“Cuando el timbre de la puerta sonó, exactamente a las
cuatro en punto, Shaul, el agente de Investigación Criminal, y el inspector
jefe Ohayon estaban listos. Dina Silver se presentó con un vestido rojo, el
vestido con el que Michael la había visto la primera vez. Tenía el semblante
pálido, y un mechón de pelo, con brillos negro azulados le caía sobre los ojos.
Con un grácil ademán se lo apartó de la cara y preguntó sonriente si debía
tumbarse en el diván. El psicoanalista señaló el sillón. Dina Silver tomó
asiento y cruzó las piernas de lado, como una modelo de revista. Sus anchos
tobillos conferían un aire levemente grotesco a esa pose. Michael volvió a
reparar en las muñecas anchas, los dedos cortos, las uñas mordidas que,
paradójicamente, le daban a sus manos un extraño aspecto predatorio en aquel
momento. Al principio se produjo un silencio. La visitante rebulló en su
asiento y después abrió la boca para decir algo y la cerró sin haberlo dicho.
Desde su escondite, Michael sólo alcanzaba a ver la cara de Hildesheimer de
perfil; oyó que le preguntaba a Dina Silver cómo se sentía, a lo que ella
respondió: –Muy bien. Vuelvo a estar bastante bien –habló con voz queda y
suave, pronunciando todas las sílabas claramente. –Hace poco quería hablar
conmigo –dijo el anciano–. Creo que tenía algún 238 problema. Una vez más, Dina
Silver se retiró el pelo de la frente, cruzó las piernas y, al fin, dijo: –Sí.
En aquel momento lo tenía. Fue justo después de la muerte de la doctora Neidorf.
Pero no lo he llamado porque después me puse enferma. Pensaba ponerme en
contacto con usted al recuperarme, pero ahora ya no tengo tanta premura. Quería
usted verme. ¿Hay alguna novedad? –¿Alguna novedad? –repitió el anciano. –Pensé
que quizá había ocurrido algo y... –Dina Silver cambió de postura. Hildesheimer
esperó pacientemente. Su visitante no se atrevía a preguntarle directamente qué
quería y sólo su cuerpo delataba la tensión que sentía, sobre todo por la forma
de mover las piernas, que volvió a descruzar y a cruzar una vez más–. Pensé
–dijo con mayor firmeza– que era algo relacionado con mi presentación; que
habrían estado comentándola. Que quería exponerme alguna crítica. –¿Por qué
creía que la íbamos a criticar? ¿No quedó satisfecha con lo que escribió en la
presentación? Dina Silver esbozó una sonrisa, un rictus que a Michael ya le
resultaba familiar, y explicó: –No se trata de lo que yo piense o escriba.
Ustedes tienen sus propias exigencias, y en eso mi opinión no cuenta nada. La
mano del anciano se elevó en el aire y volvió a caer sobre el brazo del sillón
mientras decía: –No. Quería verla para comentar su encuentro con la doctora
Neidorf. –¿Qué encuentro? –preguntó Dina Silver, y apretó los puños. –En primer
lugar el encuentro que tuvieron antes de que se marchara al extranjero, en el
que se produjo la confrontación –dijo Hildesheimer como si estuviera
refiriéndose a un hecho evidente e incuestionable, conocido para los dos.
–¿Confrontación? –repitió Dina Silver como si no entendiera el significado de
la palabra. Hildesheimer no dijo nada –¿Le habló de nuestra confrontación?
–preguntó la psicoanalista, y sus manos resbalaron sobre el fino tejido de lana
de su vestido. Hildesheimer continuó sin decir nada. –¿Qué le contó? –preguntó
de nuevo, y el anciano persistió en su silencio. La pregunta se repitió dos
veces más, y entre ambas, Dina Silver trató de buscar una postura más cómoda y
las manos empezaron a temblarle. Alzó el tono de voz para replantear la
pregunta–: ¿Se refiere a nuestra cita previa al viaje? Me dijo que era algo que
quedaría entre nosotras, que no se lo iba a contar a nadie. Hildesheimer se
mantuvo callado. –Bueno, es verdad que me criticó, pero sobre un asunto
personal y muy 239 concreto, nada importante. Hildesheimer no se dirigió a ella
por su nombre ni una sola vez, según advirtió Michael. Sin cambiar de postura,
le espetó en tono gélido: –¿Qué es para usted un asunto personal? ¿Seducir a un
paciente? ¿Considera que eso es un asunto personal? Dina Silver se puso rígida
y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en
su rostro mientras decía: –Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora
Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo.
Hildesheimer guardó silencio. –Creo –prosiguió Dina Silver al ver que no le iba
a responder– que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr
que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo
desempeñaba..., lo comentábamos muchas veces..., la manipulaba para colocarla
en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo
había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de
castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones. Michael se
moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano
giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza
por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su
chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y
volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo: –Elisha
Naveh murió anoche. La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina
Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle. Sin darle la
oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó: –Murió por culpa suya. Usted
podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y
renunciando a las gratificaciones inmediatas –Dina Silver inclinó la cabeza y
rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja
de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir–: Usted sabía
que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que
tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta
todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted. –¡Pero
si ni siquiera me menciona! –pronunció la frase en un alarido. Después guardó
silencio y empalideció. Michael temió que se desmayara y que todo se echara a
perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía: –No quiero
que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que
vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la
conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le 240 pidió
que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco
su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no
había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro...
Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando
le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la
doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted?
¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola
que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de
la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple
como una llamada telefónica? –¿Lo llamó antes de verme? –dijo Dina Silver con
voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie. Hildesheimer no cambió de postura. No
movió ni un músculo mientras ella le decía: –No tiene ninguna prueba, sólo lo
sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero
nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio. Dina Silver estaba
muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael
entró en la habitación y dijo: –Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y
en abundancia. Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y,
como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano.
Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas
mordidas de su presa”
–Y ahora –dijo Shaul después de verificar la grabación
y de recoger el equipo– podemos ponernos a trabajar de verdad –tenía en las
manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que
era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo–. Creo –puntualizó, y,
ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el
orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de
plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo. Hildesheimer estaba
sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en
un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento. Michael se sentó frente
a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber
por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo
embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en
parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó
de su boca fue: –Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a
propósito de Giora Biham, que los
argentinos son diferentes?