SIEMPRE ME HAN DADA HORROR LOS TIMBRES. Incluso durante el día,
cuando trabajo en mi despacho, contesto al teléfono con cierto malestar. Pero por la
noche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre del teléfono
desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominar antes de coordinar
lo suficiente mis movimientos para encender la luz, levantarme e ir a descolgar el
aparato. Y aun entonces, necesito hacer un verdadero esfuerzo para anunciar con voz
tranquila: «Arthur Browning al habla». Con todo, no recupero mi estado normal hasta
que reconozco la voz que se dirige a mi desde el otro extremo del hilo y no me siento
absolutamente tranquilizado hasta que sé por fin de qué se trata.
En aquella ocasión, sin embargo, pregunté con mucha calma a mi cuñada cómo y
por qué había matado a mi hermano, cuando me despertó a las dos de la mañana para
anunciarme el atroz asesinato y para pedirme por favor que avisara a la policía.
—No puedo explicártelo por teléfono, Arthur. Llama al cuartelillo y ven después.
—¿No sería mejor que te viera antes?
—No. Es preferible prevenir a la policía sin perder un minuto. De no hacerlo así,
van a imaginarse demasiadas cosas y a hacer demasiadas preguntas… Les va a costar
bastante trabajo creer que lo he hecho yo sola. En realidad, convendría decirles que el
cuerpo de Bob está en la fábrica. Tal vez quieran pasarse por allí antes de venir a
buscarme.
—¿Dices que Bob está en la fábrica?
—Sí, debajo del martillo-pilón.
—¿Del martillo-pilón?
—Sí, pero no preguntes tanto. Ven, ven de prisa, antes de que mis nervios se
nieguen a sostenerme. Tengo miedo, Arthur. ¡Compréndelo, tengo miedo!
Y, cuando colgó, también yo tenía miedo. Hasta aquel momento había escuchado
y respondido como si se tratara de un simple asunto de negocios, y sólo entonces
empecé a comprender el verdadero significado de las palabras de mi cuñada.
Estupefacto, tiré el cigarrillo que había debido encender mientras hablaba con ella
y marqué, dando diente con diente, el número de la policía.
¿Han intentado alguna vez explicar a un soñoliento sargento de guardia que
acaban de recibir una llamada telefónica de su cuñada para anunciarles el asesinato de
su hermano a golpes de martillo-pilón?
—Sí, señor, le comprendo muy bien. ¿Pero quién es usted? ¿Su nombre? ¿Su
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dirección?
En aquel momento, al otro lado del hilo, el inspector Twinker se hizo cargo del
aparato y de la dirección de las operaciones. Él, por lo menos, pareció comprenderlo
todo y me rogó que le esperara para que fuéramos juntos a casa de mi hermano.
Tuve el tiempo justo de ponerme un pantalón y un jersey, y de coger al pasar una
vieja chaqueta y una gorra, antes de que un coche de la policía se detuviera frente a
mi puerta.
—¿Tiene usted un vigilante nocturno en la fábrica, míster Browning? —preguntó
el inspector mientras arrancaba—. ¿No le ha telefoneado?
—Sí… No. Efectivamente, es curioso. Aunque mi hermano ha podido pasar a la
fábrica desde el laboratorio, donde generalmente se queda hasta muy tarde, a veces
durante toda la noche.
—¿Entonces Sir Robert Browning no trabaja con usted?
—No. Mi hermano realiza investigaciones por cuenta del Ministerio del Aire.
Como necesitaba tranquilidad y un laboratorio cercano a un lugar donde pudiera
encontrar en cualquier momento toda clase de piezas, pequeñas y grandes, se instaló
hace algún tiempo en la primera casa que hizo construir nuestro abuelo, sobre la
colina, cerca de la fábrica. Yo le cedí uno de los talleres antiguos, que ya no
utilizamos, y mis obreros, trabajando bajo sus órdenes, lo transformaron en
laboratorio.
—¿Sabe usted con exactitud en que consisten las investigaciones de Sir Robert?
—Casi nunca habla de sus trabajos, que son secretos. Pero supongo que el
Ministerio del Aire está al corriente. Yo sólo sé que se encontraba a punto de terminar
una experiencia en la que llevaba varios años trabajando y por la que demostraba un
gran interés. Algo relativo a desintegración y reintegración de la materia.
Frenando a duras penas, el inspector viró en el patio de la fábrica y detuvo el
coche al lado de un agente uniformado, que parecía esperarle.
Por mi parte, no necesitaba escuchar la confirmación de labios del policía. Era
como si supiera, desde mucho tiempo atrás, que mi hermano estaba muerto. Al bajar
del coche, me temblaban las piernas como a un convaleciente en su primera salida.
Otro policía, salido de la sombra, vino a nuestro encuentro y nos condujo hasta un
taller brillantemente iluminado. Alrededor del martillo-pilón montaban guardia varios
agentes, mientras tres individuos vestidos de paisano se dedicaban a la instalación de
pequeños proyectores. Vi la cámara fotográfica dirigida hacia el suelo y tuve que
haber un violento esfuerzo para apartar los ojos de él.
Sin embargo, era menos espantoso de lo que había pensado. Mi hermano parecía
dormir boca abajo, con el cuerpo ligeramente atravesado sobre los raíles que servían
para la conducción de piezas hasta el martillo. Como si su cabeza y su brazo
estuviesen hundidos en la masa metálica del instrumento. Casi resultaba increíble que
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hubieran sido aplastados por él.
Después de cambiar unas palabras con sus colegas, el inspector Twinker regresó
junto a mí.
—¿Cómo puede levantarse el martillo, míster Browning?
—Yo mismo haré la maniobra.
—¿Quiere que vayamos a buscar a uno de sus obreros?
—No, no hace falta. Mire: el cuadro de mandos está ahí. Fíjese, inspector. El
martillo ha sido regulado para desarrollar una potencia de cincuenta toneladas y su
índice de descenso es de cero.
—¿De cero?
—Sí. O a ras del suelo, hablando más claro. Por otra parte, se le ha puesto en
funcionamiento intermitentemente. Lo cual quiere decir que es preciso volverlo a
subir después de cada golpe. No sé aún la versión de Lady Anne, pero estoy seguro
de que ella no habría sabido regular con tanta precisión la caída del martillo.
—Tal vez se quedó así ayer por la tarde.
—Imposible. En la práctica, jamás se utiliza el descenso a cero.
—¿Puede alzarse suavemente?
—No. No existe ningún mando para regular la velocidad de subida. Tal como
está, sin embargo, es más lenta que cuando actúa de modo continuado.
—Bueno. Hágame ver lo que es preciso ver. Sin duda, no resultará un espectáculo
agradable.
—No, inspector. Allá va.
—¿Todos dispuestos? —preguntó Twinker a los demás—. Cuando quiera, mister
Browning.
Con los ojos clavados en la espalda de mi hermano, apreté a fondo el voluminoso
botón negro que ponía en marcha el mecanismo de subida del martillo.
Al prolongado silbido, que siempre me hacía pensar en un gigante jadeando
después de un esfuerzo, siguió la ascensión ligera y elástica de la masa de acero. Pude
oír, sin embargo, la succión del desprendimiento y reprimí un movimiento de pánico
al ver cómo el cuerpo de mi hermano se movía hacia delante, mientras un borbotón
de sangre inundaba el amasijo oscuro descubierto por la ascensión del martillo.
—¿Hay algún peligro de que vuelva a caer, mister Browning?
—Ninguno —dije echando el cerrojo de seguridad.
Y, volviéndome de espaldas, vomité toda la cena a los pies de un joven policía
que acababa de hacer lo mismo.
Durante varias semanas y después, en sus ratos perdidos, durante varios meses, el
inspector Twinker se entregó en cuerpo y alma al esclarecimiento de la muerte de mi
hermano. Más tarde me confesó que yo era uno de sus principales sospechosos,
aunque jamás pudo encontrar la menor prueba, motivo o detalle revelador.
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Anne, a pesar de su increíble tranquilidad, fue declarada loca y no hubo proceso.
Mi cuñada se confesó única culpable del asesinato de su marido y demostró que
conocía perfectamente el funcionamiento del martillo-pilón. Se negó, sin embargo, a
explicar la causa de este asesinato y la razón de que mi hermano viniera a colocarse,
por su propia voluntad, bajo el martillo.
El vigilante nocturno oyó funcionar el aparato; lo oyó, para ser exacto, dos veces.
Y el contador, que siempre se ponía a cero después de cada operación, indicaba que el
martillo había llevado a cabo dos golpes. A pesar de todo, mi cuñada se obstinó en
afirmar que sólo se había servido de él una vez.
El inspector Twinker empezó dudando de que la víctima fuera realmente mi
hermano pero varias cicatrices, una herida de guerra en el muslo y las huellas
digitales de su mano izquierda, terminaron por disipar todas sus dudas.
Finalmente, la autopsia reveló que no había ingerido ninguna droga antes de su
muerte.
En cuanto a su trabajo, los expertos del Ministerio del Aire vinieron a hojear sus
papeles y se llevaron varios instrumentos del laboratorio. Todos ellos celebraron
largos conciliábulos con el inspector Twinker y le convencieron de que mi hermano
había destruido sus documentos y aparatos más interesantes.
Los técnicos del laboratorio de la policía, por su parte, declararon que Bob había
tenido la cabeza envuelta en algo hasta el momento de su muerte y Twinker me
enseñó cierto día un andrajo desgarrado, que yo reconocí inmediatamente como el
paño de una mesa del laboratorio.
Anne fue trasladada al instituto de Broadmoore, donde se encierra a todos los
locos criminales. Las autoridades me confiaron a su hijo Harry, que contaba seis años
de edad, y se decidió que su educación y mantenimiento corrieran a mi cargo.
Yo podía visitar a Anne todos los días. En dos o tres ocasiones, el inspector
Twinker me acompañó y pude comprobar que se había visto con ella otras veces.
Pero jamás consiguió sacarle una palabra del cuerpo. Mi cuñada se había convertido,
aparentemente, en un ser al que todo le era indiferente. Rara vez respondía a mis
preguntas y casi nunca a las de Twinker. Empleaba parte de su tiempo en la costura,
pero su entretenimiento favorito parecía ser la caza de moscas, que examinaba
cuidadosamente antes de dejarlas en libertad.
Sólo tuvo una crisis —una crisis de nervios, mejor que una crisis de locura—, el
día en que vio cómo una enfermera mataba uno de estos animales. Para tranquilizarla,
hubo que recurrir a la morfina.
En varias ocasiones le llevamos a su hijo. Anne le trató con amabilidad, pero sin
demostrar el menor afecto hacia él. Le interesaba como podía interesarle cualquier
niño desconocido.
El día en que tuvo la crisis por culpa de la mosca muerta, el inspector Twinker
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vino a verme.
—Estoy convencido de que ahí reside la clave del misterio.
—Yo no veo la menor relación. Creo que mi pobre cuñada lo mismo hubiera
podido coger otra manía. Las moscas son una simple fijación de su locura.
—¿Cree que está verdaderamente loca?
—¿Cómo puedo dudar de ello, Twinker?
—A pesar de todo lo que dicen los médicos, tengo la impresión, muy clara, de
que Lady Browning es absolutamente dueña de sus facultades mentales, incluso
cuando ve una mosca.
—De admitir esa hipótesis, ¿cómo explica usted su actitud con relación a Harry?
—De dos formas: o pretende protegerlo o le teme. Tal vez, incluso, lo deteste.
—No le comprendo.
—¿Se ha fijado en que jamás caza moscas cuando él está delante?
—Es cierto… Resulta bastante curioso. Pero confieso que sigo sin comprender
nada.
—Yo tampoco, mister Browning. Y seguramente seguiremos igual hasta que Lady
Browning se cure.
—Los médicos no tienen la menor esperanza…
—Estoy al corriente de eso. ¿Sabe si su hermano hizo alguna vez experimentos
con moscas?
—No lo creo. ¿Se lo ha preguntado a los expertos del Ministerio del Aire?
—Sí. Y se han reído en mis barbas.
—Lo comprendo.
—Tiene usted suerte, mister Browning. Yo, en cambio, no comprendo nada, pero
espero comprender algún día.
*****
—Dime, tío Arthur, ¿viven mucho tiempo las moscas?
Estábamos desayunando y mi sobrino, con sus palabras, acababa de romper un
prolongado silencio. Le miré por encima del Times, que había apoyado en la tetera.
Harry, como la mayor parte de los niños de su edad, tenía la costumbre, o más bien el
talento, de plantear cuestiones que los adultos no suelen hallarse en condiciones de
responder con precisión. Harry me preguntaba a menudo, siempre de forma
inesperada, y cuando tenía la mala suerte de poder aclararle alguna duda, ésta era
inmediatamente seguida de otra, después de otra y así sucesivamente, hasta que yo
me confesaba vencido, reconociendo que no lo sabía. Entonces, como un campeón de
tenis que lanzara su pelota definitiva, la que le convertía en ganador de juego y de
partida, decía:
«¿Por qué no lo sabes, tío?».
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Era, sin embargo, la primera vez que me hablaba de moscas, y me estremecí ante
la idea de que el inspector Twinker pudiera haberle oído. Imaginaba perfectamente la
mirada con que el infatigable sabueso me obsequiaría y la pregunta que, a renglón
seguido, dirigiría a mi sobrino. E intuía, al mismo tiempo, cuál habría sido —de
hallarse en mi caso— su respuesta. Respuesta que, textualmente y no sin cierto
malestar, tuve que repetir en voz alta.
—No lo sé, Harry. ¿Por qué me haces esa pregunta?
—Porque he vuelto a ver la mosca que mamá busca.
—¿Mamá busca una mosca?
—Sí. Ha crecido mucho, pero a pesar de todo la he reconocido.
—¿Dónde has vuelto a verla y qué tiene de particular?
—Sobre tu despacho, tío Arthur. Su cabeza es blanca en lugar de negra y su pata
muy graciosa.
—¿Cuándo viste esa mosca por primera vez, Harry?
—El día que se fue papá. Estaba en su cuarto y la cacé, pero mamá llegó en ese
momento y me obligó a dejarla en libertad. Unas horas después, me pidió que la
encontrara. Creo que había cambiado de idea y que quería verla.
—En mi opinión debe estar muerta hace mucho tiempo —dije levantándome y
yendo sin prisa hacia la puerta.
Pero en cuanto la cerré, di un salto hasta mi despacho y busqué en vano alguna
huella de moscas.
Las confesiones de mi sobrino y la seguridad del inspector Twinker sobre la
relación existente entre las moscas y la muerte de mi hermano me turbaron hasta el
desconcierto.
Por primera vez, admití que el inspector tal vez supiera más de lo que daba a
entender. Y, también por vez primera, me pregunté si mi cuñada estaba
verdaderamente loca. Un sentimiento extraño, incluso terrible, empezó a crecer en mí
y, cuanto más reflexionaba sobre ello, más me convencía de la cordura de Anne.
Un drama originado por la locura podía ser inexplicable y horroroso, pero su
horror, por grande que fuera, resultaba, a fin de cuentas, admisible. Sin embargo, la
idea de que mi cuñada hubiera sido capaz de asesinar tan atrozmente a mi hermano en
plena posesión de sus facultades mentales, con o sin su consentimiento, me daba
escalofríos. ¿Cuál podía ser la explicación de un crimen tan monstruoso? ¿Cómo se
había llevado a cabo?
Pasé una y otra vez revista a todas las respuestas de Anne al inspector Twinker.
Éste le había hecho centenares de preguntas. Y mi cuñada contestó con perfecta
lucidez a las cuestiones relativas a su vida con mi hermano. Una vida, al parecer, feliz
y sin historia.
Twinker, además de ser un psicólogo muy fino, tenía una gran experiencia y
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estaba acostumbrado a sentir, a adivinar —por decirlo de alguna forma— el engaño.
También él estaba convencido de que Anne había contestado honestamente a las
preguntas que se había dignado contestar. Pero estaban las otras, aquellas ante las que
siempre reaccionó de idéntica manera, repitiendo hasta la saciedad las mismas
palabras.
—No puedo aclararle esa cuestión —decía lisa y llanamente, sin perder nunca la
calma.
Ni siquiera la acumulación de preguntas de este tipo parecía molestarle. Una sola
vez, en el curso de los numerosos interrogatorios, le hizo notar al inspector que ya le
había preguntado anteriormente lo mismo. En las restantes ocasiones, siempre
contestó de igual forma: «No puedo aclararle esa cuestión».
Su estribillo se convirtió en un muro formidable, contra el cual se estrelló una y
otra vez la tenacidad de Twinker. Cuando el inspector cambiaba el rumbo de sus
interrogatorios y se interesaba por temas que no guardaban relación directa con el
drama, Anne respondía con lucidez y amabilidad. Pero en cuanto la conversación se
orientaba, por algún resquicio, hacia el asesinato de Bob, mi cuñada se escondía
nuevamente tras la muralla del «no puedo aclararle esta cuestión».
Deseosa de que no recayeran sospechas sobre ninguna otra persona, Anne
demostró prácticamente cómo había manejado el martillo-pilón. Nos hizo ver, sin
lugar a dudas, que conocía su funcionamiento y la forma de regular la fuerza y la
altura del golpe, y como el inspector adujera que todo aquello no probaba su
intervención en el asesinato de Bob, nos enseñó el lugar donde se había apoyado con
la mano izquierda, contra un montante del cuadro de mandos, mientras manipulaba
los botones con la mano derecha.
—Sus técnicos encontrarán aquí mis huellas digitales —añadió con sencillez.
Y sus huellas, efectivamente, fueron encontradas.
Twinker sólo pudo descubrir una mentira en sus declaraciones. Anne afirmaba
haber maniobrado el martillo una sola vez, mientras el vigilante nocturno juraba y
perjuraba haberlo oído dos. El contador, que siempre se ponía a cero al terminar cada
jornada, le daba la razón.
Durante algún tiempo, Twinker confió en forzar el mutismo de mi cuñada gracias
a este error. Pero un buen día, Anne, con la mayor tranquilidad del mundo, echó por
tierra sus esperanzas, declarando:
—Sí, he mentido, pero no, puedo explicarle los motivos de mi mentira.
—¿Sólo me ha engañado en eso? —preguntó inmediatamente Twinker, con el
propósito de desconcertarla y de adquirir así alguna ventaja sobre ella.
Con gran sorpresa por su parte —pues esperaba el estribillo habitual—, Anne
respondió:
—Sí. Ha sido mi único engaño.
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Y Twinker comprendió que Anne había reparado con creces la única fisura de su
muro defensivo.
A la luz de las revelaciones de Harry, creció en mí un progresivo sentimiento de
horror hacia mi cuñada, porque, si no estaba loca, simulaba estarlo para escapar a un
castigo que merecía cien veces. En ese caso Twinker tenía razón y la llave del drama
residía en las moscas, a no ser que la obsesión de Anne formara parte de su engaño. Y
si, por el contrario, no estaba en sus cabales, entonces Twinker seguía teniendo razón,
porque tal vez a través de las moscas pudiera un psiquiatra descubrir la causa del
asesinato.
Diciéndome que Twinker seguramente sabría resolver aquel rompecabezas mejor
que yo, estuve a punto de ir a contárselo todo. Pero el pensamiento de que atosigaría
a Harry con mil preguntas, me retuvo. Existía también otra razón para no acudir a él:
me daba miedo que buscara y encontrara la mosca mencionada por mi sobrino. Y ese
miedo era, por incomprensible, profundamente turbador.
Pasé revista a todas las novelas policíacas que había leído en mi vida. Este género
literario no carece de lógica, incluso cuando presenta casos muy complicados. En la
historia de las moscas, por el contrario, no había nada lógico, nada que pudiese
encajar. Todo era sorprendentemente sencillo y, al mismo tiempo, misterioso. No
existía culpable alguno que desenmascarar: Anne había asesinado a su marido, se
había declarado autora del hecho e incluso había reconstruido la escena.
Desde luego, no podía esperarse lógica en un drama provocado por la locura, pero
aún admitiendo que fuera así, ¿cómo explicar la extraña pasividad de la víctima?
Mi hermano era el típico sabio partidario de la prueba del nueve. Sentía horror
por la intuición y por los golpes de genio. Algunos científicos elaboran teorías que
después se esfuerzan en apoyar con hechos; trabajan a saltos en lo desconocido y no
tienen inconveniente en abandonar una posición avanzada si las experiencias
acumuladas a continuación no bastan para consolidar sus suposiciones. Mi hermano
pertenecía, al contrario y —cabe decir— por excelencia, al tipo del investigador
receloso, que se guarda siempre las espaldas con un sólido punto de apoyo, probado y
archiprobado. Rara vez se traía entre manos más de un experimento y no participaba
de ninguna de las características del sabio distraído, que se deja calar por la lluvia con
un paraguas cerrado en la mano. Era, en cambio, profundamente humano. Adoraba a
los niños y a los animales, y jamás titubeaba en dejar su trabajo para ir al circo con
los hijos de su vecino. Le gustaban los juegos de lógica y precisión, como el billar, el
tenis, el bridge y el ajedrez.
¿Cómo, entonces, explicar su muerte? ¿Por qué se había colocado debajo del
martillo-pilón? En modo alguno podía tratarse de una estúpida jactancia, de un
desafío a su propio valor. Jamás se jactaba de nada y no soportaba a las personas
aficionadas a apostar. Para vejarlas, siempre decía que una apuesta es un simple
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negocio concluido entre un imbécil y un ladrón.
Sólo existían dos explicaciones posibles: o se había vuelto loco o tenía una razón
para hacerse matar por su mujer de tan extraña manera.
Tras largas reflexiones, decidí no poner al inspector Twinker al corriente de mi
conversación con Harry e intentar una nueva gestión personal con mi cuñada. Era
sábado, día de visita, y como Anne pasaba por ser una enferma muy tranquila, me
permitían llevarla a dar una vuelta al gran jardín, donde le habían concedido una
pequeña parcela para que la cultivara a su antojo. Anne había trasplantado allí varios
rosales de mi jardín.
Sin duda esperaba mi visita, porque llegó al locutorio en seguida. Empezaba a
hacer frío y, en previsión de nuestro paseo habitual, se había puesto el abrigo.
Me pidió noticias de su hijo y después me condujo hasta la parcela, donde me
hizo sentarme a su lado sobre un banco rústico, fabricado en la carpintería del asilo
por un enfermo aficionado a las actividades manuales.
Yo trazaba vagos dibujos en la arena con la contera de mi paraguas, buscando la
forma de llevar la conversación al tema de la muerte de mi hermano. Pero fue ella
quien primero se refirió al asunto.
—Arthur, quería preguntarte una cosa…
—Te escucho, Anne.
—¿Sabes si las moscas viven mucho tiempo?
La miré estupefacto y estuve a punto de confesarle que su hijo me había
preguntado lo mismo unas horas antes, pero repentinamente comprendí que por fin se
me brindaba la posibilidad de asestar un duro golpe a sus defensas, conscientes o
subconscientes. Anne, entretanto, parecía esperar con tranquilidad la respuesta,
creyendo sin duda que me esforzaba en resucitar mis recuerdos de escuela sobre la
duración de la vida de las moscas.
Sin apartar los ojos de ella, repuse:
—No lo sé con precisión, pero tu mosca estaba hoy por la mañana en mi
despacho.
El golpe había alcanzado su objetivo. Anne volvió bruscamente la cabeza hacia
mí y abrió la boca como si fuera a gritar, pero sólo en sus inmensos ojos se dibujó un
auténtico alarido de terror.
Yo conseguí mantener la impasibilidad. Me daba cuenta de que por fin había
adquirido alguna ventaja sobre ella y que sólo podría conservarla adoptando la actitud
de un hombre al tanto de todo, que no experimenta rencor o piedad y que ni siquiera
se permite emitir un juicio sobre los hechos.
Ella, finalmente, respiró y se tapó la cara con las manos.
—Arthur… ¿la has matado? - murmuró suavemente.
—No.
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—¡Pero la tienes! —gritó alzando la cabeza—. ¡La tienes ahí! ¡Dámela!
Un poco más y se hubiera atrevido a registrarme los bolsillos.
—No, Anne, no la tengo aquí.
—¡Lo sabes todo! ¿Cómo has podido adivinarlo?
—No, Anne, no sé nada, excepto que tú no estás loca. Pero voy a averiguar la
verdad de una u otra manera. O me lo dices todo, y entonces decidiré sobre el mejor
modo de resolver este asunto, o…
—¿O qué? ¡Habla de una vez!
—Iba a hacerlo, Anne… O te juro que el inspector Twinker tendrá esa mosca
antes de veinticuatro horas.
Mi cuñada permaneció inmóvil un momento, con los ojos clavados en las palmas
de sus blancas y afiladas manos. Después, sin alzar la mirada, dijo:
—Si te lo digo todo, ¿me prometes que destruirás esa mosca antes de tomar
ninguna otra decisión?
—No, Anne. No puedo prometértelo antes de saber el verdadero significado de
esta historia.
—Arthur, compréndelo… Le prometí a Bob que esa mosca sería destruida…
Tengo que mantener mi promesa… De otra forma, no te diré nada.
Comprendí que me estaba metiendo en un callejón sin salida; Anne se recuperaba.
Era absolutamente necesario encontrar un nuevo argumento, un argumento que la
empujara hasta sus últimos baluartes y que la hiciera capitular.
A la desesperada, confiando en un golpe de suerte, dije:
—Anne, debes darte cuenta de que cuando esa mosca sea examinada en los
laboratorios de la policía, el inspector Twinker tendrá la prueba de que no estás loca
y…
—¡Arthur, no! No lo hagas, por Harry, no lo hagas… Llevo mucho tiempo
esperando esta mosca, convencida de que terminaría por encontrarme. Al parecer no
ha sido capaz y te ha buscado a ti.
Yo observaba atentamente a mi cuñada, preguntándome si fingía aún estar loca o
si, a fin de cuentas, lo estaba. A pesar de todo, loca o no, daba la impresión de
sentirse acorralada. Era preciso violentar aún su última resistencia y como, al parecer,
temía por su hijo, dije:
—Cuéntamelo todo, Anne. Así podré proteger mejor a Harry.
—¿De qué quieres protegerle? ¿No comprendes que si yo estoy aquí, es
únicamente para evitar que Harry se convierta en el hijo de una condenada a muerte,
ejecutada por el asesinato de su esposo? Créeme, preferiría cien veces la horca a la
muerte lenta de este manicomio.
—Anne, estoy tan interesado como tú en proteger al hijo de mi hermano. Te
prometo que, si me lo cuentas todo, haré lo imposible por defender a Harry. Pero si te
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niegas a hablar, el inspector Twinker tendrá la mosca. De todas formas intentaré velar
por el niño, pero tú misma debes hacerte cargo de que entonces ya no tendré las
riendas de la situación.
—¿Por qué estás tan empeñado en saber? —dijo lanzándome una curiosa mirada
de rencor.
—Anne, es la suerte de tu hijo lo que está en tus manos. ¿Qué decides?
—Vamos dentro. Voy a entregarte el relato de la muerte del pobre Bob.
—¡Lo has escrito!
—Sí. Lo tenía preparado, no para ti, sino para tu maldito inspector. Suponía que,
antes o después, terminaría por dar con parte de la verdad.
—En este caso, ¿puedo enseñárselo?
—Haz lo que te parezca.
Me quedé en el locutorio mientras ella subía a su habitación. Al volver, traía un
abultado sobre amarillo, que me tendió diciendo:
—Procura leerlo a solas y sin que nadie te moleste.
—De acuerdo, Anne. Lo haré en cuanto llegue y mañana vendré a verte.
—Muy bien.
Y salió del locutorio sin despedirse.
Hasta que algunas horas más tarde empecé la lectura, no descubrí la advertencia
escrita en el exterior del sobre:
A quien corresponda - Probablemente al inspector Twinker.
Tras dar órdenes rigurosas de que no se me molestara bajo ninguna excusa, hice
saber que no cenaría y pedí té con bizcochos. Después subí rápidamente a mi
despacho.
Una vez en él, examiné cuidadosamente las paredes, las tapicerías y los muebles,
sin encontrar el menor rastro de moscas. Luego, cuando la criada me subió el té y
añadió leña al fuego, cerré las ventanas y corrí las cortinas. Finalmente eché el
cerrojo de la puerta, descolgué el teléfono —lo hacía todas las noches desde la muerte
de mi hermano—, apagué las luces, excepto la de mi mesa de trabajo, y abrí el grueso
sobre amarillo.
Tras servirme una taza de té, comencé la lectura del manuscrito:
«Esto no es una confesión, porque nunca he intentado ocultar la responsabilidad
que me incumbe en el trágico fin de mi marido y también porque, a pesar de
declararme única autora de su muerte, no soy una criminal Al actuar como lo hice,
me limitaba a ejecutar fielmente las últimas voluntades de Robert Browning,
aplastándole la cabeza y el antebrazo derecho con el martillo-pilón de la fábrica de su
hermano».
Sin haber probado una sola gota de té, volví la página.
«Con alguna anterioridad a su desaparición, mi marido me había puesto al
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corriente de sus experimentos. Ya entonces comprendía perfectamente que el
Ministerio se los hubiera prohibido como demasiado peligrosos, pero confiaba en
obtener resultados positivos antes de informar sobre ellos.
»Aunque hasta el momento la ciencia sólo ha conseguido transmitir a través del
espacio el sonido y la imagen, gracias a la radio y la televisión, Bob aseguraba haber
encontrado el medio de transmitir la propia materia. La materia - es decir, un cuerpo
sólido - colocada en un aparato emisor, se desintegraba y reintegraba
instantáneamente en un aparato receptor.
»Bob consideraba que su descubrimiento podía ser de tanta trascendencia como el
de la rueda. Creía que la transmisión de la materia por desintegración-reintegración
instantánea, significaba una revolución sin precedentes, de radical importancia para la
evolución del hombre. La difusión de su invento equivaldría al fin de los transportes
mecanizados, no sólo para los productos y mercancías que pudieran corromperse,
sino también para los propios seres humanos. Bob, hombre eminentemente práctico,
que jamás se dejaba llevar por la fantasía, vislumbraba ya un mundo desprovisto de
aviones, trenes, coches, carreteras y vías férreas. Todo esto sería reemplazado por
estaciones emisoras-receptoras, repartidas por toda la superficie de la Tierra. Bastaría
con situar a los viajeros y a las mercancías en el interior de una cabina emisora, para
que fueran desintegrados y casi instantáneamente reintegrados en la cabina receptora
del punto de destino.
»Mi marido tropezó con algunas dificultades al principio. Su aparato receptor
sólo estaba separado de su aparato emisor por una pared. Como sujeto de su primera
experiencia, eligió un viejo cenicero, recuerdo de un viaje que habíamos hecho a
Francia.
»Cuando me trajo triunfalmente el cenicero, aún no estaba al corriente de sus
investigaciones y tardé un poco en comprender el significado de sus palabras.
»—¡Mira, Anne! —dijo—. Este cenicero ha permanecido totalmente desintegrado
durante una diezmillonésima de segundo. Por un momento, ha dejado de existir. Era
sólo un conjunto de átomos viajando a la velocidad de la luz entre dos aparatos. Y un
instante después, los átomos se han unido de nuevo para volver a formar este
cenicero.
»—Bob, por favor… ¿de qué hablas? Explícate.
»Entonces me reveló el objetivo de sus experiencias y, al ver que no le
comprendía, empezó a esgrimir dibujos y a manejar cifras. Tras lo cual, naturalmente,
aún entendí menos sus explicaciones.
»—Perdóname, Anne —dijo al darse cuenta, riéndose de buena gana—. ¿Te
acuerdas de aquel artículo sobre los misteriosos vuelos de ciertas piedras, que
irrumpen sin causa aparente en algunas casas de la India a pesar de que las puertas y
las ventanas están cerradas?
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»—Sí, me acuerdo muy bien. El profesor Downing, que había venido a pasar el
fin de semana con nosotros, dijo que —si no había algún truco— el fenómeno sólo
podía explicarse por la desintegración de las piedras en la calle y su reintegración en
el interior de la casa, antes de su caída.
»—Exactamente. —Y añadió—: A menos que el fenómeno se produzca por una
desintegración parcial y momentánea de la pared atravesada por las piedras.
»—Todo eso es muy bonito, pero sigo sin comprender ¿Cómo puede pasar una
piedra, por muy desintegrada que esté, a través de una pared o de una puerta?
—Puede, Anne, porque entonces los átomos que componen la materia no se
tocan. Están separados entre sí por espacios inmensos.
»—¿Espacios inmensos entre los átomos que componen, por ejemplo, una simple
puerta?
»—Entendámonos: los espacios entre átomos son relativamente inmensos. Es
decir, inmensos con relación al tamaño de los átomos. Tú pesas cien libras y mides
cinco pies y tres pulgadas… Si todos los átomos que componen tu cuerpo fueran
comprimidos unos contra otros, sin que quedara el menor espacio entre ellos, tú
seguirías pesando lo mismo, pero no abultarías más que una cabeza de alfiler.
»—Entonces, si no he comprendido mal, ¿tu pretendes haber reducido este
cenicero al tamaño de una cabeza de alfiler?
»—No, Anne. En primer lugar, si los átomos de este cenicero, que apenas pesa
dos onzas, fueran comprimidos, el conjunto resultante sólo sería visible al
microscopio. En segundo lugar, todo esto era una simple imagen. Lo que intento
explicarte pertenece a otro orden de fenómenos. Este cenicero, una vez desintegrado,
puede atravesar cualquier cuerpo opaco y sólido, a ti misma, por ejemplo, sin la
menor dificultad, porque entonces sus átomos separados no encuentran obstáculo
alguno en la masa de tus átomos, que también están separados.
»—¿Y tú has desintegrado este cenicero y lo has reintegrado un poco más allá,
después de hacerlo pasar a través de otro cuerpo?
»—A través, para ser exacto, de la pared que separaba mi aparato emisor de mi
aparato receptor.
»—¿Y puede saberse qué utilidad tiene enviar ceniceros a través del espacio?
»Bob inició entonces un gesto de malhumor, pero al darse cuenta de que sólo le
estaba gastando una broma, se dedicó a explicarme algunas de las posibilidades de su
descubrimiento.
»—¡Bueno! Espero que nunca me obligues a viajar así, Bob. No me gustaría
terminar como tu dichoso cenicero.
»—¿Cómo ha terminado?
»—¿Te acuerdas de lo que había escrito en él?
»—Sí, claro. La inscripción «Made in France», que ahí sigue.
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»—Pero ¿te has fijado cómo?
»Cogió el cenicero con una sonrisa y palideció al darse cuenta de lo que yo quería
decir. Las tres palabras seguían, efectivamente allí, pero invertidas, de forma que sólo
podía leerse: «ecnarF ni edaM».
»—Es inaudito —murmuró.
»Y, sin terminar el té, se precipitó hacia el laboratorio, del cual ya no volvió a
salir hasta el día siguiente por la mañana, tras una noche entera de trabajo.
»Algunos días más tarde, Bob sufrió un nuevo revés, que le puso de malhumor
durante varias semanas. Después de muchas preguntas, terminó por confesar que su
primera experiencia con un ser vivo había resultado un completo fracaso.
»—Bob, ¿ha sido Dandelo?
»—Sí —reconoció a duras penas—. Se desintegró perfectamente, pero no volvió
a reintegrarse en el aparato receptor.
»—¿Y entonces…?
»—Entonces ya no existe Dandelo. Sólo existen sus átomos dispersos, que se
pasean por alguna parte, Dios sabe cuál, del universo.
»Dandelo era un gato blanco que la cocinera había encontrado en el jardín. Una
buena mañana desapareció sin saber cómo. Bob acababa de aclararme lo sucedido.
»Tras una serie de nuevas experiencias y largas horas de vigilia, Bob me anunció
que su aparato funcionaba ya perfectamente y me invitó a que lo viera.
»Hice preparar una bandeja con una botella de champagne y dos copas para
festejar dignamente su éxito, porque yo sabía que mi marido, de no estar a punto el
aparato, no me hubiera llevado a verlo.
»—Excelente idea —exclamó quitándome la bandeja de las manos. ¡Vamos a
celebrarlo con champagne reintegrado!
»—Espero que sabrá tan bien como antes de su desintegración, Bob.
»—No temas, Anne. Ven aquí.
»Abrió la puerta de un compartimento cuadrangular, que era una simple cabina
telefónica, debidamente transformada.
»—Ahí tienes el aparato de desintegración-transmisión —me explicó mientras
ponía la bandeja sobre un taburete colocado en su interior.
»Cerró con cuidado, me tendió unas gafas de sol y me hizo situarme ante la
puerta de cristales de la cabina.
»Tras ponerse él mismo las gafas negras, manipuló varios botones en el exterior
de la cabina, y de ésta se elevó el dulce ronroneo de un motor eléctrico.
»—¿Dispuesta? —preguntó apagando la luz y haciendo girar otro conmutador,
que llenó el aparato de un resplandor azulado—, ¡Entonces, fíjate bien!
»Bajó una palanca y todo el laboratorio se iluminó violentamente con un cegador
destello anaranjado. Vislumbré, en el interior de la cabina, una especie de bola de
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fuego, que crepitó un instante, y sentí un repentino calor en la cara y en el cuello.
Después sólo pude ver dos agujeros negros bordeados de verde, como cuando se mira
durante cierto tiempo al sol.
»—Puedes quitarte las gafas, Anne. La operación ha terminado.
»Con un gesto teatral, mi marido abrió la puerta de la cabina y, a pesar de que lo
esperaba, fingí una gran sorpresa al comprobar que el taburete, la bandeja, las copas y
la botella habían desaparecido.
»Después me hizo pasar ceremoniosamente a la habitación contigua, donde se
encontraba una cabina idéntica a la que servía de aparato emisor. Abrió la puerta y
sacó triunfalmente la bandeja y el champagne que descorchó al instante. El tapón
saltó alegremente y el líquido burbujeó en las copas.
»—¿Estás seguro de que se puede beber sin peligro?
»—Absolutamente —dijo Bob tendiéndome una copa—. Y ahora vamos a
intentar una nueva experiencia. ¿Quieres asistir a ella?
»Pasamos a la sala donde estaba el aparato de desintegración.
»—¡Oh, Bob! ¡Acuérdate del pobre Dandelo!.
»—Es sólo un cobaya, Anne. Pero estoy convencido de que ahora saldrá bien.
»Colocó al animal en el suelo metálico de la cabina y me obligó a ponerme las
gafas de sol. Oí el ronroneo del motor, presencié de nuevo el estallido de luz y, sin
esperar a que Bob abriera el emisor, me precipité a la habitación contigua. A través de
la puerta de cristal pude ver al cobaya corriendo de un lado a otro.
»—¡Bob, amor mío! ¡Está aquí! ¡Lo has conseguido!
»—Un poco de paciencia, Anne. No lo sabremos con seguridad hasta dentro de
algún tiempo.
»—Pero está tan vivo como antes.
»—Es preciso comprobar que todos sus órganos siguen intactos. Si continúa así
durante un mes, podremos intentar otras experiencias.
»Ese mes me pareció un siglo. Todos los días iba a ver al cobaya, que parecía
portarse de maravilla.
»Cuando Bob se convenció de su buena salud, puso a Pickles, nuestro perro, en la
cabina. No me avisó, porque jamás hubiera consentido que Pickles pasara por una
experiencia semejante. Al animal, sin embargo, pareció gustarle. En una sola tarde
fue desintegrado y reintegrado diez o doce veces y en cuanto salía de la cabina
receptora, se precipitaba al aparato emisor para repetir el juego.
»Suponía que Bob iba a convocar una reunión de científicos y especialistas del
Ministerio como solía hacer cuando terminaba un trabajo, para comunicar sus
conclusiones y llevar a cabo algunas demostraciones prácticas. Al cabo de algunos
días, yo misma se lo hice notar.
»—No, Anne. Este descubrimiento es demasiado importante para anunciarlo sin
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más ni más. Hay algunas fases de la operación que ni yo mismo he llegado a
comprender todavía. No puedo abandonarlo ahora en otras manos.
»A veces, aunque no siempre, me hablaba de la marcha de su trabajo. Desde
luego, en ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de que fuera a intentar
una primera experiencia humana con su propia persona y sólo después de la
catástrofe descubrí que un segundo cuadro de mandos había sido instalado en el
interior de la cabina emisora.
»La mañana en que intentó su terrible experiencia, Bob no vino a comer. Encontré
una nota clavada en la puerta de su laboratorio:
Sobre todo, que nadie me moleste. Estoy trabajando.
»Ya en otras ocasiones había hecho lo mismo. Por otra parte, no concedí
importancia a la extraña y deforme escritura del mensaje.
»Y fue precisamente algo más tarde, a la hora de la comida, cuando Harry vino
corriendo a decirme que había cazado una mosca con la cabeza blanca. Yo, sin querer
verla, le dije que la soltara inmediatamente. Ni Bob ni yo soportábamos que se le
hiciera el menor daño a un animal. Yo sabía que Harry había atrapado aquella mosca
sólo porque era rara, pero también sabía que su padre no vería en ello disculpa
alguna.
»A la hora del té, Bob continuaba encerrado en su laboratorio y el mensaje
clavado en la puerta. A la hora de la cena, las cosas seguían igual y por fin,
vagamente inquieta, me decidí a llamarle.
»Le oí moverse por la habitación y un momento después apareció un segundo
mensaje por debajo de la puerta. Lo desplegué y leí:
Anne: he tenido algunas complicaciones. Acuesta al niño y vuelve dentro de
una hora. B.
»Golpeé de nuevo y llamé varias veces a Bob, sin recibir respuesta. Al cabo de un
instante le oí teclear en la máquina de escribir y, tranquilizada por ese ruido familiar,
regresé a la casa.
»Después de acostar a Harry, volví al laboratorio y encontré una nueva hoja de
papel, que Bob había deslizado, como la anterior, por debajo de la puerta. Esta vez,
leí con espanto:
»Anne:
»Cuento con tu firmeza de espíritu para que no pierdas la cabeza, porque
sólo tú puedes ayudarme. Me ha sucedido un grave accidente. Mi vida no
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corre peligro por el momento, pero se trata, a pesar de ello, de una cuestión
de vida o muerte. Me es imposible hablar: nada se consigue, por lo tanto,
llamándome o haciéndome preguntas a través de la puerta. Tienes que
obedecer mis instrucciones al pie de la letra. Después de dar tres golpes,
para indicarme que estás de acuerdo, vete a buscar una taza de leche y
añádele una copa colmada de ron. No he comido ni bebido nada desde
anoche y tengo necesidad de hacerlo. Confío en ti.
B.
»Con el corazón acelerado, di los tres golpes convenidos y me precipité hacia la
casa para satisfacer su petición.
»De regreso al laboratorio encontré un nuevo mensaje en el suelo:
»Anne, sigue fielmente mis instrucciones:
»Cuando llames, abriré la puerta. Pon la taza de leche sobre mi mesa de
trabajo, sin hacer ninguna pregunta, y pasa después a la habitación donde se
encuentra la cabina receptora. Una vez allí, mira bien por todas partes. Es
absolutamente necesario que encuentres una mosca. Aunque no puede andar
muy lejos, yo me he pasado horas buscándola en vano. Ahora tengo un serio
hándicap y veo mal las cosas pequeñas.
»Pero antes de nada, júrame que me obedecerás en todo y que bajo ninguna
excusa intentarás verme. Me es imposible discutir. Tres golpes en la puerta
me demostrarán que estás nuevamente de acuerdo. Mi vida depende de tu
ayuda.
»Sobreponiéndome a la emoción, di tres golpes espaciados.
»Entonces oí que Bob venía hacia ella. Un instante después, su mano buscaba y
descorría el cerrojo.
»Al entrar, comprendí que se había quedado detrás de la puerta. Resistiendo el
deseo de volverme, dije:
»—Puedes contar conmigo, querido.
»Después de poner la taza en la mesa, bajo la única luz encendida, me dirigí hacia
la otra habitación, que estaba, por el contrario, brillantemente iluminada. En ella
reinaba el más absoluto desorden: había una gran cantidad de fichas y probetas rotas
por el suelo, entre taburetes y sillas patas arriba. De una especie de enorme balde se
desprendía un olor acre, originado por la combustión de unos papeles que acababan
de consumirse.
»Antes de empezar, sabía yo que mi búsqueda no daría resultado. El instinto me
decía que la mosca deseada por Bob era la misma que Harry había atrapado y puesto
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en libertad, por orden mía, aquella misma mañana.
»Oí que Bob, en la habitación de al lado, se acercaba a la mesa y de ella se elevó,
al cabo de un instante, una especie de succión, como si le costara trabajo beber.
»—Bob, no hay ninguna mosca. ¿No podrías ayudarme algo? Si no puedes
hablar, recurre a los golpes en la mesa. Ya sabes: uno para el sí y dos para el no.
»Aunque había intentado dar una entonación normal a mi voz, tuve que hacer un
esfuerzo terrible, cuando oí dos golpes secos en su escritorio, para reprimir un
sollozo.
»—¿Puedo entrar en esa habitación, Bob? No comprendo nada de lo que pasa,
pero sea lo que sea sabré enfrentarme a ello con valor.
»Hubo un momento de silencio y, por fin, un solo golpe.
»Al llegar a la puerta me quedé paralizada de estupor. Bob se había echado por la
cabeza el paño de terciopelo dorado que generalmente se encontraba sobre la mesa
donde comía, cuando por cualquier motivo no quería salir del laboratorio.
»—Bob, seguiremos buscando mañana, a la luz del sol. ¿No podrías ir a
acostarte? Si quieres, te llevaré a la habitación de los huéspedes y cuidaré de que
nadie te vea.
»Su mano izquierda surgió repentinamente del paño, que le tapaba hasta la
cintura, y dio dos golpes en la mesa.
»—¿Necesitas un médico?
»"No", dijo con dos nuevos golpes.
»—¿Quieres que telefonee al profesor Moore? Te sería más útil que yo.
»La respuesta fue, una vez más, negativa. Yo no sabía qué hacer ni qué decir.
Algo, sin embargo, me daba vueltas en la cabeza. Por fin dije:
»—Harry encontró esta mañana una mosca muy extraña, que yo le obligué a dejar
en libertad. ¿No podría ser la que buscas? El niño me dijo que tenía la cabeza blanca.
»Bob emitió un extraño suspiro, ronco y metálico. Y en aquel momento tuve que
morderme la mano hasta que brotó sangre para no gritar. Mi marido había dejado caer
su brazo derecho a lo largo del cuerpo y tenía, en vez de mano y muñeca, una especie
de artejo gris con ganchos, que le asomaban por debajo de la manga.
»—Bob, amor mío, explícame lo que ha pasado… Seguramente podría ayudarte
mejor si supiera de lo que se trata… ¡Oh, Bob, es espantoso! —dije tratando
vanamente de ahogar los sollozos.
»Sacó la mano izquierda y, tras golpear una vez en la mesa, me indicó la puerta.
»Salí por ella, la cerré y me desplomé en el suelo. Bob echó el cerrojo, anduvo un
poco por la habitación y finalmente se puso a escribir a máquina. Al poco tiempo, una
nueva hoja apareció bajo la puerta:
»Vuelve mañana. Para entonces te tendré preparada una explicación. Toma
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un somnífero y duerme. Voy a necesitar todas tus fuerzas.
B.»
—¿No querrás nada durante la noche, Bob? - grité a través de la puerta en cuanto
conseguí dominar el temblor de mi voz.
»Dio dos golpes rápidos y nuevamente se oyó el tecleo de la máquina». El sol me
hizo abrir los ojos. Había puesto el despertador a las cinco, pero no lo había oído por
culpa del somnífero. Eran casi las siete y me levanté enloquecida. Había dormido sin
un solo sueño, como si alguien me hubiera arrojado al fondo de un oscuro pozo. Pero
entonces, al regresar a la pesadilla de la vida real y acordarme del brazo de Bob,
rompí nuevamente a llorar.
»Luego me precipité a la cocina y preparé, ante la sorpresa de las criadas, una
bandeja de té con tostadas, que llevé al laboratorio sin perder un minuto.
»Bob me abrió al cabo de unos segundos y cerró a puerta tras de mí. Aún llevaba
el paño sobre la cabeza. Por el lecho improvisado y por las arrugas de su traje gris,
comprendí que había intentado descansar un poco. Una hoja mecanografiada me
esperaba sobre la mesa. Bob se encontraba junto a la puerta de la otra habitación y
comprendí que quería estar solo. Llevé, pues, el mensaje a ella y, mientras lo leía, le
oí servirse una taza de té. A continuación, reproduzco sus palabras:
»¿Te acuerdas del cenicero? Me ha pasado un accidente similar, aunque por
desgracia mucho más grave. Me he desintegrado y reintegrado yo mismo, una
vez, con éxito. Pero, al intentar una segunda experiencia, no me he dado
cuenta de que había una mosca en la cabina de transmisión.
»Mi única esperanza se cifra en encontrar esa mosca y en volver a "pasar"
con ella. Búscala por todas partes. Si no la encuentras, será preciso que idee
un procedimiento, para desaparecer sin dejar rastro.
»Yo hubiera preferido una explicación más detallada, pero Bob debía tener alguna
poderosa razón para no dármela. "Seguramente está desfigurado", pensé. E intenté
imaginarme su rostro invertido, como la inscripción del cenicero, con los ojos en el
sitio de la boca o las orejas.
»Pero era preciso conservar la calma y tratar de salvarle. Ante todo, debía cumplir
sus órdenes y esforzarme por encontrar aquella dichosa mosca a cualquier precio.
»—¿Puedo entrar ya?
»Bob abrió la puerta que ponía en comunicación las dos habitaciones.
»—No desesperes. Voy a traerte esa mosca. Aunque no se la ve por parte alguna
del laboratorio, tiene que andar cerca… Supongo que estás desfigurado y que por eso
pretendes desaparecer sin dejar huellas. Pero yo no lo permitiré. Si fuera necesario, te
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haría una máscara o una capucha y continuarías tus investigaciones hasta que
consiguieras volver a la normalidad. Incluso, si no hubiera otro remedio, avisaría al
profesor Moore y a otros sabios amigos tuyos y entre todos te salvaríamos.
»Bob golpeó con violencia la mesa, y emitió el suspiro ronco y metálico de la
noche anterior.
»—No te irrites, Bob. No haré nada sin prevenirte, te lo prometo. Ten confianza
en mí y déjame ayudarte. Estás desfigurado, ¿no es cierto? Seguramente, de un modo
terrible. ¿Quieres enseñarme la cara? No me darías asco. ¡Soy tu mujer, Bob!
»Dio dos rabiosos golpes, para indicarme su total negativa, y me ordenó con la
mano que saliera.
»—Bueno. Voy a buscar esa mosca, pero júrame antes que no harás ninguna
tontería y que no tomaras la menor iniciativa sin consultarme.
»Extendíó lentamente la mano izquierda y comprendí que ese gesto equivalía a
una promesa.
»Jamás olvidaré aquella espantosa jornada dedicada íntegramente a la caza de
moscas. Puse la casa patas arriba, obligando a las criadas a participar en mi búsqueda.
Aunque les expliqué que se trataba de una mosca, escapada del laboratorio de mi
marido, sobre la cual se había llevado a cabo un importante experimento y que a toda
costa era preciso recuperar viva, creo que en más de un momento me creyeron loca.
Eso fue, por otra parte, lo que más tarde me salvó de la vergüenza de la horca.
»Interrogué a Harry. No comprendió inmediatamente y le sacudí hasta que
empezó a llorar. Entonces tuve que armarme de paciencia. Sí, se acordaba. Había
encontrado la mosca en el reborde de la ventana de la cocina, pero la había soltado,
obedeciendo mis órdenes.
»A pesar de encontrarnos en pleno verano, en nuestra casa apenas habla moscas,
porque vivíamos en lo alto de una colina donde siempre hacía viento. De todos
modos, atrapé varios centenares. Hice poner jícaras de leche, confituras y azúcar en
los rebordes de las ventanas y en varios sitios del jardín. Ninguno de los insectos
cazados, sin embargo, respondió a la descripción dada por Harry. Los examiné
personalmente con una lupa y todos parecían iguales.
»A la hora de comer, llevé al laboratorio leche y puré de patatas. Por si acaso,
dejé también algunas moscas, cogidas al azar. Pero mi marido me dio a entender que
no le servían para nada.
»—Si de aquí a la noche no aparece la mosca, estudiaremos el procedimiento a
seguir. Mi idea es ésta: me instalaré en la habitación de al lado, con la puerta cerrada
y te haré preguntas. Cuando no puedas contestar con un sí o un no, escribirás la
contestación a máquina y me la echarás por debajo de la puerta… ¿Te parece bien?
»"Sí", golpeó Bob con su mano útil.
»Al ponerse el sol, seguíamos sin encontrar la mosca. Antes de llevarle la cena a
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Bob, titubeé un momento ante el teléfono. Sin duda alguna, todo aquello era una
cuestión de vida o muerte para mi marido. ¿Tendría yo fuerza suficiente para
oponerme a su voluntad e impedirle que pusiera fin a sus días? Seguramente jamás
me perdonaría que faltara a mi promesa, pero pensé que su resentimiento era, a fin de
cuentas, preferible a su desaparición y, febrilmente, me decidí a descolgar el aparato
y a marcar el número del profesor Moore, su más íntimo amigo.
»—El profesor está de viaje y no volverá hasta finales de semana —me explicó
cortésmente una voz neutra.
»La suerte estaba echada. Tendría que luchar sola y sola - decidí - salvaría a Bob.
»Cuando unos minutos después entré en el laboratorio, casi había recuperado la
tranquilidad y me instalé, como habíamos convenido, en la habitación vecina para
comenzar aquella penosa discusión, llamada a durar buena parte de la noche.
»—Bob, ¿podrías decirme con exactitud lo que ha pasado?
»Oí el tecleo de su máquina durante varios minutos. Después apareció una hoja
de papel bajo la puerta.
»Anne:
»Prefiero que me recuerdes con mi aspecto anterior. No va a quedar más
remedio que destruirme. He reflexionado largamente sobre el asunto y sólo se
me ocurre un procedimiento, para el cual necesito tu ayuda. Al principio
pensé en una sencilla desintegración por medio de mi aparato emisor, pero se
trata de una idea descabellada porque algún sabio podría reintegrarme en un
futuro más o menos lejano y no quiero que eso suceda a ningún precio.
»Por un momento llegué a preguntarme si Bob se había vuelto loco.
»—No quiero saber cuál es tu procedimiento, porque jamás aceptaré esa solución,
Bob. Por terrible que sea el resultado de tu experiencia, estás vivo, eres un hombre,
con un alma y una inteligencia. ¡No tienes derecho a destruir todo eso!
»La respuesta fue de nuevo mecanográfica.
»Estoy vivo, pero no soy ya un hombre. En cuanto a mi inteligencia, puede
desaparecer de un momento a otro. Ni siquiera sigue intacta. Y no puede
haber alma sin inteligencia.
»—Tienes que poner a los otros sabios al corriente de tus experiencias y trabajos.
Ellos terminarán por salvarte.
»Casi me asusté al oír los golpes de Bob sobre la puerta.
»—¿Por qué no? ¿Por qué te niegas a recibir una ayuda que todos te prestarían de
corazón?
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»Mi marido aporreó entonces la puerta con una docena de furiosos golpes, y yo
comprendí que por ese camino no iba a ninguna parte.
»Entonces le hablé de mí, de su hijo, de su familia. No me contestó. Cada vez me
sentía más desconcertada. Por fin me aventuré a lanzar un tímido:
—Bob…, ¿me escuchas?
»Esta vez se oyó un solo golpe, mucho más suave.
»—En una de tus cartas te referías al cenicero de tu primera experiencia. ¿Crees
que si lo hubieras metido otra vez en el aparato, las letras habrían podido recuperar su
primitivo orden?
»Unos instantes más tarde, leí en la nueva hoja que acababa de ser deslizada bajo
la puerta:
»Veo donde vas a parar, Anne. He pensado en ello y esa, precisamente, es la
razón de que tenga tanto interés en recuperar la mosca. Si no nos
transmitimos juntos, no hay esperanza alguna.
»—Inténtalo al azar. Nunca se sabe.
»"Ya lo he intentado", fue esta vez su respuesta.
»—¡Prueba una vez más!
»La respuesta de Bob me animó un poco, porque ninguna mujer ha comprendido
ni comprenderá jamás que un condenado a muerte se dedique a gastar bromas. Un
minuto más tarde, efectivamente, pude leer
»Admiro tu deliciosa lógica femenina. Podríamos repetir la experiencia un
millar de veces… Pero para darte ese placer, sin duda el último, voy a
hacerlo. En el caso de que no encuentres las gafas negras, vuélvete de
espaldas a la cabina receptora y tápate los ojos con las manos. Avísame
cuando estés dispuesta.
»—¡Ya, Bob!
»Sin molestarme en buscar las gafas, obedecí sus instrucciones. Le oí mover
varias cosas y cerrar la puerta de la cabina de transmisión. Tras un momento de
espera, que me pareció interminable, se escuchó un ruido violento y pude percibir un
brillante resplandor a través de mis párpados cerrados y de mis manos.
»Me di la vuelta y miré.
»Bob, siempre con su paño de terciopelo sobre la cabeza, salió lentamente de la
cabina receptora.
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»—¿Ningún cambio? —pregunté dulcemente, tocándole en el brazo.
»Al sentir el contacto, retrocedió rápidamente y tropezó con un taburete volcado.
Entonces hizo un violento esfuerzo para no perder el equilibrio y el paño de
terciopelo dorado resbaló lentamente por su cabeza y cayó al suelo tras él.
»Jamás olvidaré aquella visión. Grité de miedo y cuanto más gritaba, más miedo
tenía. Me metí los dedos en la boca, como si fueran una mordaza, para ahogar los
gritos y, tras sacarlos empapados en sangre, grité aun con más fuerza. Sabía, me daba
cuenta de que sólo apartando la mirada de él y cerrando los ojos podría dominarme.
»Sin prisa, el monstruo en que se había convertido Bob volvió a taparse la cabeza
y se dirigió a tientas hacia la puerta. Por fin pude cerrar los ojos.
»Yo, antes de aquello, creía en la posibilidad de una vida mejor y nunca había
sentido miedo de la muerte. Ahora sólo me queda una esperanza: la nada total de los
materialistas, porque ni siquiera en otro mundo podría olvidar. No, jamás olvidaré
aquel cráneo aplastado, aquella cabeza de pesadilla, blanca, velluda, con puntiagudas
orejas de gato y ojos protegidos por grandes placas oscuras. La nariz rosada y
palpitante, era también la de un gato, pero la boca había sido sustituida por una
especie de hendidura vertical cubierta de largos pelos rojos y prolongada por una
trompa negra y viscosa, que se abocinaba en su extremo.
»Debí desmayarme, porque me desperté, algún tiempo más tarde, tendida sobre
las frías baldosas del laboratorio y con los ojos clavados en la puerta, tras la cual se
oía, una vez más, el tecleo de la máquina de escribir de Bob.
»Estaba atontada, como esas personas que —tras un accidente grave— no se dan
cuenta cabal de lo sucedido. Me acordaba de un hombre, perfectamente lúcido, al que
había visto cierta vez en una estación, sentado al borde del andén, mirando con una
especie de indiferente estupor su pierna, aun sobre la vía por donde acababa de pasar
el ferrocarril.
»La garganta me dolía atrozmente y temí haber arruinado mis cuerdas vocales a
fuerza de gritar.
»Al otro lado de la pared cesó el ruido de la máquina y una nueva hoja apareció
bajo la puerta. Estremecida, la cogí con la punta de los dedos y leí:
»Ahora ya lo comprendes. Esta experiencia ha sido un último desastre,
querida Anne. Sin duda habrás reconocido una parte de la cabeza de
Dandelo. Antes de la transmisión, mi cabeza era, simplemente, la de una
mosca. Ahora sólo tengo de ésta los ojos y la boca. El resto ha sido
reemplazado por una reintegración parcial de la cabeza del gato
desaparecido.
»Supongo que hasta tú misma te das cuenta de que sólo existe una solución.
Debo desaparecer, como te decía, sin dejar rastro. Da tres golpes en la puerta
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si estás de acuerdo. En ese caso, te explicaré el procedimiento que considero
más adecuado.
»Sí, Bob tenía razón. Era preciso que nadie supiera de él ni de su triste destino.
Comprendía mi error al proponerle una nueva desintegración y, confusamente, me
daba cuenta de que nuevas tentativas sólo conducirían a transformaciones aun más
horribles.
»Me acerqué a la puerta e intenté hablar, pero ningún sonido salió de mi garganta
abrasada. Entonces di los tres golpes convenidos.
»El resto puede adivinarse. Bob me explicó su plan por medio de mensajes
mecanografiados y yo lo aprobé.
»Helada, temblorosa, con la cabeza a punto de estallar, como un autómata, le
seguí de lejos hasta la fábrica. Llevaba en la mano un papel con todas las
instrucciones relativas al funcionamiento del martillo-pilón.
»La cosa fue más fácil de lo que parece, porque no tenía la sensación de estar
matando a mi marido, sino a un monstruo. El verdadero Bob había dejado de existir
muchas horas antes. Yo me limitaba simplemente a ejecutar sus últimas voluntades.
»Con los ojos clavados en su cuerpo, tendido en el suelo e inmóvil, pulsé el botón
de descenso. La masa metálica bajó silenciosamente, aunque menos deprisa de lo que
yo había supuesto. El golpe sordo de su llegada al suelo se confundió con un crujido
seco. El cuerpo de mi… del monstruo fue recorrido por un estremecimiento y
después ya no volvió a moverse.
»Entonces me acerqué y vi que se había olvidado de meter el brazo derecho, la
pata de mosca, bajo el martillo.
»Sobreponiéndome al asco y al miedo, y con prisa, porque temía que el ruido del
martillo atrajera al vigilante nocturno, puse en marcha el mecanismo de ascensión de
la máquina.
»Después, dando diente con diente y llorando de terror, me vi nuevamente
obligada a superar el asco y a levantar y empujar hacia delante su brazo derecho,
extrañamente ligero.
»Hice caer nuevamente el martillo y eché a correr.
»Ahora lo sabe todo. Haga lo que mejor le parezca».
*****
Al día siguiente, el inspector Twinker vino a tomar el té conmigo.
—Me enteré inmediatamente de la muerte de Lady Browning y, como me había
ocupado de la muerte de su marido, me encargaron también de este asunto.
—¿Cuáles son sus conclusiones, inspector?
—La medicina no admite réplicas. Lady Browning, según el diagnóstico del
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forense, se ha suicidado con una cápsula de cianuro. Debía llevarla encima desde
hace tiempo.
—Venga a mi despacho, inspector. Quiero enseñarle un curioso documento, antes
de destruirlo.
Twinker se sentó ante mi mesa y leyó, al parecer sin alterarse, la larga
«confesión» de mi cuñada, mientras yo fumaba mi pipa al lado de la chimenea.
Cuando volvió la última página, reunió cuidadosamente, todas las hojas y me las
tendió.
—¿Qué le parece? —pregunté mientras las arrojaba con cierta delectación a la
chimenea.
En lugar de responder inmediatamente, esperó a que el fuego devorara por
completo las blancas hojas, que se retorcían y adquirían extrañas formas.
—En mi opinión, este manuscrito prueba definitivamente, que Lady Browning
estaba loca de atar —dijo clavando en mí sus ojos claros.
—Sin duda —asentí yo mientras encendía la pipa. Permanecimos un buen rato
mirando el fuego.
—Esta mañana me ha pasado algo muy curioso, inspector. Fui al cementerio, al
sitio donde está enterado mi hermano. No había nadie.
—Sí, había alguien, míster Browning. Yo estaba allí. No quise molestarle en
sus… trabajos.
—¿Entonces me vio…?
—Sí. Le vi enterrar una caja de cerillas.
—¿Sabe lo que había dentro?
—Supongo que una mosca.
—Sí. La encontré de buena mañana en el jardín. Había caído en una tela de araña.
—¿Estaba muerta?
—No del todo. Tuve que acabar con ella… La aplasté entre dos piedras. Tenía la
cabeza blanca…, completamente blanca.