Una anécdota puede explicarlo todo si no se resta lo
que escapa. De criatura, no había comida que me gustara. Le hacía ascos a lo
dulce y a lo salado, a lo sólido y a lo líquido, a lo abundante y a lo escaso.
Alimentarme era un problema. Algo comía, por supuesto, de no hacerlo habría
muerto, pero a la vez, mi insatisfacción engordaba los riesgos de esa muerte.
¿Qué pretendía a cambio de lo que me ofrecían? No lo sé. Quizá no se trataba de
un capricho sino de la rabia por haber dejado de ser hijo único: el nacimiento
de mi hermana me resultaba indigerible. Lo cierto es que con el agravamiento de
la situación mis padres me llevaron a un pediatra que decidió cortar por lo
insano: si ya comía poco, lo que había que hacer era suprimir el alimento hasta
que en mi desesperación yo pidiera por favor el pedazo de pan que antes
despreciara. La dieta se cumplía así: durante el primer día, ayuno completo. Al
segundo, una cucharadita de té embadurnada de miel. Al tercero, dos
cucharaditas. No sé cuánto tiempo debía durar la progresión, pero a la semana
apareció mi abuela paterna y preparó una sopa de gallina con arroz y la sirvió
en un plato hondo térmico, de aquellos que se montaban sobre una estructura
metálica, y me fue dando las cucharadas soperas en la boca, diciéndome que
tenía que comer hasta vaciar el plato porque en el fondo había algo muy lindo.
Apenas iniciado el proceso, la cuchara se hundía en el mejunje (además de los
granos de arroz y la espesura grasa que soltaba la piel de gallina y formaba
una capa en la superficie, había trocitos de zanahoria, papa y cebolla), y al
reaparecer cargada hasta el tope y derramando su contenido, en el borde mismo de
la superficie hacía un efecto de succión, “ahuecaba” el contenido del plato,
que se abría hacia los bordes en olitas espesas, dejando ver por un segundo,
como un espejeo bajo la densidad de la mezcla, algo, como una línea, una
sorpresa, la promesa de lo prometido. No debe de haber sentido mayor
expectativa el capitán Nemo cuando hundió por primera vez la proa del Nautilus
en el océano. La inminencia del conocimiento, el acceso a lo inexplorado se
presentaba ante mis ojos. Se trataba de un pequeño caballero chino estampado
sobre la porcelana. El chinito se inclinaba ante el paso de una dama china, que
llevaba un parasol de seda apoyado coquetamente sobre un hombro. Creo que eso
era todo, tal vez ni siquiera había dama y simplemente el chino permanecía de pie,
quieto. Pero a partir de entonces empecé a tomar la sopa, todos los días, todo
el plato, para verlo aparecer enguirnaldado de granos de arroz que le hacían de
marco o de filigrana comestible. El chino fue mi primer cuento oriental. A
partir de entonces mi pasión infantil por el exotismo me proporcionó los
nutrientes que necesitaba para sobrevivir en un mundo que no alimenta la
imaginación. Hay que decirlo, por si no se entendió hasta este momento. Por
aquella época la angustia ya había hecho estragos en mí, y el rictus doloroso
que era su expresión alteraba a mis padres. Nadie sabe qué hacer con un niño,
su existencia es un enigma: destroza la calma de los mayores, arruina su vida
sentimental y los carga de una ansiedad que solo se alivia en los días cercanos
a sus propias muertes, cuando, siendo los propios hijos ya adultos y hasta
viejos, aquellos que fueron padres jóvenes contemplan el panorama del pasado y
advierten que los sueños y las ilusiones que albergaron respecto de su
descendencia se convirtieron en decepciones y frustraciones. En general,
aceptarlo cuesta un par de décadas, es un efecto de decantación que se
precipita al fin de la adolescencia. Yo, en cambio, en la mirada de mis padres
advertí muy pronto no solo el desencanto y la irritación prematuros, sino que
también creí descubrir el deseo de verme desaparecer por la vía de algún
milagro catastrófico. Una insolación en la playa acompañada por el derrumbe del
acantilado donde estábamos de picnic y las piedras que caen justo sobre mi
cabeza; un accidente automovilístico limitado a mi propia persona; un secuestro
oportuno seguido de mi asesinato y la venta de mis órganos, o la sencilla
desaparición denunciada en el destacamento policial: “El nene se esfumó”. Pero
eso no ocurrió nunca y yo no podía evitar ser quien era (lo que era) y entonces
fantaseaba alguna clase de reparación, también milagrosa, que les permitiera
aceptarme o que me modificara hasta volverme parecido al que —a lo que—
esperaban que fuese. Claro que no sabía qué era eso ni quién era ese, aunque
escuchaba comentarios que me aludían (“llorón”, “insoportable”,
“hinchapelotas”, “pegajoso”, etcétera) y me llevaban a pensar que tal vez
hubiese sido mejor que mi abuela me dejara morir de hambre. En todo caso, y así
como cada ente persevera en su ser y cada ser persevera en su ente, lo mismo
ocurre con los seres humanos, por lo que me hacía constantes promesas íntimas
de reforma, trataba de volverme agradable a ojos de mis padres, hacía todo lo
posible para sobrevivir y ser aceptado, solo que no sabía bien cómo hacerlo ni
por qué. Es ingenuo pensar que el amor se gana en la fricción y el desgaste de
los días: lo que no se da, íntegro y desde el comienzo, no se concede nunca. Yo
veía que mis esfuerzos chocaban contra el muro del desconcierto de mis padres,
que los tomaban como arbitrariedades y extravagancias, y a consecuencia de
esto, en vez de retraerme en la soledad de mi cuarto, me lanzaba de nuevo a la
lucha por el amor y multiplicaba los intentos, creyendo que alguna vez
horadaría el muro de incomprensión. Pero no lo lograba. Era todo ofrenda en
procura de ese amor que más se me negaba cuanto más insistía en mi esfuerzo por
agradar. Vez tras vez, ante la mirada de hielo de mi padre o la apatía de mi
madre, yo, que había ido hacia ellos sonriendo y con los brazos abiertos, debía
retroceder preguntándome cuál sería el gesto o la palabra indicados, y
diciéndome a cambio que, como no lograba el milagro de ese amor, tenía que
aceptar mi responsabilidad en el rechazo, mi error inicial, irrevocable, y
también su consecuencia lógica: “Soy un idiota, me tengo que morir”, me decía.
lunes, 2 de diciembre de 2019
sábado, 23 de noviembre de 2019
Simon Shamas (Londres , 1945)
… las peripecias de los judíos son cualquier cosa menos un
lugar común. Lo que los judíos han vivido —y, en cierto modo, a lo que han
sobrevivido para contarlo— ha sido la versión más intensa que haya conocido la
historia de la humanidad de unas adversidades sufridas también por otros
pueblos; de una cultura resistiendo perpetuamente a su aniquilación,
reconstruyendo sus hogares y sus hábitats, escribiendo la prosa y la poesía de
la vida, a través de una sucesión de desarraigos y agresiones. Eso es lo que
hace esta historia particular y universal a la vez, legado común de judíos y de
no judíos, una explicación de la humanidad que compartimos. En todo su
esplendor y en toda su miseria, en sus repetidas tribulaciones y su infinita
creatividad, el relato expuesto en las siguientes páginas no deja de ser, en
muchos sentidos, una de las grandes maravillas del mundo.
jueves, 14 de noviembre de 2019
El príncipe feliz de Oscar Wilde
En la parte más alta de la ciudad, sobre una columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.
Y realmente no lo era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita – dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!…
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.
Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata.Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña,y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
– Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
-¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.
The Happy Prince and Other Tales, 1888
miércoles, 13 de noviembre de 2019
"Ante la ley" de Franz Kafka
Ante la Ley hay un guardián.
Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la
Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el
acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.
Las puertas de la Ley están
abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el
hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe
y dice:
—Si tanto te atrae, intenta
entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso.
Y yo soy sólo el último de los
guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos.
Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto
semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos
y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián,
consu largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba
de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar.
El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí
permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián
con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños
interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero
son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le
repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien
provisto para el viaje, invierte todo —hasta lo más valioso— en sobornar al
guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
—Lo acepto para que no creas que
has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el
hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás
guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a
la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en
nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como
en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer
hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo
ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si
en la realidad está oscureciendo a
su alrededor o si lo engañan los
ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que
emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir
resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había
formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo
rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se ve obligado a
inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han
acentuado señaladamente con el
tiempo, en desmedro del campesino.
—¿Qué quieres saber ahora? –pregunta
el guardián—. Eres insaciable.
—Todos buscan la Ley –dice el
hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha
solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el
hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados
perciban las palabras.
—Nadie más podía entrar por aquí,
porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.
sábado, 2 de noviembre de 2019
Miguel Hernández (Orihuela 1910 - Alicante 1942)
Nanas de la cebolla
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
Menos tu vientre,
Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre, todo es futuro fugaz, pasado baldío, turbio. Menos tu vientre, todo es oculto. Menos tu vientre, todo inseguro, todo postrero, polvo sin mundo. Menos tu vientre, todo es oscuro. Menos tu vientre claro y profundo. |
viernes, 25 de octubre de 2019
José Emilio Tallarico ( 1950-2019 Buenos Aires )
Espejos
Debería acudir más a
los espejos,
confiar más en su capacidad
de exhibir esos espacios fabulosos
donde habitan las emanaciones de la luz
y los pertrechos de la sombra.
Una mueca procaz, un monólogo magro
es cuanto puedo concederles,
ellos replican con el paso
de un hombre desvelado en su noche de libros.
Hay un espejo que enmarqué al amparo
de un bricolage compulsivo, está en el living.
Otro, muy pequeño, lo compré porque tenía
una imagen de Lennon que parecía un holograma.
Casi nunca los toco.
Será que ya nos precisamos menos.
La mano está más cerca del saludo nostálgico
que de procurarles brillo.
También la época hizo lo suyo para crear opacidad
y tal vez sea bueno ahora negociar
un saludable desapego.
Redefinir ecos, formas y hechizos.
No sin culpas, claro.
confiar más en su capacidad
de exhibir esos espacios fabulosos
donde habitan las emanaciones de la luz
y los pertrechos de la sombra.
Una mueca procaz, un monólogo magro
es cuanto puedo concederles,
ellos replican con el paso
de un hombre desvelado en su noche de libros.
Hay un espejo que enmarqué al amparo
de un bricolage compulsivo, está en el living.
Otro, muy pequeño, lo compré porque tenía
una imagen de Lennon que parecía un holograma.
Casi nunca los toco.
Será que ya nos precisamos menos.
La mano está más cerca del saludo nostálgico
que de procurarles brillo.
También la época hizo lo suyo para crear opacidad
y tal vez sea bueno ahora negociar
un saludable desapego.
Redefinir ecos, formas y hechizos.
No sin culpas, claro.
Del libro El enroque es conmigo (2016)
Etiquetas:
José Emilio Tallarico,
Poesia Argentina
martes, 8 de octubre de 2019
"La maquina de pensar en Gladys" de Mario Levrero
Antes de
acostarme hice la diaria recorrida por la casa, para controlar que todo
estuviera en orden; la ventana del baño chico, al fondo, estaba abierta -para
que durante la noche se secara la camisa de poliéster que me pondría al día
siguiente-; cerré la puerta (para evitar corrientes de aire); en la cocina, la
canilla de la pileta goteaba y la apreté, la ventana estaba abierta y la dejé
así -cerrando la persiana-; la lata de la basura ya había sido sacada, las tres
llaves de la cocina eléctrica estaban en cero, la perilla del control de la
heladera marcaba 3 (refrigeración suave) y la botella empezada de agua mineral
tenía puesto el tapón hermético, de plástico; en el comedor, el gran reloj
tenía cuerda para algunos días más y la mesa había sido levantada; en la
biblioteca debí apagar el amplificador, que alguien había dejado encendido,
pero el tocadiscos se había apagado en forma automática; el cenicero del sillón
había sido vaciado; la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía
el suave ronroneo habitual; la ventanita alta que da al pozo de aire estaba
abierta, y el humo de los cigarrillos del día escapaba, lentamente, por ella;
cerré la puerta; en el living hallé una colilla en el suelo; la deposité en el
cenicero de pie, que la sirvienta se ocupa de vaciar por las mañanas; en mi
dormitorio le di cuerda al despertador, comprobando que la hora que indicaba,
coincidía con el reloj pulsera en mi muñeca; y lo puse para que sonara media
hora más tarde a la mañana siguiente (porque había decidido suprimir el baño;
me sentía un poco resfriado); me acosté y apagué la luz.
Por la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había producido un sobresalto; me ovillé en la cama y me cubrí con las almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando.
Por la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había producido un sobresalto; me ovillé en la cama y me cubrí con las almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando.
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