domingo, 8 de enero de 2023
"La Pasión" de Pedro Mairal
sábado, 7 de enero de 2023
Raul Tamargo (Buenos Aires ,1958 )
Las cosas
nos sentamos a mirar los cuerpos de los pájaros
sus trajines
sus volares
con un libro de aves en la mano
aún no podemos estar
sin conocer los nombres de las cosas
Algarrobos
dicen que tiene unos doscientos años
tal vez más
tal vez menos
(nadie ve decrepitud en la vejez de un árbol)
quisiéramos envejecer igual que él
ser sombra en el verano
sobre la casa de los amigos
cobijo de sus juegos
mojón de los perdidos
con los brazos en alto
indiferentes a los cálculos humanos
entre los desperdicios de la obra
un algarrobo guacho
una ofrenda
una señal contra corriente
la vida de los montes da batalla
enseña al que tiene deseos de aprender
da luz sobre el secreto
(pensamos)
de resistir en fiesta
algarrobito guacho
maestro mudo de la paciencia
vemos ahora tu intención
de levantar los brazos sobre el muro del sur
y saludar al algarrobo viejo
como nosotros lo hacemos
con nuestros amigos
cuando toman su sombra
mientras te riego
no pienso que ayudo a tu vitalidad o a tu salud
pienso que apuro el paso de tu compañía
domingo, 4 de diciembre de 2022
Álvaro de Campos ( Heteronimo de Fernando Pessoa) (Lisboa, 1888-1935 )
Estoy cansado
Estou cansado, é claro,
Estou cansado, é claro,
Porque, a certa altura, a gente tem que estar cansado.
De que estou cansado, não sei:
De nada me serviria sabê-lo,
Pois o cansaço fica na mesma.
A ferida dói como dói
E não em função da causa que a produziu.
Sim, estou cansado,
E um pouco sorridente
De o cansaço ser só isto —
Uma vontade de sono no corpo,
Um desejo de não pensar na alma,
E por cima de tudo uma transparência lúcida
Do entendimento retrospectivo...
E a luxúria única de não ter já esperanças?
Sou inteligente: eis tudo.
Tenho visto muito e entendido muito o que tenho visto,
E há um certo prazer até no cansaço que isto me dá,
Que afinal a cabeça sempre serve para qualquer coisa.
domingo, 27 de noviembre de 2022
"Cómo me deshice de quinientos libros " de Augusto Monterroso
"Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo " por Eduardo Torres
Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor
inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para
deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su
biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que
entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan
por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones
señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus
antiguos departamentos.
Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este
último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que
tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es
probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en
determinado momento de su vida, o uno conoce demasiada gente (escritores), o a
uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha
tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento
en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que
generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos
los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida.
Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por
la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en
muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera.
Por ese tiempo, di en la torpeza de visitar las librerías de
viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando
Caton se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a
él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante
años tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a sentir la
atracción de esos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el
placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de
comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para
asombrar a los amigos o a los simples conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día uno está tranquilo
leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros
tienes!". Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué
inteligente eres!", y el mal está hecho. Lo demás, ya se sabe. Se pone uno
a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más
inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero
infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha
recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno
posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres
un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí
quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesan, hubiera
leído o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas
verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las
más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres
un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por
inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por
lo que representaran espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor
prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar.
Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían
los clásicos) las vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como
decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de
novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone
que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido
concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las
soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo.
Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la
primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más rico, las
segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y
no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por
insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin
yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité
a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía
treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus
propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la universidad una
cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto
en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto
a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en
el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología
y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 3; geografía
e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana,
86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1;
teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para
descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros
indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, ½ (conservé
las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para
dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para
hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1;
métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etcétera.
Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí
que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros
que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y
dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que
el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las
molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos
libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el
de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el
camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos
libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa tuviera). Y se acepta que
la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros.
Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos
volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le
restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de
que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles
como en mi casa o en cualquier otro sitio.
Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los
libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos
políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus
especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas
no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran
personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun
despojado de sus ilustraciones francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia
de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera
he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus
casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los
niños, pero que darán a los padres la sensación de ser los depositarios de un
saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la
ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que, al terminar estas
líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su
título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de
veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo),
ese título estará más apegado a la realidad.
Los dinosaurios, de Italo Calvino
Misteriosas son aún las causas de la rápida extinción
de los Dinosaurios, que evolucionaron y prosperaron en todo el Triásico y el
Jurásico y durante ciento cincuenta millones de años fueron los amos
indiscutidos de los continentes. Tal vez no fueron capaces de adaptarse a los
grandes cambios de clima y de vegetación que se produjeron en el Cretáceo. Al
final de esta época habían muerto todos.
Todos menos yo —precisó Qfwfq—, porque también yo,
en cierto período, fui Dinosaurio: digamos durante unos cincuenta millones de
años; y no me arrepiento: entonces, siendo Dinosaurio se tenía conciencia de
estar en lo justo, y uno se hacía respetar.
Después la situación cambió, es inútil que les
cuente los detalles, empezaron dificultades de todo género, derrotas, errores,
dudas, traiciones, pestilencias. Una nueva población crecía en la tierra,
enemiga nuestra. Nos caían encima de todas partes, no acertábamos ni una. Ahora
algunos dicen que el gusto de extinguirse, la pasión de ser destruidos eran
propios del espíritu de nosotros los Dinosaurios ya desde antes. No sé: yo ese
sentimiento jamás lo he experimentado; si otros lo conocían, es porque ya se
sentían perdidos.
Prefiero no volver con la memoria a la época de la
gran mortandad. Nunca hubiera creído librarme de ella. La larga migración me
puso a salvo, la hice a través de un cementerio de osamentas descarnadas, en
las cuales sólo una cresta, o un cuerno, o la placa de una coraza, o un jirón
de piel toda escamas recordaba el esplendor antiguo del ser viviente. Y sobre
esos restos trabajaron los picos, los colmillos, las ventosas de los nuevos
amos del planeta. Cuando no vi más huellas ni de vivos ni de muertos me detuve.
En aquellos altiplanos desiertos pasé muchos y
muchos años. Había sobrevivido a las emboscadas, a las epidemias, a la
inanición, al hielo, pero estaba solo. Seguir allí eternamente no podía. Me
puse en camino para bajar.
El mundo había cambiado: no reconocía ni los
montes ni el río ni las plantas. La primera vez que vi seres vivientes me
escondí; eran una manada de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes. —¡Eh,
tú! —Me habían descubierto, y en seguida me pasmó aquel modo familiar de
apostrofarme. Escapé; me persiguieron. Hacía milenios que estaba acostumbrado a
provocar terror en torno de mí, y a sentir terror de las reacciones ajenas al
terror que provocaba. Ahora nada—: ¡Eh, tú! —Se acercaban a mí como si nada, ni
hostiles ni asustados.
—¿Por qué corres? ¿Qué te pasa por la cabeza?
—Querían solamente que les indicara el camino para ir no sé dónde. Balbuceé que
no era del lugar. —¿Qué te ocurre que escapas? —dijo uno—. ¡Parecería que
hubieras visto... un Dinosaurio! —y los otros rieron. Pero en aquella carcajada
sentí por primera vez un tono de aprensión. Era una risa un poco forzada. Y uno
de ellos se puso grave y añadió—: No lo digas ni en broma. No sabes lo que
son...
Entonces, el terror de los Dinosaurios continuaba
en los Nuevos, pero quizá hacía varias generaciones que no los veían y no
sabían reconocerlos. Seguí mi camino, cauteloso pero impaciente por repetir el
experimento. En una fuente bebía una joven de los Nuevos; estaba sola. Me
acerqué despacito, estiré el cuello para beber a su lado; ya presentía su grito
desesperado apenas me viera, su fuga afanosa. Daría la señal de alarma,
vendrían los Nuevos armados a darme caza... En el momento me había arrepentido
ya de mi gesto; si quería salvarme debía destrozarla en seguida: recomenzar...
La joven se volvió, dijo: —¿No es cierto que está
fresca? —Se puso a conversar amablemente, con frases un poco de circunstancias,
como se hace con los extranjeros, a preguntarme si venía de lejos y si había
tenido lluvia o buen tiempo en el viaje. Yo nunca hubiera imaginado que se
pudiese hablar así, con no-Dinosaurios, y estaba todo tenso y casi mudo.
—Yo siempre vengo a beber aquí —me dijo—, a la
Fuente del Dinosaurio...
Enderecé bruscamente la cabeza, abrí los ojos
hasta desorbitarme.
—Sí, sí, la llaman así, la Fuente del Dinosaurio,
desde tiempos antiguos. Dicen que una vez se escondió aquí un Dinosaurio, uno
de los últimos, y al que venía a beber le saltaba encima y lo despedazaba,
¡madre mía!
Hubiera querido desaparecer. "Ahora se da
cuenta de quién soy —pensaba—, ¡ahora me observa mejor y me reconoce!", y
como hace el que no quiere que lo miren, yo tenía los ojos bajos y enroscaba la
cola como para esconderla. Tal era el esfuerzo nervioso que cuando ella, toda
sonriente, me saludó y siguió su camino, me sentí cansado como si hubiera librado
una batalla, de aquellas de la época en que nos defendíamos con dientes y uñas.
Me di cuenta de que ni siquiera había sido capaz de contestarle buenos días.
Llegué a la orilla de un río donde los Nuevos
tenían sus guaridas y vivían de la pesca. Para hacer un embalse en el río donde
el agua, menos rápida, retuviera a los peces, construían un dique de ramas.
Apenas me vieron, alzaron la cabeza del trabajo y se detuvieron; me miraron, se
miraron entre sí, como interrogándose, siempre en silencio. "Ahora se arma
—pensé—, no me queda más que vender caro el pellejo", y me preparé al
salto.
Por fortuna supe detenerme a tiempo. Aquellos
pescadores no tenían nada contra mí: viéndome robusto, querían preguntarme si
podía quedarme con ellos para trabajar en el transporte de madera.
—Éste es un lugar seguro —insistieron, frente a mi
aire perplejo—. Dinosaurios, desde la época de los abuelos de nuestros abuelos
no se los ve...
A ninguno se le ocurría sospechar quién podía ser
yo. Me quedé. El clima era bueno, la comida desde luego no para nuestros gustos
pero discreta, y un trabajo no demasiado pesado, dada mi fuerza. Me llamaban
por un sobrenombre: "el Feo", porque era distinto de ellos, no por
otra cosa. Estos Nuevos, no sé cómo diablos les llaman ustedes, Pantoteros o algo
por el estilo, eran de una especie todavía un poco informe, de la cual en
realidad salieron todas las demás especies, y ya en aquel tiempo entre un
individuo y otro se pasaba por las más variadas semejanzas y desemejanzas
posibles, de manera que yo, aunque de un tipo completamente distinto, tuve que
convencerme de que al fin y al cabo no llamaba tanto la atención.
No es que me acostumbrara del todo a esta idea:
seguía sintiéndome siempre un Dinosaurio entre enemigos, y todas las noches,
cuando empezaban a contar historias de Dinosaurios, transmitidas de generación
en generación, yo retrocedía en la sombra con los nervios tensos.
Eran historias aterradoras. Los oyentes, pálidos,
irrumpiendo cada tanto con gritos de espanto, estaban pendientes de los labios
del que contaba, quien, a su vez, traicionaba en su voz una emoción no menor.
Pronto tuve la evidencia de que esas historias eran sabidas de todos (a pesar
de que constituyeran un repertorio bastante copioso), pero al escucharlas el
espanto se renovaba cada vez. Los Dinosaurios eran presentados como monstruos,
descritos con detalles que jamás hubieran permitido reconocerlos, y destinados
tan sólo a acarrear perjuicios a los Nuevos, como si los Nuevos hubieran sido
desde el principio los moradores más importantes de la Tierra, y nosotros no
hubiéramos tenido otra cosa que hacer más que andarles detrás de la mañana a la
noche. Para mí, pensar en nosotros los Dinosaurios era en cambio recorrer con
la mente una larga serie de peripecias, de agonías, de lutos; las historias que
de nosotros contaban los Nuevos estaban tan lejos de mi experiencia que
hubieran debido dejarme indiferente, como si hablaran de extraños, de
desconocidos. Y sin embargo, escuchándolas yo comprendía que nunca había
pensado en lo que parecíamos a los demás, y que entre muchas patrañas aquellos
relatos, en algunos detalles y desde el especial punto de vista de ellos,
estaban en lo cierto. En mi mente sus historias de terrores infligidos por
nosotros, se confundían con mis recuerdos de terror sufrido: cuanto más me
enteraba de lo que habíamos hecho temblar, más temblaba.
Contaban una historia cada uno, y en cierto
momento: —Y el Feo, ¿qué dice? —preguntan—. ¿Tú no tienes historias que contar?
¿En tu familia no han ocurrido aventuras con los Dinosaurios?
—Sí, pero... —farfullaba— ha pasado tanto
tiempo... si supierais...
La que venía en mi ayuda en aquellos trances era
Flor de Helecho, la joven de la fuente. —Dejadlo en paz... Es forastero,
todavía no se ha aclimatado, habla mal nuestra lengua...
Terminaban por cambiar de tema. Yo respiraba.
Entre Flor de Helecho y yo se había establecido
una especie de confianza. Nada demasiado íntimo: nunca me había atrevido a
rozarla. Pero hablábamos largo y tendido. Es decir, era ella la que me contaba
muchas cosas de su vida; yo, por temor de traicionarme, de hacerle sospechar mi
identidad, me mantenía siempre en las generalidades. Flor de Helecho me contaba
sus sueños: —Anoche vi a un Dinosaurio enorme, espantoso, que echaba fuego por
las narices. Se acerca, me toma por la nuca, me lleva, quiere comerme viva. Era
un sueño terrible, terrible, pero yo, qué extraño, no estaba nada asustada, no,
¿cómo decirte? me gustaba...
Por aquel sueño hubiera debido comprender muchas
cosas, y sobre todo una: que Flor de Helecho no deseaba otra cosa que ser
agredida. Había llegado el momento, para mí, de abrazarla. Pero el Dinosaurio
que ellos imaginaban era demasiado distinto del Dinosaurio que era yo, y este
pensamiento me volvía aún más tímido y diferente. En una palabra, perdí una
buena oportunidad. Después, el hermano de Flor de Helecho volvió de la
temporada de pesca en la llanura, la joven estaba mucho más vigilada, y
nuestras conversaciones escasearon.
El hermano, Zahn, desde que me vio adoptó un aire
suspicaz. —¿Y ése quién es? ¿De dónde viene? —preguntó a los otros,
señalándome.
—Es el Feo, un forastero que trabaja en la madera
—le dijeron—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?
—Quisiera preguntárselo a él —dijo Zahn, con aire
torvo—. Eh, tú, ¿qué tienes de raro?
¿Qué debía responder? —¿Yo? Nada...
—Porque tú, a tu parecer, no eres raro, ¿eh? —y se
rió. Aquella vez terminó ahí, pero yo no me esperaba nada bueno.
Zahn era uno de los tipos más decididos del
pueblo. Había corrido mundo y demostraba saber muchas más cosas que los otros.
Cuando oía las habituales conversaciones sobre los Dinosaurios, le asaltaba una
especie de impaciencia. —Patrañas —dijo una vez—, todas patrañas las vuestras.
Quisiera veros si llegara aquí un Dinosaurio de verdad.
—Hace tanto tiempo que no existen —intervino un
pescador.
—No tanto —dijo Zahn con una risita burlona—,
nadie ha dicho que no ande todavía alguna manada por los campos... En la
llanura, los nuestros se turnan para vigilar día y noche. Pero allí pueden
fiarse de todos, no admiten a tipos que no conocen... —y detuvo en mí la
mirada, con intención.
Era inútil prolongar la situación: mejor agarrar
el toro por los cuernos, en seguida. Di un paso adelante.
—¿Por qué te la tomas conmigo? —pregunté.
—Me la tomo con alguien que no sabemos de quién ha
nacido ni de dónde viene, y pretende comer de lo nuestro, y cortejar a nuestras
hermanas...
Uno de los pescadores asumió mi defensa: —El Feo
se gana la vida; es de los que trabajan duro... —Será capaz de llevar troncos
sobre el lomo, no lo niego —insistió Zahn—, pero en un momento de peligro,
cuando tengamos que defendernos con dientes y uñas, ¿quién nos garantiza que se
portará como es debido?
Comenzó una discusión general. Lo extraño era que
la posibilidad de que yo fuese un Dinosaurio nunca se tenía en cuenta; la culpa
que se me achacaba era la de ser Distinto, un Extranjero y por lo tanto
Sospechoso; y el punto debatido era en qué medida mi presencia aumentaba el
peligro de un eventual retorno de los Dinosaurios.
—Quisiera verlo en el combate, con esa boquita de
lagartija —seguía provocándome Zahn, despectivo.
Me le acerqué, brusco, nariz contra nariz. —Puedes
verme ahora mismo, si no escapas.
No se lo esperaba. Miró alrededor. Los otros
hicieron rueda. Ahora no quedaba más que pelear.
Avancé, esquivé un mordisco torciendo el cuello,
ya le había asestado una patada que lo revolcó patas arriba, y me le fui
encima. Era un movimiento equivocado: como si no lo supiera, como si no hubiera
visto morir Dinosaurios a arañazos y mordiscos en el pecho y en el vientre,
mientras creían que habían inmovilizado al enemigo. Pero la cola todavía sabía
usarla para mantenerme firme; no quería dejarme tumbar; hacía fuerza pero
sentía que estaba por ceder...
Entonces uno del público gritó: —¡Dale, fuerza,
Dinosaurio! —Saber que me habían desenmascarado y volver a ser el de antes fue
todo uno: perdido por perdido lo mismo daba hacerles sentir el anriguo espanto.
Y golpeé a Zahn, una, dos, tres veces...
Nos separaron. —Zahn, te lo habíamos dicho: el Feo
tiene músculos. ¡Con el Feo no se bromea! —y se reían y me felicitaban, me
daban manotones en la espalda. Yo, que me creía descubierto, no entendía nada;
sólo más tarde comprendí que el apostrofe de "Dinosaurio" era una manera
de decir, de animar a los rivales en una especie de: "¡Dale que te lo
cargas!", y ni siquiera se sabía si me lo habían gritado a mí o a Zahn.
Desde aquel día todos me respetaron. Hasta Zahn me
alentaba, me andaba detrás para verme dar nuevas pruebas de fuerza. Debo decir
que también sus discursos habituales sobre los Dinosaurios habían cambiado un
poco, como sucede cuando uno se cansa de juzgar las cosas de la misma manera y
la moda comienza a tomar otra dirección. Ahora, si querían criticar alguna cosa
en el pueblo, habían adquirido la costumbre de decir que entre los Dinosaurios
no hubieran sucedido ciertas cosas, que los Dinosaurios podían dar el ejemplo
en muchos casos, que en el comportamiento de los Dinosaurios en esta o aquella
situación (por ejemplo de la vida privada) no había nada que criticar. En una
palabra, parecía asomar casi una admiración póstuma por esos Dinosaurios de los
cuales nadie sabía nada preciso.
A mí una vez se me ocurrió decir: —No exageremos:
¿qué creéis que era un Dinosaurio, al fin y al cabo?
Me reconvinieron: —Calla, ¿tú qué sabes si nunca
los viste?
Quizás era el momento justo de empezar a llamar al
pan pan. —¡Sí que los ví —exclamé—, y si queréis os puedo explicar cómo eran!
No me creyeron: pensaban que quería tomarles el
pelo. Para mí, esta nueva manera que tenían de hablar de los Dinosaurios era
casi tan insoportable como la de antes. Porque —aparte del dolor que sentía por
el cruel destino de mi especie— yo la vida de los Dinosaurios la conocía desde
adentro, sabía cómo entre nosotros prevalecía una mentalidad limitada, llena de
prejuicios, incapaz de ponerse a la altura de las situaciones nuevas. ¡Y ahora
tenía que ver cómo éstos tomaban por modelo aquel mundo nuestro pequeño, tan
retrógrado, tan —digámoslo— aburrido! ¡Tenía que soportar cómo me imponían
ellos una suerte de sagrado respeto por mi especie, yo que nunca lo había
sentido! Pero en el fondo era que justo que fuera así: estos Nuevos, ¿en qué se
diferenciaban de los Dinosaurios de los buenos tiempos? Seguros en su pueblo,
con los diques y las pesquerías, les había asomado también una jactancia, una
presunción... ¡Me pasaba que sentía ante ellos la misma impaciencia que me
había producido mi ambiente, y cuanto más los oía admirar a los Dinosaurios,
más detestaba a los Dinosaurios y a ellos al mismo tiempo!
—Sabes, anoche soñé que iba a pasar un Dinosaurio
delante de mi casa —me dijo Flor de Helecho—, un Dinosaurio magnífico, un
príncipe o un rey de los Dinosaurios. Yo me ponía bonita, me ataba una cinta en
la cabeza y me asomaba a la ventana. Trataba de atraer la atención del
Dinosaurio, le hacía una reverencia, pero él ni siquiera se daba cuenta, no se
dignaba echarme una mirada...
Este sueño me dio una nueva clave para comprender
el estado de ánimo de Flor de Helecho con respecto a mí: la joven debía de
haber confundido mi timidez con una desdeñosa soberbia. Ahora que lo pienso,
comprendo que me hubiera bastado insistir un poco en aquella actitud, demostrar
un altivo desapego, y la hubiera conquistado del todo. En cambio la revelación
me conmovió tanto que me arrojé a sus pies con lágrimas en los ojos, diciendo:
—No, no, Flor de Helecho, no es como tú crees, tú eres mejor que cualquier
Dinosaurio, cien veces mejor, y yo me siento tan inferior a ti...
Flor de Helecho se puso rígida, dio un paso atrás.
—¿Pero qué estás diciendo?
No era lo que ella esperaba; estaba desconcertada
y encontraba la escena un poco desagradable. Yo me di cuenta demasiado tarde;
me rehíce en seguida, pero una atmósfera de incomodidad pesaba ahora entre
nosotros.
No hubo tiempo de pensarlo, con todo lo que
sucedió después. Mensajeros jadeantes llegaron a la aldea. —¡Vuelven los
Dinosaurios!— Se había visto una manada de monstruos desconocidos corriendo
furiosa por la llanura. Si seguían a aquel paso al alba del día siguiente
atacarían la aldea. Se dio la señal de alarma.
Pueden imaginarse la tempestad de sentimientos que
se desencadenó en mi pecho a la noticia: ¡mi especie no estaba extinguida,
podía reunirme con mis hermanos, recomenzar la antigua vida! Pero el recuerdo
de la antigua vida que me volvía a la mente era la serie interminable de
derrotas, fugas, peligros; recomenzar significaba quizás tan sólo un temporario
suplemento de aquella agonía, el retorno a una fase que me hacía la ilusión de
haber cerrado ya. Ahora había alcanzado, aquí en la aldea, una especie de nueva
tranquilidad y me pesaba perderla.
El ánimo de los Nuevos también estaba dividido
entre sentimientos diferentes. Por un lado el pánico, por el otro el deseo de
triunfar del viejo enemigo, por otro también la idea de que si los Dinosaurios
habían sobrevivido y ahora avanzaban en busca de un desquite, era señal de que
nadie podía detenerlos, y no estaba excluido que una victoria de ellos, aun que
fuese despiadada, pudiera constituir un bien para todos. Los Nuevos querían, en
una palabra, al mismo tiempo defenderse, huir, exterminar al enemigo, ser
vencidos; y esta inseguridad se reflejaba en el desorden de sus preparativos de
defensa.
—¡Un momento! —gritó Zahn—. ¡Hay uno solo entre
nosotros que está en condiciones de tomar el mando! ¡El más fuerte de todos, el
Feo!
—¡Es cierto! ¡El Feo es el que debe mandarnos!
—dijeron en corro todos los otros—. ¡Sí, sí, el mando al Feo! —y se ponían a
mis órdenes.
—Pero no, cómo queréis que yo, un extranjero, no
estoy a la altura... —me defendía yo. No hubo modo de convencerlos.
¿Qué debía hacer? Aquella noche no pude cerrar los
ojos. La voz de la sangre me obligaba a desertar y a reunirme con mis hermanos;
la lealtad hacia los Nuevos que me habían acogido y brindado hospitalidad y
confiado en mí quería, en cambio, que me considerase de parte de ellos; además
sabía bien que ni los Dinosaurios ni los Nuevos merecían que se moviera un dedo
por ellos. Si los Dinosaurios trataban de restablecer su dominio con invasiones
y matanzas, era señal de que no habían aprendido nada con la experiencia, que
habían sobrevivido sólo por error. Y los Nuevos era evidente que dándome a mí
el mando habían encontrado la solución más cómoda: descargar todas las responsabilidades
en un extranjero que podía ser tanto el salvador como, en caso de derrota, un
chivo expiatorio que se entrega al enemigo para calmarlo, o bien un traidor que
puesto en manos del enemigo realizara el sueño inconfesable de los Nuevos, de
ser dominados por los Dinosaurios. En una palabra, no quería saber nada ni de
unos ni de otros; ¡que se degollasen entre ellos!; me importaba un rábano de
todos. Tenía que escapar cuanto antes, dejarlos que se cocinaran en su salsa,
no tener nada más que ver con esas viejas historias.
Esa misma noche, escurriéndome en la oscuridad,
dejé la aldea. El primer impulso era alejarme lo más posible del campo de
batalla, regresar a mis refugios secretos; pero la curiosidad fue más fuerte:
volver a ver a mis semejantes, saber quién vencería. Me escondí en lo alto de
unas rocas que dominaban el embalse del río, y esperé el alba.
Con la luz, aparecieron figuras en el horizonte.
Avanzaban a la carga. Antes de distinguirlos bien, ya podía excluir que los
Dinosaurios hubieran corrido con tan poca gracia. Cuando los reconocí no sabía
si reír o avergonzarme. Rinocerontes, una manada, de los primeros, grandes y
bastos y torpes, cubiertos de protuberancias de materia córnea, pero en esencia
inofensivos, dedicados a comer hierba: ¡con eso habían confundido a los
antiguos Reyes de la Tierra!
La manada de rinocerontes galopó con ruido de
trueno, se detuvo a lamer unas matas, reanudó la carrera hacia el horizonte sin
percatarse siquiera de los destacamentos de pescadores.
Volví corriendo a la aldea. —¡No se han dado
cuenta de nada! ¡No eran Dinosaurios! —anuncié—. ¡Rinocerontes, eso es lo que
eran! ¡Ya se fueron! ¡No hay más peligro! —Y añadí, para justificar mi
deserción nocturna—: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y contaros!
—Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran
Dinosaurios —dijo con calma Zahn—, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un
héroe —y me volvió la espalda.
Sí, se habían desilusionado: de los Dinosaurios,
de mí. Entonces sus historias de Dinosaurios se convirtieron en chistes en los
cuales los terribles monstruos aparecían como personajes ridículos. A mí no me
afectaba ese espíritu mezquino. Ahora reconocía la grandeza de alma que nos
había hecho elegir la desaparición antes que vivir en un mundo que ya no era
para nosotros. Si yo sobrevivía era solamente para que un Dinosaurio siguiera
sintiéndose como tal en medio de esa gentuza que disfrazaba con bromas
triviales el miedo que todavía la dominaba. ¿Y qué otra opción podía
presentarse a los Nuevos sino entre irrisión y miedo?
Flor de Helecho reveló una actitud distinta
contándome un sueño: —Había un Dinosaurio, cómico, verde verde, y todos le
tomaban el pelo, le tiraban de la cola. Y me di cuenta de que, con ser
ridículo, era la más triste de las criaturas, y de sus ojos amarillos y rojos
corría un río de lágrimas.
¿Qué sentí al oír aquellas palabras? ¿La negativa
a identificarme con las imágenes del sueño, el rechazo de un sentimiento que
parecía haberse convertido en piedad, la imposibilidad de tolerar la idea
disminuida que todos ellos se hacían de la dignidad dinosauria? Tuve un
arrebato de soberbia, me puse rígido y le eché a la cara unas pocas frases
despreciativas: —¿Por qué me aburres con esos sueños tuyos cada vez más
infantiles? ¡No sabes soñar más que estupideces!
Flor de Helecho estalló en lágrimas. Yo me alejé
encogiéndome de hombros.
Esto había sucedido en el muelle; no estábamos
solos; los pescadores no habían oído nuestro diálogo pero se habían dado cuenta
de mi estallido y de las lágrimas de la muchacha.
Zahn se sintió obligado a intervenir. —¿Pero quién
te crees que eres —dijo con voz agria— para faltarle el respeto a mi hermana?
Me detuve y no contesté. Si quería pelear, estaba
dispuesto. Pero el estilo de la aldea había cambiado los últimos tiempos: todo
lo tomaban a broma. Del grupo de pescadores salió un grito en falsete:
—¡Termínala, Dinosaurio!— Ésta era, lo sabía bien, una expresión burlona que
había empezado a usarse últimamente para decir: "Baja el copete, no
exageres", y así. Pero a mí me revolvió algo en la sangre.
—¡Sí, lo soy, si queréis saberlo —grité—, un
Dinosaurio, eso mismo! ¡Si nunca habéis visto un Dinosaurio, aquí me tenéis,
mirad!
Estalló una carcajada general de burla.
—Yo vi uno ayer —dijo un viejo—, salió de la
nieve. —A su alrededor reinó de pronto el silencio.
El viejo volvía de un viaje a las montañas. El
deshielo había fundido un antiguo glaciar y había asomado un esqueleto de
Dinosaurio.
La noticia se propaló por la aldea. —¡Vamos a ver
al Dinosaurio!— Todos subieron corriendo la montaña y yo con ellos.
Dejando atrás una morrena de guijarros, troncos
arrancados, barro y osamentas de pájaros, se abría un pequeño valle en forma de
concha. Un primer velo de líquenes verdecía las rocas liberadas del hielo. En
el medio, tendido como si durmiera, con el cuello estirado por los intervalos
de las vértebras, la cola desplegada en una larga línea serpentina, yacía un
esqueleto de Dinosaurio gigantesco. La caja torácica se arqueaba como una vela
y cuando el viento golpeaba contra los listones chatos de las costillas parecía
que aún le latiera dentro un corazón invisible. El cráneo había girado hasta
quedar torcido, la boca abierta como en un último grito.
Los Nuevos corrieron hasta allí dando voces
jubilosas: frente al cráneo se sintieron mirados fijamente por las órbitas
vacías; permanecieron a unos pasos de distancia, silenciosos; después se
volvieron y reanudaron su necio jolgorio. Hubiera bastado que uno de ellos
pasase su mirada del esqueleto a mí, que estaba contemplándolo, para darse
cuenta de que éramos idénticos. Pero nadie lo hizo. Aquellos huesos, aquellos
colmillos, aquellos miembros exterminadores, hablaban una lengua ahora
ilegible, ya no decían nada a nadie, salvo aquel vago nombre que había perdido
relación con las experiencias del presente.
Yo seguía mirando el esqueleto, el Padre, el
Hermano, el igual a mí, Yo Mismo; reconocía mis miembros descarnados, mis
rasgos grabados en la roca, todo lo que habíamos sido y ya no éramos, nuestra
majestad, nuestras culpas, nuestra ruina.
Ahora aquellos despojos servirían a los Nuevos,
distraídos ocupantes del planeta, para señalar un punto del paisaje, seguirían
el destino del nombre "Dinosaurio" convertido en un sonido opaco sin
sentido. No debía permitirlo. Todo lo que incumbía a la verdadera naturaleza de
los Dinosaurios tenía que permanecer oculto. En la noche, mientras los Nuevos
dormían en torno al esqueleto embanderado, trasladé y sepulté vértebra por
vértebra a mi Muerto.
Por la mañana los Nuevos no encontraron huellas
del esqueleto. No se preocuparon mucho. Era un nuevo misterio que se añadía a
los tantos relacionados con los Dinosaurios. Pronto se les borró de la memoria.
Pero la aparición del esqueleto dejó una huella,
en el sentido de que en todos ellos la idea de los Dinosaurios quedó unida a la
de un triste fin, y en las historias que contaban ahora predominaba un acento
de conmiseración, de pena por nuestros padecimientos. Esta compasión de nada me
servía. ¿Compasión de qué? Si una especie había tenido jamás una evolución plena
y rica, un reino largo y feliz, había sido la nuestra. La extinción era un
epílogo grandioso, digno de nuestro pasado. ¿Qué podían entender esos tontos?
Cada vez que los oía ponerse sentimentales con los pobres Dinosaurios, me daban
ganas de tomarles el pelo, de contar historias inventadas e inverosímiles. En
adelante la verdad sobre los Dinosaurios no la comprendería nadie, era un
secreto que yo custodiaría sólo para mí.
Una banda de vagabundos se detuvo en la aldea.
Entre ellos había una joven. Me sobresalté al verla. Si mis ojos no me
engañaban, aquélla no tenía en las venas sólo sangre de los Nuevos: era una
mulata, una mulata dinosauria. ¿Lo sabía? Seguramente que no, a juzgar por su
desenvoltura. Quizá no uno de los padres, pero uno de los abuelos o bisabuelos
o trisabuelos había sido Dinosaurio, y los caracteres, la gracia de movimientos
de nuestra progenie, volvían a aparecer en un gesto casi desvergonzado,
irreconocible ahora para todos, incluso para ella. Era una criatura graciosa y
alegre; en seguida le anduvo detrás un grupo de cortejantes, y entre ellos el
más asiduo y enamorado era Zahn.
Empezaba el verano. La juventud daba una fiesta en
el río. —¡Ven con nosotros! —me invitó Zahn, que después de tantas peleas
trataba de hacerse amigo; después se puso a nadar junto a la Mulata.
Me acerqué a Flor de Helecho. Quizá había llegado
el momento de buscar un entendimiento. —¿Qué soñaste anoche? —pregunté, por
iniciar una conversación.
Permaneció con la cabeza baja. —Vi a un Dinosaurio
que se retorcía agonizando. Reclinaba la cabeza noble y delicada, y sufría,
sufría... Yo lo miraba, no podía despegar los ojos de él y me di cuenta de que
sentía un placer sutil viéndolo sufrir...
Los labios de Flor de Helecho se estiraban en un
pliegue maligno que nunca le había notado. Hubiera querido sólo demostrarle que
en aquel juego suyo de sentimientos ambiguos y oscuros yo no tenía nada que
ver: yo era de los que gozan de la vida, el heredero de una estirpe feliz. Me
puse a bailar a su alrededor, la salpiqué con el agua del río agitando la cola.
—¡No se te ocurren más que conversaciones tristes!
—dije, frívolo—. ¡Termínala, ven a bailar!
No me entendió. Hizo una mueca.
—¡Y si no bailas conmigo, bailaré con otra!
—exclamé. Tomé por una pata a la Mulata, llevándomela en las propias narices de
Zahn, que primero la miró alejarse sin entender, tan absorto estaba en su
contemplación amorosa, después tuvo un sobresalto de celos. Demasiado tarde; la
Mulata y yo ya nos habíamos zambullido en el río y nadábamos hacia la otra
orilla, para escondernos en los matorrales.
Quizá sólo quería dar a Flor de Helecho una prueba
de quién era realmente yo, desmentir las ideas siempre equivocadas que se había
hecho de mí. Y quizá me movía también un viejo rencor hacia Zahn, quería
ostentosamente rechazar su nuevo ofrecimiento de amistad. O bien, más que nada,
las formas familiares y sin embargo insólitas de la Mulata eran las que me
daban ganas de una relación natural, directa, sin pensamientos secretos, sin
recuerdos.
La caravana de vagabundos partiría por la mañana.
La Mulata consintió en pasar la noche en los matorrales. Me quedé haciendo el
amor con ella hasta el alba.
Éstos no eran sino episodios efímeros de una vida
por lo demás tranquila y escasa de acontecimientos. Había dejado hundirse en el
silencio la verdad acerca de mí y acerca de la era de nuestro reino. Ahora de
los Dinosaurios casi no se hablaba; tal vez nadie creía ya que hubieran
existido. Hasta Flor de Helecho había dejado de soñar con ellos.
Cuando me contó: —Soñé que en una caverna quedaba
el único sobreviviente de una especie cuyo nombre nadie recordaba, y yo iba a
preguntárselo, y estaba oscuro, y yo sabía que estaba allí, y no lo veía, y
sabía bien quién era y cómo era pero no hubiera podido decirlo, y no entendía
si era él el que contestaba a mis preguntas o yo a las suyas... —fue para mí la
señal de que finalmente había empezado un entendimiento amoroso entre nosotros,
como lo deseaba desde que me había detenido por primera vez en la fuente y aún
no sabía si me sería permitido sobrevivir.
Desde entonces había aprendido tantas cosas, y
sobre todo la forma en que vencen los Dinosaurios. Primero creí que desaparecer
habría sido para mis hermanos la magnánima aceptación de una derrota; ahora
sabía que los Dinosaurios cuanto más desaparecen más extienden su dominio, y
sobre selvas mucho más inmensas que las que cubren los continentes: en la
maraña de pensamientos del que se queda. Desde la penumbra de los miedos y las
dudas de generaciones ahora ignaras, continuaban extendiendo el cuello,
levantando sus zarpas, y cuando la última sombra de su imagen se había borrado,
su nombre continuaba superponiéndose a todos los significados, perpetuando su
presencia en las relaciones entre los seres vivientes. Ahora, borrado hasta el
nombre, les aguardaba convertirse en una sola cosa con los moldes mudos y
anónimos del pensamiento, a través de los cuales cobran forma y sustancia las
cosas pensadas: por los Nuevos, y por los que vendrían aún después.
Miré alrededor: la aldea que me había visto llegar
como extranjero, ahora bien podía decirla mía, y decir mía a Flor de Helecho:
de la manera en que un Dinosaurio puede decirlo. Por eso, con un silencioso
gesto de saludo me despedí de Flor de Helecho, dejé la aldea, me fui para
siempre.
Por el camino miraba los árboles, los ríos y los
montes y no sabía distinguir los que ya estaban en los tiempos de los
Dinosaurios y los que habían venido después. Alrededor de algunas guaridas
habían acampado unos vagabundos. Reconocí de lejos a la Mulata, siempre
agradable, un poco más gorda. Para que no me vieran me resguardé en el bosque y
la espié. La seguía un hijito que apenas podía correr sobre sus piernas
meneando la cola. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a un pequeño Dinosaurio tan
perfecto, tan pleno de la exacta esencia de Dinosaurio, y tan ignorante de lo
que el nombre Dinosaurio significaba?
Lo esperé en un claro del bosque para verlo jugar,
perseguir una mariposa, deshacer una piña contra una piedra para sacar los
piñones. Me acerqué. Era realmente mi hijo.
Me miró con curiosidad. —¿Quién eres? —preguntó.
—Nadie —dije—. Y tú, ¿sabes quién eres?
—¡Claro! Lo saben todos: ¡soy un Nuevo! —dijo.
Era exactamente lo que esperaba oír. Le acaricié
la cabeza, le dije: —Muy bien —y me fui. Recorrí valles y llanuras. Llegué a
una estación, tomé el tren, me confundí con la multitud.
sábado, 26 de noviembre de 2022
William Shand ( (Glasgow ,1902 - Buenos Aires, 1997)
Lo que estaba por decir
Lo que
estaba por decir
no es para
los jóvenes
imbuidos del
despliegue
de sus
recursos.
Ni para el
joven
que deambula
por un valle
de callados
deseos.
No es para
los hombres
que cabalgan
una causa
con la
mirada puesta en las conquistas
que se
marchitan
antes de su
consagración.
Ni para
aquellos
que dan
porque temen.
Lo que
estaba por decir
no es para
valientes,
que desde
hace mucho conocen
los peligros
de la seguridad;
ni para los
tímidos,
acorralados
tras su
lujuria.
No es para
los fuertes
obstaculizados
por una carga,
donde sus
recursos
de nada sirven.
No para los
que engendran
distantes
del amor,
inquietos
por sus sueños.
Lo que
estaba por decir
es mejor que
no lo diga.
Balance final
Debieras estudiar contabilidad
te ayudaría a evaluar
ganancias y pérdidas, deudas y
créditos,
con un balance final
que revelara el estado auténtico
de tu estructura
Es harto inútil
lamentar tus desdichas
desordenadamente
y a la vez despreciar las alegrías
que aguardan tu reconocimiento
para lo que no estás preparado.
Debes reordenarte;
reponer tus fragmentos
donde en verdad pertenecen;
removerles el verdín,
y luego aspirar profundamente
la belleza que no has advertido.