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domingo, 10 de mayo de 2020

‘Exhortación a los médicos de la peste’ Albert Camus




Si la peste es contagiosa, los buenos autores lo ignoran. Sin embargo tienen la sospecha. Por eso ellos, señores, son de la opinión de abrir las ventanas de la habitación en la que visitas al enfermo. Hay que recordar simplemente que la peste puede estar también en las calles e infectarte, de cualquier manera en que estén las ventanas, sean abiertas o no.
Los mismos autores aconsejan también llevar una máscara con lentes, y situar sobre tu nariz una toallita empapada en vinagre. Igualmente, llevar contigo una bolsita con las esencias recomendadas en la bibliografía; toronjil, orégano, menta, salvia, romero, azahar, albahaca, tomillo, lavanda, laurel, corteza de limón y piel de membrillo. Además, sería deseable estar completamente vestidos de hule. Pero todas estas recomendaciones suelen variar, pues no existe punto de acuerdo sobre las condiciones en las que los buenos y malos autores coincidan. La primera es que no debes tomar el pulso de un enfermo sin antes haberte empapado los dedos en vinagre. Podrás imaginar el porqué. Aunque tal vez lo mejor sería abstenerse sobre este punto; ya que, si el enfermo tiene la peste, esta ceremonia no se la quitará y si está ileso, él no habría de llamarte. En tiempos de epidemia, cada uno cuida su propio hígado para protegerse de cualquier error.
La segunda condición es que no te pares jamás frente al enfermo, para no estar en la dirección de su aliento. Así mismo, si abres la ventana, debido a la incertidumbre sobre la utilidad de este proceso, sería bueno no ponerse en la dirección del viento, que puede traerte al mismo tiempo la respiración del apestado.
Tampoco visites al paciente cuando estés en ayunas, no lo resistirás. Ni comas demasiado, pues vomitarás. Y si a pesar de todas estas precauciones algo de veneno llega a tu boca, no hay más remedio salvo que no tragues saliva durante todo el tiempo de tu visita. Esta condición es la más difícil de respetar.
Cuando de alguna manera hayas acatado todo esto, no lo deberás abandonar, pues existen otras condiciones muy necesarias para la preservación de tu cuerpo, aunque más bien son tocantes a las disposiciones del alma. «Ningún individuo—dijo alguna vez un viejo autor— se puede permitir tocar nada contaminado en un país en el que reina la peste». Esto está bien dicho. Y no existe lugar en nosotros que no debamos purificar, ni siquiera en lo secreto de nuestros corazones, para poner al fin de nuestra parte las pocas posibilidades que nos quedan. Esto es verdadero sobre todo para ustedes, médicos, que están lo más cerca posible de la enfermedad y que parecen más sospechosos. Es por eso, entonces, que deben convertirse en persona ejemplar.
Lo primero es que no tengas miedo jamás. Hemos visto a las gentes hacer muy bien su trabajo de soldados mientras temen al cañón, pero la bala mata igualmente a los que tiemblan y a los valientes. Existe el azar en la guerra, mientras que existe muy poco en la peste. El miedo mancha la sangre y calienta el humor, todos los libros lo dicen. Es entonces cuando está lista para recibir los efectos de la enfermedad. Y para que el cuerpo
triunfe sobre la infección, hace falta que el alma sea vigorosa. Sin embargo, no existe peor temor que un final temprano, el dolor es pasajero. Por lo tanto, doctores de la peste, deben fortalecerse contra la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste prepara para ustedes. Si resultan vencedores sobre este punto, lo serán en todos y les veremos sonreír en medio del terror. La conclusión, es que hace falta una filosofía.
Tendrán también que ser sobrios sobre todas las cosas, lo que no quiere decir que deban ser castos, que sería otro exceso. Cultiven la alegría razonable, a fin que no arribe la tristeza ni corrompa el licor de la sangre y la prepare para su descomposición. No hay nada mejor que usar el vino en cantidades estimables para hacer un poco más soportable el aire de consternación, que vendrá de la ciudad en peste.
De una manera general, guarda la mesura, que es el principal enemigo de la peste y el principio natural del hombre. Némesis no es, como dicen en las escuelas, la deidad de la venganza, sino de la mesura. Y sus golpes terribles solo llegan a los hombres que se han lanzado al desorden y al desequilibrio. La peste viene del exceso; ella es el exceso mismo y no conoce límite. Conócelo, si quieres combatir desde la clarividencia. No le des la razón a Tucídides, cuando hablaba de la peste en Atenas y afirmaba que los médicos no eran de ninguna ayuda, porque desde el principio atacaban el mal sin conocerlo. La plaga ama el secreto de la cueva. Lleva tú la luz de la inteligencia y de la equidad. Esto será más fácil, ya lo verás, que no tragar saliva.
En fin, ustedes deberán convertirse en maestros de sí mismos. Y, por ejemplo, saber respetar la ley que se ha elegido, como la del bloqueo y la cuarentena. Un historiógrafo de Provenza dijo una vez que en el pasado, cuando uno de los confinados escapó, le hicieron romperse la cabeza. Tú no quieres eso; así que no olvidarás, no más, el interés general. No harás excepción a estas reglas durante todo el tiempo que sean útiles, aunque tu corazón te obligue. Se pide de ti que olvides un poco de lo que eres sin jamás olvidar, sin embargo, que a tí mismo te debes. Esta es la regla de un honor tranquilo.



Dotados de estas virtudes y estos remedios, no quedará más que rechazar la fatiga y mantener clara la imaginación. No deberás, no deberás jamás, acostumbrarte a ver morir  a los hombres como mueren las moscas, como lo han hecho hoy en nuestras calles, como lo han hecho siempre desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarás de estar consternado por estas gargantas negras que destilan sudoración sanguinolenta y tos ronca, con babas raras y menudas, color de azafrán y saladas, de las que hablaba Tucídides. No entrarás jamás en la familiaridad de los cadáveres, de los que incluso las aves rapaces se alejan para huir de la infección. Y seguirás en rebelión contra esa terrible confusión, en la que los que rechazan ayudar a otros perecen en la desolación mientras que aquellos, los que se dedican a hacerlo, mueren en hacinamiento; donde la dicha no tiene sanción natural ni amerita su orden, donde bailan al borde de la tumba, donde el amante rechaza a la amante para no contagiar su mal, donde el peso del crimen no es llevado jamás por el criminal sino por el emisario animal que ha sido elegido en la locura temporal de una hora de terror.
El alma tranquila sigue siendo la más firme. Serás firme frente a esta extraña tiranía. No servirás a esta religión tan vieja como los cultos más antiguos. Ella asesinó a Pericles, que no quería otra gloria que no haber hecho sufrir a ningún ciudadano; y ella no se detuvo con esta muerte ilustre, hasta que vino a caer sobre nuestra inocente ciudad, a diezmar a los hombres y exigir su ofrenda ritual de infantes. Aunque esta religión nos caiga del cielo, habrá que decir que el cielo es injusto. Si llegas a eso, no lo harás, sin embargo, enorgulleciéndote ni un poco de ello. Al contrario, volverás a pensar una y otra vez sobre tu ignorancia, para asegurarte de guardar la mesura, la única que domina a la plaga.
Lo que queda de esto es que nada es fácil. A pesar de tus máscaras, tus bolsitas, el vinagre y el hule, a pesar de la serenidad de tu coraje y tu esfuerzo firme, un día vendrá en el que no podrás soportar esta ciudad de almas agonizantes, esta muchedumbre que camina en círculos por las calles ardientes y polvorientas, estos gritos, estas alarmas sin porvenir. Un día vendrá en el que querrás gritar tu disgusto y repugnancia por el dolor y el miedo de todos. Ese día no habrá remedio que pueda decirte, sino la compasión que es la hermana de la ignorancia.


Traducción: Eduardo R. Blanco.

LOS CUADERNOS DE LA PLÉYADE, 1947; OBRAS COMPLETAS, II,
GALLIMARD, 2006 («BIBLIOTHÈQUE DE LA PLÉIADE»)


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