Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del
viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en
la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados
en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero
al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron
estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro
lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con
familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado,
apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras
con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un
patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
–¿Cómo te fue hoy, querido? –preguntó. Y
lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una
respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba
comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta
habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha
pasado. Nada nuevo puede pasar.
Acabó de limpiar la entrada y soltó el
brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dormitorio y le dejó la
impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por
las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para
desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso. Sin
duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto
del Obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines
fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio
no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta
desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento
oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar la cena (al
principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en
unos bifes con papas fritas pero enseguida desistió: la grasa vaporizada
impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir;
si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza
profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de los poros de
las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta
de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que
su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre
zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al dormitorio. Apenas
entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló
el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las
medias, y fue a golpear la puerta del baño.
–Voy a entrar, querido –dijo con dulzura.
El no contestó, pero canturreaba.
Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito.
Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living,
tarareando el vals “Sobre las olas”. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana siguiente,
mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a
la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella
estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no tenía que
pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente, ella le
pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta del fondo
que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente,
que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la
ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que por más que barriera
y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había
viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el
viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no había viento.
–Vio, mi salvaje, vio, mi protestón, que
no era para hacer tanto escándalo –dijo. Rió traviesamente.
El se puso de pie como quien va a
pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después
inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida
y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el redondel,
refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto ser de
otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puerta se
cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta
se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos
acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del
suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se
expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose
desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares
de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se
agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente
Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el
piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba
la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose
como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una
esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde
de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca
ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es
llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con
pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó
una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con
desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa)
cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del
dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una
opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el
teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces si lo supo con certeza, la
ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a
llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos o tirarse de
cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a
tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay
que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la
mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el
viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo,
una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh
su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué,
Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo
de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de
basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de
la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió
almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta
que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó
paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las
cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a hijos
adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó armarios,
blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Y a las siete de la tarde, como un
pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su vida, empuñó
el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el aire
embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor.
Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco
de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo
recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón,
pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera
afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala
cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las
usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa
basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala.
Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre
la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de
encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta
y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar
la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba
el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más
razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador de pelo y después
lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un
golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en
el living. Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó
un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad
de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró,
extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de la mañana
los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el
aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las
ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el
peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando
advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró con desaliento las
manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían
ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para más tarde, con buena
suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la
cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se
durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron, se ablandaron,
extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se
hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se
levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían
desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color. Un ligero
desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas
blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas
veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina. Una comida
caliente tal vez la haría sentirse mejor pero no: después hay que lavar las
ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió una ola de
terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban
abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con
huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y viscosamente. Creyó
que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el
polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la cocina, no hay como
el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba
por ponerse a barrer, reparó en las suela de sus zapatos; sin duda no estaban
limpias: habían trazado sobre el parqué un discontinuo senderito de huevo. A
Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del
rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido
nada, dejó el escobillón y la pala y se fue para la cocina.
La manzana estaba en el centro del charco
amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos y de golpe
descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo
estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable
dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas
y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de cualquier
manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y
aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas
chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la
ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa
vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios
poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró
profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó,
la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la gente un
poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella
disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al
levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la
embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en
el plato.
Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias
en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de
lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el
dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la
hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el
suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua.
Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en
sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero
persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza.
Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la
lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor.
Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al
baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el
vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las
rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al
caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente
al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y
las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de
su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el baño
que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y
radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una
inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba
tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un punto, próximo a ella, sobre
el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su
nombre en el piso. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se
levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó:
Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente
en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas,
arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería
a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba
con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y
por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso día de sol
con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se
detuvo ante un puesto de flores.
–Margaritas –le dijo al puestero–. Las más
blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme
caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto
pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que
estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y,
levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del
norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano
el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando
una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó
desde la cocina.
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