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viernes, 12 de abril de 2019

Balzarino, Ángel (Villa Trinidad, Santa Fe 1943 - Rafaela, 2018)





El ordenanza

Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la cafetera.  Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso.  Como el de todos los días. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.
Ya está.  Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su plan.  Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros  días;   hoy,  por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.
Pero ahora se liberaría definitivamente.  Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de los demás —no solo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las que conoció desde su niñez— a causa del defecto físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación.  Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la certeza de su incapacidad.  Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse.  Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el  tan anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el capricho de todos.
Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida. En el primer lugar donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas despiadadas y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando  incesantemente de trabajo —siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico— se fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.
Durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo.  No me tratarán siempre como a un perro.  Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre inalcanzable.
Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis personas,  brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó  su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la bandeja.  Bueno, hoy será la última vez...  Inició la marcha con cierto embarazo.  El  peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar —lo que era muy frecuente— y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de nuevo, su venganza.  Debo tener mucho cuidado.  Aquí llevo una bomba.
Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la actitud de los demás.  Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos que había conocido, los que hallaron en él —como el juguete nuevo en poder de un chico— la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la conseguían de modo distinto:  tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar su fuga constante y disparatada.  Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente supo cómo obtenerlo.
Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín.  Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz.  Por eso había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas.  ¿Cuánto tardarán en morir?  Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno —minutos, horas o quizá días—, sino más bien que coronase totalmente su propósito.
Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente.  Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.
 Quedó algo desconcertado.  Allí  no estaba solo el gerente, como todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados.  Todos: los seis.  Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy importante.  Pero, ¿qué pasa?  Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.
—Puede servir el café, Aurelio —le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de costumbre—.  Lo tomaremos aquí.
La voz lo sorprendió.  Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.  Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por  el  silencio  y las miradas de ellos      —en ese momento atentas, fijas en él—, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió el café.  No se darán cuenta. Casi rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo —su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que otras veces—  develara lo que sucedía.
Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café.  Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya está.  Ahora dormirán para siempre.  Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos —solo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él— acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.
Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las plantas con veneno.  Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.
Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del gerente lo detuvo:
—No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas débiles.  Estoy perdido.  De pronto creyó que esas seis personas se convertirían en indignados acusadores.  Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:
—Hoy hace un año que usted trabaja aquí.  Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio —y tomando  un  pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó—.  Sírvase.  Esperamos que sea de su agrado.


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