A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos
granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el
sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra.
Desde
ese día principia la edad de oro de Juan Peña. Con la punta de la lengua, Juan
tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar.
Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo. Los padres
de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las
perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y
castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación
de Juan.
Juan
no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis;
mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua
acariciaba el diente roto sin pensar.
-El
niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.
Llegó
el médico y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente
apetito, ningún síntoma de enfermedad.
-Señora
-terminó por decir el sabio después de un largo examen, la santidad de mi
profesión me impone él deber de declarar a usted…
-¿Qué,
señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.
-Que
su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz
misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted,
mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una
palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En
la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes
y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible
por los padres de Juan.
Pronto
en el pueblo todo se citó el caso admirable del «niño prodigio», y su fama se
aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la
escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la
opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más
quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena,
Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etc.
Creció
Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía,
distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin
pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y
«profundo», y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En
plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel
espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en
la oscuridad de su boca tentaba el diente roto-sin pensar.
Pasaron
meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de
ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió
acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Y doblaron las campanas
y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre
oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del
grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
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