sábado, 15 de noviembre de 2025

Kjell Askildsen : «Ajedrez»

 




El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir tampoco tiene nada por qué morir.

Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez.

-Sigues vivo -dijo, aunque él era mayor que yo.

Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua.

-La vida es dura -dijo-, no hay quién la aguante.

Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas. Yo solo he escrito unas pocas, que además son breves. A él se le considera un escritor bastante bueno, aunque un poco obsceno. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.

Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en sus nalgas fofas. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez.

-Eso lleva mucho tiempo -dijo-, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes.

Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas.

-No lleva más de una hora -dije.

-La partida sí -contestó-, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo.

No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije:

-De modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya.

-Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida.

Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir.

-Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos -dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar.

-No ha sido mi intención herirte -dijo.

-¿Herirme? -contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara-. Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito.

Me puse de pie y le solté un discurso:

-Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo.

Y añadí, un poco vagamente, lo confieso:

-Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez.

Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo:

-Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante.

Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.

Al fin y al cabo éramos hermanos.

"Manual de supervivencia para jugar go entre fantasmas" por Jorge Santkovsky

 


♟️⚫Anoche volvimos al tercer piso del Club Argentino de Ajedrez. Qué miedo volver a encontrarnos con ellos.

Para los nuevos jugadores no significaba demasiado, pero los más veteranos sabemos que ese piso siempre tuvo fama de tener “presencias”. No fantasmas solemnes, sino de esos que fruncen el ceño cuando alguien hace una mala jugada o empuja una silla fuera de lugar. Presencias típicamente porteñas. Más algún inmigrante porteñizado con los años.

Como uno de los pocos sobrevivientes de aquella época me siento obligado a contar la historia. Para que a ninguno lo tome por sorpresa. Que tomen en serio ruidos extraños, puertas que se abren y cierran solas, cortes de luz y vaya uno a saber qué cosas más.

Éramos diferentes: nosotros no jugábamos ajedrez. Jugábamos go.

Entrar con un tablero de go al tercer piso del club fue, durante años, una pequeña herejía. Más aún para los fantasmas del lugar, que se alimentaban de peones, alfiles y finales de torres desde la década del cincuenta. Cuando nos vieron poner un tablero lleno de piedras blancas y negras, con líneas que parecían un mapa ferroviario japonés, quedaron desorientados. Alguno habrá pensado que era una variante rara del ajedrez; otro, que se nos había caído un mantel cuadrillé encima del tablero.

Pero cuando entendieron que el go tenía más variantes, más ramificaciones y más posibilidades que cualquier partida que hubieran presenciado en vida —o en muerte—, ahí sí se enojaron.

Y empezaron a sabotearnos.

Primero se ocuparon de que la escalera principal quedara fuera de nuestro alcance, como si hubieran movido la arquitectura del edificio a su favor. Solo podían usarla los que tenían la llave. Nunca supimos cómo conseguirla. Una jugada posicional impecable: dejarnos arriba sin forma de bajar o, peor, impedirnos subir de nuevo. Desconectados.

Además, dejaron la escalera de servicio inutilizable, cubierta de trastos viejos, muebles rotos y cartones húmedos, como si el club hubiera decidido guardar en ese pasillo todo lo que no sabía dónde poner. Un fantasma ajedrecístico siempre prefiere un buen bloqueo antes que un ataque directo.

El baño era simplemente un agujero al que le habían sacado todos los sanitarios: había riesgo de que, si uno intentaba usarlo, cayera al piso de abajo. Una forma literal de “salirse del tablero”.

Finalmente, el golpe maestro: tomaron el ascensor, ese elevador cansado que ya sube rezongando. Se ocupaban de hacerlo fallar justo cuando veníamos con los bolsos —los bolls— llenos de piedras de go. Tocábamos el botón, la luz parpadeaba y el ascensor decidía pensar… como un maestro que no quiere responder aún.

Era evidente:
los fantasmas querían que nos fuéramos.

Imagino a uno de ellos murmurando:

—¿Y estos quiénes son? ¿Qué es ese juego que no tiene rey ni jaque mate? ¿Dónde está la nobleza de sacrificar una dama?

Otro, más culto, posiblemente el alma de algún gran maestro, quizás dijo algo así:

—Tienen demasiadas variantes. No puede ser serio.

Y un tercero, claramente irritado:

—¡Encima no mueven piezas, ponen piedras! ¿Qué sigue? ¿Un sudoku?

Al final lograron lo que querían.
Con el ascensor en huelga, la escalera bloqueada y la sensación de estar ocupando un territorio que no era nuestro, terminamos abandonando el tercer piso. Y, por supuesto, el club.

Los fantasmas —o el edificio, que al fin de cuentas es lo mismo— nos habían ganado por abandono.

A veces pienso que no nos echaron por hostilidad, sino por celos.
Durante décadas, el ajedrez fue el dueño absoluto de esas salas.
Un juego japonés, con más libertad y menos jerarquías, les resultó intolerable.

Ahora que nos dejaron volver al Club Argentino de Ajedrez —ese que realmente amamos— empieza otra batalla: nos mandaron al tercer piso porque ocuparon nuestro lugar. Volvimos al club, sí… pero nos subieron a las alturas, lejos de casa.

Igual voy a dejar el tablero sobre la mesa; si no les gusta, que lo acomoden. Total, ya demostraron que mover cosas sin permiso es lo suyo.

 

 

martes, 4 de noviembre de 2025

Neama Hassan (‫نعمه حسن‬, Rafah, Palestina, 1980 )

 





EN LA COLA DEL PAN

En la cola
esperamos el producto del trigo,
la sonrisa del panadero empolvado
y la llegada de la hogaza caliente al campo
de batalla.
En la cola
una joven intenta recordar el significado de
su feminidad
mientras un muchacho canta en el horno
y otro quiere entender el estruendo de la
calle en llamas.
Yo me detengo a la mitad del cuento
y retengo los pájaros de mi cabeza,
no vayan a huir a los árboles.
En la cola
una anciana maldice los campos y las
espigas,
recita el nombre de nobles ciudades
y teje con el hilo del hambre
un saco grande de harina
para los defensores de las jaimas.
En la cola
tú y yo,
una niña que se muerde las uñas,
un hombre que escupe a la guerra
y una mujer que se pinta los labios bajo el
nicab
–en una ciudad sin agua que lave nuestros
pecados–
desafiamos el infierno por una barra de pan
recién hecha
poco antes de morir.
___________________________
trad. de Pedro Martínez Castro en "Idearabia", n.º 20, diciembre de 2023.

sábado, 1 de noviembre de 2025

"El vecino palestino " de Eliah Germani

 

 


El rabino estuvo de acuerdo en cambiar la mezuzá Goldberg se había decidido a vivir con Daniela, en el departamento de ella, el mismo que ocupaba con su exmarido, y si bien no se trataba exactamente de una mudanza, la necesaria renovación de la vivienda tenía que incluir la mezuzá. Para Goldberg no podía ser kosher la mezuzá de su predecesor, así que cambiarla era un acto ineludible de purificación. Deseando marcar la diferencia, adquirió una más ornamentada, que se notara más, y quiso fijarla a la manera sefardí, en posición vertical, y no inclinada hacia adentro como la anterior. Durante la ceremonia familiar de instalación, se reunieron en el pasillo no muy amplio del cuarto piso, Daniela, Goldberg y sus cuatro hijos, encabezados por el rabino, los hombres provistos de kipá, en una ceremonia inequívocamente judía. En el preciso momento en que el rabino explicaba la mezuzá, como escudo espiritual de la casa y de sus moradores, apareció el vecino de enfrente, desde el ascensor contiguo, Fady Samur, un árabe joven, de origen palestino. Les saludó de lejos, entre sorprendido y curioso, con un ademán no desprovisto de amabilidad. Dirigió una sonrisa cómplice a Daniela y continuó el breve trayecto hasta su puerta, sin poner atención a las palabras del rabino.

            Antes de vivir con Daniela, Goldberg ya cumplía un par de años como soltero de segunda mano. Su matrimonio había sido complicado, pero le parecía aún más tóxica la experiencia conyugal de Daniela. Su primera mujer era decoradora de interiores y, debido a su trabajo, tenía un buen conocimiento del Feng Shui, cuyos preceptos practicaba antes que nada en casa, y de manera bastante ortodoxa, lo cual a Goldberg no pocas veces le fastidiaba. Pero ahora, con el tiempo y la distancia, se daba cuenta de cómo lo había permeado esa filosofía, al punto de encontrarla bastante razonable, escuchando incluso la voz de su exesposa cada vez que visitaba una nueva casa. Desde el primer día sintió que el departamento de Daniela era un terreno contaminado, invadido por una mala vibra que era necesario expurgar. Cuando por fin decidieron mudarse juntos, ambos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo una renovación radical.

Un encuentro casual con Fady Samur en el ascensor permitió a Daniela presentarse a los dos hombres. Así que eres palestino, dijo Goldberg. No sé si Dios o el diablo nos junta: yo soy judío. Bueno, por suerte somos humanos, ironizó Samur, además de chilenos, pero lo que más importa, somos vecinos, lo digo porque no hubo buena onda con el fulano anterior. ¿Y por qué crees que estamos limpiando el departamento?, dijo Goldberg. Hacemos una limpieza energética. Energías limpias, como diría un ingeniero. Ya pintamos las paredes y renovamos los muebles. Entre paréntesis, nos disculpamos por el ruido. No hay problema, dijo Samur, Daniela ya me lo había advertido, y también me habló de ti, creo que eres una buena elección para ella, de seguro mejor que el otro tipo, intuyo que seremos buenos vecinos.




Cuando Goldberg llegaba a casa, tocaba la mezuzá y se besaba la mano susurrando: “Dios me acompaña en mi entrada y en mi salida”.  Pasado el umbral, lo acogía el recibidor, luminoso antesala del living, donde la suave curva de los muebles lo invitaba al descanso ya la meditación. Las paredes, vestidas de colores claros, tamizaban armoniosas la luz de los ventanales, como un manto protector contra el ruido y la disarmonía exterior. El verde ficus del rincón, que habían plantado con Daniela, replicaba vigoroso la sana energía que ambos cultivaban. Juntos barrieron el jametz de la vida pasada, eliminaron las alfombras y rasparon las malas huellas del piso, pintaron de nuevo cada habitación, adquirieron muebles de madera clara y dieron otra luz a la cocina. Daniela renovó todas sus cosas, desde la ropa íntima hasta el colchón matrimonial, cambió la cama, las toallas y las cortinas. Goldberg, en la pared donde antes colgaba la Ketubá, dispuso un cuadrito prolijamente decorado, con la palabra hebrea “Anajnu”, que significa “Nosotros”, obra de su propia mano.

Un día por la tarde, al regresar, Goldberg pisó algo raro al salir del ascensor. Se detuvo para ver de qué se trataba y descubrió los restos pisoteados de la mezuzá. Supo enseguida que había sido vandalizada. El marco donde estaba atornillada se veía roto y astillado, delatando la violencia de la profanación. Un escalofrío de mil años lo estremeció, la persecución ancestral golpeaba en su remota puerta chilena. Pero ¿quién más sabía de la mezuzá? En un impulso visceral, se pegó al timbre del palestino. Samur apareció extrañado, portaba unos audífonos. A sus espaldas, una muda pantalla exhibía una orquesta sinfónica. Goldberg agarró por el brazo a Samur y lo llevó hasta su puerta violentada, mostrándole acusar el caos de la mezuzá. Samur, incrédulo, se quitó los audífonos. ¡Es horrible!, dijo. Goldberg le espetó que un ataque de ese tipo no era otra cosa que antisemitismo. ¿No pensarás que tengo algo que ver en esto?, protestó Samur. ¿Por qué habrías de romper tu símbolo judío? Debes saber que soy astrónomo y como tal, incluso bromeaba con tu puerta, imaginaba que habías puesto un timbre al cielo.

Confundido, tratando de disculparse, Goldberg le ofreció un café a Samur, quien accedió aliviado. Comentó que nunca había ocurrido algo así en el edificio, ni siquiera en tiempos del escandaloso vecino anterior, que tenía puros enemigos. A Goldberg le agradó el comentario sobre su antecesor, sintió que le daba un respiro. Samur observó a su alrededor complacido, han hecho una buena renovación, dijo, se ve muy acogedor, se respira un aire diferente. Goldberg ignoraba que Samur conocía de antes el departamento y se sentía como un advenedizo Este atentado es puro antisemitismo, dijo Samur, quien hace algo así, no lo hace por amor a los palestinos, lo hace por odio a Israel, por odio a los judíos, aquí en Chile, a 13.000 kilómetros de distancia, es una pura estupidez, algo que no ayuda a nadie, que solo extiende el conflicto. Como astronomo, toda la vida me ha conmovido la infinitud del Universo y, sencillamente, no puedo entender que en este planeta mínimo nos malgastemos la vida destruyéndonos. ¿Sabes qué es lo opuesto al odio? Es precisamente aquella dimensión donde tendríamos que movernos. No apagaremos el fuego con más fuego, no tendremos resultados distintos si repetimos siempre lo mismo.

A la llegada de Daniela, Samur ya se había ido. Durante la cena, más que la conmoción de Goldberg, la abrumó el malentendido con el vecino. La avergonzaba la hostilidad de su exmarido contra “el turco”, y ahora Goldberg, con su metida de pata, repetía de nuevo la injusticia. Quiso hacerle saber cosas que él ignoraba: Fady Samur fue su ángel guardián en los malos tiempos, él llamó a los carabineros cuando su marido la golpeaba, él le dio refugio en ese período crítico, él le dio fuerzas para salir adelante. ¿Y entonces, por qué no siguieron juntos?, inquirió celoso Goldberg. Cómo se te ocurre, dijo Daniela, yo no podía más, solo quería desaparecer, estaba fundida. Pero en circunstancias normales, insistió Goldberg, ¿no habría sido distinto? Te equivocas, ¿no sabes acaso que Fady es gay? No se le nota, dijo Goldberg. Incluso lo encuentro parecido a tu hermano. Sí, en verdad se parecen, dijo Daniela. Es el parentesco semita, ironizó Goldberg, se nota que somos primos. ¿Y si no fueras gay te habrías enamorado de él? Daniela respondió con un gesto de impaciencia. Pero Goldberg no se rindió. ¿Te resultaba complicado que él no fuera judío? Nunca lo pensé y jamás me importaría, respondió desafiante Daniela. Y por mi parte, deberías entender que no te da ventaja ser judío si te comportas como un niño.

Después de un largo baño caliente, Daniela se durmió rendida, de espaldas a Goldberg. A él le costó conciliar el sueño. Con la luz apagada, se quedó leyendo en su celular: Rabbi Kliger menciona tres categorías generales: tesis, antítesis y síntesis. Las dos primeras son limitadas por definición, ya que los opuestos se niegan mutuamente, pero el tercer camino, el intermedio, es infinito, pues incluye ambos opuestos y no está limitado por ninguno de ellos

Cuando por fin se quedó dormido, Goldberg soñó con Fady Samur. Soñó que viajaban juntos por el mundo, dos emisarios, un palestino y un judío, ambos profetas de las energías limpias. Ellos sí hacían las cosas de manera diferente. Eran los magos de la buena vibra.

 fuente : https://jewishlatinamerica.com/2025/10/15/eliah-germani-medico-y-cuentista-judio-chileno-chilean-jewish-physician-el-vecino-palestino-the-palestinian-neighbor-un-cuento-a-shortstory/