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lunes, 7 de diciembre de 2015

Oscar Gorbacho ( Carmelo Uruguay 1922, Buenos Aires 2015)






Perplejidades antes de dormir

Me moriré sin entender la vida.
Ya nada parece tener vuelo.
Ni una baranda al mar,
ni un pobre genio,
ni el miedo disfrazado de indolencia.

Nadie quiere nacer para ser nada,
vivir para ser sombra
o avejentada luz de la mañana
en la cama desierta.

Me moriré sin entender la muerte.

Casi un curriculum

Soy prisionero de esta ciudad.
Cambio admiraciones y amores por espejitos.
Creo en la gente como otros creen
en el perdón de los pecados,
en la justicia de los jueces,
en los gatos.
Vivo sin entender la conversación
de los mayores,
creo que, algún día, aparecerá Dios
para decirme que tenga paciencia
que, al fin de cuentas, Job fue recompensado
a su manera, a la de Dios.
Creo que a tanta edad
debería tener una casa pegada al mar océano
y que el viejo dolor adolescente
tendría que haber cedido al tratamiento de los años.
Pero sigo aquí, en esta ciudad,
desaparecido,
ignorante,
sin talento cósmico,
dueño sólo del arte de ser pobre.
El subterráneo

Esta mañana, el tren subterráneo
se detuvo sin razón.
(Íbamos a alguna parte y ya no íbamos)

Estupefactos,
nos miramos preguntándonos por la oscuridad,
el silencio, la traspiración.

El aire era un pescado viscoso y lento
en un mar de pelos sucios.

Un desperfecto o un perfecto complot
nos dejaba solos, lejos del aire minado,
lejos del cielo gris,
lejos de nuestros padres,
con un golpe en la nuca y sin la rosa.
Solos bajo la tierra, mudos,
como un ensayo de morir.


Ya sé

Ya sé que esto no es serio ni maduro,
que sigo carcomido por episodios personales,
asediado por mi cédula de identidad,
que no puedo salir de mi pequeña historia.

Ya sé que debería ser trascendente,
hablar de cosmogonías,
aconsejar al hombre,
ayudarle a ver el mundo
y a usar la poesía como una fórmula
de conocimiento
o una ciencia posible
o una estrategia para llegar a Dios.

Ya sé que debería inventar un mundo predilecto,
una especie redentora
o un estandarte de sabiduría.

Pero temo salir de mí
y, al regresar, no encontrarme.



Mi madre


Está muerta hace tiempo,
pero cumple años como siempre
y reaparece en las fotografías,
mitad escondida, mitad velada por la vergüenza.

Tengo la misma edad de su muerte
y es como si cruzara un bosque
lleno de humo
o enarbolara una bandera de parlamento
o descubriera un feto
en el fondo de una piscina.

Estaba sentenciada por el embuste.
Cuando la vi, era tarde:
los años la habían arrasado en pocos meses,
tenía el rostro de las brujas infantiles
y, sin embargo, era ella,
la misma que me acunaba en su pollera
con olor a cocina,
la misma que convocaba el té de tilo nocturno,
la que me enseñó a rezar para mi padre,
muerto por esos cielos,
la que estiraba las frazadas hasta las orejas,
la de las manos rugosas de tiempo y jabón.

Era la misma. Pero ocupada en su muerte,
no le alegraba mi regreso
y seguía acostada sin preguntarme nada,
sin fuerzas, sin ganas, sin amor.
No le importaba el hijo que regresaba enfermo.

Estoy cruzando su muerte en mitad de la lluvia,
estoy echando un puñado de tierra
y me falta su amparo, su falda, su silencio.
Será posible, Dios, que nunca acabe,
que nadie acabe de morir
hasta su propia muerte,
que todo sea un atentado de ambigüedad,
que me dé miedo escribir
por no tropezar con ella
detrás de cada metáfora,
detrás de cada impericia.

Camino por su muerte como si sólo ahora
muriera de repente.

Ya no existen sus cartas, sus peinetas,
su cama de la muerte.
Sólo existe este llanto tardío,
esta sobresaltada pesadilla,
este miedo a vivir que dan los años.




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