Especialmente los gatos
Me mudé a una casa en pleno territorio
gatuno. Es un barrio de casas viejas con angostos jardines tapiados. Por
nuestras ventanas traseras se divisan una docena de tapias en una dirección y
otra docena de tapias en dirección contraria, de todos los tamaños y alturas.
Árboles, hierba, arbustos. Hay un pequeño teatro con tejados a distintas
alturas. Aquí los gatos están en su elemento. Siempre se les ve sobre las
tapias, los tejados y en los jardines, llevando una complicada existencia
secreta, como las vidas de los chavales de barrio, regidas por unas normas
particulares e inimaginables que los adultos nunca aciertan a descubrir.
Sabía que acabaríamos teniendo un gato en
casa. Tal como se sabe que si tu casa es demasiado grande al final llegará
alguien a instalarse en ella, hay ciertas casas que no se conciben sin un gato.
Durante algún tiempo espanté a diversos gatos que se acercaban a husmear,
queriendo averiguar qué tipo de sitio era aquél.
Durante todo el espantoso invierno de
1962, un viejo macho blanco y negro estuvo paseándose por el jardín y el tejado
que cubría el porche trasero. Se sentaba sobre la nieve medio derretida del
tejado; iba de aquí para allá sobre la tierra helada; cuando abríamos la puerta
trasera apenas un instante, lo encontrábamos plantado delante, mirando hacia el
cálido interior. Era francamente feo, con un parche blanco sobre un ojo, una
oreja desgarrada y la boca siempre medio abierta con la mandíbula caída. Pero
no era un gato callejero. Tenía un buen hogar en esa misma calle y nadie
parecía entender por qué no se quedaba allí.
Aquel invierno tuve ocasión de instruirme
más sobre las asombrosas penalidades a las que se someten voluntariamente los
ingleses.
Las casas de ese barrio londinense son en
su mayoría de protección oficial y, al cabo de sólo una semana de frío, las
cañerías se habían helado y habían reventado, dejando cortado el suministro.
Nada se hizo por remediar la situación. Las autoridades abrieron una boca de
riego en una esquina y durante varias semanas mis vecinas se dirigían allí
provistas de jarras y latas, recorriendo en zapatillas las aceras cubiertas de
fango helado para coger agua. Calzaban zapatillas para que no se les enfriasen
los pies. En ningún momento se retiró el fango ni el hielo de las aceras. Las
mujeres abrían el grifo, que se estropeó unas cuantas veces, y comentaban que
llevaban una semana, dos... y hasta tres, cuatro y cinco semanas sin más agua
caliente que la que hervían en la cocina. Como es natural, no había ni que
pensar en darse un baño caliente. Cuando les preguntabas por qué no se
quejaban, dado que, al fin y al cabo, estaban pagando un alquiler y también
pagaban por el suministro de agua fría y caliente, respondían que el
ayuntamiento ya estaba al tanto de la situación de las cañerías pero no había
hecho nada al respecto. El ayuntamiento había señalado que estaban atravesando
una racha de frío; y ellas convenían en que era un diagnóstico acertado.
Hablaban con voz lúgubre, pero se sentían plenamente realizadas, tal como se
siente esta nación cuando sufre las consecuencias de un cataclismo que podría
haberse evitado con suma facilidad.
Un anciano, una mujer de mediana edad y un
niño pequeño pasaron los días de aquel invierno en la tienda de la esquina.
Allí las cámaras frigoríficas creaban un ambiente más gélido que el impuesto
por los rigores de una temperatura inferior a los cero grados; la puerta estaba
siempre abierta sobre la nieve acumulada en la calle. No había calefacción de
ningún tipo. El anciano sufrió un ataque de pleuresía y estuvo hospitalizado un
par de meses. Cada vez más debilitado, hubo de vender la tienda la primavera
siguiente. El niño pasaba el día llorando de frío acurrucado sobre el suelo de
cemento y recibía bofetones de su madre,
quien, ataviada con un vestido de lana ligero, calcetines de hombre y un jersey
fino, atendía desde detrás del mostrador comentando la horrible situación
mientras las lágrimas y los mocos resbalaban por su rostro y los dedos se le
cubrían de sabañones. Nuestro anciano vecino, que trabajaba de recadero en el
mercado, resbaló en el hielo a la entrada de su casa, se lesionó la espalda y
pasó varias semanas viviendo del subsidio de desempleo. En aquella casa con
nueve o diez habitantes, incluidos dos niños, el único sistema para combatir el
frío era una estufa con una sola resistencia eléctrica. Tres de ellos acabaron
hospitalizados, uno con neumonía.
Entretanto las tuberías seguían
reventadas y envueltas en melladas estalactitas, las aceras continuaban siendo
pistas de patinaje, y las autoridades persistían en no hacer nada. Como es
lógico, en los barrios de clase media la nieve se retiraba de las calles en
cuanto caía y las autoridades atendían a los enardecidos ciudadanos que
reclamaban sus derechos y amenazaban con demandar al ayuntamiento. En nuestro barrio,
la gente sufrió los efectos de las nevadas hasta la llegada de la primavera.
Rodeados de seres humanos tan afectados
por las inclemencias del invierno como los cavernícolas de hace diez mil años,
las peculiaridades de un viejo gato que escogió un tejado helado para pasar la
noche quedaron relegadas a un segundo plano.
Mediado aquel invierno, a unos amigos
nuestros les ofrecieron una gatita. Era de una pareja amiga suya cuya gata
siamesa se había quedado preñada de un gato callejero, unión de la que nacieron
unos híbridos retoños que estaban regalando. El piso de nuestros amigos es
minúsculo y ambos trabajan de sol a sol; pero se quedaron prendados de la
gatita nada más verla. Durante el primer fin de semana la alimentaron a base de
sopa de langosta de lata y de mousse de pollo, y sus noches de pareja
muy bien avenida se vieron turbadas por el animalillo, que sólo podía dormir
bajo la barbilla de H., el hombre, o al menos pegada a su cuerpo. S., la mujer,
nos comunicó por teléfono que la minina le estaba arrebatando el afecto de su
marido, tal y como le ocurre a la esposa del cuento de Colette. En lunes se
fueron a trabajar dejando a la gatita en casa y, al regresar, la encontraron
triste y llorosa después de haber pasado todo el día sola. Nos amenazaron con
traérnosla. Y cumplieron su amenaza.
La gatita tenía seis semanas y era un
animalito de cuento, encantador y delicado, cuyos genes siameses se revelaban
en la forma de la cabeza, las orejas y el rabo, así como en su fina
constitución. Tenía el lomo atigrado: por arriba y por detrás sólo se veían sus
hermosas rayas grises y de color crema. Pero por delante y por abajo su pelaje
era típicamente siamés, de un color dorado ahumado, ocre siamés, con franjas
negras discontinuas en el cuello. Sus facciones estaban perfiladas en negro:
finos anillos oscuros alrededor de los ojos, vistosas vetas oscuras en las
mejillas, un morrito ocre y con la punta rosa rodeada de negro. Vista de frente
cuando se sentó con las delgadas patas estiradas, era una criatura bella y
exótica. Había tomado asiento en medio de nuestra alfombra amarilla, rodeada
por cinco adoradores que no le inspiraban el menor miedo. Después echó a andar
majestuosamente por el piso de arriba, lo inspeccionó centímetro a centímetro,
se subió a mi cama, se deslizó bajo un pliegue de la sábana y allí se acomodó,
sintiéndose en casa.
S. se marchó con H. diciendo:
Os la hemos dejado muy a tiempo; habría
terminado por perder a mi marido.
Y él se marchó refunfuñando y asegurando
que no había sensación más exquisita que ser despertado por el delicado tacto
de una lengüecita rosa en la cara.
La gatita bajó dando tumbos por los escalones,
cada uno de los cuales doblaba su altura: primero las patas delanteras y luego,
plof, las traseras; las delanteras y, plof, las traseras. Inspeccionó la planta
baja, desdeñó la comida de lata que le ofrecimos y exigió a maullidos que le
preparásemos un cajón con arena. Rechazó un cajón con serrín, mas
con su melindrosa actitud nos dio a
entender que estimaba aceptables los trozos de papel de periódico si no había
nada mejor a mano. Y no lo había, dado que la tierra del jardín se había
petrificado con el frío.
No estaba dispuesta a tomar comida de
gatos enlatada. Por ahí no iba a pasar. Y yo no estaba dispuesta a alimentarla
a base de sopa de langosta y pollo. La carne picada de vaca nos permitió llegar
a un acuerdo.
Nuestra gata siempre ha sido tan exigente
con la comida como un solterón amante de la buena mesa. Y ha ido empeorando con
los años. Ya de pequeña demostraba su mal humor, su alegría o sus intenciones
de enfurruñarse a través de lo que comía, lo que dejaba de comer y lo que comía
a medias. Sus hábitos alimenticios constituyen un elocuente lenguaje.
Pero quizá su problema deriva de que la
separaron demasiado pronto de su madre. Si los expertos en gatos me permiten
una respetuosa sugerencia, les diría que tal vez se equivocan al afirmar que un
gatito puede vivir sin su madre en cuanto cumple seis semanas. Nuestra gata
tenía exactamente seis semanas, ni un día más, cuando la apartaron de su madre.
Sus remilgos con respecto a la comida se basan en la hostilidad y desconfianza
neuróticas que los alimentos inspiran a los niños que malcomen. Nuestra gata
sabía que tenía que alimentarse, y se alimentaba, pero nunca ha disfrutado con
la comida ni ha comido sólo por el placer de comer. Además comparte otras
características con las personas que no han recibido suficiente cariño de sus
madres. Ha conservado hasta el día de hoy la costumbre de meterse
instintivamente bajo un periódico doblado, en una caja o en una cesta... o en
cualquier cosa que le ofrezca abrigo, protección. Es más; es muy susceptible y
se siente ofendida y se enfurruña por cualquier motivo. Y es tremendamente
cobardica.
Los gatitos que viven con su madre hasta
las siete u ocho semanas de edad comen sin problemas y tienen confianza en sí
mismos. Pero, como es natural, no resultan tan interesantes.
De pequeña, nuestra gata nunca dormía
fuera de una cama. Esperaba a que yo me hubiera acostado y entonces se paseaba
por encima de mí, estudiando las posibilidades del terreno. Luego se metía bajo
las sábanas y se colocaba a mis pies, o encima de mi hombro, o se deslizaba
bajo la almohada. Si me movía demasiado, cambiaba malhumoradamente de sitio,
haciéndome sentir su descontento.
Cuando hacía la cama, no le importaba que
la dejara dentro; y le gustaba quedarse entre las mantas, formando un bultito
visible, a veces durante horas y horas. Si acariciabas el bulto, ronroneaba y
maullaba. Pero sólo la necesidad la impulsaba a salir de allí.
El bultito se desplazaba entonces hasta
el borde de la cama y, allí, titubeaba un instante. Luego quizá se oyera un
maullido desesperado mientras caía al suelo. Herida en su dignidad, se
apresuraba a darse unos lametazos mirando airadamente con sus ojos ambarinos a
los testigos, y ay de ellos si se les ocurría reírse. Después, consciente de sí
misma hasta la punta del último pelo, se dirigía a ocupar el centro de la
escena.
Había llegado el momento de comer con
muchos remilgos y mohines. O el de utilizar su cajón de arena, todo un
espectáculo de finura. O el de componer su ocre pelaje. O bien era el momento
de jugar, si es que tenía público, pues de otro modo no le interesaba.
Era arrogante como una chica guapa
sabedora de que su belleza es su única virtud; su cuerpo y su rostro en pose
constante, siguiendo las indicaciones de un director de escena que parecía
llevar dentro; y sus poses le valían como disfraz: no, no, si yo soy así,
pechos provocativos, ojos huraños y amenazadores siempre pendientes de la
admiración que trataba de despertar.
Tenía la gata esa edad a la que, si hubiera
sido una jovencita, habría usado la ropa y el peinado como si fueran armas,
segura, eso sí, de que en cualquier momento podía
volver a ser la niña consentida de
siempre al cansarse de su nuevo papel; se lucía y se pavoneaba por toda la
casa, dejando que la mimasen, y después, fatigada y un tanto irascible, se
ocultaba entre las hojas de un periódico o detrás de un almohadón y, desde
allí, contemplaba el mundo a salvo.
Su gracia más lograda, a la que recurría
sobre todo para que le hicieran caso, era tenderse de espaldas bajo un sofá y,
clavando en él las garras, arrastrarse con rápidos y precisos impulsos,
deteniéndose para ladear su elegante cabecita y, con los ambarinos ojos
entornados, esperar que le llovieran elogios.
«¡Qué gatita tan guapa! ¡Animalito
maravilloso! ¡Qué monada!» Entonces pasaba al siguiente número de la
representación.
A veces se tumbaba boca arriba sobre una
superficie adecuada como la alfombra amarilla o un almohadón azul y comenzaba a
rodar sobre sí misma despacio, con las patas dobladas y la cabeza echada hacia
atrás, exhibiendo el pecho y la tripa de color canela salpicados de tenues
manchas oscuras, como las que adornan el pelaje de los leopardos, de los que
parecía una refinada subespecie. «¡Gatita guapa, pero que guapísima eres!» Y
estaba dispuesta a continuar rodando y rodando hasta que cesaran las alabanzas.
Otras veces se sentaba en el porche
trasero; nunca sobre la mesa, que no tenía ningún adorno; escogía un banquito
con tiestos de barro llenos de narcisos y jacintos. Y allí, entre los tallos
coronados de flores azules y blancas, posaba hasta que reparaban en ella y la
admiraban. Naturalmente, no era sólo nuestra admiración la que buscaba, sino
también la del viejo gato reumático que, cual siniestro recordatorio de una
vida mucho más dura, se paseaba por el jardín sobre la tierra todavía cubierta
de escarcha. El gato divisaba tras los cristales a una hermosa gata
adolescente. Al verlo, ella erguía la cabeza hacia un lado y hacia otro;
arrancaba con los dientes un trocito de jacinto y lo tiraba al suelo; se lamía
el pelaje al desgaire; después, lanzando hacia atrás una mirada insolente,
saltaba al suelo y entraba en casa, ocultándose de su vista. Cuando subía por
las escaleras en brazos o sobre el hombro de alguien, echaba un vistazo por la
ventana y miraba al pobre animal, tan quieto que llegábamos a pensar que debía
de haberse quedado tieso de frío. Luego lo veíamos asearse bajo el sol algo más
cálido del mediodía y nos tranquilizábamos. Nuestra gata lo observaba a veces
desde la ventana; mas para ella la vida aún no tenía más complicaciones que
buscar una cama, un almohadón o una persona sobre la que acurrucarse.
Llegó la primavera, la puerta trasera se
abrió y, a Dios gracias, la caja de arena se hizo innecesaria porque la gatita
tomó posesión del jardín. Ya había cumplido los seis meses y, desde el punto de
vista de la naturaleza, se había desarrollado por completo.
Era en aquel entonces un animal precioso,
perfecto; aún más hermoso que aquella otra gata que, muchos años atrás, me
llevó a jurar que nunca habría quien la igualara. Y, en realidad, seguía sin
tener rival, pues la personalidad de aquella gata era puro tacto, delicadeza,
cordialidad y elegancia... y por ello, como dicen los cuentos y los refranes,
hubo de morir joven.
Nuestra gata, la princesa, era y sigue
siendo preciosa, pero, se mire por donde se mire, es un animal egoísta.
Las tapias del jardín se llenaron de gatos.
Primero ocupó su puesto el melancólico gato del invierno, rey de los jardines
traseros. A continuación, el apuesto gato blanco y negro de los vecinos, que, a
juzgar por su aspecto, debía de ser hijo del primero. Llegaron también un macho
atigrado cubierto de cicatrices de viejas batallas y otro gris y blanco que
nunca descendía de la tapia, tan seguro estaba de que saldría derrotado en
cualquier pelea. Y por último un deslumbrante joven semejante a un tigre que
despertaba a todas luces la admiración de nuestra gatita. Pero en vano; el
viejo rey no había sido derrocado.
Pégale un tiro ahora mismo exclamamos
todos; o al menos enciérralo para darle una oportunidad al joven tigre de los
vecinos.
Pero al apuesto gato joven no se le veía
por ningún lado.
Continuamos bebiendo vino; el sol seguía
brillando; nuestra princesa danzaba, rodaba, subía y bajaba del árbol y, cuando
las cosas al fin se pusieron a punto, el viejo rey la montó una y otra vez.
Aquí el único problema es apuntó H.
que le saca demasiados años.
¡Ay, Dios mío! exclamó S., voy a
llevarte a casa ahora mismo. Si te quedas aquí, estoy convencida de que
acabarás por hacerle el amor a la gata.
Ojalá pudiera dijo H.. Qué animal tan
exquisito, qué criatura tan maravillosa, qué princesa; ese gato no se la
merece, me está poniendo enfermo.
Al día siguiente regresó el invierno; el
jardín estaba húmedo y frío; la gata gris volvió a sus desdenes y a sus
caprichos. Y el viejo rey se tumbó en la tapia del jardín bajo la persistente lluvia
inglesa, todavía victorioso, a la espera.
Cuando la princesa salía a pasear con la
cola muy tiesa, aparentando indiferencia hacia todos pero sin quitarle ojo al
apuesto y joven tigre, éste saltaba de la tapia para acercarse a ella, pero
bastaba que el gato del invierno cambiara de postura sin moverse de sitio para
que el joven volviera a ponerse a salvo sobre la tapia. Y así transcurrieron
varias semanas.
Entretanto, H. y S. venían a visitar a su
perdida mascota. S. comentaba que era terriblemente injusto que la princesa no
tuviera libertad de elección; y H. opinaba que las cosas eran tal y como debían
ser: toda princesa ha de tener un rey, por muy viejo y feo que sea.
Tiene tanta dignidad, tanta presencia
decía H., y al sobrellevar con nobleza el largo invierno, se ha ganado con
creces a la guapa gatita.
Por entonces ya habíamos bautizado al
gato feo con el nombre de Mefistófeles, aunque supimos que en su casa lo
llamaban Billy. A nuestra gata le habíamos puesto diversos nombres sin que
ninguno llegara a cuajar. Melisa y Franny; Marilyn y Safo; Circe, Ayesha y
Suzette. Pero al hablar con ella, en nuestras charlas amorosas, maullaba,
ronroneaba y arrullaba en respuesta a las sílabas arrastradas de adjetivos como
«guaaapa», minina «preciooosa».
Un fin de semana muy caluroso, el único
que recuerdo de aquel verano desagradable, la gatita se puso en celo.
H. y S. vinieron a comer con nosotros el
domingo. Nos sentamos en el porche trasero a contemplar cómo la naturaleza obraba
a su antojo. Sin plegarse a nuestros designios. Ni tampoco a los de nuestra
gata.
Hacía ya un par de noches que nuestro
jardín era un campo de batalla donde se libraban espeluznantes combates; los
gatos aullaban, gritaban y gemían. Y, mientras tanto, sentada a los pies de mi
cama, la minina gris escrutaba la oscuridad con las orejas enhiestas, agitadas,
e iba comentando los acontecimientos con sutiles movimientos de la punta del
rabo.
Aquel domingo sólo Mefistófeles estaba a
la vista. La gatita gris se revolcaba con entusiasmo por todo el jardín. Se
acercó a nosotros, rodó sobre sí misma alrededor de nuestros pies y los
mordisqueó. Trepó a toda velocidad al árbol del fondo del jardín y bajó
corriendo al suelo. Se revolcó, gritó, lanzó llamadas, provocó.
Es la exhibición de lascivia más
lamentable que he visto en la vida dijo S. mirando a H., que continuaba
enamorado de nuestra gata.
Pobre gatita replicó H.. Si yo fuera
Mefistófeles, no se me ocurriría tratarte tan mal.
¡Qué asco, H.! le acusó S., nadie me
creería si lo contara. Si ya lo decía yo, eres un asqueroso.
Conque ya lo decías tú, ¿eh? repitió
H., acariciando a la extática gata.
Era un día muy caluroso, bebimos mucho
vino durante la comida y el juego amoroso prosiguió durante toda la tarde.
Al final, Mefistófeles bajó de la tapia y
se dirigió hacia donde la gatita gris se contorsionaba y se revolcaba... pero,
¡ay!, desperdició la oportunidad.
Dios mío se lamentó H., que estaba
sufriendo de verdad. Eso es realmente imperdonable.
S. observaba angustiada los tormentos de
nuestra gata y, una y otra vez, expresaba en voz alta y en tono dramático sus
dudas con respecto a que el sexo valiera la pena.
Mirad eso decía, igual que nosotros.
Así somos nosotros.
Nosotros no somos así en absoluto replicaba
H.. Es Mefistófeles el que es así. Se merece que le peguen un buen tiro.
Pégale un tiro ahora mismo exclamamos
todos; o al menos enciérralo para darle una oportunidad al joven tigre de los
vecinos.
Pero al apuesto gato joven no se le veía
por ningún lado.
Continuamos bebiendo vino; el sol seguía
brillando; nuestra princesa danzaba, rodaba, subía y bajaba del árbol y, cuando
las cosas al fin se pusieron a punto, el viejo rey la montó una y otra vez.
Aquí el único problema es apuntó H.
que le saca demasiados años.
¡Ay, Dios mío! exclamó S., voy a
llevarte a casa ahora mismo. Si te quedas aquí, estoy convencida de que
acabarás por hacerle el amor a la gata.
Ojalá pudiera dijo H.. Qué animal tan
exquisito, qué criatura tan maravillosa, qué princesa; ese gato no se la
merece, me está poniendo enfermo.
Al día siguiente regresó el invierno; el
jardín estaba húmedo y frío; la gata gris volvió a sus desdenes y a sus
caprichos. Y el viejo rey se tumbó en la tapia del jardín bajo la persistente lluvia
inglesa, todavía victorioso, a la espera.
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