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domingo, 25 de junio de 2023

Wakefield de Nathaniel Hawthorne

 



 

En un periódico antiguo o en una vieja revista leí hace algún tiempo cierta historia, que se relataba como verdadera, según la cual un hombre —llamémosle Wakefield— se había ausentado de la casa que compartía con su esposa. El caso así expuesto no es, puede decirse, poco común, ni puede considerarse como absurdo o reprobable sin conocer los detalles y circunstancias de la situación de los protagonistas. Sin embargo, la historia que leí constituye, sin duda, si no el más grave, sí el más extraño caso de conducta marital de todos los que han llegado a mi conocimiento, y a la vez la extravagancia más increíble y notable de todas las que jamás haya cometido un hombre. El matrimonio al que me refiero vivía en Londres. El marido notificó que debía emprender un viaje, tomó en alquiler un cuarto de la calle inmediata a la suya y aquí, inadvertido por su esposa y por sus amigos, y sin que hubiera razón para tal comportamiento, permaneció durante veinte años. En el curso de su ausencia caminó día tras día enfrente de su casa y observó a menudo a Mrs. Wakefield a través de sus ventanas. Después de esta laguna en su dicha matrimonial, cuando su muerte era tenida por cierta, después de que se había designado su herencia, de que había desaparecido su nombre de la memoria de los vivos y de que su esposa se había resignado a una prematura viudez, un buen día el desaparecido atravesó el umbral de su casa, como si volviera de una ausencia de uno o dos días y fue hasta su muerte un esposo amante y ejemplar. Estos hechos son todo lo que recuerdo de la historia. El caso, por extraño que sea, creo que merece la simpatía generosa de todo el mundo. Todos nosotros sabemos que ninguno en particular cometeríamos semejante locura, pero todos nos percatamos a la vez de que es posible que otro la cometiera. A mí, al menos, los hechos se me presentan una y otra vez en la mente, provocando en mis sentimientos una suerte de asombro, pero siempre acompañados por la certeza de que la historia tiene que haber sido verdadera, delineándose a su lado una cierta concepción del carácter y naturaleza del protagonista. Siempre que un asunto se aferra de esta manera al pensamiento, puede decirse que está bien empleado el tiempo en que se reflexiona sobre él. Si el lector quiere pensar por su cuenta en este punto, dejémosle entregado a sus propias meditaciones; si, por el contrario, prefiere acompañarme a través de los veinte años que duró la ausencia de Wakefield, sea bienvenido. Pensemos que el extraño sucedido debe tener una moraleja —aunque nosotros no logremos encontrarla— y que será posible trazar límpidamente sus contornos y condensarla al final de nuestro relato. ¿No tiene todo pensamiento su eficacia y todo hecho asombroso su moraleja? ¿Qué clase de hombre era Wakefield? Estamos en libertad para llevar adelante, nuestra propia idea al darle ese nombre. Cuando comienza nuestra historia, Wakefield se encuentra en el meridiano de su vida; sus afectos matrimoniales, nunca violentos, se habían serenado convirtiéndose en un sentimiento habitual y tranquilo; de todos los maridos, puede decirse que era el más constante, porque una cierta lentitud hacía que su corazón permaneciera allí, donde se había detenido una vez. Era intelectual, pero no en el sentido profesional, de la palabra; sus pensamientos raras veces eran tan intensos como para plasmarse en palabras. La imaginación —entendida en su verdadero sentido— no figuraba entre los atributos de Wakefield. Con un corazón frío, pero no depravado ni inconstante, con una mente nunca enfebrecida por pensamientos turbulentos ni paralizada por afanes de originalidad, ¿quién hubiera podido profetizar que nuestro héroe iba a conquistar por sí mismo un lugar de primer orden entre todos los excéntricos del mundo entero? Si se hubiera preguntado a sus amistades quién era el hombre en Londres del que podía decirse con certeza que cada día hacía cosas que se olvidaban al día siguiente, todos hubieran pensado inmediatamente en Wakefield. Sólo su esposa tal vez hubiera dudado. Aun sin haber analizado su carácter, Mrs. Wakefield se había percatado de un cierto amor propio que se había introducido en la mente inactiva de su esposo, de una especie singular de vanidad, la peor de las cualidades, de una tendencia leve a la superchería, que raras veces se había manifestado de otra forma que en el malentendimiento de algunos secretos nimios y sin ninguna importancia; y, finalmente, de lo que ella misma llamaba “un algo extraño” en su marido. Esta última cualidad es indefinible y es probable incluso que no existiera. Imaginemos a Wakefield despidiéndose de su esposa. Estamos en el atardecer de un día de octubre. Su equipaje consiste en una bufanda de un gris amarillento, un sombrero cubierto por una tela impermeable, botas altas, un paraguas en la mano y una ligera maleta en la otra. Dijo a su esposa que piensa tomar la diligencia de la noche y dirigirse al campo. Mrs. Wakefield hubiera querido preguntarle cuánto duraría su ausencia, su objeto y cuándo regresaría, pero indulgente con la inocente afición al misterio que caracteriza a su marido, se contenta con interrogarlo con la mirada Wakefield a su vez le advierte que no lo espere desde luego en la diligencia de regreso y que piensa estar ausente tres o cuatro días; en todo caso, podría contar con él para la cena del viernes próximo. Wakefield mismo —esto debemos tenerlo presente— no sabe lo que hará. Tiende sus manos a Mrs. Wakefield y ésta le entrega las suyas, cambian un beso de despedida a la manera rutinaria que corresponde a un matrimonio de diez años, y así tenemos a Wakefield dispuesto a intrigar a su esposa con la ausencia de una semana. Después de que la puerta se ha cerrado tras de él, su esposa vuelve a abrirla un poco y ve a través de la apertura el rostro de su esposo sonriendo y desapareciendo inmediatamente. En aquel momento, este hecho insignificante se desvanece sin dejar rastro. Mucho más tarde, sin embargo, cuando había sido más años viuda que esposa, aquella sonrisa vuelve y se mezcla con todos los recuerdos de su marido. En sus largos ratos de ocio, la esposa abandonada decora aquella sonrisa con toda una especie de fantasías que la hacen extraña y repulsiva. Si imagina, por ejemplo, a su esposo en un ataúd, aquella mirada de despedida se encuentra helada en sus rasgos lívidos; si en cambio lo imagina en el cielo, su espíritu sagrado muestra todavía una sonrisa tranquila y enigmática. Es el recuerdo de esta sonrisa, también, lo que hace que, mientras todos los demás lo han dado ya por muerto hace mucho tiempo, Mrs. Wakefield dude a veces de esto y se resista a creerse verdaderamente una viuda. Pero quien nos importa es Mr. Wakefield. Debemos correr detrás de él, a lo largo de la calle, antes de que pierda su individualidad y se mezcle y desaparezca en la gran masa de la vida de Londres. Una vez aquí, será en vano que lo busquemos. Sigámosle pues sin perderlo de vista hasta que después de varios rodeos y caminatas inútiles lo encontramos confortablemente sentado al calor de la chimenea en un cuarto que reservó previamente. Este lugar se encuentra en la calle inmediata a la casa de Wakefield, y lo encontramos en su primer día de ausencia; no puede concebir la buena suerte que lo ha acompañado hasta ahora y gracias a la cual ha podido pasar inadvertido; piensa en un momento en que la multitud lo empujó justamente debajo del resplandor de un farol iluminado; piensa en que en un momento le pareció escuchar algunos pasos que seguían a los suyos y que se distinguían perfectamente del paso monótono del resto de la gente y piensa, finalmente, en el momento en que oyó una voz llamando a alguien a gritos y que le pareció que pronunciaba su propio nombre. No hay duda de que detrás de él había una docena de agentes que lo delatarán ante su esposa. ¡Pobre Wakefield! ¡Cuánto desconoces tu propia insignificancia en el seno de este mundo! Ninguna mirada ni ningún rostro humano han seguido tu ruta. Duerme tranquilamente y mañana por la mañana, si quieres proceder sensatamente, reintégrate al lado de Mrs. Wakefield y confiesa toda la verdad. No te apartes, ni siquiera por una semana, del lugar que tienes por derecho propio en su corazón casto y sereno. Si ella llegara a suponer por un solo momento que moriste separado de ella, pronto te darías cuenta para tu desdicha de que un cambio se había operado en tu esposa, un cambio quizás para siempre, y es muy peligroso producir una fisura en los afectos humanos, no porque la herida se mantenga durante mucho tiempo abierta, sino porque se cierra tan rápidamente... Casi arrepentido de su travesura —o como quiera llamarse a su actitud—, Wakefield se acostó temprano. Al despertar de su primer sueño, extendió los brazos en el amplio y solitario lecho: —No —pensó cobijándose de nuevo—. Esta es la última noche que duermo solo. A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre y se detuvo un momento para considerar qué era lo que realmente se proponía hacer. Tan desintegrados y vagos son los caminos de su pensamiento, que ha tomado este singular propósito en que se halla envuelto, con la conciencia de hacer algo, pero incapaz de definirlo incluso para su propia consideración. El proyecto impreciso y el esfuerzo convulso con que trata de ejecutarlo, son característicos de un hombre débil. Wakefield analiza y examina, no obstante, sus ideas, con toda la minuciosidad posible, se interesa por conocer los efectos que su decisión ha causado: cómo soportará su esposa los efectos de la viudez de una semana, cómo afectará su ausencia al pequeño círculo de amigos del que él es el centro. Una vanidad morbosa se halla, pues, en el fondo de todo el asunto. Ahora bien ¿cómo saber qué desea? Desde luego, no quedarse para siempre en su cómodo alojamiento, en el que aun cuando duerma y despierte en la calle inmediata a la suya, se encuentra en realidad tan ausente como si la diligencia en la que supuestamente iría hubiera rodado durante toda la noche. Si reaparece en su casa, todo su proyecto se viene abajo. Atormentado su pobre cerebro con este dilema, se aventura a cruzar el extremo de la calle y mirar su abandonado domicilio. La costumbre —pues Wakefield es un hombre de costumbres— lo conduce sin que lo perciba hasta la misma puerta de su casa, donde en aquel mismo momento el ruido que producen sus pasos sobre el primer escalón le hace volver en sí: ¡Wakefield! ¿A dónde ibas? En aquel momento su destino acababa de realizar un cambio decisivo. Sin soñar siquiera en el abismo al que lo arroja este paso que dio atrás, Wakefield se aleja velozmente de su domicilio, sin aliento, con una agitación hasta entonces no sentida, y apenas se atreve a volver la cabeza desde la primera esquina. ¿Es posible que nadie lo haya visto? ¿No tocarán a rebato por las calles de Londres los habitantes de su casa, la dulce Mrs. Wakefield, todos, la elegante doncella y el descuidado lacayo, pidiendo la búsqueda y captura de su dueño y señor? Su fuga ha sido un milagro. Reúne todo su valor para detenerse un momento y mirar hacia atrás, pero su corazón se siente oprimido al ver que su casa ha experimentado un cambio, tal como suele parecernos cuando, después de meses o años de ausencia, vemos nuevamente una colina o un lago o una obra de arte que nos son conocidos desde antes. Ordinariamente este sentimiento indescriptible está causado por la comparación y el contraste entre las reminiscencias imperfectas y la realidad. En Wakefield, el prodigio de una sola noche había producido esa transformación, porque en aquel breve período un gran cambio moral había tenido lugar en él. Este es un secreto que sólo a él le pertenece. Antes de abandonar el lugar en que se encuentra, Wakefield puede todavía captar la imagen lejana y momentánea de su esposa que pasa a través de las ventanas con el rostro vuelto hacia el extremo de la calle. El pobre necio huye sin esperar más, despavorido ante la idea de que entre miles de seres mortales, la mirada de su esposa haya podido descubrirlo. Aun cuando su cerebro se sienta confuso, se encuentra alegre, sin embargo, pocos minutos después, cuando se sienta al fin ante la chimenea de su nuevo domicilio. Con lo anteriormente escrito, hemos trazado el comienzo de este largo desvarío. Una vez sentada la primera idea y la extravagante terquedad del hombre de ponerla en práctica, el asunto sigue su camino casi automáticamente. Podemos imaginar a Wakefield comprando, después de largas reflexiones, una nueva peluca de pelo rojizo, escogiendo de un ropavejero judío unas prendas de color café, de corte distinto al de las que había acostumbrado usar hasta entonces. Todo está consumado, Wakefield es otra persona. Una vez establecido el nuevo sistema, todo movimiento que intente volver al anterior tendrá que ser tan difícil al menos como el que lo condujo a la extraña situación en que se encuentra. Además, su obstinación se hace mayor por el enojo que le produce pensar que su ausencia ha producido con seguridad una reacción inadecuada en el ánimo de su esposa. Ahora está decidido a no volver a su casa hasta que su esposa sienta un sobresalto de muerte. Dos o tres veces ha caminado Mrs. Wakefield ante los ojos de su esposo oculto, cada vez con pasos más lentos y difíciles, cada vez con las mejillas más pálidas y la frente más surcada de arrugas. En la tercera semana de su ausencia, Wakefield vio un heraldo de desgracias entrando en su casa bajo la forma de un farmacéutico. Al día siguiente, la campana de la puerta es envuelta con un lienzo para mitigar los sonidos. Al anochecer, aparece la carroza de un médico que deposita a su dueño solemne y empelucado en la casa de Wakefield, de donde sale, al cabo de media hora, como el anuncio posible de un funeral. ¿Morirá quizás? —piensa Wakefield, y su corazón se hiela sólo de suponerlo. En aquellos días siente una excitación semejante a la energía, pero se mantiene lejos de la cabecera de su esposa, pues sería contraproducente perturbarla en aquellos momentos. Si algo distinto de esto lo detiene, él lo ignora. En el curso de unas pocas semanas, Mrs. Wakefield se recobra; la crisis ha pasado; su corazón está triste, quizás, pero sereno; ahora podría regresar Wakefield, o más tarde: su esposa no volverá a sentir angustia por él. Estas ideas lucen a veces a través del extravío que se ha apoderado del cerebro de Wakefield y le dan una conciencia oscura de que algo así como un abismo infranqueable separa su nuevo alojamiento de su antiguo hogar. —¡Pero si está en la calle próxima! —se dice, a veces, a sí mismo. En realidad, su casa está en otro mundo; hasta ahora Wakefield había retardado su regreso de un día a otro; desde este momento es indeterminado el momento del regreso; no mañana, sino, probablemente, la semana próxima; de cualquier manera, muy pronto. ¡Pobre Wakefield! Desterrado por propia voluntad, tiene tantas probabilidades de regresar a su casa como los muertos de volver a su antigua condición en la tierra. Ojalá tuviera que escribir un libro en lugar de un cuento de doce páginas, entonces, podría manifestar cómo una fuerza fuera de nuestro control puede influir sobre nuestras acciones y tejer con sus consecuencias un manto de hierro que nos aprisiona. Wakefield ha sido descrito. Ahora debemos abandonarlo por unos diez años, imaginarlo rondar alrededor de su casa sin cruzar una sola vez el umbral, siempre fiel a su esposa, con todo el amor de que es capaz su corazón, mientras que por otra parte su recuerdo desaparece poco a poco de Mrs. Wakefield. Desde hace mucho tiempo —hay que enfatizarlo—, el desterrado voluntario perdió la conciencia de lo extraño de su situación. Relatemos ahora una escena. Entre la multitud que ocupa una calle de Londres, podemos ver a un hombre, ahora de mayor edad, con pocos rasgos característicos para atraer la atención de los distraídos transeúntes, pero lleva en su rostro el testimonio de un destino poco común. Es un hombre delgado, su frente estrecha y pronunciada se encuentra cubierta de arrugas profundas; sus ojos pequeños y sin brillo giran algunas veces temerosamente a su alrededor, pero más a menudo parecen mirar hacia su interior. Lleva la cabeza encorvada y se mueve con un paso curiosamente oblicuo, como si quisiera robarle al mundo su presencia real y directa. Al mirarlo con atención puede percibirse cuanto se ha descrito de él aquí, puesto que las circunstancias —que a veces hacen grandes personalidades de una materia tosca— han producido a este individuo. Si lo abandonamos para atravesar la calle y dirigimos nuestra mirada en dirección opuesta, veremos a una mujer de porte distinguido, ya en el ocaso de su vida, que se dirige a la iglesia con un devocionario en la mano. El dolor ha desaparecido de su ánimo o se ha hecho tan consustancial a él, que no lo cambiaría ya por la alegría. En el momento exacto en que el hombre delgado y la viuda se cruzan, hay un pequeño embotellamiento en la circulación y las dos figuras entran en contacto. Sus manos se tocan, la presión de la multitud hace que el pecho de ella alcance los hombros de él; se detienen y se miran a los ojos. Después de diez años de separación, así es cómo Wakefield se encuentra por primera vez con su propia esposa. Después la multitud los separa. La viuda recupera su paso anterior y se dirige a la iglesia; en el atrio se detiene un instante y su mirada recorre con expresión de perplejidad la masa de gente que discurre por la calle. Sin embargo es sólo un instante; después entra en el templo mientras abre su libro. ¿Y Wakefield? Con una expresión irritada vuelve su rostro a la ciudad ocupada y egoísta y se precipita a su alojamiento, corre el cerrojo de la puerta y se arroja sobre la cama. Los sentimientos latentes durante tantos años surgen a la superficie; todo el terrible desatino de su vida se le revela de un golpe en su mente débil y entonces grita con un acento increíble: —¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco! Quizás era verdad. La singularidad de su situación tiene que haber moldeado a este hombre de tal suerte que comparado con los demás hombres y con los problemas de la vida, no puede aceptarse que estaba en su sano juicio. Se las había ingeniado para separarse por sí mismo del mundo, para desvanecerse, para abandonar el lugar y los privilegios que le correspondían entre los vivos, sin conquistar tampoco un lugar entre los muertos. La vida de un ermitaño no podía compararse con la suya en absoluto. Se hallaba sumido en el bullicio de la ciudad, como antes también lo había estado, pero la multitud caminaba a su lado y no lo veía; podemos decir que figuradamente está al lado de su esposa y en su hogar, pero condenado a no sentir jamás ni el calor de uno ni el amor de otra; el destino singular de Wakefield consistía en que su ánimo conservaba los afectos pasados y participaba en la red de los intereses humanos, pero desprovisto de toda posibilidad de influir en ninguno. Sería algo sugerente escribir en detalle los efectos de esta situación en su cerebro y en su corazón, separadamente y en una combinación recíproca. Sin embargo, después de sufrir el cambio que había sufrido, es seguro que él mismo no se percatara de esto y le pareciera, al contrario, como si continuara siendo el hombre de siempre: algunos relámpagos de verdad le iluminarían, es cierto, algunas veces, pero sólo durante un instante. En esos momentos su respuesta era: “Dentro de poco volveré”, sin percibir que lo mismo se decía desde hacía veinte años. Asimismo pienso que estos veinte años se aparecían ante Wakefield, cuando dirigía su mirada hacia el pasado no más largos que la semana que se había fijado como límite de su ausencia, cuando abandonó a su esposa. Para él seguramente este espacio de tiempo no era más que un intermedio o entreacto en el curso general de su existencia. Cuando después de algún tiempo creyera que había llegado el momento de volver a casa, Mrs. Wakefield juntaría sus manos loca de alegría y examinaría a su marido, un hombre todavía maduro. ¡Qué terrible error! Si el tiempo se detuviera y esperara el final de nuestras locuras, todos nosotros seríamos jóvenes y continuaríamos siéndolo hasta el día del juicio final. Una tarde, ahora que ya hacía veinte años que había desaparecido, Wakefield realiza su acostumbrado paseo hacia la casa que sigue considerando suya. Es una noche tormentosa de otoño, con frecuentes lluvias que se descargan contra el suelo y desaparecen antes de que una persona alcance a abrir su paraguas. Detenido frente a su casa, Wakefield puede ver a través de las ventanas del segundo piso el resplandor rojo y los reflejos de un fuego confortable encendido en la habitación. En el techo puede verse la figura monstruosa u oscilante de Mrs. Wakefield. La capa, la nariz, el mentón y el robusto talle forman una admirable caricatura, que baila según ascienden o descienden las llamas del fuego, trazando curvas y figuras demasiado alegres para una viuda entrada en años. En aquel mismo momento la lluvia cae de nuevo repentinamente, y arrojada por un viento otoñal, azota el rostro y el pecho de Wakefield, que se siente penetrado por un escalofrío. ¿Debe permanecer mojado y temblando mientras en su casa arde un amable fuego dispuesto a calentarlo, mientras que su esposa podría correr a buscar su bata y su ropa de abrigo, que sin duda ha mantenido cuidadosamente guardadas en el armario de la alcoba matrimonial? ¡Wakefield no es tan loco como para hacerlo! Asciende los peldaños lentamente y sin casi percatarse ejecuta una acción a la que sus piernas se han resistido durante veinte años. ¡Wakefield! ¿Vas a entrar a la casa que tú mismo te has vedado? La puerta se abre. Cuando penetra en el vestíbulo, aún podemos ver su rostro y vemos en él la misma sonrisa taimada que fue precursora de la pequeña broma que ha estado representado desde entonces a costa de su esposa. ¡Qué despiadadamente estuvo probando a su mujer! Finalmente, todo ha terminado y una velada amable espera a Wakefield. Esta feliz ocurrencia —si es que efectivamente lo fue — sólo pudo ocurrir en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro personaje a través del umbral de su casa; ya nos ha dejado material suficiente para la reflexión, una parte del cual debe suministrarnos una moraleja que trataremos de condensar en unas cuantas palabras. Entre la aparente confusión de nuestro misterioso mundo, los individuos se hallan tan definitivamente insertos en un sistema y cada sistema se encuentra tan estrechamente vinculado a otro o a otros y finalmente a un total de sistemas, que el hecho de salir por un instante del propio sistema, expone al hombre al riesgo espantoso de perder para siempre su propio lugar en el mundo. De manera semejante a Wakefield, uno puede convertirse fácilmente, como éste se convirtió, en el Apátrida del Universo.


Traducción de Felipe González Vicens


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