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viernes, 27 de marzo de 2020

Marcelo Caruso "Difícil relación"




Cuando tenía 25 años heredé de mi hermana melliza a Bernardo, el perro más antiperro que jamás haya podido ver. Ella acababa de separarse, estaba bastante deprimida, había vuelto a vivir con nuestra madre y me había prestado su departamento con mascota incluida. Un año después, al mudarnos a nuestra primera casa, (un dúplex de 45 metros cuadrados, pegado a la fábrica Atanor, en Munro), mi mujer y yo decidimos conservar a Bernardo con nosotros.



Era un mestizo de color negro, no muy alto, que, aunque resulte difícil de creer, desteñía. Todas las paredes blancas a estrenar de nuestro pequeño dúplex pasaron al tiempo a tener una suerte de boiserie gris oscura debido a que Bernardo se frotaba y rascaba continuamente porque (el colmo de un perro, si lo hay) además de desteñir, era alérgico a las pulgas y las picaduras lo brotaban de manera espantable.
El animal, encima, tenía el pelo tan graso que lo volvía virtualmente impermeable, con lo cual bañarlo era una tarea de horas: los chorros de manguera y los jarros de agua tibia luchaban con serias desventajas para llegar hasta el cuero. El champú casi no hacía espuma, pero cuando lográbamos atravesar ese pelo hirsuto, cuando conseguíamos crear espuma blanca, dejándolo como una oveja con hocico de lobo, la lucha pasaba a ser de inmediato la tarea titánica de secarlo.

Permanecía varios días en estado de humedad, algo más que maloliente, con nosotros cuidando que no se revolcara en la tierra o en superficies aún peores, cosa que irremediablemente sucedía al primer descuido. Bernardo había sido criado con un régimen de libertad algo caótico por mi hermana y su ex. Durante su breve matrimonio vivían en un PH de pasillo al fondo, que siempre tenía la puerta de entrada abierta de par en par, y el perro iba y venía a su antojo hasta la calle. Esa costumbre nos torturó, porque nuestro dúplex se alzaba en una zona donde resultaba poco menos que suicida tener algo abierto.

Bernardo pedía salir y pedía entrar decenas de veces al día, y rascaba la madera de la puerta, tanto de un lado como del otro, con unas uñas semejantes a formones de carpintero. Además, tampoco estaba acostumbrado a salir con collar y correa. Al ponérselos, se echaba cuan largo era, con cara de animal castigado. Cuando le decía: “¡Bernardo, vamos, levantate!”, él pegaba un salto todo lo que le permitía la correa, para volver a quedar desparramado en el piso.

Las veces que intenté acostumbrarlo lo llevé a los saltos, como si hubiera paseado un sapo de quince kilos. Otra costumbre adquirida con el ex marido de mi hermana: Bernardo me acompañaba a comprar cigarrillos y saltaba como un condenado si no le daba el paquete para que lo llevara en la boca. Al principio era gracioso, amo caminando y mascota llevando la compra lo más campante. Pero más pronto que tarde comprobé que se distraía con gran facilidad, y escupía el atado en cualquier parte, incluso en el agua de la calle.

Como sus saltos eran totalmente irrefrenables, me resigné a comprar siempre dos atados, uno para mí y otro para que lo llevara él; si tenía suerte y lo seguía sin distraerme, a este último atado llegaba a rescatarlo. Amén de no poder sacarlo con correa, lo que más dificultaba las salidas con él eran dos cuestiones que me trajeron no pocos problemas: la primera fue que era furiosamente belicoso con otros perros, sin hacer caso de los tamaños relativos de sus contrincantes, y la segunda que, en las paradas de colectivos, se acercaba con extremo sigilo por detrás de los que esperaban y les orinaba arteramente los pantalones, los bolsos, y cualquier objeto que apoyaran en el piso.

Seguramente el lector se esté preguntando qué hacíamos con semejante engendro. La respuesta es simple: éramos jóvenes, no teníamos hijos y amábamos a los animales. Pero es necesario ser justos con Bernardo. Así como nos torturaba con su inconducta, así también era amoroso con nosotros y nos sorprendió el día que llevamos un gatito de menos de veinte días, al que la madre no amamantaba.

Pensamos que, perdido por perdido, quizá lograra sobrevivir, si es que el perro no se lo comía. No sólo no se lo comió: entre las mamaderas que le daba mi mujer, Bernardo hacía guardia junto a la caja de zapatos donde lo habíamos colocado, y, si el gatito lograba salir, lo tomaba delicadamente de la cabeza con su bocaza y volvía a depositarlo en su interior.

Lo lavaba como si hubiera sido la misma madre. Y no pocos de sus cuidados hicieron que ese gato, cuyo nombre fue Fidel, viviera con nosotros más de dieciocho años. Fue un dúo verdaderamente insólito. Jugaban el día entero, comían del mismo plato, dormían uno junto al otro. Cuando castramos a Fidel, el perro volvió a montar guardia a su lado hasta que despertó de la anestesia. Como parecía borracho, lo apuntalaba contra las paredes con el hocico y lo ayudaba a caminar corrigiendo sus pasos tambaleantes.

Cuatro años después las cosas dieron un giro, digamos, complicado, con el embarazo de mi mujer. Haciendo gala de una intuición formidable, Bernardo lo supo antes incluso que mi esposa. Y aunque resulte difícil de creer, cambió su mala conducta para peor. Destrozó cortinas, orinó nuestra cama, masticó muebles y prendas a conciencia. Vivimos el primer mes de aquel embarazo festejando la futura llegada del bebé, pero también en un continuo estado de zozobra debido a las sorpresas que nos deparaba cada regreso al dúplex después del trabajo.

Así y todo, compramos el moisés y preparamos el ajuar de quien en poco tiempo se llamaría Marcia. Yo llevé un balde de pintura y blanqueé a conciencia las paredes. Porque queríamos que nuestra hija habitara en cuarenta y cinco metros cuadrados de pulcritud.

Una tarde de abril o de principios de mayo llegué al dúplex antes que mi esposa. Bernardo no había destrozado nada durante todo ese día. Fidel hacía gala de su felina indiferencia. Me hice unos mates y fui a sentarme al minúsculo jardín del minúsculo fondo. El sol declinante daba sobre una de las paredes recién pintadas y, a medida que descendía en el oeste, hacía subir su haz de luz sobre la superficie blanca.

Yo, que ingenuamente esperaba verla inmaculada, descubrí una cantidad de pequeños puntos oscuros. Parecía el efecto que produce el sol en los ojos cuando lo miramos de frente y no le di mayor importancia. Pero a medida que se acababa la tarde noté que las manchas, lejos de desaparecer, seguían al haz de luz y parecían agruparse. Bastó acercarme para reconocer garrapatas, cientos de garrapatas, que ascendían por la pared siguiendo la tibieza del sol. Lo que sentí fue horror. “¿Adónde traigo a vivir a mi bebé?”, me pregunté, mientras les echaba veneno.

En ese mismo momento tomé la decisión de regalar a Bernardo. Mi esposa estuvo de acuerdo. Mi hermana, que a esa altura había perdido, digamos, la patria potestad sobre el animal, se limitó a un silencio ambiguo. Tomar la decisión fue en cierto modo fácil. Lo difícil sería encontrar a alguien lo suficientemente “raro” como para querer a ese desteñible perro negro eczematoso y semipelado. Y sin embargo, lo encontré. Dios tenga en su gloria a esa venerable viejecita que vivía con un nieto a metros de mi trabajo, y a unas doce cuadras de nuestro dúplex, y que me dijo que justamente necesitaba un perro que cuidara la casa y jugara con el niño.

De modo que un día de abril, o de comienzos de mayo, llevé a Bernardo hasta allí. Volví llorando al dúplex, tratando de reconocerme en ese hombre insensible, capaz de deshacerse de una mascota con la que había vivido varios años. Pero a los pocos días prácticamente bailaba de felicidad, al sentir la paz descendiendo sobre nuestro hogar como un manto bendito.

Fueron meses maravillosos. La panza crecía y latía. Mi compañera se redondeaba día a día. Era la embarazada más hermosa de la tierra. Yo escribía, y de algún modo también gestaba lo que sería mi primer libro. Plenitud, esa es la palabra que define con justeza ese período. El tiempo se desplegó con tersura. Mi esposa entró en licencia de trabajo. El seis o siete de enero hubo una tormenta que precipitó el nacimiento de Marcia.

Qué decir cuando vi a Marcia abriéndose camino hacia la vida, en la sala de parto. Toda una entera persona de dos kilos setecientos cincuenta gramos, un milagrito perfecto, con potentes pulmones para llorar, ávida de leche y de ternura.

Hay algo innegablemente adánico en la primera contemplación de esos diminutos rasgos únicos, en las manitas completas, en la sedosa sutileza del cabello de un hijo recién venido. Ser padre, dar vida, me pareció lo más cercano a sentirme Dios, y tuve una arrasadora certeza de eternidad, de perpetuación, frente a quien continuaría las palpitaciones de nuestra sangre y nuestra carne.

Recuerdo que bajé a la avenida y desde el teléfono público de un bar me dispuse a dar la buena nueva. Por esa época había una publicidad televisiva, no recuerdo de qué producto, en la que un joven avisaba el nacimiento de su hijo desde un teléfono público, y lo hacía con tal ternura que la gente que hacía cola para usar el teléfono le permitía seguir hablando y llamando indefinidamente. Bueno, eso mismo me sucedió a mí. Sólo que a la publicidad yo le agregué torrentes de itálicas lágrimas, sin el más mínimo pudor.

Ese día y el siguiente fui al dúplex a bañarme y a dormir, y luego nuevamente a la clínica donde estaban mis chicas. Supongo que no soy nada original al decir que mi cabeza era un menjunje de entusiasmos y planes para el futuro. De alguna forma poco clara, presentía que estaba viviendo un momento crucial, en que se debilitaba, se alejaba de mí, la figura de hijo que me había habitado desde mi propio nacimiento, y comenzaba a gravitar el papel de padre, algo que me llenaba la mente de exaltada responsabilidad.

Mi hija hoy tiene 31 años y un hermano maravilloso. Mi papel en la paternidad, seguramente, estuvo lleno de baches, frutos de mi propio mal carácter, de la inexperiencia, los miedos, la impotencia en la resolución de cuestiones diversas, la falta de tiempo y demasiados etcéteras más. Pero treinta y un años atrás éramos hojas en blanco esperando ser escritas. Y el mío era ocuparme de llevar a nuestro dúplex a mi esposa y a la recién venida.

Mi hermana mayor me prestó su auto y partí hacia la clínica. Allí fue la alegría de caminar por primera vez con Marcia en mis brazos, tan frágil y liviana que me hacía pensar que cargaba un copo de algodón. Debo decir que ni mi esposa ni yo queríamos que hubiera gente en el dúplex, esperándonos. Nada de suegras, ni cuñados, ni amigos, ni vecinos, ni flamantes tíos y tías. Nosotros tres, el gato y nadie más.

Y así fue, con una sola excepción. Al estacionar el auto frente al dúplex, sentado y alerta, con una rara expresión, estaba Bernardo. Se había escapado de la casa de la viejita. A mi mujer y a mí algo nos apuñaló de golpe el corazón ¿Sabía? ¿Casualidad?

Al abrir la puerta, saludó a Fidel y fue con nosotros hasta el dormitorio donde colocamos el moisés. Se paró en dos patas sobre el borde, olió y observó a la beba alrededor de medio minuto, y luego de recibir algunas caricias, enfiló hacia la puerta. Le abrí. Le dije: “Bueno, Bernardo, andate a la casa de la abuelita”. Aunque sea difícil de creer, lo vimos alejarse. Fui al otro día a ver si había vuelto con ella. Había vuelto. Tiempo después, frente a la reja de la casa, lo vi y probé a llamarlo, para saludarlo. Nunca más se me acercó.

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