sábado, 22 de febrero de 2020

Nazim Hikmet (Salónica, 1902 - Moscú, 1963)



Me acostumbro a envejecer

Me acostumbro a envejecer, es el oficio más difícil del mundo,
llamar a las puertas por última vez,
la separación para siempre.
Horas que corréis, corréis, corréis...
Trato de comprender a costa de dejar de creer.
Te iba a decir una palabra pero no pude.
En mi mundo el sabor de un pitillo por la mañana con el estómago vacío.
La muerte antes de llegar me envió su soledad.
Envidio a los que no se dan cuenta de que envejecen,
tan ocupados están con sus cosas.

12 de enero de 1963

Autobiografía

Nací en 1902
no he vuelto nunca a mi ciudad natal
no me gustan los retornos
a los tres años en Alepo era nieto de bajá
a los diecinueve estudiante en la universidad comunista de Moscú
a los cuarenta y nueve otra vez en Moscú invitado por el Comité Central
y desde los catorce años soy poeta
hay hombres que conocen las diferentes clases de hierbas; otros, de peces;
yo, de separaciones
hay hombres que se saben de memoria el nombre de cada estrella;
yo, de nostalgias
he dormido en las cárceles y en los grandes hoteles
he conocido el hambre y también la huelga de hambre y no hay plato
que no haya probado
a los treinta años quisieron ahorcarme
a los cuarenta y ocho quisieron concederme el Premio mundial de la Paz
y me lo concedieron
a los treinta y seis durante medio año sólo pude recorrer cuatro metros
cuadrados de hormigón
a los cincuenta y nueve volé desde Praga a La Habana
en dieciocho horas
no conocí a Lenin pero hice la guardia de honor junto a su féretro en 1924
en 1961 el mausoleo que visito son sus libros
han intentado alejarme de mi partido
pero han fracasado
tampoco he sido aplastado por los ídolos caídos
en 1951 viajé por mar hacia la muerte con un joven camarada
en 1952 con el corazón cascado esperé la muerte durante cuatro meses
estuve locamente celoso de las mujeres a las que amé
no envidié a nadie ni siquiera a Charlot
engañé a mis mujeres
pero nunca hablé mal de mis amigos a sus espaldas
he bebido pero no soy un borracho
tuve la suerte de ganarme siempre el pan con el sudor de mi frente
si mentí fue porque sentí vergüenza ajena
por piedad
pero también he mentido porque sí
he montado en tren en avión y en coche
la mayoría no puede hacerlo
he ido a la ópera
la mayoría no puede ir y ni siquiera sabe que existe
sin embargo desde 1921 no voya muchos de los sitios
donde va la mayoría la mezquita la iglesia la sinagoga
el templo el curandero
pero a veces me gusta que me lean los posos de café
se me ha publicado en treinta o cuarenta lenguas
pero estoy prohibido en Turquía en mi propia lengua
hasta ahora no he tenido cáncer
tampoco es obligatorio
nunca seré primer ministro o algo parecido
tampoco me gustaría serlo
nunca he ido a la guerra
no he descendido a los refugios en medio de la noche
no he recorrido los caminos del exilio bajo el vuelo rasante de los avi0nes
pero me he enamorado ya cerca de los sesenta
camaradas en pocas palabras
hoy en Berlín aunque muerto de nostalgia
puedo decir que he vivido como un hombre
pero los años que me quedan por vivir
y las cosas que puedan sucederme
¿quién lo sabe?


Esta autobiografía fue escrita en Berlín Oriental el 11 de setiembre de 1961

miércoles, 19 de febrero de 2020

Baldomero Fernández Moreno ( Buenos Aires, Argentina, 1886 − 1950)


Setenta balcones y ninguna flor

Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?

La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?

¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?

Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...

¡Setenta balcones y ninguna flor!



domingo, 16 de febrero de 2020

"La madre de Ernesto" de Abelardo Castillo





Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
      Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
      –¡No!
      –Sí. Una mujer.
      –¿De dónde la trajo?
      Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
      –¿Por dónde anda Ernesto?
      En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
      –¿Qué tiene que ver Ernesto?
      Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
     –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?




Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
      –Atorranta, ¿no?
      Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
      –Si no fuera la madre...
      No dijo más que eso.
      Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
      –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
      Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
      –Pero es la madre.
      –La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
      –Y se los come.
      –Claro que se los come. ¿Y entonces?
      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
      Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
      –Se acuerdan cómo era.
      Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
      –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
      Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
      –No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
      Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
      –No se lo deben de haber prestado.
      –A lo mejor se echó atrás.
      Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
      –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
      –¿Cómo será ahora?
      –Quién... ¿la tipa?
      Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
      –Esto es una asquerosidad, che.
      –Tenés miedo – dije yo.
      –Miedo no; otra cosa.
      Me encogí de hombros:
      –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
      –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
      Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
      Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:
      –¿Y si nos echa?
      Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
      –Es Julio –dijimos a dúo.
      El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
      –Se la robé a mi viejo.
      Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
      –Fumaba, ¿te acordás?
      Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
      –¿Cuánto falta?
      –Diez minutos.
      Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
      Julio apretó el acelerador.
      –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
      –¡Qué castigo ni castigo!
      Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
      –¿Y si nos hace echar?
      –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
      A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
      –Llevalos arriba.
      La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
      –A ver si nos sacan una muela.
      Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
      –Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
      –¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
      Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
      Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
      –¿Quién pasa?
      Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
      –Qué sé yo. Cualquiera.
      Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
      
–¿Bueno?
      Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
      –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
      Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
      Cerrándose el deshabillé lo dijo.

sábado, 15 de febrero de 2020

Un cuento del libro Breves Amores Eternos de Pedro Mairal




Tatiana desnuda

Estábamos con el Tano duplicando películas porno con la videocasetera robada cuando sonó el teléfono. Pensé que era uno de esos llamados de mi familia para vigilarme. Me llamaban desde el teléfono en la terraza de la posada en Buzios. Mi mamá me preguntaba: ¿Estás estudiando? Sí. ¿Qué? Matemática. Bueno, seguí, me decía y yo oía detrás que pedían rabas y frango y caipirinhas. Me había llevado tres materias a marzo y en castigo me quedé en febrero solo en el departamento de Billinghurst. Mi amigo el Tano Vila, que también debía materias, venía todos los días. Cocinábamos arroz con manteca, o fideos con manteca, o pedíamos una pizza en "El caballito blanco". Veíamos televisión y nos dedicábamos a tareas semi delictivas.

Habíamos saltado al balcón del B y le habíamos sacado la videocasetera a mi vecino el gordo Molina que en una época iba a nuestro mismo colegio pero un año más arriba. No nos parecía peligroso. A mí una sola vez me dio vértigo cuando, colgado en el vacío para esquivar la división de los balcones, perdí una ojota y la vi caer a la vereda desde el piso 9. Lo odiábamos al gordo Molina. En los últimos años de primaria se hacía el capo en el patio y te mandaba traer por un grupito de chupamedias para interrogarte y pegarte de a varios. Invadir su depto y usarle las cosas era un acto de justicia. Teníamos que tener cuidado. Su familia veraneaba también en febrero pero no estábamos seguros de cuándo volvían. Al padre le gustaban los juguetes caros y nosotros los probábamos de vez en cuando. Después había que dejar todo en su lugar.

Le habíamos sacado la videocasetera para duplicar videos porno y venderlos en nuestro curso cuando empezaran las clases. Alquilábamos las películas en un video club de la calle Paunero donde no nos preguntaban nada. Como no teníamos plata para comprar casetes vírgenes, grabamos encima varios videos familiares: el casamiento de la hermana del Tano, las ballenas de Puerto Pirámide, videos de gimnasia de Jane Fonda y unas clases de sicología que mamá nunca más encontró. Era raro porque entre las escenas de orgías de New Wave Hookers o Garganta Profunda, de pronto la grabación daba un salto patinoso y por un instante aparecía Lacan en blanco y negro con una camisa floreada. Y en medio de Tracy Lords y Ginger Lynn gimiendo en una pileta californiana, se veían por un segundo los amigos rugbiers del cuñado del Tano todos chivados y eufóricos con las corbatas puestas de vincha bailando a los saltos "Oh l'amour".

En eso estábamos cuando sonó el teléfono, pero no era ninguno de mis viejos. Era Tatiana Silverman, una amiga de mi hermana más grande. Tenía diecinueve años o veinte y nosotros quince. Había venido un par de veranos con mi familia a Brasil. La última vez me había tocado viajar durante horas al lado de ella en el auto y se había quedado dormida arrinconándome con su culo redondo y el vestido de algodón medio trepado y pegado por el sudor. Me había puesto muy nervioso. Peter, me dijo, ¿te molesta si me voy a duchar a Billinghurst? Estoy sin luz y sin agua en casa. No, no hay drama, le dije. ¿A qué hora venís? Como a las cinco. Cuando corté y le conté al Tano, empezó a gritar: ¡La tenemos que filmar! ¡Es una oportunidad única! Estaba enloquecido.

El padre del gordo Molina tenía una Panasonic que grababa directo en VHS. Nos colgamos del balcón para buscarla. Hubo que pasar dos veces para traer también el cargador de la batería. Le decís que el baño de ustedes no anda, así se baña en el de tus viejos que tiene mampara de vidrio, sugería el Tano. Yo no estaba muy convencido. Se podía dar cuenta y contarle a mi hermana. Era una cámara gigante, aparatosa, no como los teléfonos mínimos de ahora. Hicimos unas pruebas escondiéndola en el canasto de la ropa sucia. Apretamos Rec, la guardamos entre la ropa abollada y el Tano se hacía el que se enjabonaba metido en zapatillas en la bañadera de mis viejos. Miramos el resultado. Se veía medio torcido y con una varilla de mimbre bloqueando la imagen, pero se veía.

A las cinco y cuarto cuando sonó el timbre de abajo, ya teníamos todo listo. Me galopaba el corazón. El Tano se fue por la escalera de servicio, porque se suponía que no tenía que estar ahí. Yo había lavado su plato y su vaso por si Tatiana entraba a la cocina. Por primera vez ese verano desparramé sobre la mesa del comedor mis apuntes y mi libro de matemática. Le dejé abierta la puerta de entrada, fui al baño, apreté Rec y me senté en el comedor como si estuviera muy concentrado. La oí cerrar el ascensor. ¿Te tienen preso acá, Peter?, me dijo cuando me vio. Me paré, la saludé. Me hice el cool. ¿Hasta cuándo se quedan en Buzios? Hasta el 27, por ahí. ¿Cuántas te llevaste? Tres, matemática, historia y biología. Que te sea leve. Me voy a bañar. Usá el baño de mis viejos que el otro no anda. Dale, dijo y se perdió hacia los cuartos.

Tati Silver en bikini y sandalias, con un solero que se soplaba de mirarlo. Yo sabía que se había metido en teatro, para horror de los Silverman. Y de mis viejos también. Mi hermana estaba empezando Arquitectura. Tatiana era para ella lo que el Tano era para mí: mala influencia. La escuché abrir la ducha y cerrar la puerta del baño. Tardó un rato. Después me pareció que daba unas vueltas. La vi venir de golpe con un turbante de toalla y su solero y apoyó la cámara delante mío. ¿Para qué pusiste esto? Lo repitió varias veces enojada. ¿Qué querías? Verte desnuda, le dije. Me miró. Entonces hizo lo inesperado: un hombro, otro hombro, y el solero cayó a sus tobillos y ella quedó desnuda delante de mí. Fue la primera mujer que vi desnuda de tan cerca.

¿Ya me viste? Me quedé callado. Se volvió a cubrir. ¿Tanto lío para eso? Si le contás a alguien, yo cuento lo que trataste de hacer, me dijo. Y después: Peter, avivate un poco, a las mujeres nos gustan los tipos que se animan a decir lo que quieren, no los pajeritos que andan espiando. Eso me dijo, y se fue. Y yo no se lo conté nunca a nadie, y eso que el Tano esa noche me taladró el oído para que le dijera qué había pasado. Creo que apreté mal el botón, le decía yo en la oscuridad de la azotea donde nos habíamos trepado para tratar de ver el cometa Halley. No se veía nada en el cielo, solo cables y nubes. Y en el video tampoco. Ella encontró la cámara ni bien entró en el baño. Al final yo pasé mis exámenes, me agarré mononucleosis, nos descubrieron, nos incautaron los videos, se armó un quilombo gigante. Pero tengo la belleza grabada en el cerebro. Tatiana desnuda, con un turbante de toalla.

jueves, 6 de febrero de 2020

Matar a un niño ( Stig Dagerman (Suecia, 1923-1954))






Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo, abrochándose la blusa. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día, en el tercer pueblo, un hombre feliz matará a un niño. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy darán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado del surtidor rojo de gasolina, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira por el visor de una máquina de fotos y ve un pequeño coche azul y, a su lado, a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de gasolina ajusta la tapa del depósito y les asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, la muchacha, en el asiento delantero, oye lo que él dice; cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el automóvil se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y goza del brillo y del olor a gasolina y a ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que en el primer pueblo el hombre cierra la puerta izquierda del coche y tira del botón de arranque, en el tercer pueblo la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que se ha abrochado la camisa y que se ha atado los cordones de los zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre la hierba. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la leche y las moscas. Sólo falta el azúcar, y la madre ordena a su hijo que corra a casa de los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, el padre le grita que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán hasta tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos de vida y que el bote permanecerá allí en donde está, todo el día y muchos otros días. No está lejos la casa de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño coche azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en la cocina con las tazas de café levantadas y observan al coche venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla el verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los suaves botes del coche, sueña en lo terso que estará.
¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar con el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?
Después, todo es demasiado tarde. Después, hay un coche azul cruzado en el camino, y una mujer que grita, retira la mano de la boca y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beberse el café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.
Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e, igualmente, cura muy mal la congoja del hombre feliz, que lo mató..
Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue culpa suya. Pero sabe que esto es mentira, y en los sueños de muchas noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para “hacer este solo minuto diferente”.
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

“Att döda ett barn” (1948)

domingo, 2 de febrero de 2020

Hugo Pinter ( Esperanza , Santa Fe, 1946)


Al volver


Busque mis manos grandes
y  entre la carne vi guardada
una ternura casi vieja, subí al aire y espere la voz
baje al camino y espere los pasos
corte una rosa y la tire al agua
para que perfume mi vino,
entonces tuve miedo
y junte las cenizas de la tarde
recordando que hace mucho, mucho tiempo
estuve ciego.


Renacer en un instante


Tus ojos gritaron verdades
que yo no recordaba
al tiempo que tu mano
calló la angustia
y no fue posible apartarla.

El vino se volvió amigo
cuando las agujas
cambiaron de sentido,
Entonces la frontera de los infinito
se disolvió en tu pelo,
entre las paredes blancas
recuperaste mi capacidad
por la aventura

Mienten los arquitectos

Mienten los arquitectos
(esconden sus razones)
la felicidad
de quien construye una casa
consiste en colocar la última ventana
ya que solo él
tiene la enorme posibilidad
de dejarla eternamente abierta.



Al infinito

Para levantar la palabra tan gastada
necesito verte el rostro
juntar las manos sobre tu cabello
oír la música suavemente
hablar , es subir
sentirte andar el  tiempo
sobre las agujas heladas
cuando crepita el silencio
rojo, rojo de tu sangre
y nos hundimos al fin
en el torbellino vertical
de mil relojes de arena.

Del libro Los signos y los días
Editorial ediciones Ciudad del Barco 1977

sábado, 1 de febrero de 2020

Stanley Rogouski






Sobre ser un escritor fracasado

A la edad de 50 años soy un escritor fracasado. Excepto por algunos artículos en CounterPunch, todo lo que he publicado ha sido auto-publicado. He trabajado decenas de miles de horas, he escrito cientos de miles de palabras y nunca he hecho un centavo. Si hubiera pasado la misma cantidad de tiempo en un trabajo de salario mínimo, sería rico, o al menos un supervisor de turno en Starbucks. No he podido encontrar una audiencia. Probablemente ni siquiera leas esto.
Entonces, ¿por qué no renuncio?
Lo intenté. Desde los 25 a los 50 años, tenía un objetivo en la vida, curarme de la necesidad de escribir. Pero fracasé. Dejame explicarte.
El deseo de escribir nunca debe confundirse con la capacidad de ganarse la vida escribiendo, o incluso con la capacidad de expresarse poniendo palabras en el papel. Se rumorea que TS Eliot respondió a aquello de que «la mayoría de los editores son escritores fallidos» con el chiste de: «Sí, pero también lo son la mayoría de los escritores». Para muchos periodistas, escribir es un trabajo diario y un sueño imposible. La mayoría de la gente en Buzzfeed no quiere escribir artículos de listas. Dudo que ni siquiera el reportero más cínico del periódico creciera soñando que algún día estaría escribiendo artículos de éxito sobre un hombre sin hogar mentalmente enfermo para el New York Post, o difamando a un adolescente en el Indianápolis Star para proteger a la policía local. Es simplemente una manera de pagar las facturas hasta que llegue la gran historia que le convertirá en otro Woodward o Bernstein, o hasta que un estudio de Hollywood compre su guión de película. No estoy criticando desde la moral. Si tuviera los contactos para ser contratado por ViceBuzzfeed o el NY Post, probablemente aprovecharía la oportunidad. Es más, algunos de los mejores escritores de la historia de América han escrito por dinero y sólo por dinero. Ulysses Grant, por ejemplo, comenzó a escribir sus memorias en 1884 después de que le diagnosticaran un cáncer de garganta. Enfermo, destituido después de perder la mayor parte de sus bienes en un tipo piramidal, el 18º presidente de los Estados Unidos escribió principalmente para pagar viejas deudas, y para dejar dinero con el que mantener a su esposa y su familia. Sin embargo, las memorias personales de Ulysses S. Grant sigue siendo la autobiografía más grande jamás escrita por un presidente estadounidense. Es tan buena que, hasta el día de hoy, hay teorías de la conspiración sobre que en realidad fue escrita por su amigo Mark Twain.
A mitad de mis veinte, decidí convertirme en novelista, principalmente porque me di cuenta de que era incapaz de hacer otra cosa. Para un hombre de mediana edad, 25 parece joven, pero seamos realistas. Si para entonces no estás ya encaminado en una carrera sólida, o tienes algún tipo de especialidad muy buscada, vas a estar forcejeando profesionalmente el resto de su vida. Tengo 50 años, pero los 25 ni siquiera me parecen muy lejanos. Se sienten como ayer. No sólo se me han terminado mis opciones profesionales, es que nunca había tenido muchas en primer lugar. Yo ya había sido sentenciado. Había encontrado mi lugar y no me gustaba. Por aquel entonces ya estaba recogiendo las piezas de mi vida rota, preguntándome qué pasó.
Durante la mayor parte de mi infancia, había planeado unirme al Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, igual que mi padre. Renuncié a la idea cuando me convertí en socialista en la universidad. ¿Cómo podría hacer una carrera defendiendo al imperio americano?
Nota: También era blando y débil. Un verano en la base de la Fuerza Aérea McGuire, durante un campamento de la Patrulla Aérea Civil, ya me había convencido de que no estaba hecho para la vida militar. Pero «rehuso servir a los intereses del imperialismo estadounidense» suena mucho mejor que «tengo miedo de que cuando llegue a la formación básica los otros me llamen maricón y me golpeen». Así que esa es la versión de la historia que normalmente cuento.
Más tarde, jugueteé con la idea de convertirme en profesor de inglés de secundaria o en profesor universitario, pero había sido miserable en la escuela secundaria. ¿Por qué habría querido pasar el resto de mi vida en un lugar que ya sabía que odiaba? Un puesto en Harvard habría sido genial, pero ni siquiera podía comprender a Foucault o Derrida, ni mucho menos enseñarlos. No tenía la capacidad académica para convertirme en un abogado, o el temperamento para convertirme en un activista político. Así que a la edad de 23 años, me retiré de la escuela de posgrado y obtuve un trabajo como «Editor de Producción» de bajo nivel para una pequeña publicación científica en la ciudad de Nueva York. Gané poco menos de 15,000$ al año preparando manuscritos científicos para ser publicados en libros que casi nadie leería.
No me llevó mucho tiempo concluir que, ya que era poco probable que consiguiera un trabajo mejor, podría por lo menos tener una identidad mejor. «Escritor» sonaba bien, pero había un problema: no podía escribir. Ni una novela, ni un ensayo, ni una revisión, ni una historia corta. Apenas podía escribir una nota en una tarjeta de cumpleaños. De hecho, pasé la mayor parte de mis 20 pensando en mí como en un escritor, pero incapaz de conseguir mucho más que llevar un diario, que me alegro de haber perdido. Lo único que recuerdo de él es que no valía la pena. Tenía un caso masivo de bloqueo de escritor, que correlacionaba con mi incapacidad para relacionarme con otras personas, o de hacer algo con mi vida. Sin embargo, no poder escribir fue una buena excusa para quedarme como estaba. Mi empleo no pagaba mucho y no había mucho espacio para el ascenso, pero tampoco implicaba mucho trabajo. Las horas eran constantes y nunca tuve que preocuparme de que me engañaran con el salario. Hoy día casi parece un buen trabajo. En cualquier caso, decidí que, ya que no sabía cómo escribir, usaría el tiempo tras el trabajo para aprender a hacerlo. El progreso fue lento, pero lo hice. Leí casi todo lo que pude y logré llenar las lagunas de mi educación que había notado durante mis dos años abortados de posgrado. Finalmente encontré mi tema: el fracaso. Me identifiqué con el narrador de Dostoievski de Memorias del subsuelo, y con el héroe de la novela de George Orwell Que no muera la Aspidistra. Sin embargo, a diferencia del Gordon Comstock de Orwell, no pude encontrar un camino de regreso hacia la clase media-baja, y, a diferencia del hombre clandestino de Dostoievski, no podía hacer que el fracaso pareciera interesante.
Así que concluí que, si iba a escribir sobre el fracaso, tenía que fracasar mucho más.
Después de que me despidieran de mi trabajo —fue una combinación de incompetencia y falta obvia de interés en lo que hacía—, fracasé en casi todo lo que intenté. No podía hacer amigos, tener una relación con una mujer, romper o mantener relaciones amistosas con mis padres, completar un psicoanálisis o mantener un trabajo. Durante los años siguientes, trabajé como teleoperador, pescadero, trabajador del metal, especialista en entrada de datos en la última empresa textil sindicalizada de Seattle, asistente administrativo, asociado de ventas en una tienda de suministros de oficina, trabajador de chapistería , trabajador diurno en una planta de reciclaje, administrador de sistemas de bajo nivel para un pequeño proveedor de servicios de Internet, técnico de soporte al cliente para tres compañías de e-commerce fallidas y barista en Starbucks.
El último trabajo resultó ser un accidente afortunado, ya que me proporcionó el material para la primera cosa que escribí y que vale la pena leer, una suerte poco exitosa de Memorias del subsuelo, un cuento largo llamado How To Under Ring. En él soy un barista amargado de Starbucks, el «hombre subterráneo» que sirve cafés y hace espressos mientras que espero la oportunidad de que me pongan en una caja registradora. Entonces podré seguir mi verdadera vocación de pequeño malversador y ladrón. Cuánto es ficción y cuánto es autobiografía, lo dejo a los lectores y a mis potenciales empleadores. En estos días me parece anticuado y casi cliché, y sólo puedo ver en ello la reacción del típico guerrero de la justicia social. «El joven hombre blanco y enojado de una familia de clase media que odia su trabajo y no puede acostarse con nadie, por lo que actúa como un idiota. Llórame un río». Sin embargo, en aquel momento, terminar una historia corta me pareció una vindicación.
También concluí que, ya que había demostrado realmente que podía terminar algo escrito, pero sabía en el fondo que no tenía mucho talento, intentaría en serio dejar de intentarlo. Pero fracasé. Mi mayor fracaso en mis 30 y 40 fue mi renovado esfuerzo por dejar de escribir. Estudié programación y tecnología de la información, obtuve certificaciones de Microsoft, Comptia y Cisco. Funcionó durante un tiempo. Saltar de un trabajo de comercio electrónico a otro me dejó poco tiempo para pensar en escribir, pero la industria tocó fondo en marzo de 2000. Para cuando la tecnología volvió a resurgir, ya era demasiado viejo y también mal capacitado para volver. Traté de reemplazar la escritura de ficción con una búsqueda creativa más inofensiva, la fotografía. Pero era aún peor fotógrafo que escritor. Los smartphones volvieron obsoletos a los fotoperiodistas profesionales de todas formas. Cuando George W. Bush fue presidente, me lancé al movimiento contra la guerra y a los movimientos pro-impeachment. Pero los demócratas recuperaron el control del Congreso y Nancy Pelosi declaró que no se contemplaba la destitución, y cuando Barack Obama fue elegido presidente, el movimiento contra la guerra desapareció de la escena política por la derecha.
Cuando cumplí 45, me di cuenta de que nunca dejaría de escribir, ya que dejar de escribir significaba que tendría que tener éxito en algo que no fuera escribir, y eso nunca sucedería. Durante 20 años, cuanto más había intentado dejar de escribir, más había vuelto a ello. Era la única cosa en mi vida en la que perseveré, imposible que fallara, ya que era idéntica al fracaso. Cuando el fracaso es escribir y escribir es un fracaso, ¿cómo se puede fracasar en la escritura? Es más, aunque en realidad no me gustaba escribir, lo necesitaba, lo necesitaba de la misma forma en que un adicto a la heroína necesita su dosis. Las razones son las mismas. El adicto a la heroína y el escritor fracasado quieren una cosa, estar solos, olvidar la realidad y vivir dentro de su imaginación. Renunciaría a la literatura por la heroína si pudiera, pero la heroína es demasiado cara.
En 2011, mi padre murió y yo perdí mi último trabajo a tiempo completo, apenas pasaron unas semanas entre una cosa y otra. También perdí el bloqueo de escritor que tuve durante la mayor parte de mi vida. De repente, podía hablar. Escribí una novela completa. Escribí más de 500.000 palabras de críticas cinematográficas, ensayos autobiográficos y artículos de opinión sobre política e historia. A la edad de 25 años, apenas podía escribir mi propio nombre. A la edad de 50 años, puedo escribir casi cualquier cosa que quiera. Si hay un pensamiento en algún lugar en mi cabeza, al final encontraré una manera de ponerlo en palabras. Si hay una película o un libro que quiero reseñar, un acontecimiento político que quiero analizar, demonios de la infancia que quiero desterrar de mi memoria pronunciando sus nombres, o una historia que quiero contar, nada me impedirá hacerlo. El único problema es que los trabajos bien pagados, con horarios predecibles y cheques a tiempo cada dos semanas son algo del pasado. Siempre me río de Charles Bukowski cuando leo El cartero. Hoy en día, trabajar en la oficina de correos es el tipo de «buen trabajo» que demócratas izquierdistas como Bernie Sanders siempre están prometiendo traer de vuelta. ¿Correos? Henry Chinaski, comprueba tus privilegios.
En 2015, ya no puedo convertirme en un escritor fracasado, porque he fracasado en todo lo demás. Escribir lleva tiempo. Se necesita tiempo libre. Se necesita la capacidad de tener una vida en la que tienes algunas horas todos los días para sentarte en tu escritorio, o en la mesa de algún café en alguna parte, y no ser molestado. Mis opciones de empleo a los 50 años son mucho más limitadas de lo que eran a los 23, no sólo porque el mercado de trabajo es mucho peor ahora, sino porque ya he demostrado al mundo que no soy un buen empleado. Mi capacidad de crédito es mala. Mi curriculum vitae es irregular. Internet está lleno de mis despotriques auto-publicados. Nunca se irán. Mi próximo trabajo, si tengo la suerte de conseguir uno, tendrá que ser uno de esos tipo: «Vamos a contratar a cualquiera que pueda pasar la prueba de drogas». Seré trabajador temporal en un almacén de Amazon, o trabajador de bajo nivel «de guardia» que trabaja 15 horas a la semana y en su cabeza se preocupa de cómo trabajar otras 50. Tal vez vuelva a subir a Alaska y destripar pescado. Seré ese tipo extraño de unos 50 años sin pelo y con barba gris, el tipo del que todos los chicos de la universidad se ríen durante un instante, para especular al siguiente cuántos años pasarán entre una libertad condicional y otra. No sé cuál será mi próximo trabajo, pero estoy bastante seguro de que me dejará poco tiempo para leer y escribir. En mis 20, me convertí en un escritor fracasado porque no podía hacer nada más. En mis 50, si quiero seguir siendo un escritor fracasado, tendré que luchar por ello.
Pero en realidad no importa porque finalmente entiendo. No soy escritor en absoluto. Nunca lo he sido. Nunca lo seré. Soy exactamente lo que escribí en mi primer cuento de verdad, un pequeño malversador y un pequeño ladrón, pero esta vez no quiero robar unos cuantos cientos de dólares de una caja registradora en Starbucks. Quiero robar algo mucho más valioso, tiempo, tiempo para escribir, tiempo para leer, tiempo para ver películas interesantes con subtítulos y pasear en bicicleta por las montañas del Noroeste de Nueva Jersey, tiempo para debatir sobre política en Internet. Soy un pequeño malversador de tiempo y un pequeño ladrón, robando tics del reloj del capitalismo. Voy a mentir, gorronear, engañar, robar al gobierno. Haré cualquier cosa para luchar contra ser prensado en una rutina que ahoga mi voz para siempre. Continuaré hablando, incluso si soy el único que escucha. Henry David Thoreau dijo una vez que no se puede matar el tiempo sin dañar la eternidad. Haré todo lo posible para pasar los próximos 25 años de mi vida sin dañar la eternidad.
Pero probablemente fracasaré.

traducido por Isaac Belmar y tomado de su blog Hoja en Blanco