Abrí en el jardín el pozo para mi
perro sacrificado. También tuve que echar en él al ciruelo estéril que sólo
hacía sombra en los amaneceres. Mamá no quiso mirar.
“Los solos siempre quedamos
inmóviles en el borde”, pensé cursi, mientras decidía si incluía o no en el
pozo a los muertos agudos que profanan a mi abuela cuando sueña.
***
Les conté que, de niño, vi
comenzar a la lluvia.
Mientras narraba sobre las
primeras gotas en los pastos y en la arena con el cielo aún abierto, se
impregnaron de horror; tapándose bocas y oídos, y agarrándose el peso de las
cabezas con sus manos verdosas.
Dijeron que mentía, que “la
lluvia no empezaba”, que “estuvo siempre”. Y me sentenciaron al exilio en una
remota aridez, donde no hay otra cosa para hacer más que llevar la cuenta de
cada grieta que abre el sol sobre la tierra.
***
El temblor de un gorrión salta
sin esfuerzo de un lado a otro de la reja.
Hay palomas alimentándose del
contenedor de la unidad penitenciaria.
Hoy, el aire pasó para lastimar
el muro.
a los y las poetas de las unidades nº 1, 2, 3, 4 y 5
***
La luz y su ausencia se reparten
la escena casi igualitariamente. Vertical, la doble armonía ha trepado al
fotografiado. Si prestan atención, verán que bajo sus ojos desgrana el sudor de
los ángeles que lograron atravesar lo imperceptible de los días.
El fotografiado es mi abuelo, a
quien los domingos le acercamos velas al cementerio para que nos alumbre los
huesos.
El lector
Lo alzó entre las manos
para cubrirlo
del morboso jugueteo del perro.
Pensó:
“otro gorrión interrumpido
contra la mampara de la galería,
otra ausencia minoritaria
para esta especie abultada
y sin lustre”.
(Arriba una avioneta
repetía
la publicidad de un circo)
Al mirar
por el agüita asesinada
que se paraba
en el ojo del caído
repentinamente sintió
cómo se nublaban y perdían
todas las palabras de su lenguaje.
Metido entero
en aquel analfabetismo,
como dentro de un viento
sin fricciones,
abrió brevemente su torso
con el mejor de sus cuchillos
e insertó allí
el peso despojado
del cuerpo del pájaro.
28
A partir de aquel hecho
cada vez que lo rapta el impulso
de leer un poema,
arrima el libro al pecho
y, como dichoso entenado
de un cielo prestado,
deja que el gorrión
ladre.
Taxistas
Agria la cabeza
puesta a los hombros que no pulsan,
pinchan
asociados a las estrellas
que son sólo pobre hielo de la noche,
aun
cuando ésta despance
subtropical la clorofila.
Es la rodante ajenidad…
De a ratos
salen y rescatan las falanges
de circulares durezas,
por si el automatismo sorprende
hundido en falsa vainilla
y rojo interrumpido rojo
atemporal.
Bocinas engordan los ácidos del ojo
pero engañado tienen ya el espinazo
para dormirse en lo breve
con gatos que descalzan cacerías
hacia el exilio de la radio.
Cuando a la esquina cabalguen fajas de sol:
pan sanguchero,
mortadela, queso y diario...
la orfandad será un mudo estandarte
en las hojas desangradas de coca
y en los puchos del turno cerrado.
Mano
Y sí,
podría no estar
y sin embargo
hace su aporte cortando
el tacaño airecito de la siesta.
Uno la mira y se dice:
“no sirve ni para dar
la más elemental de las señas,
ni para ahuyentarse los mosquitos”.
Es mano mendiga.
De su estirpe es propio
sostener un hoyo
como musgo empollado.
El que está detrás de la mano
ciertamente
no está.
No sabe
que podría ser
una estatua trepada
por las bocinas que se reproducen
en el celo de la calle 9 de Julio
o la improlija caligrafía
trazada
en el fresco cemento
de la vereda.
No sabe que no está
pero no le importa.
Sabe muy bien
que ha fusilado
el límite geopolítico de los días
y que,
si nos atreviésemos a tropezar con sus ojos,
los andamios
sobre los que andamos
se partirían en toda su fragilidad.
Y ya no habría noche
en la que podamos dormir solos
y a oscuras.
Por eso
aunque no esté,
aunque nunca estuvo,
saca la mano
y pide.
Suicida
¿Por qué viene la baguala
y aquí se pone a doler?
Manuel J. Castilla-Rolando Valladares, “Canción de las cantinas”
No pensaba ya
en los templos desviscerados por las mayúsculas
con que los hombres mensuraban su nombre
y lo alejaban.
Ahora sólo quedaba espacio
para extender la mirada hacia el follaje
de los árboles de Plaza Alberdi.
Esbozaba el aire de volcar
todos los cielos ausentes para el porvenir
en el concentrado infinito
de una flor de tarco,
cuando vio pasar
a un apocado niño cargando,
en el mohoso intervalo tambaleante de las costillas,
una transparente incomodidad que se confundía
y que él reconoció
como a uno de sus cadáveres;
anoche también
había divisado otro,
pero como un ahogado
en la pulpa fatigada de los ojos del caballo
que tiraba el carro de un cartonero.
Aquello lo vistió de la angustia:
un regusto a barro de ceniza
sólo equiparable a aquel
donde se extravió, irrecuperable
y de bruces,
cuando escuchó por primera vez Canción de las cantinas
(interrogatorio
puesto al lomo irresuelto de una noche;
expiando laberintos de la osteoporosis del vino).
Entonces, Dios comprendió sus ganas
de elegir un banco,
acurrucarse, inabarcable y fetal,
y abrirse el cuello para que la muerte le entre y se abisme
a falta de madre
que lo arrulle.
De "Escorial" Editorial Huesos de Jibia 2013
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