En otros tiempos los
hombres no sólo conocieron la curación de la ceguera, sino el secreto del
rejuvenecimiento. Un rey piadoso, cargado de virtudes e infinitamente bello,
que tenía un solo defecto, la presunción, al sentir que envejecía mandó cegar a
todos los súbditos, que trataban de imitarlo, para que no sufrieran un desencanto.
El rey pensó que al no ser vista su desdicha, dejaría de existir. Se equivocó.
No podía hacer nada sino lamentar su vejez. Más uno de los súbditos, que era
sabio, con el correr del tiempo decidió salvar a ese rey que amaba tanto a su
pueblo. El sabio y sus compañeros, con el vehemente deseo de salvar al rey,
hallaron el modo de rejuvenecerlo. Como primera medida los sabios ordenaron la
construcción de un palacio de hielo, donde encerraron al rey. Nunca se supo con
qué productos químicos lo alimentaron durante varios meses. Al cabo de un
tiempo, que pareció larguísimo al rey y brevísimo a los sabios, el rey volvió a
ser como cuando tenía veinte años. Al verse en el espejo, tan hermoso, el rey
suspiró de alegría y se contempló durante tres días y tres noches, sin comer ni
dormir. No podía hacer nada, sino alegrarse de ser joven. Llamó a los súbditos
para que lo admiraran, pero hombres, mujeres y niños miraron para otro lado,
con sus miradas blancas. Llamó a todos los animales del reino, pero los animales
no saben lo que es un hombre hermoso. Si hubiera sido una mujer, tal vez un
mono se hubiera enamorado de él, pero no era mujer y no había monos en todo el
territorio. Al cabo de un tiempo se cansó de los espejos, de vestirse y de
peinarse, entristeció y quiso morir. –De qué me sirve mi belleza, si nadie la
ve. Mi juventud está en los ojos que me miran –dijo, y llamó a los sabios, que
llegaron guiados por sus perros lanudos. –Ustedes tienen que devolver la vista
a los ciegos –dijo el rey, que seguía lamentándose– o moriré. ¿Quién me
mira?–Majestad, los animales tienen ojos que ven.
–Los animales me aburren. –Juegue al diábolo. Es un juego
solitario.–Quiero que las personas me vean –gritó desconsoladamente. Los sabios
se encerraron en sus casas para leer y estudiar, pero los libros para ciegos se
leen lentamente, y las manos aprenden lentamente a reemplazarlos ojos que no
ven. Hicieron experimentos con muchos reptiles, animales feroces y domésticos.
El rey lloró tanto que envejeció de nuevo en poco tiempo. Las lágrimas dejaban
huellas en sus ojos y sus dos cejas afligidas marcaban arrugas en la frente.
"¿Qué hacen los sabios?" pensaba, con resentimiento nocivo. Los
sabios, que no alardeaban de sus descubrimientos, preparaban una sorpresa para
el rey: en un día determinado devolverían la vista a todos los ciegos. Fue
difícil organizar las cosas. El rey, al ver llegar ese ejército de videntes,
que llenaba las calles, se ocultó en el palacio de hielo. Se cubrió la cara con
una máscara verde, y el mismo día ordenó a los sabios, bajo pena de muerte, que
cegaran de nuevo a los súbditos, hasta que él rejuveneciera. Varias veces el
rey recuperó la juventud y los ciegos la vista, siempre a destiempo, con igual
zozobra que la primera vez, pues los sabios no podían comprobar, por ser
ciegos, en qué momento el rey había rejuvenecido; pero la vida no es eterna y
tiene que terminar, aun para los que rejuvenecen. Por eso mismo el rey, después
de cien años en plena juventud, antes de morir, destruyó el secreto de los
sabios."No quiero –dijo en su testamento– que otros reyes rejuvenezcan, ni que los ciegos recobren la vista, si no es para mirarme
a mí. Quiero que la historia de mi reino, con su dicha y su dolor, sea única en
el mundo. Además esta costumbre que hemos adquirido podría convertirse en moda,
y detesto la moda. El plagio no se practica sólo en literatura, detesto también
el plagio. Conozco un pelagatos, rey de no sé dónde que pretendía arrancar los
ojos de su cónyuge para que no le viera los párpados hinchados. Otro pelagatos
más conocido, rey también, hizo perforar los tímpanos de sus discípulos (un
famoso orador) para que no oyeran los desvaríos de su vejez."Después de
redactar su testamento el rey se suicidó con los sabios, que le agradecieron,
hasta en el último suspiro, el honor que les hacía de morir con ellos, sin
advertir que lo hacía por egoísmo, o más bien dicho, por interés, para poder
disponer de ellos en el cielo o en el infierno, donde creyó que también
envejecería.