Contribuciones del autor

Libros y poemas del autor

lunes, 31 de diciembre de 2018

Juan Jose Saer ( 1937, Serodino 2005, París )





El Graal

El mar destila incertidumbre,
la montaña perplejidad; y el propio
cuerpo no abandona, por nada
del mundo, su secreto. El viaje
se volvió errabundeo, y el aura
solitaria, retirándose,
nos transformó en manada.
En la llanura inmóvil
el cansancio nos visita:
todo esto podía haber sido
de esta manera o de alguna otra,
el tiempo hubiese preferido
correr para adelante o para atrás
y abstenerse de salir, indiferente,
la luna. Nos creeríamos perdidos,
si fuésemos capaces, todavía,
de distinguir un lugar.
La mirada rebota, espesa;
ni reconoce ni interroga.
Astillas turbias flotan
entre la sombra que amenaza.
Confusos, vacilamos:
salimos a buscar no sabemos qué
ya no nos acordamos bien cuándo.

Para cantar

La tarde está limpia como una hoja vacía.
A veces, como una mano que escribe, la borronea el viento.
La carcome, como a una esperanza que se enfría
por ráfagas de remordimiento.
Tarde carcomida de octubre, desaforada luz del día.
No tengo paz y estoy contento.


"Mujer de Pie" de Yasutaka Tsutsui








Me quedé levantado toda la noche y al fin terminé un cuento de cuarenta páginas. Era una obra trivial, de entretenimiento, incapaz de hacer bien o mal.
"En esta época uno no puede escribir cuentos que hagan bien o mal; es inevitable", me dije mientras aseguraba el manuscrito con un clip y lo metía en un sobre.
En cuanto a si hay en mí materia prima para escribir cuentos que puedan hacer bien o mal, hago todo lo posible por no pensar en eso. Si me pusiera a pensar en eso, tal vez quisiera intentarlo.
El sol de la mañana me hirió los ojos cuando me puse los zuecos de madera y abandoné la casa con el sobre. Como aún faltaba un tiempo para que llegara el primer camión postal, dirigí mis pasos hacia el parque. Por la mañana no vienen niños a este parque, un simple cuadrado de ochenta metros en medio de un barrio residencial apiñado. Aquí se está tranquilo. Así que siempre incluyo el parque en mi caminata matutina. Hoy día hasta el escaso verde suministrado por diez o doce árboles es invalorable en la megalópolis.
Tendría que haber traído un poco de pan, pensé. Mi perrogajo favorito se alza cerca del banco del parque. Es un perrogajo afectuoso de piel color ante, bastante grande por tratarse de un perro mestizo.
El camión de fertilizante líquido acababa de pasar cuando llegué al parque; el suelo estaba húmedo y había un tenue olor a cloro. El caballero mayor a quien veía a menudo estaba sentado en el banco cercano al perrogajo, alimentando el poste color ante con lo que parecía carne picada. Por lo común los perrogajos tienen un apetito excelente. Tal vez el fertilizante líquido, absorbido por las raíces bien hundidas en el suelo y que sube a través de las patas, deja algo que desear.
Comen cualquier cosa que uno les dé.
—¿Le trajo algo? Hoy salí apurado. Olvidé traer mi pan le dije al hombre mayor.
Se volvió hacia mí con ojos amables y una suave sonrisa.
—Ah, ¿a usted también le gusta este muchacho?
—Sí —contesté, sentándome junto a él—. Se parece como una gota de agua a un perro que yo tenía.
El perrogajo alzó hacia mí una mirada de ojos grandes, negros, y meneó la cola.
—En realidad, yo también tenía un perro parecido a este muchacho —dijo el hombre, rascando el pelo del cuello del perrogajo—. Lo convirtieron en perrogajo a los tres años. ¿No lo ha visto? Entre la lencería y la tienda de artículos de cine, sobre la costanera. ¿No vio allí un perrogajo que se parece a este muchacho?
Asentí con un movimiento de cabeza, agregando:
—¿Así que ése era suyo?
—Sí, era nuestro favorito. Se llamaba Hachi. Ahora está vegetalizado por completo. Un hermoso perrárbol.
—Ahora que lo dice, se parece mucho a este muchacho. Tal vez provenían de la misma raza.
—¿Y su perro? —preguntó el hombre mayor—. ¿Dónde está plantado?
—Nuestro perro se llamaba Buff —contesté, sacudiendo la cabeza—. Lo plantaron junto a la entrada del cementerio que está a las afueras de la ciudad. Pobrecito, murió apenas lo plantaron. Los camiones de fertilizante no van por allí con mucha frecuencia, y quedaba tan lejos que yo no podía llevarle de comer todos los días. Tal vez lo plantaron mal. Murió antes de convertirse en árbol.
—¿Lo arrancaron entonces?
—No. Por suerte en esa zona no importa demasiado que huela o no, así que lo dejaron allí y se secó. Ahora es un esquelegajo. Me enteré de que es un material espléndido para las clases de ciencias de la escuela primaria cercana.
—Qué maravilla.
El hombre mayor acarició la cabeza del perrogajo.
—Me pregunto cómo llamaban a este muchacho antes de que se convirtiera en perrogajo.
—Prohibido llamar a un perrogajo por su nombre original —dije—. ¿No es una ley extraña?
El hombre me miró con ojos penetrantes, después contestó con tono casual:
—¿Acaso no se limitaron a extender a los perros las leyes que tenían que ver con las personas? Por eso pierden el nombre cuando se transforman en perrogajos —asintió mientras rascaba la mandíbula del perrogajo—. No sólo los nombres antiguos: uno tampoco puede darles un nombre nuevo. Porque no hay nombres propios para las plantas
Caramba, por supuesto, pensé.
Miró mi sobre, que tenía las palabras MANUSCRITO ADJUNTO.
—Disculpe —dijo—. ¿Usted es escritor?
Me sentí un poco embarazado.
—Bueno, sí. Hago algunas cositas triviales.
Después de mirarme con atención, el hombre siguió acariciando la cabeza del perrogajo.
—Yo también acostumbraba escribir algo.
Logré reprimir una sonrisa.
—¿Cuántos años hace que dejé de escribir? Parecen muchos.
Miré el perfil del hombre. Ahora que él lo decía, era un rostro que me parecía haber visto antes en alguna parte. Empecé a preguntarle el nombre, vacilé, y me quedé en silencio.
El hombre mayor dijo bruscamente:
—El mundo se ha vuelto difícil para escribir.
Bajé los ojos, avergonzado de mí mismo, que aún seguía escribiendo en semejante mundo.
El hombre se disculpó confundido ante mi repentina depresión.
—Fue grosero de mi parte. No lo estoy criticando a usted. Soy yo quien tendría que sentirse avergonzado.
—No —le dije, después de mirar con rapidez a nuestro alrededor—. No puedo dejar de escribir, porque no tengo el valor necesario. ¡Dejar de escribir! Caramba, después de todo, ese sería un gesto contra la sociedad.
El hombre mayor siguió acariciando al perrogajo. Después de una larga pausa habló:
—Es doloroso dejar de escribir de pronto. Ahora que hemos llegado a esto, creo que me sentiría mejor si hubiese seguido escribiendo temerariamente crítica social, y me hubiesen arrestado. Incluso hay momentos en que creo eso. Pero sólo era un diletante, nunca conocí la pobreza, perseguía sueños de tranquilidad. Deseaba llevar una vida cómoda. Como persona de gran dignidad, no podía soportar verme expuesto a los ojos del mundo, ridiculizado. Así que dejé de escribir. Una historia lamentable.
Sonrió y sacudió la cabeza.
—No, no, no hablemos de eso. Nunca se sabe quién puede estar oyendo, incluso aquí, en la calle.
Cambié de tema.
—¿Vive cerca?
—¿Conoce el salón de belleza de la calle principal? Pase por allí. Me llamo Hiyama —hizo un movimiento de cabeza hacia mí—. Venga a visitarme alguna vez. Estoy casado, pero. . .
—Muchísimas gracias.
Le dí mi nombre.
No recordaba a ningún escritor llamado Hiyama. Sin duda escribía con seudónimo. No tenía intenciones de visitar su casa. Estamos en un mundo en que incluso dos o tres escritores que se reúnen son considerados asamblea ilegal.
—Es hora de que pase el camión postal.
Miré mi reloj pulsera mientras me paraba.
—Temo que es mejor que me vaya —dije.
Volvió hacia mí una triste cara sonriente y se inclinó. Después de acariciar un poco la cabeza del perrogajo. abandoné el parque.
Desemboqué en la calle principal, pero sólo había una cantidad ridícula de coches que pasaban; los peatones eran pocos. Junto a la acera estaba plantado un gatárbol, de treinta o cuarenta centímetros de altura.



A veces doy con un gatogajo que acaba de ser plantado y aún no se ha convertido en gatárbol. Los gatogajos nuevos me miran la cara y maúllan o gimen, pero aquellos cuyas cuatro patas plantadas en el suelo se han vegetalizado, con los rostros verdosos rígidamente inmóviles y los ojos bien cerrados, sólo mueven las orejas de vez en cuando. Después están los gatogajos a quienes les brotan ramas del cuerpo y puñados de hojas. La mente de estos parece estar vegetalizada por completo: ni siquiera mueven las orejas. Aun cuando pueda distinguirse un rostro de gato, sería mejor llamarlos gatárboles.
Tal vez sea mejor convertir a los perros en perrogajos, pensé. Cuando se les termina la comida, se vuelven malos y hasta atacan a la gente. ¿Pero por qué tienen que convertir a los gatos en gatogajos? ¿Hay demasiados gatos perdidos? ¿Para mejorar la condición alimenticia, aunque sea un poco? O tal vez para reverdecer la ciudad...
Cerca del hospital enorme que se encuentra en la esquina donde se intersectan las autopistas hay dos hombrárboles, y junto a estos árboles un hombregajo. Este hombregajo viste uniforme de cartero, y no se puede distinguir hasta qué punto se le han vegetalizado las piernas, por los pantalones. Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, es alto, un poco encorvado de hombros.
Me acerqué a él y le tendí mi sobre, como siempre.
—Por certificado, entrega especial, por favor.
El hombregajo, asintiendo en silencio, aceptó el sobre y sacó estampillas y un formulario de correo certificado de su bolsillo.
Me di vuelta con rapidez después de pagar el franqueo. No había nadie más a la vista. Decidí tratar de hablarle. Siempre le llevo el correo cada tres días, y aún no había tenido oportunidad de hablar con él con cierta calma.
—¿Qué hizo? —le pregunté en voz baja.
El hombregajo me miró sorprendido. Después, una vez que recorrió la zona con los ojos, contestó con expresión amarga:
—Decir cosas innecesarias no me hará ningún bien. Se supone que ni siquiera tengo que contestar.
—Lo sé —dije, mirándolo a los ojos. Cuando vio que no me iba, suspiró hondo.
—Sólo dije que la paga es baja. Lo que es más, me oyó el patrón. Porque la paga de un cartero es realmente baja. —Con expresión sombría, sacudió la mandíbula hacia los dos hombrárboles que estaban juntos a él—. A estos tipos les pasó lo mismo. Sólo por dejar escapar algunas quejas acerca de la paga baja. ¿Los conoce? —me preguntó.
Señalé a uno de los hombrárboles.
—Recuerdo a éste, porque le entregué una gran cantidad de correspondencia. Al otro no lo conozco. Ya era un hombrárbol cuando me mudé aquí.
—Ese era mi amigo —dijo.
—¿El otro no era encargado, o jefe de sección?
Asintió.
—Correcto. Era encargado.
—¿No tiene usted hambre, o frío?
—No se siente demasiado —contestó, aún inexpresivo. Cualquiera que es convertido en hombregajo pronto se vuelve inexpresivo—. Incluso creo que ya me parezco bastante a una planta. No sólo en cómo siento las cosas, sino también en el modo en que pienso. Al principio era triste, pero ahora no importa. Solía tener mucho hambre, pero dicen que la vegetalización se desarrolla más rápido cuando uno no come.
Me miró con ojos opacos. Era probable que esperase convertirse pronto en hombrárbol.
—Dicen que a la gente con ideas radicales les hacen una lobotomía antes de convertirlos en hombregajos, pero tampoco me hicieron eso. No había pasado un mes desde que me plantaron aquí y ya no me sentía furioso.
Le dio un vistazo a mi reloj pulsera.
—Bueno, ahora será mejor que se vaya. Casi es la hora de llegada del camión postal.
—Si —pero aun no podía irme, y vacilé, inquieto.
—Oiga —dijo el hombregajo—. ¿Por casualidad algún conocido suyo fue convertido hace poco en hombregajo?
Herido en lo más hondo, lo miré a la cara por un momento, después asentí lentamente.
—Mi esposa, para ser precisos.
—Aja, su esposa, ¿eh? —Por unos instantes me miró con el mayor interés—. Me preguntaba si no se trataba de algo así. De otro modo nadie se molesta en hablarme. ¿Qué hizo entonces, su esposa?
—Se quejó de que los precios eran altos en una reunión de amas de casa. Si eso hubiera sido todo, perfecto, pero además criticó al gobierno. Estoy empezando a tener éxito como escritor, y creo que la ansiedad de ella por ser la esposa de ese escritor hizo que lo dijera. Una de las mujeres la delató. La plantaron sobre el costado izquierdo del camino mirando desde la estación hacia el ayuntamiento, cerca de la ferretería.
—Ah, en ese lugar —cerró los ojos un poco, como recordando el aspecto de los edificios y los negocios de la zona—. Es una calle bastante tranquila. Mejor así, ¿verdad? —Abrió los ojos y me miró, inquisitivo—. No va a ir a verla, ¿no? Es mejor no verla con mucha frecuencia. Tanto para ella como para usted. Así los dos pueden olvidar más pronto.
—Sí, lo sé.
Dejé caer la cabeza.
—¿Su esposa? —preguntó, con un matiz comprensivo en la voz—. ¿Alguien le ha hecho algo?
—No. Hasta ahora nada. Sólo está allí, de pie, pero aún así...
—Eh —el hombregajo que hacía las veces de buzón alzó la mandíbula para llamarme la atención—. Llegó. El camión postal. Mejor que se vaya.
—Tiene razón.
Di unos pasos tropezantes, como empujado por su voz. Luego me detuve y me di vuelta.
—¿Quiere que haga algo por usted?
Logró arrancar una sonrisa a sus mejillas y sacudió la cabeza.
El camión rojo del correo se detuvo junto a él. Seguí mi camino, más allá del hospital.


Pensé en ir a mi librería favorita y entré en una calle de negocios atestados. Se suponía que mi libro saldría en cualquier momento, pero ese tipo de cosas ya no me hace feliz en lo más mínimo.
Un poco antes de la librería, sobre la misma acera, hay una pequeña heladería barata, y a la orilla de la calle, frente a ella, se encuentra un hombregajo a punto de convertirse en hombrárbol. Es un varón joven, al que plantaron hace ya un año. El rostro ha adquirido un tinte marrón matizado de verde, y tiene los ojos cerrados con fuerza. Con la larga espalda un poco doblada, está levemente inclinado hacia adelante. Las piernas, el torso y los brazos, visibles a través de las ropas reducidas a harapos por la exposición al viento y la lluvia, ya están vegetalizados, y aquí y allá brotan ramas. Se ven hojas tiernas en los extremos de los brazos, alzados por encima de los hombros como alas batientes. El cuerpo, que se ha convertido en árbol, e incluso el rostro, ya no se mueve en absoluto. El corazón se ha hundido en el tranquilo mundo de las plantas.
Imaginé el día en que mi esposa llegaría a ese estado, y una vez más se me retorció el corazón de dolor, tratando de olvidar. Era la angustia de tratar de olvidar.
Si en la esquina de esta heladería doblo y sigo derecho, pensé, puedo ir hasta donde está mi esposa, de pie, puedo encontrarme con mi esposa. Puedo ver a mi esposa. Pero no es conveniente ir, me dije. No hay modo de saber quién podría verte; si la mujer que la delató te interrogara, te verías realmente en problemas. Me detuve ante la heladería y me asomé calle abajo. El movimiento de peatones era el de siempre. Perfecto. Cualquiera lo pasará por alto si sólo te detienes y hablas un poco. Si sólo intercambias una o dos palabras. Desafiando a mi propia voz que gritaba " ¡No vayas!" avancé vivamente por la calle.
Con el rostro pálido, mi esposa estaba de pie al borde de la acera, frente a la ferretería. Sus piernas no habían cambiado, y sólo daba la impresión de que los pies se hubieran enterrado en el suelo hasta los tobillos. Inexpresiva, como esforzándose por no ver nada, por no sentir nada, miraba fijamente hacia adelante. Comparadas con cómo se las veía dos días antes, sus mejillas parecían un poco huecas. Dos obreros que pasaban la señalaron, hicieron una broma vulgar, y siguieron su camino, con risotadas estruendosas. Me acerqué a ella y alcé la voz.
—¡Michiko! —le grité al oído.
Mi esposa me miró, y la sangre le invadió las mejillas. Se pasó una mano por el cabello enredado.
—¿Viniste otra vez? No tendrías que hacerlo, en serio.
La empleada de la ferretería, que vigilaba el negocio, me vio. Con aire de fingida indiferencia, apartó los ojos y se retiró al fondo del local. Lleno de gratitud por su consideración, me acerqué unos pasos más a Michiko y la enfrenté.
—¿Te vas acostumbrando?
Reunió todas para lograr una sonrisa en el rostro endurecido.
—Mmmm. Estoy acostumbrada.
—Anoche llovió un poco.
Mirándome aún con ojos amplios, oscuros, asintió levemente.
—Por favor no te preocupes. Apenas si siento algo.
—Cuando pienso en ti no puedo dormir —dejé caer la cabeza—. Siempre estás de pie, afuera. Cuando pienso en eso, me resulta imposible dormir. Anoche hasta pensé en traerte un paraguas.
—Por favor, no higas nada de eso —mi esposa frunció apenas el entrecejo—. Seria terrible que hicieras algo así.
Un camión grande pasó detrás de mí. El polvo blanco cubrió el cabello y los hombros de mi esposa con un tenue velo, pero a ella no pareció molestarle.
—En realidad estar de pie no es tan desagradable —habló con deliberada despreocupación, esforzándose por impedir que yo me preocupara.
Percibí un cambio sutil en las expresiones y el modo de hablar de mi esposa respecto a dos días antes. Parecía como si sus palabras hubiesen perdido algo de delicadeza, y como si el alcance de sus emociones se hubiese empobrecido hasta cierto punto. Observarla así, desde afuera, ver como se vuelve poco a poco inexpresiva, es aún más desolador por haberla conocido como era antes: las respuestas agudas, su alegre vivacidad, las expresiones ricas, plenas.
—Esa gente —le pregunté, señalando con los ojos hacia la ferretería—, ¿se portan bien contigo?
—Bueno, sí. Tienen buen corazón. Sólo una vez me dijeron que les pidiera cualquier cosa que necesitara. Pero aún no han hecho nada por mí.
      —¿No tienes hambre?
Sacudió la cabeza.
—Es mejor no comer.
Eso es. Incapaz de soportar ser una mujergajo, esperaba convertirse en mujerárbol aunque fuera un solo día antes.
—Así que por favor no me traigas nada de comer. —Clavó los ojos en mí—. Por favor olvídame. Estoy segura de que incluso sin hacer ningún esfuerzo en especial, voy a olvidarte. Me alegra que hayas venido a verme, pero después la tristeza dura mucho más. Para los dos.
—Tienes razón, desde luego, pero... —Despreciando a ese ser que no podía hacer nada por su propia esposa, dejé caer otra vez la cabeza—. Pero no te olvidaré —hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Llegaron las lágrimas—. No olvidaré. Nunca.
Cuando alcé la cabeza y la miré otra vez, ella tenía clavados en mí ojos que habían perdido algo de su brillo, con todo el rostro resplandeciendo en una sonrisa tenue como una imagen tallada de Buda. Era la primera vez que la veía sonreír así.
Sentí que estaba teniendo una pesadilla. No, me dijo, ésta ya no es tu esposa.
El traje que llevaba puesto cuando la arrestaron se había ensuciado y arrugado terriblemente. Pero como es lógico no me permitirían llevarle ropa para cambiarse. Mis ojos captaron una mancha oscura que tenía en la falda.
—¿Eso es sangre? ¿Qué pasó?
—Oh, esto —habló temblorosa, bajando los ojos hacia la falda, confundida—. Anoche dos borrachos me hicieron una broma.
—¡Bastardos! —sentí una rabia feroz ante la inhumanidad de los borrachos. Si la hubiera expresado ante ellos, habrían dicho que dado que mi esposa ya no era humana, no importaba lo que ellos hicieran.
—¡No pueden hacer ese tipo de cosa! ¡Es contra la ley!
—Es cierto. Pero no puedo reclamar.
Y como es lógico yo tampoco podía ir a la policía y reclamar. Me considerarían aún más una persona problemática.
—Te verán —dijo mi esposa con ansiedad—. Te lo ruego, no te entregues.
—No te preocupes —le sonreí, autodespreciándome—. Me falta valor para eso.
—¡Bastardos! Qué es lo que... —me mordí el labio. El corazón me dolía casi hasta romperse—. ¿Sangró mucho?
—Mmmm, un poco.
—¿Duele?
—Ya no duele.
Michiko, que había sido antes tan orgullosa, ahora sólo dejaba ver un poco de tristeza en la cara. La forma en que había cambiado me sacudió. Un grupo de muchachos y muchachas, que nos compararon penetrantemente a mí y a mi esposa, pasaron detrás de mí.
—Ahora debes irte.
—Cuando seas una mujerárbol —dije al separarnos—, pediré que te transplanten a nuestro jardín.
—¿Puedes conseguirlo?
—Tendría que ser capaz de conseguirlo —asentí con energía—. Tendría que ser capaz.
—Me gustaría mucho que lo lograras —dijo mi esposa, inexpresivamente.
—Bueno, hasta la próxima.
—Me sentiría mejor si no regresaras —dijo ella en un murmullo, con los ojos bajos.
—Lo sé. Esa es mi intención. Pero es probable que venga, de todos modos.
Nos quedamos unos minutos en silencio.
Después mi esposa habló bruscamente.
—Adiós.
—Ummm.
Empecé a caminar.
Cuando miré hacia atrás al llegar a la esquina, Michiko me seguía con la mirada, aun sonriendo como un Buda tallado.
Con un corazón que parecía a punto de partirse en dos, caminé. De pronto advertí que había llegado frente a la estación. Sin querer, había regresado a mi trayecto de costumbre.
Frente a la estación hay una pequeña cafetería a la que siempre voy, llamada Punch. Entré y me senté en un reservado de un rincón. Pedí café, lo tomé amargo. Hasta entonces siempre lo había bebido con azúcar. El sabor áspero del café sin azúcar, sin crema, me atravesó el cuerpo, y lo saboreé con masoquismo. De ahora en adelante lo beberé siempre amargo. Eso fue lo que resolví.
En el apartado vecino tres estudiantes hablaban sobre un crítico que acababan de arrestar y a quien habían convertido en un hombregajo.
—Oí que lo plantaron en plena avenida Ginza.
—Le gustaba el campo. Siempre vivió en el campo. Por eso lo ubicaron en un lugar como ése.
—Parece que le hicieron una lobotomía.
—Y los estudiantes que trataron de recurrir a la fuerza en la Asamblea, protestando por el arresto... los arrestaron a todos y también los convertirán en hombregajos.
—¿No eran casi treinta? ¿Dónde los plantarán a todos?
—Dicen que los plantarán frente a su propia universidad, a ambos lados de una calle llamada Camino de los Estudiantes.
—Ahora tendrán que cambiarle el nombre. Ponerle Avenida de la Violencia, o algo así.
Los tres dejaron escapar risitas.
—Eh, no hablemos más de eso. Puede oírnos alguien.
Se callaron los tres.
Cuando abandoné la cafetería y enfilé hacia casa, me di cuenta de que ya empezaba a sentirme yo mismo como un hombregajo. Canturreando para mis adentros las palabras de una canción popular, seguí mi camino.
Soy un hombregajo al costado del camino. Tú también eres una mujergajo. Qué diablos importa, nosotros dos, en este mundo. Hierbas secas que nunca florecen.


domingo, 9 de diciembre de 2018

Milan Kundera ( Brno de Republica Checa, 1929 )





El poeta y el novelista

¿Con quién comparar al novelista? Con el poeta lírico. El contenido de la poesía lírica, dice Hegel, es el propio poeta; otorga la palabra a su mundo interior para despertar así en sus oyentes los sentimientos, los estados de ánimo que están en él. E incluso si el poema trata de temas «objetivos», exteriores a su vida, «el gran poeta lírico se alejará rápidamente de, ellos y terminará por hacer su propio retrato» («stellt sich selber dar»).

La música y la poesía tienen una ventaja sobre la pintura: el lirismo (das Lyrische), dice Hegel. Y, en el lirismo, prosigue, la música puede ir aún más lejos que la poesía, ya que es capaz de captar los más secretos movimientos del mundo interior, inaccesibles a la palabra. Hay, pues, un arte, en este caso la música, que es más lírico que la propia poesía lírica. Podemos deducir por tanto que la noción de lirismo no se limita a una rama de la literatura (la poesía lírica), sino que designa cierta manera de ser, y que, desde este punto de vista, el poeta lírico es sólo la más ejemplar encarnación del hombre deslumbrado por su propia alma y por el deseo de que sea escuchada.

Desde hace tiempo, la juventud es para mí la edad lírica, o sea, la edad en la que el individuo, concentrado casi exclusivamente en sí mismo, es incapaz de ver, comprender, enjuiciar lúcidamente el mundo a su alrededor. Si partimos de esta hipótesis (necesariamente esquemática, pero que, como esquema, me parece acertada), el paso de la inmadurez a la madurez es la superación de la actitud lírica.

Si imagino la génesis de un novelista en forma de relato ejemplar, de «mito», esta génesis se me aparece como la historia de una conversión; Saulo se convierte en Pablo; el novelista nace sobre las ruinas de su mundo lírico.

del libro El Telon , Ensayo en siete partes Editorial Tusquets

Título original: Le Rideau. Essai en sept parties 
Traducion Beatriz de Moura

sábado, 8 de diciembre de 2018

Un trastorno de la memoria en la acrópolis... Sigmund Freud




Carta abierta a Romain Rolland


Mí querido amigo:

Perentoriamente invitado a contribuir con algún escrito mío a la celebración de su septuagésimo cumpleaños, durante largo tiempo me he esforzado por hallar algo que pudiera ser, en algún sentido, digno de usted y que atinara a expresar mi admiración por su amor a la verdad, por el coraje de sus creencias, por su afección y devoción hacia la humanidad. Algo que, además, diera fe de mi gratitud para con un poeta que me ha procurado tanto goce y tantos momentos de exaltación. Mas fue en vano; yo soy diez años más viejo que usted, y mi capacidad de producción está agotada. Lo único que finalmente puedo ofrecerle es el regalo de un venido a menos que «ha visto una vez días mejores». Usted sabe que mi labor científica tuvo por objeto aclarar las manifestaciones singulares, anormales o patológicas de la mente humana, es decir, reducirlas a las fuerzas psíquicas que tras ellas actúan y revelar al mismo tiempo los mecanismos que intervienen. Comencé por intentarlo en mi propia persona, luego en los demás, y finalmente, mediante una osada extensión, en la totalidad de la raza humana. En el curso de los últimos años surgió reiteradamente en mi recuerdo uno de esos fenómenos que hace una generación, en 1904, experimenté en mí mismo y que nunca llegué a comprender. Al principio no atiné a explicarme el motivo de la recurrencia, pero finalmente me resolví a analizar el pequeño incidente, y aquí le comunico el resultado de tal estudio. Al hacerlo debo rogarle, naturalmente, que no preste a ciertos datos de mi vida personal una atención mayor de la que en otras circunstancias merecerían. Cada año, hacia fines de agosto o primeros de septiembre, solía yo emprender con mi hermano menor un viaje de vacaciones que duraba varias semanas y que nos llevaba a Roma, a otra región de Italia o hacia alguna parte de la costa mediterránea. Mi hermano es diez años menor que yo, o sea que tiene la misma edad que usted, coincidencia ésta que sólo ahora me llama la atención. En ese año particular mi hermano me comunicó que sus negocios no le permitirían una ausencia prolongada, que sólo podría disponer de una semana y que tendríamos que abreviar nuestro viaje. Así, decidimos dirigirnos, pasando por Trieste, a la isla de Corfú, para permanecer allí los pocos días de nuestras vacaciones. En Trieste mi hermano visitó a un amigo de negocios allí radicado, y yo lo acompañé. Nuestro amable huésped nos preguntó también acerca de los planes de viaje que teníamos, y oyendo que pensábamos ir a Corfú, trató de disuadirnos con insistencia: «¿Qué los lleva a ir allí en esta época del año? El calor es tal que no podrán hacer nada. Será mucho mejor que vayan a Atenas. El vapor del Lloyd parte esta misma tarde; tendrán tres días para visitar la ciudad y los recogerá en el viaje de vuelta. Eso sí merece la pena y será mucho más agradable.» Al dejar a nuestro amigo triestino nos encontrábamos ambos de extraño mal humor. Discurrimos el plan que nos había propuesto, lo encontramos completamente impracticable y sólo vimos dificultades en su ejecución; también estábamos convencidos de que sin pasaportes no podríamos desembarcar en Grecia. Pasamos las horas hasta la apertura de las oficinas del Lloyd recorriendo la ciudad, descontentos e indecisos. Pero cuando llegó el momento nos acercamos a la ventanilla y compramos pasajes para Atenas como algo natural, sin preocuparnos en lo mínimo por las supuestas dificultades y hasta sin haber comentado entre nosotros las razones de nuestra decisión. Tal conducta resultaba a todas luces enigmática. Más tarde reconocimos haber aceptado inmediatamente y de buen grado la sugerencia de ir a Atenas en lugar de Corfú. ¿Por qué entonces habíamos pasado el intervalo hasta la apertura de las oficinas de tan mal humor, imaginándonos sólo obstáculos y dificultades? Cuando finalmente, la tarde de nuestra llegada me encontré parado en la Acrópolis, abarcando el paisaje con la mirada, vínome de pronto el siguiente pensamiento, harto extraño: «¡De modo que todo esto realmente existe tal como lo hemos aprendido en el colegio!». Para describir la situación con mayor exactitud, la persona que expresaba esa observación se apartaba, mucho más agudamente de lo que generalmente se advierte, de otra persona que percibía dicha observación, y ambas se sentían sorprendidas, aunque no por el mismo motivo. La primera se conducía como si, bajo el impacto de una observación incuestionable, se viera obligada a creer en algo cuya realidad habíase parecido hasta entonces dudosa. 




Exagerando un tanto la nota, podría decir que se comportaba como alguien que, paseando a lo largo del Loch Ness de Escocia, se encontrara de pronto con el cuerpo del famoso monstruo arrojado a la playa, viéndose obligado a reconocer: «¡De modo que realmente existe esa serpiente marina en la que nunca quisimos creer!». La segunda persona, en cambio, sentíase justificadamente sorprendida, porque nunca se le había ocurrido que la existencia real de Atenas, de la Acrópolis y del paisaje circundante pudiera ser jamás objeto de duda. Esperaba oír más bien expresiones de encanto o de admiración. Sería ahora fácil argumentar que el extraño pensamiento que se me ocurrió en la Acrópolis sólo estaría destinado a destacar el hecho de que ver algo con los propios ojos es cosa muy distinta que oír o leer al respecto. Aun así, empero, nos encontraríamos con un disfraz harto singular de un lugar común carente de interés. También podríase sostener que, si bien es cierto que siendo estudiante creí estar convencido de la realidad de Atenas y de su historia, dicha ocurrencia en la Acrópolis me demostró que en el inconsciente no creí tal cosa y que sólo ahora, en Atenas, habría llegado a adquirir una convicción «extendida también al inconsciente». Semejante explicación suena muy profunda; pero es más fácil sustentarla que demostrarla; además, sería fácil rebatirla teóricamente. No; yo creo que ambos fenómenos -la desazón en Trieste y la ocurrencia en la Acrópolis- están íntimamente. El primero de ellos es más fácilmente inteligible y nos ayudará a explicar el segundo. La experiencia de Trieste también es, según advierto, sólo una expresión de incredulidad. «¿Llegaremos a ver Atenas? Pero ¡si no es posible! ¡Será demasiado difícil!» La distimia acompañante correspondería entonces a la desazón por la imposibilidad: «Pero ¡habría sido tan hermoso!» Y ahora sabemos a qué atenernos. Trátase de uno de esos casos de «too good to be true» [*], que tan bien conocemos. Es un ejemplo de ese escepticismo que surge tan a menudo cuando somos sorprendidos por una buena nueva, como la de haber acertado en la lotería, ganado un premio, o en el caso de una muchacha secretamente enamorada, la de enterarse de que el amado acaba de solicitar su mano. Una vez comprobado un fenómeno, la primera cuestión que surge se refiere, naturalmente, a su causación. Semejante incredulidad representa, sin duda, un intento de rechazar una parte de la realidad, pero hay en él algo extraño. No nos asombraría lo más mínimo que tal intento se refiriese a una parte de la realidad que amenazara producirnos displacer: nuestro mecanismo psíquico se halla, en cierto modo, adaptado para tal objeto. Pero ¿a qué se debe semejante incredulidad frente a algo que promete, por el contrario, procurarnos sumo placer? ¡He aquí una reacción realmente paradójica! Recuerdo, empero, haberme referido cierta vez al caso similar de aquellas personas que, como entonces lo formulé, «fracasan ante el éxito» [*]. Por regla general, las gentes enferman ante la frustración, a consecuencia del incumplimiento de una necesidad o un deseo de importancia vital. Pero en esos casos sucede precisamente lo contrario: enferman o aun son completamente aniquilados, porque se les ha realizado un deseo poderosísimo. Mas el contraste de ambas situaciones no es tan diametral como al principio parecería. En el caso paradójico sucede simplemente que una frustración interior ha venido a ocupar la plaza de la exterior. Uno no se permite a sí mismo la felicidad: la frustración interior le ordena aferrarse a la exterior. Pero ¿por qué? Porque -así reza la respuesta en cierto número de casos- no nos atrevemos a esperar tales favores del destino. He aquí, pues, nuevamente el «too good to be true», la expresión de un pesimismo que en muchos de nosotros parece hallar abundante cabida. Otras personas se conducen exactamente como aquéllos que fracasan ante el éxito, aquejándolos un sentimiento de culpabilidad o de inferioridad que podría traducirse así: «No soy digno de tal felicidad, no la merezco.» Pero, en el fondo, estas dos motivaciones se reducen a una y la misma, siendo la una sólo la proyección de la otra. En efecto, como ya hace tiempo sabemos, ese destino por el cual se espera ser tan maltratado no es sino una materialización de nuestra conciencia, del severo superyo que llevamos dentro y en el cual se ha condensado la instancia punitiva de nuestra niñez. Con esto, según creo, quedaría explicada nuestra conducta en Trieste. Simplemente, no atinábamos a creer que nos fuera deparada la felicidad de ver Atenas. La circunstancia de que la parte de realidad que pretendíamos rechazar fuese, al principio, sólo una posibilidad, determinó el carácter de nuestras reacciones inmediatas. Pero cuando nos encontramos luego en la Acrópolis, la posibilidad se había convertido en realidad, y el mismo escepticismo asumió entonces una expresión distinta, pero mucho más clara. Una versión no deformada de la misma sería ésta: «Realmente, no habría creído posible que me fuese dado contemplar a Atenas con mis propios ojos, como ahora lo hago sin duda alguna». Si recuerdo el apasionado deseo de viajar y de ver el mundo que me dominó en el colegio y posteriormente, y cuánto tardó dicho deseo en comenzar a cumplirse, no puedo asombrarme de esa repercusión que tuvo en la Acrópolis, pues yo contaba entonces cuarenta y ocho años. No pregunté a mi hermano menor si él también sentía algo parecido. Toda esa vivencia estaba dominada por cierta fascinación que había interferido ya en Trieste nuestro intercambio de ideas. Si he adivinado correctamente el sentido de mi ocurrencia en la Acrópolis, si ésta expresaba realmente mi alborozada sorpresa por encontrarme en ese lugar, entonces surge la nueva cuestión de por qué este sentido hubo de adoptar en la ocurrencia misma un disfraz tan deformado y tan deformante. Con todo, el contenido esencial de dicho pensamiento se conserva aún en la deformación: es el de la incredulidad. «Según el testimonio de mis sentidos, me encuentro ahora en la Acrópolis, pero no puedo creerlo». Sin embargo, esta incredulidad, esta duda acerca de una parte de la realidad, es doblemente desplazada en su manifestación real: primero, es relegada al pasado; segundo, es transportada de mi relación con la Acrópolis a la existencia misma de la Acrópolis. Así surge algo equivalente a la afirmación de que en algún momento de mi pasado yo habría dudado de la existencia real de la Acrópolis, cosa que mi memoria rechaza por incorrecto y aun como imposible. Las dos deformaciones implican dos problemas independientes entre sí. Podemos tratar de penetrar más profundamente en el proceso de transformación. Sin particularizar por el momento en cuanto a la manera en que me vino la ocurrencia, quiero partir de la presunción de que el factor original debe haber sido la sensación de que la situación contenía en ese momento algo inverosímil e irreal. Dicha situación comprende mi persona, la Acrópolis y mi percepción de la misma. No me es posible explicar esa duda, pues no puedo dudar, evidentemente, de mis impresiones sensoriales de la Acrópolis. Recuerdo, empero, que en el pasado había dudado de algo que precisamente tenía relación con esa localidad, y así se me ofrece el expediente de desplazar la duda al pasado. Pero al hacerlo cambia el contenido de la duda. No recuerdo, simplemente, que en años anteriores haya dudado de que llegara a verme jamás en la Acrópolis, sino que afirmo que en esa época ni siquiera habría creído en la realidad de la Acrópolis. Es precisamente este resultado de la deformación el que me lleva a concluir que la situación actual en la Acrópolis contenía un elemento de duda de la realidad. Es evidente que hasta aquí no he logrado aclarar el proceso, de modo que quiero declarar brevemente, en conclusión, que toda esa situación psíquica, aparentemente confusa y difícil de describir, puede resolverse claramente aceptando que entonces, en la Acrópolis, tuve (o pude haber tenido) por un momento la siguiente sensación: Lo que aquí veo no es real. Llámase a este fenómeno «sensación de extrañamiento» . Hice el intento de rechazar esa sensación, y lo logré a costa de un pronunciamiento falso sobre el pasado. Estas sensaciones o sentimientos de extrañamiento («desrealizamientos») son fenómenos harto curiosos y hasta ahora escasamente comprendidos. Se los describe como «sensaciones», pero se trata evidentemente de procesos complejos, vinculados con determinados contenidos y relacionados con decisiones relativas a esos mismos contenidos. Surgen con frecuencia en ciertas enfermedades mentales; pero tampoco faltan en el hombre normal, a semejanza de las alucinaciones, que también se encuentran ocasionalmente en el ser sano. No obstante, es indudable que se trata de disfunciones, de estructuras anormales, a semejanza de los sueños, que, a pesar de su ocurrencia regular en el ser normal, nos sirven como modelos de los trastornos psíquicos. Dichos fenómenos pueden ser observados en dos formas: el sujeto siente que ya una parte de la realidad, ya una parte de sí mismo, le es extraña. En el segundo caso hablamos de «despersonalizaciones», pero los desrealizamientos y las despersonalizaciones están íntimamente vinculados entre sí. Existe otro grupo de fenómenos que cabe considerar, en cierto modo, como las contrapartidas «en positivo» de los anteriores: trátase de la llamada «fausse reconnaissance», del «déjà vu» y el «déjà raconté» [*], o sea, ilusiones en las cuales tratamos de aceptar algo como perteneciente a nuestro yo, tal como en los desrealizamientos nos esforzamos por mantener algo fuera de nosotros. Un intento de explicación ingenuamente místico y apsicológico pretende ver en los fenómenos del déjà vu la prueba de existencias pretéritas de nuestro yo anímico. La despersonalización nos lleva a la extraordinaria condición de la «double conscience» , que sería más correcto denominar «escisión de la personalidad». Todo este terreno, empero, es aún tan enigmático, se halla tan sustraído a la exploración científica, que debo abstenerme de seguir exponiéndolo. Para los propósitos que aquí persigo bastará con que me refiera a dos características generales de los fenómenos de extrañamiento o desrealizamiento. La primera es que sirven siempre a la finalidad de la defensa; tratan de mantener algo alejado del yo, de repudiarlo. Ahora bien: desde dos direcciones pueden llegarle al yo nuevos elementos susceptibles de incitar en él la reacción defensiva: desde el mundo exterior real y desde el mundo interior de los pensamientos e impulsos que emergen en el yo. Es posible que esta alternativa de los orígenes coincida con la diferencia entre los desrealizamientos propiamente dichos y las despersonalizaciones. Existe una extraordinaria cantidad de métodos -«mecanismos» los llamados nosotros- que el yo utiliza para cumplir sus funciones defensivas. En mi más íntima cercanía veo progresar actualmente un estudio dedicado a dichos métodos defensivos: mi hija, la analista de niños, escribe un libro al respecto. El más primitivo y absoluto de estos métodos, la «represión», fue el punto de partida de toda nuestra profundización en la psicopatología. Entre la represión y lo que podríamos calificar como método normal de defensa contra lo penoso o insoportable, por medio de su reconocimiento, consideración, llegar a un juicio y emprender una acción adecuada al respecto, existe toda una vasta serie de formas de conducta del yo, con carácter más o menos claramente patológico. ¿Puedo detenerme un instante para recordarle un caso límite de semejante defensa? Sin duda conocerá usted la célebre elegía de los moros españoles, ¡Ay de mi Alhama!, que nos cuenta cómo recibió el rey Boabdil la noticia de la caída de su ciudad, Alhama. Siente que esa pérdida significa el fin de su dominio; pero, como «no quiere que sea cierto», resuelve tratar la noticia como «non arrivé». La estrofa dice así: «Cartas le fueron venidas de que Alhama era ganada; las cartas echó en el fuego y al mensajero matara.» [*] Fácilmente se adivina que otro factor determinante de tal conducta del rey se halla en su necesidad de rebatir el sentimiento de su inermidad. Al quemar las cartas y al hacer matar al mensajero trata de demostrar todavía su plenipotencia La segunda característica general de los desrealizamientos -su dependencia del pasado, del caudal mnemónico del yo y de vivencias penosas pretéritas, quizá reprimidas en el ínterin-no es aceptada sin discusión. Pero precisamente mi vivencia en la Acrópolis, que desemboca en una perturbación mnemónica, en una falsificación del pasado, contribuye a demostrar dicha relación. No es cierto que en mis años escolares haya dudado jamás de la existencia real de Atenas: sólo dudé de que llegara alguna vez a ver Atenas. Parecíame estar allende los límites de lo posible el que yo pudiera viajar tan lejos, que «llegara tan lejos», lo cual estaba relacionado con las limitaciones y la pobreza de mis condiciones de vida juveniles. No cabe duda de que mi anhelo de viajar expresaba también el deseo de escapar a esa opresión, a semejanza del impulso que lleva a tantos adolescentes a huir de sus hogares. Hacía tiempo había advertido que gran parte del placer de viajar radica en el cumplimiento de esos deseos tempranos, o sea, que arraiga en la insatisfacción con el hogar y la familia. Cuando por vez primera se ve el mar, se cruza el océano y se experimenta la realidad de ciudades y países desconocidos, que durante tanto tiempo fueron objetos remotos e inalcanzables de nuestros deseos, siéntese uno como un héroe que ha realizado hazañas de grandeza inaudita. Ese día, en la Acrópolis, bien podría haberle preguntado a mi hermano: «¿Recuerdas aún cómo en nuestra juventud recorríamos día tras día las mismas calles, camino de la escuela; cómo domingo tras domingo íbamos al Prater o a alguno de esos lugares de los alrededores que teníamos tan archiconocidos?… ¡Y ahora estamos en Atenas, parados en la Acrópolis! ¡Realmente, hemos llegado lejos!» si se me permite comparar tal insignificancia con un magno acontecimiento: cuando Napoleón I fue coronado emperador en Notre-Dame, ¿acaso no se volvió a uno de sus hermanos (seguramente debe haber sido el mayor, José) y le observó: «¿Qué diría de esto Monsieur nôtre Père si ahora pudiera estar aquí ?» Aquí, empero, nos topamos con la solución del pequeño problema de por qué nos habíamos malogrado ya en Trieste el placer de nuestro viaje a Atenas. La satisfacción de haber «llegado tan lejos» entraña seguramente un sentimiento de culpabilidad: hay en ello algo de malo, algo ancestralmente vedado. Trátase de algo vinculado con la crítica infantil contra el padre, con el menosprecio que sigue a la primera sobrevaloración infantil de su persona. Parecería que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos que el propio padre y que tratar de superar al padre fuese aún algo prohibido. A estas motivaciones de carácter general se agrega todavía, en nuestro caso, cierto factor particular: el tema de Atenas y la Acrópolis contiene en sí mismo una alusión a la superioridad de los hijos, pues nuestro padre había sido comerciante, no había gozado de instrucción secundaria y Atenas no podía significar gran cosa para él. Lo que perturbó nuestro placer por el viaje a Atenas era, pues, un sentimiento de piedad. Y ahora, sin duda, ya no se admirará usted de que el recuerdo de esa vivencia en la Acrópolis me embargue tan a menudo desde que yo mismo he llegado a viejo, desde que dependo de la ajena indulgencia y desde que ya no puedo viajar. Muy cordialmente suyo lo saluda

 Sigmund Freud

domingo, 2 de diciembre de 2018

Juan Jose Saer (1937, Serodino Santa Fe , 2005 Paris)



De " El Entenado"


Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es una familia. Pero esa noche, mi soledad, ya grande, se volvió de golpe desmesurada, como si en ese pozo que se ahonda poco a poco, el fondo, brusco, hubiese cedido, dejándome caer en la negrura. Me acosté, desconsolado, en el suelo, y me puse a llorar. Ahora que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los crujidos de mi silla son los únicos ruidos que suenan, nítidos, en la noche, que mi respiración inaudible y tranquila sostiene mi vida, que puedo ver mi mano, la mano ajada de un viejo, deslizándose de izquierda a derecha y dejando un reguero negro a la luz de la lámpara, me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento. No se sabe nunca cuándo se nace: el parto es una simple convención. Muchos mueren sin haber nacido; otros nacen apenas, otros mal, como abortados. Algunos, por nacimientos sucesivos, van pasando de vida en vida, y si la muerte no viniese a interrumpirlos, serían capaces de agotar el ramillete de mundos posibles a fuerza de nacer una y otra vez, como si poseyesen una reserva inagotable de inocencia y de abandono. Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar. Del otro lado de los árboles me fue llegando, constante, el rumor de las voces rápidas y chillonas y el olor matricial de ese río desmesurado, hasta que por fin me quedé dormido


Envío 

Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que
odiaba la vida. Odiamos la vida porque no puede vivirse. Y queremos
vivir porque sabemos que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo
sólido —piedra, o hueso, algo compacto y tejido apretadamente, que
pueda pulirse y modificarse con un ritmo diferente al ritmo de lo que
pertenece a la muerte— no puede morir. La voz que escuchamos
sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay
más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas, y
de los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara
la vida. Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba
tratando de hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.



final del cuento "Sombras sobre vidrio esmerilado" del libro Unidad de Lugar