miércoles, 11 de marzo de 2020

" La fiesta ajena" por Liliana Heker




Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa. —Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. —Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga! Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. —Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. —¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. —Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: —Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. —Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: —¿Y vos quién sos? —Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura. —No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. —Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. —¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita. —Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria. La del moño se encogió de hombros. —Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella? —No. —¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: —Soy hija de la empleada —dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así. —¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda? —No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas. —Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. —Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”. La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. —¿Al chico? —gritaron todos. —¡Al mono! —gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. —No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito. —¿Qué es timorato? —dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías. —Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. —A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo: —Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. —Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo: —Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”. Ahí la madre pareció preocupada. —¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura. —Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: —Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: —Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. —Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.



miércoles, 26 de febrero de 2020

Cuando todo brille de Liliana Heker




Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
–¿Cómo te fue hoy, querido? –preguntó. Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar.
Acabó de limpiar la entrada y soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dormitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del Obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con papas fritas pero enseguida desistió: la grasa vaporizada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al dormitorio. Apenas entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.
–Voy a entrar, querido –dijo con dulzura.
El no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals “Sobre las olas”. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente, ella le pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no había viento.
–Vio, mi salvaje, vio, mi protestón, que no era para hacer tanto escándalo –dijo. Rió traviesamente.
El se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puerta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces si lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos o tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a hijos adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Y a las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador de pelo y después lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living. Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró con desaliento las manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color. Un ligero desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina. Una comida caliente tal vez la haría sentirse mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió una ola de terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la cocina, no hay como el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suela de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parqué un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue para la cocina.
La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la gente un poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.
Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un punto, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre en el piso. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
–Margaritas –le dijo al puestero–. Las más blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó desde la cocina.


martes, 25 de febrero de 2020

Catalina Boccardo (1961 Buenos Aires )




Temblor
A veces hace así: con un solo ojo observa una rama.
Y la rama se mece y le provoca un temblor.
Cuentan que hace miles de años otra paloma fue lanzada en medio del diluvio.
Regresó con gajos de Olivo de tierra cercana.
Está escrito.
Ahora un minúsculo animal se asombra por primera vez
ante la naturaleza;
crea un árbol,
el cielo,
las hojas entregando la sombra.
Divino pájaro del mito
aunque éste
real y terrestre
se pierda en las tormentas
y nos deje vacíos.

( inedito )

Isidoro Blaisten ( 1933 Concordia, 2004 buenos aires)




La balada del Boludo

Por mirar el otoño perdía el tren del verano.
Usaba el corazón en la corbata.
Se subía a una nube, cuando todos bajaban.

Su madre le decía:
No mires las estrellas para abajo,
no mires la lluvia desde arriba.
No camines las calles con la cara,
no ensucies la camisa;
no lleves tu corazón bajo la lluvia, que se moja.
No des la espalda al llanto,
no vayas vestido de ventana,
no compres ningún tílburi en desuso.
Mirá tu primo el recto
que duerme por las noches.
Mirá tu primo el justo
que almuerza y se sonríe.
Mirá tu primo el probo
puso un banco en el cielo.
Tu cuñado el astuto
que ahora alquila la lluvia.
Tu otro primo el sagaz
que es gerente en la luna.
—Tienes razón, mamá —dijo el boludo
y se bebió una rosa.
—No seré más boludo—
y se bajó del viento.
—Seré astuto y zahorí—
y dio vuelta una estrella para abajo
y se metió en el subte
y quedaron las gaviotas.
Entonces vinieron los parientes ricos
y le dijeron:
—Eres pobre, pero ningún boludo.
Y el boludo fue ningún boludo
y quemaba en las plazas
las hojas que molestan en otoño.
Y llegó fin de mes.
Cobró su primer sueldo
y se compró cinco minutos de boludo.
Entonces vinieron las fuerzas vivas
y le dijeron:
—Has vuelto a ser boludo, boludo.
—Seguirás siendo el mismo boludo de siempre.
—Debes dejar de ser boludo, boludo.
Y medio boludo,
con esos cinco minutos de boludo,
dudaba entre ser ningún boludo
o seguir siendo boludo para siempre.
Dudaba como un boludo.
Y subió las escaleras para abajo,
hizo un hoyo en la tierra
miraba las estrellas.
La gente le pisaba la cabeza,
le gritaba boludo.
Y él seguía mirando
a través de los zapatos
como un boludo.
Entonces vino un alegre y le dijo:
—Boludo alegre.
Vino un pobre y le dijo:
—Pobre boludo.
Vino un triste y le dijo:
—Triste boludo.
Vino un pastor protestante y le dijo:
—Reverendo boludo.
Vino un cura católico y le dijo:
—Sacrosanto boludo.
Vino un rabino judío y le dijo:
—Judío boludo.
Vino su madre y le dijo:
—Hijo, no seas boludo.
Vino una mujer de ojos azules y le dijo:
—Te quiero.

lunes, 24 de febrero de 2020

Kjell Askildsen, (30 de septiembre de 1929, Mandal, Noruega)



El precio de la Amistad

Había aceptado porque ya en dos ocasiones le había puesto una excusa. En tiempos éramos amigos íntimos, hace muchos años, y nunca nos peleamos, simplemente el tiempo y la distancia alejaron los motivos para mantener el contacto. Ahora acababa de aceptar, con desgana, debido a un irracional sentimiento de culpabilidad. Él estaba sentado justo al lado de la puerta. Se levantó. Era fácilmente reconocible, pero estaba distinto. Nos dijimos unas vagas frases y nos sentamos. Llegó la camarera, era espectacularmente guapa. Pedimos cada uno un aperitivo. Él tenía una estrecha raya a modo de bigote. Seguimos intercambiando palabras casi por completo anodinas. La camarera nos trajo las copas. Brindamos. Luego me ofreció un cigarrillo. Yo lo había dejado. Me preguntó si me molestaba que él fumara. En absoluto, dije. Dijo que él también debería dejarlo. ¿Por qué?, pregunté.
 Buena pregunta, dijo él, por qué. Encendió el cigarrillo. Me preguntó por qué lo había dejado yo. Problemas de corazón, y como si mi respuesta le diera impulso, me preguntó si seguía casado con Nora. Sí, contesté, me ha aguantado. Él dijo que seguramente no le había resultado demasiado difícil, con lo que yo estaba de acuerdo, así que no contesté. En la pausa que siguió, él cogió la carta. Yo hice lo mismo. Llegó la camarera y pedimos la comida. Pensé que como él quería verme tendría algo que decirme, así que dije: ¿Y bien? Bueno, contestó él. Y tras una breve pausa: Salud. Me acabé la copa. Dije que tenía que ir al lavabo. No había nadie, así que metí dos billetes de diez en la máquina de condones; es una manía que tengo. Me tomé bastante tiempo, y cuando volví, había ya una botella en la mesa y vino tinto en las copas. Dije que no era capaz de recordar cuándo y por qué motivo nos habíamos visto por última vez. Dijo que fue en mi casa hacía doce o trece años. Cuéntame algo más, dije. Fue justo antes de que te mudaras, dijo, Nora y tú disteis una fiesta de despedida. ¿Ah sí?, dije yo. ¿No lo recuerdas?, dijo él. Cuéntame algo más, dije.
Pronunciaste un discurso y todo, dijo él. Oh, Dios mío, dije yo. Fue un bonito discurso, dijo él, hablaste de la amistad. No contesté; no me sentía muy a gusto. Por suerte, llegó la camarera con la comida. La mujer era de verdad inusualmente guapa, y cuando se alejó, lo mencioné con la esperanza de llevar la conversación en otra dirección. ¿Ah, sí?, dijo él, y empezó a comer. ¿Ya no miras a las mujeres guapas? Por Dios, contestó, no creo que lo haya dejado, pero tampoco puedes mirarlas a todas. Entonces, lo has dejado, dije. Se metió comida en la boca y no contestó. Comimos en silencio durante un rato. Quería preguntarle por su mujer, pero no me acordaba de su nombre, así que lo dejé: hay gente que tiende a interpretar mi mala memoria como falta de interés, en lo que, por cierto, no les falta razón. En lugar de eso le pregunté, por decir algo, si seguía viendo a alguno de los que formaban nuestro círculo de amistades. A algunos sí, contestó. ¿A Henrik?, pregunté. No, contestó, y noté en su respuesta una brusquedad que despertó mi curiosidad. ¿No?, dije.  No, repitió, y siguió comiendo. Decidí no ser el primero en volver a hablar. Comía y bebía vino. La camarera se acercó a rellenarnos las copas. Él ni siquiera levantó la mirada, siguió comiendo, tenaz, me pareció, tal vez porque su manera de masticar iba a veces acompañada por un chasquido de las mandíbulas. Entonces dijo por fin: Henrik se interpuso en la relación entre Eva y yo. Pero eso a lo mejor ya lo sabes, ya que has preguntado precisamente por él. ¿Henrik hizo eso?, pregunté. ¿No lo sabías?, dijo él. No, contesté. Así que ya no tengo nada que ver con él, dijo, y siguió comiendo. ¿Pero tú y Eva seguís casados?, pregunté. Asintió con un gesto de la cabeza. Empezaba a irritarme por tener que sacarle las palabras con sacacorchos; no era yo el que había sugerido que nos viéramos. Dejé los cubiertos y miré a mi alrededor. No veía a la camarera. Bebí un poco de vino. De vez en cuando le lanzaba una mirada, pero él ni siquiera me miraba de reojo. Me serví más vino y luego dije: ¿Prefieres que me vaya? Entonces levantó la vista, sin comprender, como si de repente se hubiera despertado. ¿Cómo?, dijo.  Das la impresión de tener de sobra contigo mismo, dije. Me miró fijamente; resultó bastante incómodo. Entonces vete, dijo por fin, no pensaba que hiciera falta hablar todo el tiempo. Cogió el paquete de tabaco y con un movimiento del pulgar y otro dedo sacó un cigarrillo que golpeó tres veces contra el mantel antes de encenderlo; era un ritual y en cierto modo encajaba con ese estrecho bigote que se había dejado. Lo siento, dijo. Yo también, dije. Brindamos. La camarera se acercó y vació lo que quedaba de la botella en nuestras copas. Yo la miré y pedí otra botella. Ella no me devolvió la mirada. Cuando la mujer se alejó, él dijo que hacía mucho tiempo que no nos veíamos, y que mientras estaba esperándome, pensó que quizá fuera demasiado tiempo y no nos reconociéramos, y tal vez hubiera variado nuestro concepto de nosotros mismos, porque era muy normal que hubiéramos cambiado, al menos con relación al otro, ya que la influencia recíproca había cesado. Esas eran las palabras que yo había utilizado en mi discurso esa última noche, dijo él, yo había dicho que la amenaza para una amistad era que la influencia recíproca cesara.
 ¿Yo dije eso?, pregunté. Sí, contestó él. ¿Y tú lo recuerdas?, pregunté. ¿Por qué no iba a recordarlo?, dijo él.


sábado, 22 de febrero de 2020

Nazim Hikmet (Salónica, 1902 - Moscú, 1963)



Me acostumbro a envejecer

Me acostumbro a envejecer, es el oficio más difícil del mundo,
llamar a las puertas por última vez,
la separación para siempre.
Horas que corréis, corréis, corréis...
Trato de comprender a costa de dejar de creer.
Te iba a decir una palabra pero no pude.
En mi mundo el sabor de un pitillo por la mañana con el estómago vacío.
La muerte antes de llegar me envió su soledad.
Envidio a los que no se dan cuenta de que envejecen,
tan ocupados están con sus cosas.

12 de enero de 1963

Autobiografía

Nací en 1902
no he vuelto nunca a mi ciudad natal
no me gustan los retornos
a los tres años en Alepo era nieto de bajá
a los diecinueve estudiante en la universidad comunista de Moscú
a los cuarenta y nueve otra vez en Moscú invitado por el Comité Central
y desde los catorce años soy poeta
hay hombres que conocen las diferentes clases de hierbas; otros, de peces;
yo, de separaciones
hay hombres que se saben de memoria el nombre de cada estrella;
yo, de nostalgias
he dormido en las cárceles y en los grandes hoteles
he conocido el hambre y también la huelga de hambre y no hay plato
que no haya probado
a los treinta años quisieron ahorcarme
a los cuarenta y ocho quisieron concederme el Premio mundial de la Paz
y me lo concedieron
a los treinta y seis durante medio año sólo pude recorrer cuatro metros
cuadrados de hormigón
a los cincuenta y nueve volé desde Praga a La Habana
en dieciocho horas
no conocí a Lenin pero hice la guardia de honor junto a su féretro en 1924
en 1961 el mausoleo que visito son sus libros
han intentado alejarme de mi partido
pero han fracasado
tampoco he sido aplastado por los ídolos caídos
en 1951 viajé por mar hacia la muerte con un joven camarada
en 1952 con el corazón cascado esperé la muerte durante cuatro meses
estuve locamente celoso de las mujeres a las que amé
no envidié a nadie ni siquiera a Charlot
engañé a mis mujeres
pero nunca hablé mal de mis amigos a sus espaldas
he bebido pero no soy un borracho
tuve la suerte de ganarme siempre el pan con el sudor de mi frente
si mentí fue porque sentí vergüenza ajena
por piedad
pero también he mentido porque sí
he montado en tren en avión y en coche
la mayoría no puede hacerlo
he ido a la ópera
la mayoría no puede ir y ni siquiera sabe que existe
sin embargo desde 1921 no voya muchos de los sitios
donde va la mayoría la mezquita la iglesia la sinagoga
el templo el curandero
pero a veces me gusta que me lean los posos de café
se me ha publicado en treinta o cuarenta lenguas
pero estoy prohibido en Turquía en mi propia lengua
hasta ahora no he tenido cáncer
tampoco es obligatorio
nunca seré primer ministro o algo parecido
tampoco me gustaría serlo
nunca he ido a la guerra
no he descendido a los refugios en medio de la noche
no he recorrido los caminos del exilio bajo el vuelo rasante de los avi0nes
pero me he enamorado ya cerca de los sesenta
camaradas en pocas palabras
hoy en Berlín aunque muerto de nostalgia
puedo decir que he vivido como un hombre
pero los años que me quedan por vivir
y las cosas que puedan sucederme
¿quién lo sabe?


Esta autobiografía fue escrita en Berlín Oriental el 11 de setiembre de 1961

miércoles, 19 de febrero de 2020

Baldomero Fernández Moreno ( Buenos Aires, Argentina, 1886 − 1950)


Setenta balcones y ninguna flor

Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?

La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?

¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?

Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...

¡Setenta balcones y ninguna flor!