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sábado, 14 de noviembre de 2020

"Mis vecinos golpean" de Abelardo Castillo

 


Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo. 

No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un grito. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto:

—¿Has oído?

—No, madre —respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.

—Son ellos —murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación—. Ellos quieren que vaya.

Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la mañana, mi madre no recordaba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de entonces se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco que la hacía parecer mucho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es probable que también lo supieran mis parientes que —muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba el tiempo, cada día con menos frecuencia— solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre:

—Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde instalarte que al lado de un…

Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella, ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro temperamento y al de toda mi familia, excitable y tan extraño.

Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo conforme pues gesticulaba y, según me parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años, tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros familiares quienes la arrastraban aquel día hacia la calle. De cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se remonta a una época muy posterior a mi infancia.

Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasado aquella noche porque al llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pared me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo —o mejor: idéntico— al que había hecho mi cabeza un segundo antes.

No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embargo, no es demasiado increíble: a todo el mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta, y que, acto seguido, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante. Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo.

Como digo, este fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo «los habitantes» porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis parientes nunca mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo:

—Este vive al lado de un matrimonio.

Sólo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano.

Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente, ignoran el motivo de mis repentinos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me advierten que no se han olvidado de mí.

A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido —una especie de tanteo o de insinuación velada—, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en semanas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo —lo que no deja lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan para tentarme— y siento que debo contestar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de tal modo que mis buenos amigos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta pared.

 


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