domingo, 9 de octubre de 2016

Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989)



                                                                 


Dante y la langosta

Era de mañana y Belacqua estaba atascado en el primero de los
cantos de la luna. Estaba tan empantanado que no podía moverse ni
hacia adelante ni hacia atrás. La feliz Beatriz estaba allá, también
Dante, y ella le explicaba las manchas de la luna. Ella le indicó
en primer lugar donde estaba su error, y luego expuso su propia
explicación. La había recibido de Dios, por lo tanto él podía confiar
en que sería exacta en cada detalle. Todo lo que tenía que hacer era
seguirla paso a paso. La primera parte, la refutación, se deslizaba
sobre ruedas. Ella fue claramente al grano, dijo lo que tenía que
decir sin confusión ni pérdida de tiempo. Pero la segunda parte,
la demostración, era tan densa que para Belacqua no tenía ni pies
ni cabeza. La desaprobación, la reprobación, eso era evidente. Pero
luego llegó la prueba, una rápida taquigrafía de los hechos reales, y
Belacqua quedó verdaderamente empantanado. También aburrido,
impaciente por llegar a Piccarda. Sin embargo, siguió meditando
sobre el enigma; no se consideraría vencido, entendería al menos
los significados de las palabras, el orden en el cual fueron dichas
y la naturaleza de la satisfacción que estas le brindaron al mal
informado poeta, de manera tal que cuando concluyeron se sintió
reconfortado y pudo alzar su pesada cabeza con la intención de
agradecer, y ofrecer una retractación formal de su anterior opinión.
Estaba aún devanándose los sesos con este impenetrable
pasaje cuando escuchó que daban las doce del mediodía. De
inmediato su mente pasó a otra cosa. Ahuecó los dedos bajo el libro
y lo deslizó hasta que descansó completamente sobre sus palmas. La

Divina Comedia quedó abierta en el atril de sus palmas. Así como
estaba la levantó hasta su nariz y la cerró de golpe. La sostuvo por un
tiempo en alto mirándola de soslayo con enojo, presionando el lomo
con los bordes de las muñecas. Entonces la dejó a un lado.
Se recostó hacia atrás en la silla para sentir que su mente se
apaciguaba y que el escozor provocado por ese quodlibet se aliviaba.
Nada se podía hacer hasta que sintiera su mente mejor y más serena,
lo que gradualmente consiguió. Entonces se aventuró a considerar lo
que debería hacer después. Siempre hay algo que uno tiene que hacer
después. Tres importantes obligaciones se le presentaron. Lo primero,
el almuerzo, luego la langosta, y por último la lección de italiano.
Eso tendría que hacerlo. Después de la lección de italiano no tenía
bien clara la idea de qué haría. Sin ninguna duda algún minucioso
currículum ya había sido escrito por alguien para el atardecer y
la noche, pero él no sabía cuál. De todas maneras no importaba.
Lo que sí importaba era: uno, el almuerzo; dos, la langosta, y tres,
la lección de italiano. Tenía todo esto por delante, y era más que
suficiente.
El almuerzo, si había de salir bien, era toda una tarea.
Para que su almuerzo resultara placentero, y podía serlo sin duda,
él necesitaba absoluta tranquilidad para prepararlo. Pero si fuera
molestado ahora, si algún ruidoso charlatán entrara alborotando
con alguna gran idea o pedido, sería mejor para él no comer
pues la comida se tornaría amarga en su paladar o peor aun, no
tendría gusto a nada. Se lo debía dejar totalmente solo, debería
tener completa privacidad y calma para preparar la comida de su
almuerzo.
Lo primero era cerrar la puerta con llave. Ahora nadie
podría llegar hasta él. Desplegó un viejo Herald y suavemente
lo alisó sobre la mesa. La cabeza bastante hermosa de Mc Cabe
el asesino lo miraba desde allí. Entonces encendió la hornalla y
descolgó la delgada tostadora cuadrada de amianto de su clavo y
la puso con precisión sobre la llama. Se dio cuenta de que debía
bajar la llama. Las tostadas por ninguna razón deben ser hechas con
apuro, pues el pan, para ser tostado como se debe, vuelta y vuelta,
debe hacerse sobre una llama no muy fuerte y constante. De otra
manera lo único que se logra es quemar lo exterior y dejar el centro
tan húmedo como antes. Si había algo que abominaba más que
nada era sentir sus dientes hundirse en la decepción de un interior
de miga. Y era tan fácil hacer las cosas con propiedad. Entonces,
pensó, habiendo regulado la llama y ajustado la parrilla, en cuanto
el pan esté cortado, ese sería el momento correcto. Ya la hogaza salió
de la lata de galletas y un extremo emparejado por el cuchillo cayó
sobre el rostro de Mc Cabe. Dos inexorables tajos y un par de prolijas
rebanadas de pan crudo, los principales elementos de su almuerzo
yacían frente a él, esperando su placer. El resto de la hogaza volvió
a la prisión, las migas como si no existiera ni un solo gorrión en
el amplio mundo, fueron barridas febrilmente, y entonces levantó
las rebanadas para llevarlas a la parrilla. Todos estos preliminares
fueron apresurados e impersonales.
Era ahora cuando la verdadera destreza se ponía en acción,
era en este punto que la persona común comenzaba a embrollar
el procedimiento. Apoyó la mejilla contra lo blando del pan,
estaba esponjoso y cálido, vivo. Pero pronto podría desechar esa
aterciopelada textura; por Dios que él eliminaría rápidamente ese
aspecto de carnosa blancura del pan. Bajó la llama del gas una pizca
y soltó de golpe una blanda tajada sobre la textura radiante con
gesto firme y preciso, de manera que todo adquirió la apariencia de
la bandera japonesa. En la parte superior, no habiendo lugar para
que dos rebanadas cupieran parejas, una al lado de la otra, que si
no se las hace parejas puede uno ahorrarse la molestia de hacerlas,
llegó el turno de las otras tajadas. Cuando la primera candidata
estuvo lista, cosa que ocurrió cuando estaba negra de lado a lado,
cambió lugar con su camarada, de esta manera quedó arriba de
todas, completamente cocinada, oscura y humeante, hasta que se
pudiera decir lo mismo de la otra.
Para el labrador del campo esta era una tarea simple, la
había heredado de su madre. Las manchas mostraban a Caín con su
hato de espinas desposeído, maldito, fugitivo de la tierra y vagabundo.
La luna era ese semblante caído y manchado, cauterizado con el
primer estigma de la piedad de Dios, que un descastado no pueda
morir rápidamente. Todo estaba mezclado en la mente del labrador,
pero eso no importaba. Si había sido lo suficientemente bueno para
su madre, era suficientemente bueno para él.
Belacqua arrodillado ante la llama contemplando la
parrilla controlaba cada fase de la cocción. Tomó tiempo pero si
había algo por hacer, debía hacerse bien, ese dicho era verdad.
Mucho antes de terminar, la habitación estaba llena de humo y olor
a quemado.
Apagó el gas cuando ya todo había sido hecho, y repuso la
tostadora en su clavo. Fue un acto de deterioro porque chamuscó una
gran mancha en el papel. Era vandalismo puro y simple. ¿Qué diablos
le importaba? ¿Era acaso su pared? Ese mismo papel desesperanzado
había estado allí durante cincuenta años, descolorido por el tiempo.
Nada podía empeorarlo más.
Lo siguiente era una capa gruesa de mostaza, sal y pimienta
de cayena en cada tajada, bien distribuidas mientras los poros
estaban aún abiertos por el calor. Sin manteca, Dios no lo permita,
simplemente un buen toque de mostaza y sal y pimienta en cada
rebanada. La manteca era un error, convertía la tostada en algo
húmedo. Las tostadas enmantecadas estaban bien para los jubilados
y los del Ejército de Salvación porque no tenían más que dientes
postizos en la boca. No estaban bien para un joven fuerte y lozano
como Belacqua. Esta comida que tanto le había costado preparar,
la devoraría con una sensación de euforia y victoria, sería como
castigar los trineos de los polacos en el hielo. La trituraría con los ojos
cerrados, la masticaría hasta hacerla papilla, la vencería totalmente
con sus colmillos. Luego la angustia de lo picante, el dolor de las
especias a medida que cada bocado moría quemando su paladar
hasta arrancarle lágrimas.
Pero no estaba aún todo listo, quedaba mucho por hacer.
Había quemado su ofrenda pero no le había puesto todo el aderezo.
Sí, había puesto el caballo detrás del carro.
Golpeó las rebanadas una contra otra, las enfrentó
decididamente como címbalos, las metió una a una en el emplasto
viscoso de la mostaza. Entonces las envolvió por el momento en una
hoja vieja de papel. Se alistó para emprender su camino.
Ahora lo importante era evitar ser abordado. Ser detenido
en esta etapa y tener que soportar sobre él charlas fastidiosas, sería
un desastre. Todo su ser con mucho esfuerzo seguía hacia delante,
hacia la alegría que le estaba reservada. Si lo abordaban ahora,
posiblemente tiraría su almuerzo en la alcantarilla y volvería derecho
a su casa. A veces su hambre, más mental, no necesito decirlo, que
del cuerpo, ya que esta comida organizada con tal frenesí que no
hubiera dudado en golpear a cualquier hombre lo suficientemente
imprudente como para obstaculizar su marcha, lo hubiera arrojado
fuera de su camino sin ceremonias. Pobre del entrometido que lo
cruzara cuando su mente estaba totalmente centrada en esta comida.
Se abrió paso rápidamente, su cabeza inclinada, a través
de un familiar laberinto de callejuelas y súbitamente se zambulló en
un pequeño almacén conocido. En el negocio no se sorprendieron. La
mayoría de los días, a esa hora, él entraba de la calle de esta manera.
La tajada de queso estaba preparada. Separada desde la
mañana de la horma, estaba simplemente esperando a Belacqua
para que la llevara. Queso gorgonzola. Conocía a un hombre que
vino desde Gorgonzola, su nombre era Angelo. Había nacido en
Niza pero había pasado toda su juventud en Gorgonzola. Sabía
dónde buscarlo. Todos los días estaba allí, en el mismo rincón,
esperando que se lo llevaran. Era gente muy comedida y decente.
Miró escépticamente la tajada de queso. La dio vuelta para
ver si del otro lado estaba mejor. El otro lado era peor. Habían
puesto el lado mejor hacia arriba, habían llevado a cabo esa pequeña
artimaña. ¿Quién los podría culpar? La raspó. Estaba sudando.
Era algo. Se agachó y la olió. Una leve fragancia de corrupción.
¿De qué servía eso? No quería una fragancia, no era un maldito
gourmet, quería un buen hedor. Lo que quería era un buen pedazo
de maloliente y podrido queso gorgonzola, vivo, y por Dios que lo
tendría.
Miró fieramente al almacenero.
“Qué es esto?”, preguntó.
El almacenero se encogió.
“¿Y?”, preguntó Belacqua, no sentía miedo cuando estaba
airado, “¿esto es lo mejor que puede ofrecer?”.
“A lo largo y ancho de Dublín”, dijo el almacenero, “no
encontrará un bocado más podrido a esta hora”.
Belacqua estaba furioso. El descaro del dependiente, un
poco más y lo hubiera atacado.
“No sirve”, gritó, “¿me escucha?, no sirve para nada. No lo
quiero”. Rechinaba los dientes.
El almacenero, en vez de simplemente lavarse las manos
como Pilatos, extendió sus brazos en cruz en un salvaje gesto de
súplica. Sin más palabras, Belacqua deshizo su paquete y deslizó la
tajada cadavérica de queso entre las frías, oscuras y duras tostadas.
Caminó pisando fuerte hasta la puerta donde giró, sin embargo,
sobre sí mismo.
“¿Me escuchó?”, gritaba.
“Señor”, dijo el almacenero. No era un pedido, tampoco
una expresión de asentimiento. El tono en que fue dicho hacía
imposible saber lo que pasaba por la mente del hombre. Era una
respuesta bien ingeniosa.
“Escuche”, dijo Belacqua acalorado, “esto no sirve para
nada. Si no puede esforzarse un poco más”, levantó la mano que
sostenía el paquete, “me veré obligado a ir por mi queso a cualquier
otra parte. ¿Me entiende?”.
“Señor”, dijo el almacenero.
Fue hasta el umbral de su negocio y observó al indignado
cliente irse cojeando. Belacqua tenía una marcha dificultosa, sus
pies estaban a la miseria y sufría de ellos casi continuamente.
Inclusive durante la noche no descansaban, o apenas. Para entonces
los calambres sustituían a los callos y los dedos deformes, y aun más.
Entonces él presionaba los bordes de sus pies desesperadamente contra
la piecera de la cama, o mejor aun, los tomaba con las manos y los
movía hacia atrás y hacia el empeine. Habilidad y paciencia podían
borrar el dolor, pero allí estaba, complicando su descanso nocturno.
El almacenero sin cerrar los ojos o dejar de mirar la figura
que se alejaba, se sonó la nariz en un ángulo de su delantal. Como
era un hombre de buen corazón sentía compasión y pena por este
extraño cliente que siempre lucía enfermo y abatido. Pero al mismo
tiempo era un pequeño comerciante, no hay que olvidarlo, con el
típico sentido personal de dignidad de un vendedor y lo que eso
significaba. Tres centavos, los arrojó por el aire, tres centavos de
queso por día, un peso y chirolas por semana. No, no se humillaría
ante ningún hombre por esto, no, ni aun por los mejores del país.
Tenía su orgullo.
Tropezando a lo largo de sinuosos caminos hacia el
humilde bar donde se lo esperaba, en el sentido de que la entrada
de su grotesca persona no provocaría comentario o risa, Belacqua
gradualmente se sobrepuso a su cólera. Ahora que el almuerzo era ya
tan bueno como un  fait accompli, porque los incontinentes patanes
de su clase, impacientes por trasmitir una gran idea o imponer una
cita, estaban pocas veces sueltos en este desagradable y descuidado
barrio de la ciudad; él estaba en libertad de considerar los ítems dos
y tres, la langosta y la lección, en detalle.
A las tres menos cuarto tenía que estar en la escuela. Digamos
las tres menos cinco. El bar estaba cerrado, el pescadero reabría a las
dos y media. Entonces, asumiendo que la bruja perversa de su tía
había hecho el pedido con tiempo esa mañana, con estrictas órdenes
de que estuviera listo y esperándolo de manera tal que el sinvergüenza
de su sobrino por ninguna razón fuera demorado cuando apareciera
a primera hora en la tarde, habría tiempo de sobra si él se iba del
bar cuando cerraba, y podía quedarse allí hasta último momento.
Benissimo. Tenía media corona. Esto representaba dos pintas
de cerveza y quizás una botella como broche. La cerveza negra
embotellada era en verdad excelente y tenía cuerpo. Y todavía le
quedarían unos cobres para comprar el Herald y tomar un tranvía
si se sentía cansado, o estaba apremiado por el tiempo. Siempre
suponiendo naturalmente que la langosta estuviera lista para la
entrega. Al diablo con estos comerciantes, pensó, nunca se puede
confiar en ellos. No había hecho un ejercicio pero no importaba. Su
Professoressa era tan encantadora y notable. ¡Signorina Adriana
Ottolenghi! No creía posible que una mujer pudiera ser más
inteligente o mejor informada que la pequeña Ottolenghi. De esta
manera él la había colocado en un pedestal en su mente, separada de
otras mujeres. Ella había dicho el último día que leerían Il Cinque

Maggio juntos. Pero a ella no le importaría si él ahora le decía como
tenía la intención, en italiano, él armaría una frase brillante en su
camino desde el bar, que él prefería posponer Il Cinque Maggio
para otra ocasión. Manzoni era una mujer anciana, Napoleón era
otra. Napoleone di mezza calzetta, fa l´amore a Giacominetta.
¿Por qué pensaba en Manzoni como en una mujer mayor? ¿Por qué
le hacía esa injusticia? Pellico era otra. Eran todas viejas solteronas,
suffragettes. Debía preguntar a su Signorina de dónde pudo haber
sacado esa impresión de que el siglo XIX en Italia estaba lleno de
viejas gallinas tratando de cloquear como Píndaro. Carducci era
otra. También acerca de las manchas en la luna. Si ella no se lo
podía aclarar allí mismo, seguramente lo inventaría de muy buena
gana para la próxima clase. Todo estaba ahora dispuesto y en orden.
Sin contar, por supuesto, la langosta que debía permanecer como
un factor incalculable. Debe esperar lo mejor pero anticipar lo peor,
pensó alegremente, zambulléndose en el bar, como siempre.
Belacqua se acercaba a la escuela muy contento pues todo
había ido como una seda. El almuerzo había sido un éxito notable,
y permanecería en su memoria como un referente. Sin duda, no
imaginaba que pudiera ser superado. Y que semejante pedazo de
queso pálido con apariencia de jabón ¡resultara tener un gusto tan
fuerte! Solo podía concluir que había estado maltratándose a sí
mismo todos estos años al relacionar el fuerte sabor con lo verde del
queso. Vivimos y aprendemos, hay verdad en ese dicho. También sus
dientes y mandíbulas habían estado en el cielo, las astillas de una
tostada destruida esparciéndose a cada mordida. Era como comer
vidrio. Le quemaba y dolía la boca con cada mordisco. Además
la comida había sido otra vez aderezada por la información,
trasmitida en una trágica voz baja a través del mostrador por
Oliver, el aprendiz, que el pedido de misericordia para el asesino de
Malahide, firmado por la mitad del país, habiendo sido rechazado,
el hombre debe hamacarse al amanecer en Mountjoy pues ya nada
podía salvarlo. Ellis el verdugo estaba en ese momento en camino.
Belacqua comiendo a tirones el sándwich y tragando la buena
cerveza pensaba en Mc Cabe en su celda.
La langosta estaba lista después de todo, el hombre se la
alcanzó al instante, con una sonrisa amable. Realmente una pizca
de cortesía y buena voluntad daban buenos resultados en este mundo.
Una sonrisa y una palabra vivaz de un trabajador común y el rostro
del mundo se iluminaba. Y era tan fácil, una simple cuestión de
control muscular.
Lepping”, dijo alegremente, alcanzándosela.
“¿Lepping?”, dijo Belacqua, “¿Qué es eso?”
Lepping fresco, señor”, dijo el hombre, “fresco de esta
mañana”.
Ahora Belacqua, en analogía con la caballa y otros
pescados había escuchado que los describían como lepping fresco
cuando habían sido pescados solo una o dos horas antes, y supuso
que el hombre quería decir que la langosta había sido matada
recientemente.
La Signorina Adriana Ottolenghi estaba esperando en la
pequeña habitación del frente lejos del hall, que Belacqua estaba
naturalmente inclinado a considerar como un vestíbulo. Esa era
la habitación de ella, la habitación italiana. Del mismo lado,
pero atrás, estaba la habitación francesa. Dios sabe dónde estaba
la habitación alemana. Por otra parte ¿a quién le puede importar
dónde estaba la habitación alemana?
Colgó su saco y sombrero, depositó el gran paquete envuelto
en papel marrón y atado con piolín sobre la mesa del hall, y se
dirigió prestamente a lo de la Ottolenghi.
Después de media hora de hablar de esto y aquello, ella lo
halagó por su dominio del lenguaje.
“Ud. hace rápidos progresos” dijo con su voz deteriorada.
Todavía quedaba en ella mucho de los Ottolenghi, tanto
como se podría esperar de una dama de cierta edad que había
descubierto que ser bella y joven y pura era más aburrido que otra
cosa.
Belacqua, disimulando su gran placer, le expuso el enigma
de la luna.
“Si”, dijo ella, “conozco el pasaje. Es una famosa chanza.
Ahora no te puedo contestar, pero lo buscaré cuando llegue a casa”.
¡Dulce criatura! Lo buscaría en su gran Dante cuando
llegara a su casa. ¡Qué mujer!
“Se me ocurrió”, dijo ella, “a causa de no sé qué, que no
sería conveniente que describieras los singulares movimientos de
compasión de Dante en el ‘Infierno’. Solían ser (sus tiempos pretéritos
siempre eran un horror) un asunto favorito”.
Él adoptó una expresión de profundidad.
“En ese aspecto”, dijo él, “recuerdo un soberbio juego de
palabras”:
qui vive la pietà quando è ben morta”.
Ella no dijo nada.
“¿Acaso no es una gran frase?”, preguntó él efusivamente.
Ella no dijo nada.
“Ahora”, dijo él como un tonto, “me pregunto cómo la
traduciría usted”.
Ella siguió sin decir nada. Después murmuró:
“¿Piensa usted que sería absolutamente necesario
traducirla?”.
Sonidos como de un conflicto provenían del hall. Después
silencio. Un nudillo tamborileó en la puerta, que se abrió de golpe,
y he aquí que apareció Mlle. Glain, la instructora de francés,
aferrándose a su gato, los ojos salidos de las órbitas, en estado de
gran agitación.
“Oh”, jadeó, “perdónenme. Interrumpo, pero ¿qué había
en la bolsa?”.
“¿La bolsa?”, dijo la Ottolenghi.
Mlle. Glain hizo un paso francés hacia delante.
“El paquete”, ella escondió su rostro en el gato, “el paquete
en el hall”.
Belacqua contestó con compostura.
“Mío”, dijo, “un pescado”.
No conocía la palabra francesa para langosta. Pescado iba
bien. El pescado había sido lo suficientemente bueno para Cristo,
hijo de Dios, el Salvador. Era lo suficientemente bueno para Mlle.
Gain.
“Oh”, dijo Mlle. Gain inexpresivamente aliviada, “Lo
detuve justo a tiempo”. Palmeó al gato. “Si no, lo hubiera deshecho
en tiras”.
Belacqua empezó a sentirse un poco ansioso.
“¿Llegó a abrirlo?”
“No, no”, dijo Mlle. Gain, “Lo agarré justo a tiempo, pero
no sabía”, con una risa afectada, “lo que podía haber dentro, así que
pensé que sería mejor que viniera y preguntara”.
Rastrera entrometida.
La Ottolenghi estaba ligeramente divertida.
Puisqu’il n’y a pas de mal..., dijo con gran esfuerzo y
elegancia.
Heuresement”, se notó enseguida que Mlle. Gain era una
devota, “ heuresement”.
Castigando al gato con leves palmaditas, se fue. Las canas
de su cabeza de solterona gritaron a Belacqua. Una devota y virginal
sabihonda a la pesca de un poco de escándalo.
“¿Dónde estábamos?”, dijo Belacqua.
Pero la paciencia napolitana tiene sus límites.
“¿Dónde estamos siempre?”, exclamó la Ottolenghi, “donde
estábamos, como estábamos”.
Belacqua se acercó a la casa de su tía. Digamos que es
invierno, y que el crepúsculo puede caer ahora y salir la luna. En
la esquina de la calle se veía un caballo caído y un hombre sentado
sobre su cabeza. Yo sé, pensó Belacqua, que esto es considerado lo
correcto. Pero ¿por qué? El farolero pasó volando en su bicicleta,
inclinando su palo sobre las lámparas que arrojaron un poco de
luz amarilla en el atardecer. Una pareja pobremente vestida estaba
parada a la entrada de una pretenciosa reja, ella se curvaba contra
los barrotes, su cabeza gacha, él de pie la enfrentaba. Parado cerca
de ella, las manos le colgaban a los costados. Donde estábamos, pensó
Belacqua, como estábamos. Siguió de largo aferrado a su paquete.
¿Por qué no piedad y compasión aun acá abajo? ¿Por qué no piedad
y Misericordia juntas? Un poco de piedad en la tensión del sacrificio,
una pizca de merced para regocijarnos contra el Juicio. Pensó en
Jonás y en la calabaza y en la compasión de un dios celoso en Nínive.
Y pobre Mc Cabe, que la recibiría alrededor del cuello al alba. ¿Qué
estaba haciendo ahora, cómo se sentía? Gozaría con fruición una
comida más, una noche más.
Su tía estaba en el jardín, cuidando las flores que morían
en esta época del año. Lo abrazó y juntos bajaron a las entrañas de la
tierra, a la cocina en el subsuelo. Ella tomó el paquete, lo desenvolvió
y abruptamente la langosta apareció sobre la mesa, sobre el hule,
descubierta.
“Me aseguraron que era fresca”, dijo Belacqua.
Súbitamente vio que la criatura se movía, esa criatura
neutra. Definitivamente cambió de posición. Se tapó la boca con
la mano.
“Por Dios”, gimió, “está viva”.
Su tía miró la langosta que volvió a moverse. Hizo un
débil movimiento nervioso de vida sobre el hule. De pie, miraban
desde arriba la forma cruciforme sobre el hule. Se sacudió otra vez.
Belacqua sintió náuseas.
“Por Dios”, se lamentó, “está viva, ¿qué haremos?”.
La tía no pudo menos que reír. Presurosa se dirigió a la
despensa para buscar su preparado delantal, dejando que mirara
con ojos desorbitados a la langosta, y volvió con este puesto y las
mangas arremangadas, todo listo.
“Bueno”, dijo ella, “era de esperarse ¿no es cierto?”.
“Todo este tiempo”, murmuró Belacqua. Entonces y de
golpe consciente del espantoso atuendo de ella: “¿Qué estás por
hacer?”, gritó.
“Hervir a la bestia”, le contestó, “¿qué otra cosa?”.
“Pero no está muerta”, protestó Belacqua, “no la puedes
hervir así”.
Ella lo miró con asombro. ¿Se había vuelto loco?
“Piensa”, dijo cortante, “las langostas siempre se hierven
vivas. Así debe ser”. Tomó la langosta, que temblaba, y la dio vuelta.
“No sienten nada”, dijo.
En la profundidad del mar se había arrastrado para caer
en esa olla cruel. Durante horas, en medio de sus enemigos, había
respirado secretamente. Había sobrevivido al gato de la francesa y
a sus estúpidas garras. Y ahora iba a caer viva en el agua hirviente.
Tenía que ser así. Lleva al aire mi silencioso aliento.
Belacqua miraba el apergaminado rostro de su tía en la
tenue luz de la cocina.
“Haces un escándalo”, dijo enojada, “y me trastornas, para
después lanzarte ávidamente sobre tu cena”.
Levantó la langosta de la mesa. Tenía más o menos treinta
segundos de vida.
Bueno, pensó Belacqua, es una muerte rápida, Dios nos
ayude.
No lo es.






Dante and de lobster”, en BECKETT, S.: I can’t go on, I’ll go on,
Grove Press Inc., Nueva York , 1976. 

Publicado en Presencia del canon dantesco en la literatura de lengua inglesa
del siglo XX/ Elena Tardonato Faliere
–1ª ed. Buenos Aires, 2016– Editorial Huesos de Jibia