–Yo no puedo alimentar también a ese perro –dijo su
tío después de mirar a Gregorio y al perro, sentados al borde de la galería.
Gregorio no contestó y
siguió acariciándole la cabeza. Era largo, negro, de nariz partida y orejas
caídas. Cuando lo azuzaban o se interesaba por algo levantaba sólo la mitad de
la oreja, la parte donde los cartílagos eran más duros, y este rasgo era lo que
más le gustaba al niño. Hubiera esperado una discusión, un examen previo, algo
que le permitiera exponer sus razones para tener al perro, pero su tío parecía
haber calculado de antemano esa posibilidad, y por tanto su resolución, tan
rápida, era simplemente algo que había que recordar, y tener en cuenta, sin
posibilidad de modificaciones.
Además, sus palabras formaban parte de algunas
de las leyes que regían la economía de la familia, compuesta por varios hijos
propios y Gregorio. Hacía dos días que lo tenía, y había logrado ocultarlo uno.
Las palabras del tío no admitían otra interpretación, pero sabían que su tío
luego olvidaría el asunto. Y eso parecía demostrar que la desobediencia era una
posibilidad. Las palabras había sido duras y quebraron todos sus
presentimientos acerca de la posesión del animal, que había comenzado a cambiar
tan dulcemente el ritmo de su vida. Eran ricos los choclos comidos por la
noche, y después era hermoso acariciar al perro hasta dormirse mirando a través
de la ventana el cielo estrellado y el aire serenísimo, como si a través de esa
tranquilidad cayese silenciosamente la escarcha que al día siguiente aparecía
en los baldes, en la tina, en los charcos de la calle. Y ahora esas dos cosas
debían modificarse, separarse, a causa del tío, porque su tío significaba
choclos, la posibilidad de comerlos al calor naciente de la cama, y el perro, y
el calor y la presencia del perro, que debía ir todo unido a aquella sensación,
habían sido negados por su tío con esas palabras tan rápidas y decididas. Y lo
peor de todo era que él consideraba justa esa decisión. Podía recordar palabras
suyas, dichas muchas veces cuando discutían con la tía sobre el sueldo, la luz,
el alquiler, el carbón: –Son muchas bocas y yo no puedo más, esto me está
volviendo loco; y todavía uno más. Sabía que su tío trabajaba todo el día y que
el sueldo no alcanzaba, pero hasta allí solamente llegaba el entendimiento. Su
tía, que solía llorar a solas, velaba para que aquello que él no alcanzaba a
entender pudiese ser explicado de algún modo: racionaba estrictamente los
alimentos, había decidido que nadie comiese fuera de las horas establecidas, vigilaba
para que el carbón no se consumiera inútilmente. Y puede decirse que él
entendía a medias al ver a su tía por las noches, cuando el tío se acostaba,
echar agua con la pava sobre las brasas.
Cuatro cuadras hacia el sur, donde el pueblo
terminaba, vendían choclos a buen precio en un ranchito que en el verano apenas
se distinguía a causa del maizal. Cuando su tía lo descubrió fue un día de gran
alegría para todos. Ella y los chicos fueron a comprar. Él llevaba la bolsa y
después entre todos ayudaron a juntar. Le gustó el ruido de los choclos al ser
arrancados de las plantas y el jugo dulce que caía de los extremos. Su tía
conversó un rato con la vieja que se los vendió. Una mujer más vieja que
parecía dormitar junto a una pared, cerca del brasero de lata, le dio un mate a
su tía y ella lo tomó con alegría. Hablaron de varias cosas, pagaron y salieron
con la bolsa llena. Los chicos saltaban sobre la tierra removida y su tía no
los retó ni les dijo nada. Estaba cayendo el sol y había sido realmente un día
hermoso. –Los comeremos asados –dijo su tía cuando llegaron a la casa invadida
por un silencio que era oscuridad a la vez y olor a polvo en los rincones.
Ellos trajeron leña del fondo y su tía encendió el fuego. Pelaron los choclos y
después los oyeron crepitar sobre las brasas. La tía los repartía a medida que
se asaban. Una mitad para cada uno, para que puedan ir comiendo de dos en dos.
Todos tenían urgencias, pero algunos prefirieron esperar los últimos, que por
decisión de la tía serían los más grandes. –El que espera, come lo mejor
–estableció. Unos exigieron ser los primeros, otros aceptaron la espera. El
comer choclos por la noche se convirtió en una costumbre. Cada uno recibía el
suyo y se iba a la cama. De tal manera pues, hubiera sido muy lindo llevarse el
choclo casi humeante a la cama, y acostarse junto al perro, que dormía con dos
niños más en una cama grande que había sido de los tíos, pero sucedía que
cuando Gregorio recurría en su memoria al calor del perro, ya no había choclos
y había aparecido la escarcha. De modo que la disociación
de estos dos elementos gratos en su memoria no se debía solamente a las
palabras de su tío sino a los misterios del tiempo.
Todo aquello había sucedido hacía mucho
tiempo, y ahora el perro, llamado Flecha por decisión unánime, lograba
permanecer, nadie sabe cómo, pese a que su tío dijera algunas veces,
discutiendo con su tía: –Yo no puedo más, estoy viejo ya, no puedo pasarme la
vida alimentando chicos.
Una de las vicisitudes duras para Gregorio fue
cuando su tío ordenó que llevaran el perro al circo, donde compraban animales
viejos e inútiles para alimentar a las fieras. Gregorio había llorado y su tía
le dijo, después de alguna vacilación, que podía desobedecer y quedarse otra
vez con el perro, siempre que lo escondiese en el cuarto vacío del fondo
durante el poco tiempo que el tío permanecía en la casa. Aquella vez, mientras
comían, Flecha salió del cuarto por una abertura en la puerta donde faltaba un
vidrio. Su tío lo vio y no dijo nada, aunque lo creyera ya en el circo. El
perro alzó las patas y las apoyó en la mesa, frente al tío, y siguió
atentamente los movimientos de las manos de éste llevando los alimentos a la
boca. Pero el tío no dijo nada, ni entonces ni después, mientras el perro movía
la cola, pero con la cara como vuelta hacia un costado, como si lo mirase con
el rabillo del ojo. Después llevó un bocado de pan a la boca y siguió mirando
el plato. Acabada la comida, su tío se levantó y dijo: –Hagan lo que quieran;
yo ya no puedo decir nada. La tía inició la sonrisa general que la frase
produjo. Las manos de los chicos buscaron restos de comida para darle, pero la
tía dijo entonces: –Un momento; le vamos a dar lo que corresponda. Alzó de la
mesa dos o tres cáscaras de zapallo, que Flecha comió con avidez. En eso pasó
el tío, que envejecía y caminaba como arrastrándose, y dijo sin mirar a nadie
pero dirigiéndose sin duda a Gregorio: –Pero vos le vas a dar de comer, en
adelante, de la parte tuya. Él no respondió porque estaba sintiendo que ahora
Flecha era una propiedad suya, de la que no podrían despojarlo jamás.
Aquel año los choclos
subieron de precio y su tía tuvo que excluirlos. Pero hacia el invierno, la
posesión de Flecha significó disponer de algo que uno quería y que estaba fuera
de las limitaciones impuestas por los cálculos y demás cosas incomprensibles.
El perro, estirado, era en verdad más largo que Gregorio. Uno de los chicos que
dormían con Gregorio fue obligado a dormir hacia los pies de la cama. Gregorio
y el otro compartían la cabecera con el perro en el medio. Pero algunas veces
Flecha amanecía acurrucado en la parte de los pies, y en esos casos el
beneficiado con su calor, según lo que habían convenido, tenía que alimentar al
perro durante todo ese día con parte de su ración.
Con el perro y la idea
de los choclos la existencia era casi perfecta. Pero de eso también hacía mucho
tiempo y las cosas habían cambiado.
Flecha había engordado
y formaba parte de la familia. Y hacia entonces sucedió lo peor. A él no le
gustó la idea, pero había partido de su tío y, lógicamente, nadie podía cambiar
sus propósitos. Fue un domingo, el tío llegó al mediodía, y nadie hasta
entonces se había dado cuenta de que había salido por la mañana muy temprano.
Traía una jaula grande. Dentro de ella había cinco gallinas. Todos se alegraron
y rieron como aquella vez que trajeron la bolsa de choclos. Su tío abrió la
jaula, y después de mostrársela a todos a hurtadillas, dejó que las gallinas
saltaran y corrieran libremente por el patio. –Cierren la puerta de calle
–gritó su tía, y después le dijo al tío que no debió dejarlas correr libremente
sin antes cortarles las alas. Nadie se acordó del perro, salvo Gregorio, y
emplearon la siesta en construir, en el fondo, un gallinero. Su tío mismo
dirigió las tareas. Cuando terminaron, su tía se puso a cebar mate y en un
momento dado alguien preguntó –¿Y Flecha?
Gregorio sintió la mirada de su tío, que en
ese momento estaba con el mate en la mano, por chupar la bombilla; pero dejó de
hacerlo para mirarlo. – No le hará nada a las gallinas– dijo él. Y su tía le
dijo entonces que si le hacía algo, ella no vacilaría en elegir entre el perro
y las gallinas. Después olvidaron a Flecha, y su tía dijo que en poco tiempo
las gallinas pondrían, y entonces iban a poder comer huevos antes de acostarse,
y que los huevos irían en sustitución de los choclos. Pero a Gregorio no le
pareció una idea muy agradable, porque el perro, desde ahora, se desmerecía
ante todos.
Y después pudo contar con tristeza que él
también lo había visto. Lo vio cuando llevaba el huevo en la boca. Una lástima
que su tía alcanzara a verlo también y gritara de esa manera. Flecha soltó el
huevo, que se rompió. La fisonomía de su tía cambió totalmente, y también sus
palabras y su manera de decir las cosas. –Es un perro huevero; yo sabía que era
un perro huevero. Su tío no dijo nada, pero su mirada fue una confirmación de
lo que opinaba la tía. Debían deshacerse del perro. Gregorio también comprendió
que aquello era una cosa ineludible y que toda resistencia era inútil esta vez.
Todo se hizo rápidamente. Él no supo nunca en qué momento su tía se puso en
contacto con un viejo que tenía muchos perros y que vivía más allá del rancho
de la vieja de los choclos. A la hora prevista y desconocida por él, el viejo
llamó a la puerta. Venía solo. Su rostro era venerable. Los ojos limpísimos. Él
mismo tuvo que ayudar para tomar al perro y atarle una cuerda al cuello. El
viejo, que miraba desde la puerta de calle, no pronunció ni una sola palabra,
ni antes ni después. Los chicos miraban en silencio. Su tío no estaba. Cuando
le dio el último abrazo, hacía rato que estaba llorando, pero parecía que lo
advertía ahora. Después, él y varios de sus primos se pararon en medio de la
calle. El viejo tiraba de la cuerda y el perro marchaba resistiéndose. De vez
en cuando se daba vuelta y levantaba la mitad de las orejas, hasta donde los
cartílagos eran duros. Al rato se veía que volvía la cabeza, pero las orejas ya
no se distinguían. El viejo no se dio vuelta en ningún momento. Cuando dobló,
allá lejos, sólo quedaba uno de sus primos junto a él; los otros habían
entrado. Cuando él también entró, vio que estaban recortando figuritas de un
diario viejo, con una tijera, en la galería. Hacia el invierno Gregorio estuvo
enfermo varios días, y una noche la tía le llevó a la cama un huevo pasado por
agua y se lo dio en cucharitas. Él sintió entonces que el perro pertenecía al
orden de las cosas incomprensibles.
Después volvieron el sol fuerte y los días
claros, y Flecha era apenas una cosa en la memoria. Y pasó mucho tiempo y esa
cosa en la memoria persistía, porque estaba unida a muchas otras, indisolubles.
Y sobre todo ese día, que había vuelto a ver al viejo. El hermano de su tío,
que había venido en un camioncito desde el pueblo vecino y que reía
estrepitosamente ante cualquier cosa que le contasen, les dijo de pronto que
subieran a dar una vuelta por allí. Gregorio se sentó en una de las barandas de
la carrocería, y a medida que el vehículo andaba por el campo reseco sentía el
aire en las mejillas. –Derecho por acá y después doblamos en la curva del
camino –le había dicho al hermano de su tío. Estaba seguro de que nadie pensaba
en el perro, que por ese camino vivía el viejo que se lo había llevado. Pero
uno de sus primos, en cuclillas, le dijo de pronto que a lo mejor podían ver a
Flecha. –Cierto –dijo él, como si no hubiera estado pensando en eso. Habían
recorrido un buen trecho después de la curva, y pasado por el rancho de la
vieja de los choclos, y estaban lejos, en lugares adonde jamás habían llegado.
El hermano de su tío sacó la cabeza por la ventanilla y el viento le levantó el
ala de su sombrero. Le habló a él, pero no pudo entender nada porque el viento
era fuerte. Sabía que le preguntaba adónde quedaba el lugar que le había dicho.
Y anduvieron como media
hora, y el lugar que él suponía no apareció. El camioncito paró y el hermano de
su tío sacó otra vez la cabeza. –Nunca vi ninguna casa por aquí; más allá no
hay nada –dijo.
Después volvieron y él
intentó explicarse el hecho. En un momento creyó que este misterio pertenecía
al orden del tiempo, esa cosa improbable y lejana. Sin embargo, desde que su
tío dijo que no podía alimentar también a ese perro hasta que el hermano sacó
la cabeza por la ventanilla, para explicar algo inaudible a causa del viento,
apenas había habido algunas modificaciones en las hojas de los árboles, en los
pajonales circundantes. Por fuera, el mundo había avanzado muy poco. A él, en
cambio, le parecía haber retrocedido. La inexistencia súbita de la casa del
viejo no tenía explicaciones. Quedaba la posibilidad de imaginar las cosas, y
sólo dos le parecieron congruentes: o el viejo, en alguna parte, había
protegido al perro, junto con los otros; o todos habían ido a parar al circo.
Flecha entró entonces en el orden de las cosas que no comprendía, y allí
permanecería, con otros tantos misterios, por lo menos hasta que él creciera.
Pero crecer, lo sabía, pertenecía al tiempo. Y el tiempo siempre había sido
para él una cosa improbable y lejana.