domingo, 8 de septiembre de 2024

Vicente Aleixandre y Merlo (Sevilla 1898 - Madrid 1984)

 


Elegía en la muerte de Miguel Hernández

I

No lo sé. Fue sin música.
Tus grandes ojos azules
abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante,
cielo de losa oscura,
masa total que lenta desciende y te aboveda,
cuerpo tú solo, inmenso,
único hoy en la Tierra,
que contigo apretado por los soles escapa.
Tumba estelar que los espacios ruedas
con sólo él, con su cuerpo acabado.
Tierra caliente que con sus solos huesos
vuelas así, desdeñando a los hombres.
¡Huye! ¡Escapa! No hay nadie;
sólo hoy su inmensa pesantez de sentido,
Tierra, a tu giro por los astros amantes.
Sólo esa Luna que en la noche aún insiste
contemplará la montaña de vida.
Loca, amorosa, en tu seno le llevas,
Tierra, oh Piedad, que sin mantos le ofreces.
Oh soledad de los cielos. Las luces
sólo su cuerpo funeral hoy alumbran.


II

No, ni una sola mirada de un hombre
ponga su vidrio sobre el mármol celeste.
No le toquéis. No podríais. El supo,
sólo él supo. Hombre tú, solo tú, padre todo
de dolor. Carne sólo para amor. Vida sólo
por amor. Sí. Que los ríos
apresuren su curso: que el agua
se haga sangre: que la orilla
su verdor acumule: que el empuje
hacia el mar sea hacia ti, cuerpo augusto,
cuerpo noble de luz que te diste crujiendo
con amor, como tierra, como roca, cual grito
de fusión, como rayo repentino que a un pecho
total único del vivir acertase.
Nadie, nadie. Ni un hombre. Esas manos
apretaron día a día su garganta estelar. Sofocaron
ese caño de luz que a los hombres bañaba.
Esa gloria rompiente, generosa que un día
revelara a los hombres su destino; que habló
como flor, como mar, como pluma, cual astro.
Sí, esconded, esconded la cabeza. Ahora hundidla
entre tierra, una tumba para el negro pensamiento cavaos,
y morded entre tierra las manos, las uñas, los dedos
con que todos ahogasteis su fragante vivir.


III

Nadie gemirá nunca bastante.
Tu hermoso corazón nacido para amar
murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio...
¡Ah! ¿Quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?
Tierra ligera, ¡vuela!
Vuela tú sola y huye.
Huye así de los hombres, despeñados, perdidos,
ciegos restos del odio, catarata de cuerpos
crueles que tú, bella, desdeñando hoy arrojas.
Huye. hermosa, lograda,
por el celeste espacio con tu tesoro a solas.
Su pesantez, al seno de tu vivir sidéreo
da sentido, y sus bellos miembros lúcidos para siempre
inmortales sostienes para la luz sin hombres.

Marina Ivánovna Tsvetáyeva ( Moscú 1892-Yelábuga 1941)

 




Poema del fin


XII

 

¡En las afueras de la ciudad ¡ ¿ Entiendes?

¡Afuera! Al cruzar el terraplén.

La vida en un lugar donde no se puede vivir:

Es el barrio ju-dio…

 

¿No sería cien veces más digno

¿Hacerse el Judío Errante?

Porque para aquel, que no es un bribón,

La vida es el “pogrom”.

 

De los judíos. ¡Vive solo de los conversos!

¡De los Judas de la fe!

¡A las islas de los leprosos!

¡Al infierno! – a cualquier parte – pero no

 

A la vida, ¡sólo a los conversos aguanta!

Sólo a las ovejas ¡Para el verdugo!

El papel del permiso de mi residencia

¡Lo pisoteo!

 

¡Lo hundo a pisotones! ¡Por el escudo de David!

¡La venganza! ¡El amasijo de los cuerpos!

¿No le parece una delicia; que el judío

no quiso seguir viviendo?

 

¡El gueto de los elegidos! Baluarte y foso.

¡No esperes clemencia!

En este mundo cristianísimo

¡Los poetas son judíos!


traduccion Irina Bogdaschevski


El poeta

 

El poeta trae de lejos la palabra.
Al poeta lo lleva lejos la palabra.

Entre sí y no, por baches indirectos
de parábolas, signos, planetas,
hasta lanzándose desde el campanario
agarra un garfio, pues el camino del cometa

es el camino del poeta. Casuales eslabones
ese es su enlace. Mirar las estrellas
de nada sirve! en el calendario
no se pronostican los eclipses del poeta

él es el que desordena los naipes,
falsea el peso y las cuentas,
el preguntón en el pupitre,
el que a Kant para el arrastre deja.

El que en el pétreo foso de la bastilla
es como un árbol que crece en su belleza…
aquél de huellas siempre desaparecidas,
él que es el tren al que cualquiera
llega tarde,
su camino es el de los cometas.

El camino del poeta arde pero no calienta,
arranca pero no cría, estalla y se quiebra.
Tu camino es el de enredadas cabelleras,
no pronosticado en el calendario del poeta
.


domingo, 1 de septiembre de 2024

Juan Manuel Ramírez

 

—¿No te da vergüenza malgastar la vida con esa obsesión?

—La poesía, mujer mía, es parte importante de la vida. Es más, te diré que la vida es un poema que se escribe cada día.

La esposa de Ramón Z seguía en sus erres:

—Bien podrías echarme una mano en la casa, que hay mucha tarea, en vez de estar todo el día recluido en tu habitación garabateando papeles que no sirven para nada.

—Tengo —dijo Ramón Z— un propósito firme: presentarme a un premio de poesía inexistente de gran prestigio. Premio del que nadie, salvo yo, conoce su ubicación, el jurado y la cuantía para el ganador.

—Estás loco Ramón  —contestó su esposa.

—Pero verás, mujer, te haré caso: contribuiré en las labores domésticas.

—Estupendo —respondió ella—. Ahí tienes la casa y las tareas para ti solo, que yo tengo que ir a la peluquería.

Ramón Z se puso manos a la obra. Primero, introdujo los platos, tazas y cubiertos en el lavavajillas, y, en su cabeza, surgió un pareado. No era mucho, pero era un comienzo.

Animado, se dirigió al lugar donde habitaba la lavadora. Introdujo la ropa en la boca de tiburón sin dientes del electrodomésticos y, al pulsar el botón de puesta en marcha, consiguió elaborar un terceto.

«Esto marcha», se dijo.

El siguiente escollo era la plancha. Ahí estaba la montaña de ropa lavada el día anterior. Esperó a que la plancha consiguiera la temperatura necesaria y comenzó a deslizarla sobre un pantalón de pana que se le antojó un campo que él, Ramón, tenía que arar.

En el primer surco plantó un cuarteto; en el segundo, una cuaderna vía, y cuando todo el campo de pana estuvo arado, vio con asombro que comenzaban a florecer sonetos por todas partes. Corrió a su habitación, buscó una cinta métrica, midió el largo y el ancho del pantalón, asegurándose de que todo cuadraba a la perfección: catorce versos endecasílabos, ni más ni menos.

—¡Perfecto! —exclamó en voz alta.

Para evitar que se marchitaran, pulsó el botón de la plancha que indicaba la salida de agua vaporizada y regó la cosecha con varios estrambotes. Uno por cada soneto en flor. Estaba agotado, pero feliz, así que decidió preparar en la licuadora un zumo de frutas con manzana, naranja, fresas y un plátano.

Apretó el interruptor y los ingredientes, al batirse, le otorgaron una copla de pie quebrado: octosílabos combinados con tetrasílabos, un dulzor que se llevó a la boca con delectación de comulgante.

Recuperó energías. Se sentía invencible y poderoso, como un dios adorado por todos, o por nadie.

La siguiente tarea consistía en limpiar la casa. Tenía dos opciones: escoba y aspiradora. Se decantó por la segunda opción, sabedor de que la escoba levanta partículas de polvo, avienta las comas, los puntos, las interrogaciones…

Con la aspiradora comenzó a extraer todas las erratas, los fallos gramaticales, los versos de arte menor, las asonancias, etc.

Sin duda, ese artefacto —la aspiradora— poseía un alto grado de sensibilidad poética. No arañaba, no destruía; sabía distinguir el polvo de la paja.

Un sonido agudo, un grito de sirena que Ulises esquivó, le anunció que la lavadora había concluido su trabajo. Corrió al lavadero, extrajo el vómito del estómago de aquel animal dormido y se dirigió a la terraza con la ropa aún mojada por la saliva del monstruo.

Se pertrechó de pinzas y comenzó a tender la colada al sol del verano. Ropas que eran cuerpos sin carnes: camisas, pantalones, calcetines y toallas como sudarios muertos. Con la brisa que soplaba, cientos, miles de versos libres acudieron a su cabeza, como pájaros hambrientos lo hacen a las semillas.

Pergeñó un libro imposible, magnífico, utópico, que no dudó en enviar a ese premio inexistente, que no tenía jurado. Un premio del que nadie, salvo él, conocía la fecha, el lugar o la hora en la que se produciría el fallo, o no.

Ramón Z envió su poemario. ¡Y ganó el premio!

Nadie tuvo noticias del fabuloso y extraordinario éxito editorial y popular que obtuvo. Los críticos —ajenos al mencionado premio— afirmaron que el poemario atesoraba una extraordinaria calidad literaria. Las críticas fueron muchísimas en todos los medios de comunicación que no existían, o nadie veía con interés.

De este modo, Ramón Z, se fraguó un puesto relevante entre los grandes, afamados y elogiados poetas de la literatura, sin estar entre ellos.

Cuando su mujer regresó de la peluquería, admiró el trabajo que su esposo había realizado en el hogar, y Ramón, eufórico y entusiasmado, besó los labios de su mujer y dijo:

—¡Estás muy guapa, cariño!


publicado en el blog de Narrativa Breve de Madrid