domingo, 23 de junio de 2024

La loteria de Shirley Jackson

 


La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.

-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.

-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?

-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?

-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.

-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.

-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?

-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.

-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.

-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark… Delacroix…

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.

-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».

-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.

-Harburt… Hutchinson…

-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.

-Jones…

-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:

-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.

-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.

-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.

-Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…

-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.

-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.

-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.

-Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.

-Zanini…

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

-Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.

-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!

-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:

-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.

-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.

-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.

Consultó su siguiente lista y añadió:

-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?

-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!

-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.

-No ha sido justo -insistió Tessie.

-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.

-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?

-Sí -respondió Bill Hutchinson.

-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.

-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.

-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.

-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.

-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.

-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.

El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.

-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.

-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.

-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.

-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.

El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.

-Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.

-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.

Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.

-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

-Vamos -le dijo-. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.

Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

-¡No es justo! -exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.

-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

FIN

viernes, 14 de junio de 2024

Pablo Barral ( 1957 , Capital Federal)

 


Descendimiento

Comenzó a descolgar lentamente la sábana grande

y mientras la descolgaba pensó en el santo sudario

y pensó en el mismo Cristo cuando lo van bajando

de la cruz y lo envuelven. Y la sábana se deslizó

sobre sus brazos, sobre su hombro derecho, y le

cubrió su pecho y su cintura, con todo su peso

todavía muerto, todavía no resucitado, pero dócil.

No tan pesado como su propio cuerpo, o justo tan

liviano como su propio cuerpo, con su justo peso, el

peso de los justos. Y una ráfaga de viento infló la

sábana como una vela. Y un resplandor agitó su

pelo. Y un pedazo de sábana cubrió su rostro. Y el

sol bajó sus párpados. Y todo el mar se agitó.

sábado, 1 de junio de 2024

"En verdad os digo " de Juan José Arreola

 









Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.

Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.

Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.

La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.

En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.

Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica.

En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.

Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.

En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.

En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.

El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus.

Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

domingo, 19 de mayo de 2024

"El almohadón de plumas" cuento de Horacio Quiroga

 




Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

 

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

 

sábado, 11 de mayo de 2024

Cancion "Hurricane " de Eden Golan

 


Huracán

Hurricane

Escritor de mi sinfonía
Writer of my symphony

Juega conmigo
Play with me

Mira en mis ojos y ve
Look into my eyes and see

La gente se va pero nunca se despide
People walk away but never say goodbye

Alguien robó la Luna esta noche
Someone stole the Moon tonight

Se llevó mi luz
Took my light

Todo es en blanco y negro
Everything is it black and white

¿Quién es el tonto que te dijo que los chicos no lloran?
Who's the fool who told you boys don't cry

Horas y horas, empoderan
Hours and hours, empowers

La vida no es un juego pero es nuestra
Life is no game but it's ours

Mientras, el tiempo se vuelve loco
While, the time goes wild

Cada día pierdo la razón
Everyday I'm losing my mind

Aferrándome en este viaje misterioso
Holding on in this mysterious ride

Bailando en la tormenta
Dancing in the storm

No tengo nada que ocultar
I got nothing to hide

Tómalo todo y deja el mundo atrás
Take it all and leave the world behind

Bebé, prométeme que me sostendrás de nuevo
Baby promise me you’ll hold me again

Todavía estoy roto por este huracán
I'm still broken from this hurricane

Este huracán
This hurricane

Viviendo en una fantasía, éxtasis
Living in a fantasy, ecstasy

Todo está destinado a ser
Everything is meant to be

Pasaremos pero el amor nunca morirá
We shall pass but love will never die

Horas y horas, empoderan
Hours and hours, empowers

La vida no es un juego pero es nuestra
Life is no game but it's ours

Mientras, el tiempo se vuelve loco
While, the time goes wild

Cada día pierdo la razón
Everyday I'm losing my mind

Aferrándome en este viaje misterioso
Holding on in this mysterious ride

Bailando en la tormenta
Dancing in the storm

No tengo nada que ocultar
I got nothing to hide

Tómalo todo y deja el mundo atrás
Take it all and leave the world behind

Bebé, prométeme que me sostendrás de nuevo
Baby promise me you’ll hold me again

Todavía estoy roto por este huracán
I'm still broken from this hurricane

Este huracán
This hurricane

No necesitas grandes palabras
‏לא צריך מילים גדולות

Solo oraciones
רק תפילות

Incluso si es difícil de ver
אפילו אם קשה לראות

Siempre me dejas una pequeña luz
תמיד אתה משאיר לי אור אחד קטן

domingo, 7 de abril de 2024

"Bueno con los niños" de Etgar Keret

 

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Un viernes por la noche, cuando regresaba a mi ciclomotor después de dejar una entrega, me mordió un mastín tibetano de 500.000 shekels. Ese es el número que me dijo la dueña del Mastín mientras me llevaba a urgencias en su Tesla plateado. Se llamaba Marit y era muy simpática. También me dijo que su abuelo se había hecho rico con algo y que, cuando murió, su madre invirtió su herencia en bienes raíces y se hizo aún más rica. Y ahora le tocaba a Marit hacerse rica... o más rica, el tiempo lo diría. Estaba invirtiendo su dinero en todo tipo de cosas y tratando de hacerlo sabiamente. A veces valía la pena, otras no, y por eso siempre estaba nerviosa. Pero no era tan importante porque por mucho que perdiera, todavía quedaría suficiente.

 

Dijo que todos los miembros de su familia eran ricos, así que supongo que pensó que el perro también debería serlo. Quiero decir, el perro en realidad no es rico, es caro. Eso no es lo mismo, pero es similar. Su nombre original era Hero, pero Marit pensó que sonaba muy Disney, así que lo cambió a Split, que era más actual, más amenazante y algo sexy.

 

El médico de urgencias le preguntó a Marit si el perro tenía todas sus vacunas y si yo era árabe. Mi nombre es Nadir Hilwani, que suena a nombre árabe, así que no me ofendí, pero me di cuenta de que Marit sí. "¡Por supuesto que ha tenido sus vacunas!" le dijo al médico. “¿Parezco alguien que pasearía con un perro no vacunado?”

 

“Tampoco pareces alguien que andaría con un perro sin bozal”, bromeó el médico, y luego me guiñó un ojo. “Vamos, ya'zalameh, bájate los pantalones para que pueda esterilizarlo”.

 

"Este es un mastín tibetano", continuó Marit. “Es una raza de terapia, son muy buenos con los niños. Son sensibles, este no es el tipo de perro al que se le pone bozal.

 

“Puede que sea bueno con los niños”, dijo el médico encogiéndose de hombros, “pero le quitó una buena parte al pobre Nader”.

 

"Es Nadir, no Nader".

 

El médico parecía confundido. "Espera, ¿entonces no eres árabe?"

 

"Ya te dije que no", gruñí.

 

"¿Verdadero? Pensé que solo estabas diciendo eso. Ya sabes, como lo hacen algunos árabes porque no quieren destacar”. Después de una breve pausa, añadió: "Lo siento, ya'zalameh, es muy profundo, necesitarás puntos".

 

Cuando el médico se levantó para coger algo, Split se abalanzó sobre él sin previo aviso y le hundió los dientes. ¡Un perro de 500.000 shekels! Piénselo: si ese medio millón pudiera transferirse a través de mordeduras, entonces, en lugar de intentar ayudar a Marit a alejar a su trastornado mastín tibetano de un médico sabelotodo en atención de urgencia, podría estar sentado en un Boeing en clase ejecutiva ahora mismo, en mi camino a un hotel fantástico en un destino fantástico, no importa dónde, en algún lugar lejos de este lugar.

 

"¡Déjalo en paz!" Escuché a Marit suplicar detrás de mí. “¿Por qué muerdes? ¡Eres jodidamente bueno con los niños!

 

A la mañana siguiente recibo una llamada de un número desconocido y alguien llamado Nati quiere saber cómo me siento. Al principio no tengo idea de qué está hablando, pero cuando me llama ya’zalameh, sumo dos y dos: es Nati la médica y me pregunta por mi herida. Le digo que todavía me duele muchísimo y que me ha salido un sarpullido y que la picazón me está volviendo loca.

 

“Un sarpullido es una buena noticia. Toma algunas fotos y envíamelas por mensaje. Para el abogado”.

 

Le pregunto qué abogado y me dice que contrató a uno para que lo represente en un reclamo contra el perro de la limpieza, y que este abogado también está dispuesto a aceptar mi caso, sin cargo, solo una parte de los daños. “Tú serás el demandante y el testigo”, se entusiasma Nati, como si estuviera promocionando una venta de dos por uno, “porque estabas allí cuando ese monstruo me atacó. Y testificaré por ti. Ya sabes, sobre la lesión. Cómo te mordió casi hasta los huesos y estuviste tan cerca de quedar discapacitado”.

 

Le digo que parece demasiado demandar a alguien por un bocado. Me han mordido tres perros diferentes desde que comencé a hacer entregas, y una vez un burro en una granja, y no he demandado a ninguno de ellos.

 

“Hermano”, me interrumpe Nati, “¿en serio estás comparando a un burro paleto con un perro de medio millón de shekels? Esta demanda es una obviedad. Cualquier chica que pueda gastar medio millón en un perro no se inmutará por desembolsar un par de cientos de grandes para mantenernos felices.

 

La primera vez que hablé con la abogada Matania Hachmi, me prometió que el caso nunca llegaría a los tribunales: el acusado llegaría a un acuerdo y todo lo que Nati y yo tendríamos que hacer sería firmar algunos papeles y recoger nuestros cheques. Cuando el caso llegó a los tribunales, Hachmi se encogió de hombros y dijo que el abogado de Marit estaba siendo testarudo. "Es su pérdida", añadió. "Los haremos pedazos".

Cuando entré a la sala del tribunal, vi a Marit sentada junto a su abogado, que se parecía un poco a Emmanuel Macron. A sus pies estaba Split, con bozal y atado. Parecía triste. Tan pronto como Marit me vio desde el otro lado de la habitación, sonrió y saludó un poco con la mano, como si fuéramos un par de conocidos encontrándonos en la calle. Esperaba que ella fuera mala. O no es malo, sino la forma en que eres con alguien que te está demandando. Su amabilidad me hizo sentir aún más incómodo con toda la situación.

 

Lo primero que hizo nuestro abogado fue pedirle al juez que echara al perro. “Es indigno”, insistió. “¿Quién ha oído hablar alguna vez de dejar entrar un perro a una sala del tribunal? ¿O damos privilegios especiales a perros que cuestan medio millón de shekels?

 

El abogado doble de Marit, parecido a Macron, respondió que el perro era una prueba clave y que la defensa demostraría que Split nos había mordido a Nati y a mí en respuesta a una provocación. Cuando Nati escuchó eso, se levantó enojado y estuvo a punto de discutir, pero Hachmi lo hizo callar.

 

Las “pruebas” a las que se refería el abogado de Marit eran una especie de prueba en la que Marit debía demostrar ante el tribunal cuán obediente era Split. Hachmi se opuso, alegando que era un espectáculo, pero el juez, que había mencionado en su declaración inicial que era una amante de los animales, dijo que lo permitiría.

 

Marit le quitó el bozal y la correa al perro. Caminó hasta el fondo de la sala y llamó a Split, quien meneó la cola y se acercó a ella de inmediato. Luego ella le dijo que se sentara, pero él no lo hizo. Ella volvió a dar la orden y él se quedó allí. Hachmi volvió a objetar y pidió al juez que pusiera fin a esta farsa y dejara de hacer perder el tiempo al tribunal. El juez estuvo de acuerdo y Marit se disculpó y dijo que Split estaba estresado porque no estaba acostumbrado a estar en el tribunal con toda esa gente mirándolo. Le pidió al juez que le permitiera hacer un último intento. Esta vez, levantó la voz y pisoteó cuando le pidió a Split que se sentara, y en lugar de obedecer, él la mordió.

 

El juez detuvo el proceso, alguien trajo un botiquín de primeros auxilios y Nati limpió y vendó la herida de Marit. Marit lloró todo el tiempo y Nati trató de animarla y le dijo que no era un mordisco grave: no era tan profundo como el mío o el suyo. Pero ella siguió llorando. Mientras tanto, acaricié a Split, que parecía triste y confundido, hasta que Hachmi se acercó y me susurró que me detuviera.

 

Cuando se reanudó el proceso, Hachmi me llamó al estrado de los testigos. Con todo el caos, había olvidado que se suponía que debía testificar, y la verdad es que comencé a sentirme no muy bien por eso. Pude ver a Marit sentada allí con los ojos hinchados. Split yacía a sus pies con el bozal y la correa puestos, y parecía aún más triste.

 

Hachmi dijo al juez que el tribunal había visto en tiempo real que a este peligroso perro, criado durante generaciones como un animal de ataque asesino, no se le debería permitir entrar en contacto con seres humanos. “Si la ley lo permitiera”, tronó, “¡exigiría que el tribunal condene a muerte a esta bestia demoníaca!”

 

Miré a Split. Me miró y me di cuenta de que estaba destrozado. Le dije a Hachmi que los mastines tibetanos no eran perros de ataque en absoluto y que en realidad eran perros de terapia que eran muy buenos con los niños. Hachmi dijo que no me habían citado ante el tribunal como experto canino sino como víctima de una brutal agresión, y me pidió que le describiera el momento en que Split me mordió.

 

Asenti. Marit, todavía con los ojos llorosos, me sonrió y de repente Split me ladró, pero era un ladrido diferente, feliz. Le dije al tribunal que cuando Marit y Split pasaron junto a mí esa noche, sin darme cuenta hice un movimiento repentino que sorprendió a Marit, y cuando ella retrocedió, Split se abalanzó sobre mí y me mordió la pierna. Hachmi se quedó allí mirándome durante varios segundos y luego dijo que no tenía más preguntas.

 

Después del corte de Hachmi, nos quedaban cuarenta mil para Nati y para mí. Cuando fui a su oficina a recoger mi cheque, Hachmi dijo que si no hubiera interferido, nos habría conseguido el doble. Le dije que cuarenta mil era mucho y suspiró: “Para ti, tal vez”. Sacó un cigarrillo y me preguntó si me importaba que fumara. Su oficina apestaba a humo de cigarrillo de todos modos, pero fue amable de su parte preguntar.

 

“Entonces”, dijo, “¿sabes qué vas a hacer con el dinero?”

 

Le dije que todavía no lo había pensado. Podría comprarme una motocicleta nueva o viajar un poco.

 

"Buen plan", dijo asintiendo. “Pero escuche, acerca de su testimonio ante el tribunal, tengo curiosidad: ¿qué pasaba por su mente en el estrado de los testigos? Por favor, no me digas que pensabas que podrías ligar con esa rubia del uno por ciento si fueras amable con ella. No puedes ser tan ingenuo”.

Le dije que no se trataba de ella, era el perro. “Estabas diciendo cosas horribles sobre él. Como si fuera una especie de Eichmann. Dijiste que es un perro de ataque y que deberían matarlo. Los perros entienden, ¿sabes? Quizás no las palabras, sino la intención. Y además, ser un perro súper caro y que todo el mundo a tu alrededor siempre hable de ello es bastante estresante. No es que el perro obtenga nada de esto. No es su culpa que la gente lo venda por esas sumas locas”.

 

Hachmi resopló. “Debo decir que realmente estás desperdiciando tu talento como repartidor. Deberías ser un abogado defensor de mascotas”.

 

Me encontré con Marit unos tres años después. Estaba entregando comida para llevar en Tzahala y ella abrió la puerta. Le tomó un segundo reconocerme. Ella dijo que era el casco. Cuando eres repartidor, la gente suele ser cortante contigo, lo cual es comprensible: tienen hambre y solo quieren conseguir su comida mientras está caliente. Pero Marit me habló como se habla con un viejo amigo al que no ves desde hace mucho tiempo. Dijo que se había casado con un chico encantador que era dueño de una cadena hotelera internacional y que tenían bebés gemelos idénticos. Le pregunté sobre Split y dijo que terminó vendiéndolo con pérdidas a una pareja de técnicos. A ella no le importaba el dinero, sólo quería que él tuviera un buen hogar. Ella dijo que Split se había calmado y había dejado de morder a la gente después del juicio, pero cuando nacieron los gemelos estaba nerviosa por tenerlo cerca de ellos, a pesar de que se suponía que era bueno con los niños. Entonces, una noche leyó en Internet una historia sobre un bulldog francés de pura raza (que puede costar cien mil euros) que se comió vivo a un bebé entero. No pudo dormir en toda la noche y a la mañana siguiente publicó un anuncio. “Cuando los niños sean un poco mayores, les compraré una mascota”, prometió, “pero no un perro, sino algo más pequeño. Un conejito, o tal vez un conejillo de indias. Es muy importante para mí y para David que los niños crezcan con mascotas”.


One Friday night, when I got back to my moped after dropping off a delivery, I was bit by a 500,000-shekel Tibetan Mastiff. That’s the number the Mastiff’s owner told me while she drove me to urgent care in her silver Tesla. Her name was Marit and she was really nice. She also told me that her grandfather had got rich off something, and when he’d died, her mother had invested her inheritance in real estate and got even richer. And now it was Marit’s turn to get rich—or richer, time would tell. She was putting her money in all kinds of things and trying to do it wisely. Sometimes it paid off, sometimes it didn’t, which was why she was always on edge. But it wasn’t that important because however much she lost, there’d still be enough left over.

She said everyone in her family was rich, so I guess she thought the dog should be, too. I mean, the dog isn’t actually rich, he’s expensive. That’s not the same thing, but it’s similar. His original name was Hero, but Marit thought that sounded very Disney, so she changed it to Split, which was more current, more threatening, and kind of sexy.

The medic at urgent care asked Marit if the dog had all his shots and if I was an Arab. My name is Nadir Hilwani, which sounds like an Arab name, so I wasn’t offended, but I could tell Marit was. “Of course he’s had his shots!” she told the medic. “Do I look like someone who would walk around with an unvaccinated dog?”

“You don’t look like someone who’d walk around with an unmuzzled dog, either,” the medic quipped, and then he winked at me. “Let’s go, ya’zalameh, pull your pants down so I can sterilize it.”

“This is a Tibetan Mastiff,” Marit went on. “It’s a therapy breed, they’re very good with kids. They’re sensitive, this isn’t the kind of dog you muzzle.”

“He may be good with kids,” said the medic with a shrug, “but he took a pretty nice chunk out of poor Nader here.”

“It’s Nadir, not Nader.”

The medic looked confused. “Wait, so you’re not an Arab?”

“I already told you I’m not,” I growled.

“For real? I thought you were just saying that. You know, the way some Arabs do ‘cause they don’t want to stand out.” After a brief pause, he added, “I’m sorry, ya’zalameh, it’s really deep, you’re gonna need stitches.”

When the medic stood up to get something, Split lunged at him without any warning and sank his teeth in. A 500,000-shekel dog! Think about it: if that half-million could be transferred through bites, then instead of trying to help Marit pull her deranged Tibetan Mastiff away from a smartass medic at urgent care, I could be sitting on a Boeing in business class right now, on my way to a kickass hotel in a kickass destination, doesn’t matter where, somewhere far away from this place.

“Leave him alone!” I heard Marit pleading behind me. “Why are you biting? You’re fucking good with kids!”

The next morning I get a call from an unrecognized number, and someone called Nati wants to know how I’m feeling. At first I have no idea what he’s talking about, but when he calls me ya’zalameh, I put two and two together: it’s Nati the medic and he’s asking about my wound. I tell him it still hurts like hell and that I’ve developed a rash and the itching is driving me crazy.

“A rash is good news. Take some pics and message them to me. For the lawyer.”

I ask what lawyer, and he tells me he hired one to represent him in a claim against the flush dog, and this lawyer’s willing to take my case too – no charge, just a cut of the damages. “You’ll be the plaintiff and the witness,” Nati enthuses, like he’s promoting a two-for-one sale, “because you were there when that monster jumped me. And I’ll testify for you. You know, about the injury. How he bit you almost to the bone and you were this close to being handicapped.”

I tell him it sounds a bit much to sue someone over a bite. I’ve been bitten by three different dogs since I started doing deliveries, and once by a donkey on a farm, and I haven’t sued any of them.

“Bro,” Nati cuts me off, “are you seriously comparing some hick donkey to a half-million-shekel dog? This lawsuit is a no-brainer. Any chick who can put down half a mil on a dog isn’t gonna bat an eyelid about forking over a couple hundred grand to keep us happy.”

The first time I spoke with Attorney Matania Hachmi, he promised the case would never get to court: the defendant would settle, and all Nati and I would have to do is sign some papers and pick up our checks. When the case did end up in court, Hachmi shrugged and said Marit’s lawyer was being pigheaded. “It’s his loss,” he added. “We’ll rip them to shreds.”

When I walked into the courtroom, I saw Marit sitting next to her lawyer, who looked a bit like Emmanuel Macron. At her feet was Split, muzzled and leashed. He looked sad. As soon as Marit saw me from across the room, she smiled and gave a little wave, like we were a couple of acquaintances running into each other on the street. I’d expected her to be mean. Or not mean, but the way you are with someone who’s suing you. Her friendliness made me even more uncomfortable with the whole situation.

The first thing our lawyer did was ask the judge to kick out the dog. “It’s undignified,” he insisted. “Who ever heard of letting a dog into a courtroom? Or do we give special privileges to dogs that cost half a million shekels?”

Marit’s Macron-lookalike lawyer replied that the dog was key evidence, and that the defense would show that Split had bitten Nati and me in response to provocation. When Nati heard that, he stood up angrily and was about to argue, but Hachmi shut him up.

The “evidence” that Marit’s lawyer was referring to was a sort of test, in which Marit was supposed to demonstrate to the court how obedient Split was. Hachmi objected, claiming it was a spectacle, but the judge, who’d mentioned in her opening statement that she was an animal lover, said she’d allow it.

Marit removed the dog’s muzzle and leash. She walked to the back of the courtroom and called Split over, and he wagged his tail and went to her immediately. Then she told him to sit, but he didn’t. She gave the command again and he just stood there. Hachmi objected again and asked the judge to put an end to this farce and stop wasting the court’s time. The judge concurred, and Marit apologized and said Split was stressed because he wasn’t used to being in court with all these people watching him. She asked the judge to let her make one last try. This time, she raised her voice and stomped her foot when she asked Split to sit, and instead of obeying, he bit her.

The judge halted the proceedings, someone brought a first-aid kit, and Nati cleaned and bandaged Marit’s wound. Marit cried the whole time and Nati tried to cheer her up and said it wasn’t a serious bite: it was nowhere near as deep as mine or his. But she kept crying. Meanwhile, I stroked Split, who looked sad and confused, until Hachmi came over and whispered at me to stop.

When the proceedings resumed, Hachmi called me to the witness stand. What with all the chaos, I’d forgotten I was supposed to testify, and the truth is, I started feeling not so good about it. I could see Marit sitting there with puffy eyes. Split lay at her feet with his muzzle and leash back on, and he looked even sadder.

Hachmi told the judge that the court had now seen in real-time that this dangerous dog, bred for generations as a murderous attack animal, should not be allowed to come into contact with human beings. “If the law allowed it,” he thundered, “I would demand that the court sentence this demonic beast to death!”

I looked at Split. He looked back at me and I could tell he was shattered. I told Hachmi that Tibetan Mastiffs weren’t attack dogs at all and they were actually therapy dogs that were very good with children. Hachmi said I hadn’t been summoned to court as a canine expert but as the victim of a vicious assault, and he asked me to describe the moment when Split bit me.

I nodded. Marit, still teary-eyed, gave me a smile, and Split suddenly barked at me, but it was a different kind of bark, a happy one. I told the court that when Marit and Split had walked past me that evening, I’d inadvertently made a sudden move that had startled Marit, and when she’d pulled back, Split had pounced on me and bit my leg. Hachmi stood there glaring at me for several seconds, and then he said he had no further questions.

After Hachmi’s cut, there was forty thousand each left for Nati and me. When I went to his office to pick up my check, Hachmi said if I hadn’t interfered, he’d have got us twice that. I told him forty thousand was a lot, and he sighed: “For you, maybe.” He took out a cigarette and asked if I minded if he smoked. His office stank of cigarette smoke anyway, but it was nice of him to ask.

“So,” he said, “do you know what you’re going to do with the money?”

I told him I hadn’t thought about it yet. I might buy a new motorcycle or do some traveling.

“Good plan,” he said with a nod. “But listen, about your court testimony, I’m curious: what was going through your mind on the witness stand? Please don’t tell me you thought you could hook up with that blonde one-percenter if you were nice to her. You can’t be that naïve.”

I told him it wasn’t about her, it was the dog. “You were saying awful things about him. Like he’s some kind of Eichmann. You said he’s an attack dog, and that he should be killed. Dogs understand, you know. Maybe not the words, but the intent. And besides, being a super-expensive dog and having everyone around you always talking about it is pretty stressful. It’s not like the dog gets anything out of it. It’s not his fault people sell him for those crazy sums.”

Hachmi snorted. “I gotta say, you’re really wasting your talents as a delivery guy. You should be a defense attorney for pets.”

I ran into Marit about three years later. I was delivering takeout up in Tzahala, and she opened the door. It took her a second to recognize me. She said it was the helmet. When you’re a delivery guy, people are usually short with you, which is understandable: they’re hungry and they just want to get their food while it’s hot. But Marit talked to me the way you talk to an old friend you haven’t seen for ages. She said she’d married a lovely guy who owned an international hotel chain and they had identical twin babies. I asked her about Split and she said she’d ended up selling him at a loss to some tech couple. She didn’t care about the money, she just wanted him to have a good home. She said that Split had actually calmed down and stopped biting people after the trial, but when the twins were born she was nervous about having him around them, even though he was supposed to be good with children. Then one evening she read a story online about a purebred French bulldog – which can go for a hundred-thousand Euros – who ate a whole baby alive. She couldn’t sleep all night, and the next morning she posted an ad. “When the kids are a little older, I’ll get them a pet,” she promised, “but not a dog, something smaller. A bunny, or maybe a guinea pig. It’s really important for me and David that the children grow up with pets.”

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