la facultad de ocuparlos simultáneamente y de ser eximido sin límite de las obligaciones acerca de la residencia en tales sedes. En el curso de su arenga utilizó el giro non obstantibus, del que Lucifer inmediatamente tomó nota .
           Se ignora qué hubiera solicitado el cardenal número 7, pues apenas había abierto la boca cuando expiró la duodécima hora y Lucifer, que recuperó el vigor juntamente con su figura, lanzó al príncipe de la Iglesia girando como un trompo hasta el extremo opuesto del recinto y partió la mesa con un solo golpe de cola. Los seis cardenales, agazapados y apiñados, se contemplaron entre sí, agachados, y al mismo tiempo pudieron disfrutar del espectáculo de Su Santidad que atravesaba el techo de piedra, el cual cedió a su paso como si fuera una telilla y volvió a cerrarse como si nada hubiera sucedido. Después de la primera sensación de espanto, todos corrieron hacia la puerta, pero la hallaron cerrada desde fuera. No había otra salida y no existía ningún medio para pedir socorro. En esta emergencia la conducta de los cardenales italianos sirvió de luminoso ejemplo a sus colegas extranjeros; se encogieron de hombros y dijeron:
         —Bisogna pazienzia. 
         Nada pudo superar la recíproca cortesía de los cardenales Anno y Benno, salvo la que exhibieron entre sí quienes habían pretendido envenenarse mutuamente. Al francés se le consideró gravemente menoscabado en las buenas maneras por haber aludido a esta circunstancia, que llegó a sus oídos cuando se encontraba debajo de la mesa; y el inglés profirió blasfemias tan ofensivas al comprobar en qué aprieto se hallaba, que los italianos, sin dilación, convinieron en silencio un pacto por el que nadie de esa nacionalidad jamás sería elegido papa, precepto que, con una sola excepción, ha sido respetado hasta la fecha. 
           Mientras tanto, Lucifer buscó refugio donde se hallaba Silvestre, al que encontró ataviado con todas las insignias de su dignidad, de las cuales —éste puntualizó— suponía que su visitante con toda seguridad ya estaba harto.
           —Me siento dispuesto a compartir tal opinión —replicó Lucifer—. Pero al mismo tiempo me siento plenamente compensado de cuanto debí soportar, en virtud de las protestas de lealtad que mis amigos y admiradores formularon y de la convicción que he adquirido de que me resulta innecesario consagrar al ámbito eclesiástico un grado considerable de atención personal. Reclamo ahora la recompensa prometida, cuyo otorgamiento de ningún modo resultará incompatible con tus funciones, en vista de que es una obra de caridad. Te solicito que los cardenales sean liberados y que la conspiración que tramaron contra ti, de la que sólo yo fui víctima, quede relegada al olvido.
           —Confiaba en que te los llevarías contigo —dijo Gerbert con expresión de contrariedad.                
           —No, gracias —respondió el Diablo—. Conviene más a mis intereses que permanezcan donde están. 
            Por lo tanto, la puerta del calabozo fue abierta y los cardenales salieron, abatidos y temerosos. Si, pese a todo, causaron menores perjuicios que lo previsto por Lucifer, el motivo consistió en el absoluto desconcierto que les produjo lo acontecido y la absoluta incapacidad que mostraron para perturbar los planes de Gerbert, quien desde entonces se dedicó a las buenas obras inclusive con ostentación. Nunca pudieron estar enteramente seguros acerca de si habían hablado con el papa o con el Diablo, y cuando se hallaban dominados por esta última impresión por lo general formulaban propuestas que Gerbert justamente condenaba como inconsultas, temerarias y escandalosas. Le importunaron con alusiones a ciertos asuntos mencionados en las entrevistas con Lucifer, ya que de manera comprensible pero errónea suponían que el auténtico papa había sido el interlocutor de tales conversaciones y, mientras echaban miradas a sus extremidades inferiores, le acosaron con insistentes gestos y risitas de complicidad. Para acabar con estas molestias y, a la vez, para acallar ciertos rumores desagradables que de algún modo habían comenzado a circular en el extranjero, Gerbert concibió la ceremonia de besar los pies del pontífice, que subsiste hoy día en forma penosamente mutilada. El estupor de los cardenales al comprobar que el Padre Santo ya no tenía pezuñas sobrepasó cualquier descripción, y descendieron a sus tumbas sin haber alcanzado ni la más remota explicación del misterio.