Qué voy a llamarme Michel, che, avisá. Me llamo
Gonzalo Maritti. Yo nunca había sabido por qué mi vieja, que se llamaba Rosina
Maritti y era tana, me había puesto ese nombre gallego. Pero en Le matelot todos
los mozos teníamos que tener nombres franceses. Una chifladura de Gastón, del
trompa, que en realidad se llamaba Héctor. Lo de Michel me lo eligió Freddy,
porque yo, la verdad, de francés no manyo ni medio. Hacía una semana que
trabajaba en Le matelot. Era mi primer laburo, sabés, porque mientras
vivió la vieja me mantenía para que yo estudiase. No estudiaba, pero a la
vieja, con tal de que se quedara tranquila, le engrupía que sí. Bueno, cuando
la vieja sonó me encontré en la más porca miseria. Freddy, que conocía al país,
me consiguió ese rebusque en la whisquería. Era amigo de Gastón y Gastón,
apenas me vio, lo miró a Freddy y le dijo que sí, que yo le servía.
No iba a servirle, yo. Diez y ocho años y una pinta
que rajaba los cielos. Ahora me ves muy chanfleado, pero imagínate entonces. A
los dos días ya era el mozo más popular. El gordo primero me mandó a las mesas,
pero después manyó el juego de miradas y me puso a atender el bar. Tendrías que
haber visto a la mariconería de la barra. Me daban la mano, me buscaban
conversación, me tuteaban, a cada rato me pedían fuego. Pero yo me quedaba en
la cochera. Atento, eso sí, pero en la cochera. Porque, ¿quiénes eran, todos
ésos? Pendejos como yo. Eso es lo que tenía de malo Le matelot. Que estaba
lleno de pibes. Y yo para qué quería pibes, querés decirme. Yo esperaba otra
cosa, me comprendés. Una cosa como Freddy, cuando Freddy era un bacán y tenia
tres años menos. Pero Freddy se había secado y de golpe se había vuelto un
jovato que era más de Dios que de nosotros, te juro, por la enfermedad.
Cuando el punto apareció aquella noche, toda la
mariconería de la barra hizo silencio, calcula cómo sería, y le clavó los
carozos. Después meta codearse entre ellos y mover las plumas. O como decía
Gastón: sacaron las polveras. Uno bueno para cargar a los maricones. Pero el
punto no miraba a nadie. Me miraba a mí, sabes, a mi desde el primer momento.
Un tipo como de cuarenta años, con cuerpo de pato
vica, rubio, la piel tostada. Parecido, para que te des una idea, a Buster
Crabbe. No sabés quién es. No importa. Uno que hacía de Tarzán cuando vos no
habías nacido. Yo tenía la foto de Buster Crabbe en mi pieza (me la había
regalado Freddy, vestido con un taparrabo de piel de tigre, acariciando a un
león y sonriéndose cancheramente. Un punto así, sí, pensé. Hasta era capaz de hacérselo
gratarola. Bueno, gratarola del todo no. Pero me conformaba con que me invitase
a morfar o me regalase una corbata. Claro que para qué macanear: lo lindo
hubiera sido que me nombrara guardaespaldas o secretario privado. De día todo
normal. Y a la noche, me entendés. O que me adoptara como hijo. ¿Te imaginás?
¿Quién iba a avivarse? Y de paso tenía el vento asegurado.
Le caí como un águila. Juná mi técnica. Apoyo las
dos manos en el borde del mostrador, me inclino delante del cliente y en voz
baja, bien serio, sabés, pero amable, le pregunto:
—¿Qué le sirvo, señor?
Porque hay bonchas que dicen:
—¿Qué se sirve?
¿Pero dónde creen que están? ¿En un café al paso? En
cambio yo siempre preguntaba:
—¿Qué le sirvo, señor?
¿Te das cuenta la diferencia? Qué le sirvo yo. Yo a
usted. Porque yo estoy aquí para eso, para servirlo a usted, y usted está aquí
para pedirme. Usted pide y yo obedezco. Un cliente con categoría sabe apreciar
esas cosas. Las pescan en el aire y te las agradecen.
Me contestó:
—Un Vat.
Fenómeno, pensé. Éste no es de los amarras que piden
jugo de fruta o querosén nacional.
Tenía voz de macho y una cara que vista de cerca era
impresionante, te juro. ¡Y las pilchas del loco! Corbata italiana, camisa de
poplín, una tragedia gris clarito que era un sueño. Yo, que entonces tenía al
berretín de la ropa, se la tasé de una ojeada.
Seguía inclinado delante de él.
—¿Hielo? ¿Agua? ¿Soda?
—Hielo.
—Sí, señor.
Y mientras tanto lo miraba en los ojos, un cacho de
ojos verdes, viejo, que te daban chuchos de frío, y él también me miraba. Los
dos serios, me entendés. Nada de sonrisitas. Pero una seriedad, no sé cómo
explicártelo, una seriedad como de dos que se pasan el dato y no quieren que
los demás se aviven.
Yo me iba a buscar el whisky cuando vi que se ponía
un faso en la boca. Como una luz me acerqué y le di fuego con mi Dupont de oro.
El Dupont me lo había regalado Freddy. No fallaba nunca y en la oscuridad del
boliche brillaba como una alhaja. Me lo agradeció con un movimiento de zabeca
sin dejar de campanearme. Ya había algo, todavía poco, pero algo entre los dos.
Ahora venía un rato de mozo puro. Me fui hasta la
coctelería, busqué la botella de Vat, el vaso, el baldecito con hielo, la
medida, le pedí a Gastón el tíquet, todo eso sin mirarlo, dándole casi siempre
la espalda, pero todo muy rápido, me entendés, para que viera si por ahí me
vigilaba, que yo me había dado cuenta de que era un cliente distinguido y que a
un cliente distinguido no hay que hacerlo esperar.
Volví y le serví el Vat en su presencia, una
atención que no le hacía a cualquiera, por más importado que pidiese, y le
pregunté:
—¿Uno? ¿Dos?
—Dos, por favor.
Le eché los dos cubitos, pinché el tiquet, y ahora
la tercera parte de mi técnica. Vos te quedás bien cerca del cliente, te quedás
derecho, sin mirarlo, te ponés a mirar el salón o la gente que pasa por la
calle. Pero sí el punto saca otro faso corrés a encendérselo. Así el tipo
carbura que aunque vos mirabas para otro lado en realidad estabas pendiente de
él, y si no lo mirabas era para no cargosearlo y dejar que tomara su trago
tranquilo, pero vos seguías allí, bien cerquita, listo para satisfacerle cualquier
deseo. Mirá, un cliente con clase aprecia esas cosas.
Lástima que la maríconería de la barra, alborotados
como estaban, quisieron arruinarme la estrategia. Querían llamar la atención
del candidato y no encontraban mejor forma que pedirme a los gritos:
—Michel, un vaso de agua.
—Michel, otro Daikiri.
—Michel, me das fuego.
Y Michel de aquí y de allá. Bueno, de todos modos
así él se enteraba de mí nombre. Podía ver que los clientes me tuteaban y
aunque me daban un poco de calce yo sabía responder sin abusar, me entendés.
Que si yo no era un levante fácil, bueno, tampoco era un intocable.
Él, cada tanto, junaba los alrededores. Los pibes,
creyendo que buscaba conexiones, se ponían frenéticos. Pero él en seguida
volvía a mirarme a mí o miraba el vaso, y fumaba. Yo me daba cuenta de todo sin
necesidad de clavarle el telescopio, y me hacía el plato. Los pibes también se
avivaron, porque tienen una cancha para eso. Pero nadie me dijo nada. Es la ley
del ambiente, sabés. Si yo hubiera estado del otro lado del mostrador, entonces
sí, entonces más de uno hubiera venido a decirme:
—Te felicito, muñeco. Parece que te levantaste a
aquella divinura.
Pero yo era un mozo y no podían dar el brazo a
torcer.
Y a lo mejor, de bronca, para joderme, nada más, me
tenían loco a pedidos. Joderme a mí. Pobres de ellos.
Justo cuando uno de la barra, ya no me acuerdo
quién, me obligaba a cambiarle el vaso, vi que Jorge, alias Jorgelina, un
maricón que se drogaba y daba unas festicholas en su casa que madre querida,
según me contaron porque yo no fui nunca, con tal de entrar en conversación con
Buster Crabbe le había volcado medio vaso de cuba libre en la manga.
Al tipo que quería que le cambiase el vaso lo dejé
plantado y corrí a la otra punta de la barra, donde estaba Buster Crabbe. Así
le hacía ver que él era, para mí, más importante que todos aquellos
mariconcitos juntos.
Jorge, con esa voz de gallina clueca, le decía:
—Oh, perdone, perdone.
Y sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la manga.
Buster Crabbc, sin siquiera mirar lo que hacia el otro, le contestó:
—Está bien, no es nada.
Y siguió tomando su whisky.
Cuando yo me acerqué me parecía que me sonreía con
los ojos, como diciéndome: ¿Pero te das cuenta, pibe, a lo que llega este
pulastro? Yo me mantuve serio, sabés, porque a ver si lo hacía cabrear a la
Jorgelina, que al fin y al cabo dejaba sus tres lucas todas las noches, y dije:
—Permítame, señor.
Y saqué yo también mi pañuelo, el único que me
quedaba de los que me había regalado Freddy, de hilo irlandés, bacanísimo.
Él me atajó:
—No se moleste, muchas gracias.?
Pero entendeme, sin agresividad. Qué cosa, digo
agresividad y se me viene a la piojera una punta de recuerdos. Agresividad. Era
la palabra preferida de Freddy. Para Freddy estabas o no estabas agresivo, un
tipo se reía con agresividad o te cargaba sin agresividad. Yo comprendo lo que
quería decir. Por ejemplo Buster Crabbe me contestó:
—No se moleste.
Y estaba serio, pero sin agresividad. Al contrario.
Mirá, como si estuviera serio nada más que para demostrarme que allí, entre
todos aquellos pibes, el único que estaba a su altura era yo, pero que no podía
o no quería deschavarse delante de todos, se deschavaba de a poquito, en una
forma para que nadie se avivara, para que únicamente yo, si era piola, me diese
cuenta. Qué querés, eso me gustó. Y decidí seguirle el juego.
Así que cuando a continuación del «No se moleste» me
pidió otro trago, le contesté lo más serio y sin mirarlo:
—Sí, señor.
Y me largué derecho a buscar el Vat. Oí la voz de
gallina clueca de Jorge:
—¿Estoy perdonado?
Y la voz machaza de Buster Crabbe:
—Siempre que me deje solo, sí.
¡Bárbaro! ¡Era bárbaro aquel tipo! Tuve ganas de
reírme, te juro. Ganas de darme vuelta y ver la jeta que había puesto la otra
loca. Pero cuando llegué al bar y pude mirar ya Jorge se había hecho humo y
Buster Crabbe fumaba otro faso, y yo me había perdido la oportunidad de
encendérselo y por ahí, quién sabe, de empezar a conversar.
Se quedó toda la noche. Cada tanto campaneaba a los
pibes de la barra o a las parejas del salón, pero con una mirada sobradora, me
entendés, de tipo caminado que sabe lo que es el escalope. No como esos grasas
que alguna veces caían de casualidad en Le matelot y cuando se
avivaban ponían una cara que vos te dabas cuenta que tenían ganas de repartir
castañazos. No, mirá. Él los relojeaba como balconeando una cosa divertida.
Pero a eso de las dos ya empezó a poner cara de aburrido. Lógico. Quería que
toda esa manga de maricones se las picara y lo dejaran solo conmigo, y así
podríamos hablar tranquilamente. Porque un caballero inglés como él no iba a
deschavarse delante de todos ésos. Eso sí, me miraba cada vez más seguido.
Fijate un poco lo que hacía: me miraba fijo, en seguida desviaba la vista, otra
vez me miraba fijo, de vuelta desviaba la vista, y así, che, un rato largo.
Igualito que Freddy, cuando Freddy me conoció en La farola. Seguro que
estaba preparando el levante en serio.
Yo quería también que se fueran todos. Pero no se
iban. Y cuando se iban dos entraban tres, y la barra seguía repleta de pibes. Pensé
que ya era hora de darle a entender que yo me había avivado y que estaba con
él, porque a ver si el punto, podrido de hacer amansadora, se las tomaba. Así
que empecé a sonreirle. Pero entendeme. Tengo mi técnica. Freddy siempre decía
que yo era el único que sabía sonreírse sin estirar los labios. Decía que yo
era un ventrílocuo de la sonrisa. Y él se avivó en seguida, me di cuenta,
porque empezaron a reírsele los ojos.
El tercer trago se lo ofrecí yo sin pedirle permiso
a Gastón.
—Una atención de la casa, señor.
Se lo serví y le serví los dos cubitos, y me pareció
que saber que le gustaba solo con hielo, con dos cubitos, y servírselo sin
preguntarle nada era como conocerle todos sus gustos, como empezar a ser su
secretario privado, su hombre de confianza. Era lindo.
Y cuando iba a dejarlo otra vez solo para colocarme,
como te dije, a pocos pasos de él, me mandó en voz baja un:
—Muchas gracias, Michel.
Que me hizo cosquillas. ¿Te das cuenta? Me había
llamado Michel. Un punto que era la primera vez que venía a Le matelot, un
tipo bacán, un señorito inglés, y con esa pinta. No, si Buster Crabbe ya era
mío.
Pero para que nadie se avivara empecé a poner jeta
de velorio. Bueno, te diré. Un poco para que nadie se avivara y otro poco
porque cuando un punto de ésos me levantaba, no sé por qué, me venía la neura.
Con Freddy me pasó lo mismo. Vos tendrías que haber visto lo que era Freddy
cuando lo conocí y yo era un pibe de quince años. Bueno, quién se acuerda de
Freddy, ahora. La cuestión es que si vos en ese momento entrabas en Le
matelot y me veías, creías que yo andaba con toda la mufa de Nemesio.
Por fin, a las cuatro y media, en la barra no quedó
nadie más que él, y una pareja franeleando en el salón.
Entonces vi, aunque me mandaba la parte de mirar
para otro lado, que me llamaba con la mano. Corrí a atenderlo.
Otra vez puse las dos manos en el borde del
mostrador, me incliné delante de él, como la primera vez, te acordás que te
dije cómo era mi técnica, pero ahora lo miré bien en los ojos y le sonreí con
toda la cara. A la madrugada yo estaba más pintón que nunca. Me ponía pálido y
se me marcaban unas ojeras que todo el mundo me decía que parecía James Dean. A
esa hora más de una noche algún cliente, en curda, me preguntaba con la lengua
hecha un trapo:
—Michel, Michel, ¿cuánto cobrás?
Pero lo que él me dijo fue:
—El último.
Y me señaló el vaso.
Le serví el cuarto Vat. La cuenta acusaba mil
doscientos mangos. Y me quedé junto a él, delante de él, sin ningún disimulo,
como esperando algo, como para darle calce. Él también me miraba y se sonreía,
un poco en curda, pensé. En curda hasta el más estrecho tira la chancleta.
Entonces, bajito, no sé por qué porque Gastón en la otra punta del mostrador
hacía cuentas, y la parejita franeleaba a treinta metros de distancia, a lo
mejor para darle intimidad a la conversación o para que todo el fato fuera una cosa
así, misteriosa, me preguntó:
—¿De veras te llamás Michel?
Me tuteaba, el guacho. Y de golpe se me cruzó que
era un tira. Otra vez me mandé la parte de tristón, pero lo que tenía era
julepe y bronca.
—No, señor. Aquí me obligaron a cambiarme el nombre.
—¿Y cómo te llamás?
—Gonzalo.
Bajó los ojos y se mandó una sonrisíta Kolynos.
—Lindo nombre. Me gusta más que Gastón.
—A mí también.
Es cierto. Michel suena un poco amariconado. Michel
estará bien para un peluquero de mujeres o para un modisto, pero no para mí.
Gonzalo es un nombre fetén fetén, de macho, gallego pero de macho.
Se mandó el whisky como muerto de sed, como si fuera
coca-cola. Yo, pensando siempre que era un tira, miraba la calle y hacía
rostro, pero por las dudas ponía cara de cabrero.
—¿Hace mucho que trabajás aquí?
—Una semana.
—¿Y te gusta este trabajo?
Me iba a agarrar. Ni anestesiado.
—No, señor. Qué va a gustarme.
—¿Y entonces por qué lo hacés?
—A la fuerza ahorcan. No conseguí nada mejor.
—¿Qué edad tenés?
—Dieciocho años, casi diecinueve.
—¿Y tus padres están conformes?
Hablábamos como en un confesionario. Sin querer
parecía que andábamos en algún balurdo raro. Gastón, desde la otra punta, se
avivó, como me di cuenta después. Pero si vos no nos oías, te hubieras creído
que yo tocaba el piano en la cana. Lo digo por mí, porque contestaba
agresivamente. Te das cuenta, la palabrita de Freddy. Se me pegó, desde
entonces, y todavía me dura. Bueno, te decía que yo contestaba agresivamente.
En cambio él me preguntaba de lo más amable.
—No tengo padres, señor. No tengo a nadie. Estoy
solo en el mundo.
Se lo dije de un saque. Si era de la Federal, eso me
serviría. Ser huérfano, tener dieciocho años, estar solo en el mundo.
Él se quedó un rato callado. Un rato tan largo que
me animé a mirarlo. Le brillaban los ojos. ¡Qué ojos, mamita querida! Como si
se hubiese mandado la falopa. Era más pintón que Buster Crabbe.
Para disimular esa mirada de tigre otra vez bajó los
ojos.
—¿Dónde vivís?
—En Canning y Las Heras.
—¿Solo?
Vivir solo, para la cana, es un tanto en contra.
Pero a lo mejor me lo preguntaba para ver si yo tenía comodidad donde llevarlo.
De cualquier manera con doña Zulma no podía arriesgarme. Así que lo mejor,
pensé, es decirle la verdad.
—No. Alquilo una pieza en una casa de familia. Yo ya
vivía allí con mi madre. Pero ahora que mi madre murió…
—¿Hace mucho?
—Diez días.
—Ah, cuánto lo siento.
Qué iba sentir. Se mandaba la milanesa de puro
educado, pero por adentro, pensé, estará que baila en una pata.
Yo, por las dudas, por si era un tira, aunque pinta
de tira no tenía, le daba más explicaciones.
—Antes alquilábamos dos piezas, mi madre y yo. Pero
ahora con una basta.
—Comprendo.
—Tuve que ajustarme el cinturón.
—Comprendo, comprendo.
Se quedó otro rato callado, mirando el vaso y
haciéndolo dar vueltas entre las manos. Ya no tenía más whisky. Solamente un
cubito medio derretido. Yo esperaba. Sabía, por Freddy, que un punto joven,
pintón y tirado es la mejor carnada.
—Michel.
—Sí, señor.
Seguía callado, mirando el vaso. Le gustaba más
Gonzalo pero me llamaba Michel. No se atrevía a deschavarse. Era más tímido que
Freddy. O más señor. Y yo lo miraba desesperado, quería decirle: Pero sí, mi
amor, si ya lo entendí todo y aquí estoy, soy para vos. Ser su guardaespaldas,
pensé. Ser su hijo adoptivo. Llamarlo papá delante de todo el mundo y hasta
hacerle alguna caricia y que nadie se avivara, y a la noche ser su amante y
seguir llamándolo papá. Ése había sido siempre mi sueño. Pero Freddy no quería
que lo llamase papá.
Por fin se largó.
—Michel. ¿A qué hora salís de aquí?
—A las cinco cerramos. Y cuarto estoy en la calle.
Había empezado la atropellada final. Te juro que me
palpitaba el corazón, de la emoción y al mismo tiempo del cagazo de que fuera
no más un tira. O que fuese un tira y un entendido también me habría gustado.
Un tira, un militar, un aviador, y que sin embargo me buscase a mí para la
joda. Otro de mis sueños.
De golpe me clavó los carozos. Comprendí por qué.
Porque si me lo pedía con los ojos bajos hubiera parecido que me pedía una
limosna, algo que le daba vergüenza, pero tenía que hacerme creer que no me
pedía ninguna porquería, y así no me ofendía, no me alarmaba, comprendés.
—Michel, te espero afuera en mí coche. Lo tengo
estacionado en la esquina de Libertador. Es un Thunderbird negro.
Un tira no tiene un Thunderbird negro, por más
entorchados que lleve. Un tira no se queda toda una noche chupando whisky.
¿Para qué? ¿Para saber si Le matelot es lo que saben hasta los zorros
grises, hasta doña Zulma? ¿Para prepararme un entre? ¿A mí? ¿Y quién era yo?
¿Era el pibe Villarino de la rara para andar con tantos miramientos conmigo?
No. Toda esa milonga no era la de un tira. Era la de un tipo como Freddy, más
delicado que Freddy.
Así que tranquilamente, como si tal cosa, le
contesté:
—Cinco y cuarto estoy ahí.
De yapa, si había sentido vergüenza, yo le hacía ver
que no tenía por qué.
Pagó, me dejó medía luca de propina que yo cacé sin
armar escombro, y salió sin saludarme. Ves, me gustó que no me saludara. Era
una manera de decirme: te espero.
Gastón me preguntó:
—Che, ¿qué te decía el tipo ese?
—¿Cuál?
—Ese que acaba de salir.
Yo miré para la puerta como sí no me acordara.
—¿Uno rubión…?
—Ma sí, ése.
—Creo que era uno de la cana.
—¿Por?
—Me anduvo averiguando cosas.
— ¿Qué cosas?
—Si por aquí venía un maricón bajito, gordito,
canoso, un tal Ruddy.
—Por aquí no.
—Eso le contesté.
—¿Y no te dijo para qué lo buscaba?
—¿Estás loco? Me lo iba a decir.
—¿Y por qué creés que es de la cana?
—No sé. Me lo imagino yo.
—No, qué va a ser.
A las cinco y cuarto estaba en la esquina de
Libertador, junto al Thunderbird negro, tapizado en rojo, un sueño. Yo me
sentía tranquilo. Me había mirado en el espejo del vestuario y qué querés,
mirarme en un espejo me daba coraje.
Porque con esa cara tenía derecho a todo. A levantarme
a Buster Crabbe la primera noche que venía a Le matelot, yo, el mozo del
bar, y no los mariquitas de la barra con sus Rolex y sus Peugeot en la puerta.
Y a que Buster Crabbe me comprara trajes, camisas, corbatas, me dejara
manejarle el Thunderbird, y a lo mejor un día me llevara con él a Europa y allá
en Europa, quién te dice, me levantaba a un punto todavía con más guita.
Prímero hablamos de boludeces. Que el coche andaba
mal de frenos, que mantenerlo le costaba un huevo y la mitad del otro, que quería
cambiarlo por uno de fabricación nacional. Me acuerdo que con Freddy pasó lo
mismo. ¿Sabés por qué? Porque en un primer momento se sienten un poco
emocionados, un poco cortados. El clima, qué querés, es algo violento, y en
cambio así, hablando de cualquier macana, como dos amigos como dos tipos
normales, la situación se hace más fácil. O a lo mejor, quién sabe, che, la
alegría es tan grande que no pueden creerlo, y tratan de ir entrando de a
poquito para acostumbrarse, para no dejarse dominar por los nervios, o para
convencerse de que no están soñando, como habrán soñado tantas otras veces con
algún pibe que al final se les iba del brazo de una mina, y en cambio a mí me
tenían ahí en el coche, al lado de ellos, dispuesto para la joda, a mí, con
aquella cara y aquel físico.
Pero a los tres minutos, sin mirarme, mirando por el
parabrisas, me preguntó:
—Y antes de trabajar en la whisquería, ¿que hacías?
—Estudiaba.
—¿Y de qué vivías?
No tenía que macanearle.
—Mi madre ganaba un buen sueldo y nos alcanzaba para
los dos.
— ¿Qué estudiabas?
Ahora no tenía más remedio que venderle un boleto.
—Industrial.
—Estarías en el último año, me imagino.
—En el ultimo. Y justo ahora tuve que abandonar.
—¿Qué te hubiera gustado ser?
—Ingeniero.
—Linda carrera.
Mirá, hay que aguantarles que te pregunten por tu
familia, por el perro y hasta por el loro del vecino. Porque un amigo ya lo
sabe y no necesita preguntarte nada. Pero ellos, pensá, no te conocen. Así que
tienen que dar un curso acelerado porque si no, qué querés, van a estar en
seguida en la cama con vos y desconfían, o les parece que se encaman con un
marinero del puerto, y si son señoritos ingleses como Freddy eso no les gusta.
—¿No pudiste encontrar otro trabajo? Porque
disculpame, pero Le matelot es un lugar siniestro.
Me dio un poco de bronca, che, con tanto hacerse el
exquisito. Así que le dije:
—¿Y usted?
Se lo dije tan agresivamente que me arrepentí y
cambié el disco:
—¿Usted es la primera vez que va?
—La primera y la última.
—¿Y cómo fue a parar allí?
—Por casualidad. Yo no vivo en Buenos Aires. Vivo
casi todo el año afuera.
—¿En Europa?
—No, en Córdoba.
Me reí bajito, pero para que me oyese.
—¿De qué te reís?
—De nada. ¿Sabe lo que creí que era usted? Polícía.
Él también se rió, pero fuerte.
—¿Qué te hizo pensar que yo era policía?
—No sé. Las cosas que me preguntó.
—¿Te molestaron?
—No.
—Tenes algún problema con la policía.
—Ninguno. ¿Qué problema?
—Pero le tenés miedo.
—Tampoco. ¿Por qué voy a tenerle miedo? Pero
como Le matelot goza de mala fama, por ahí, sin comerla ni bebería,
la liga uno.
Habíamos llegado a la placita esa que hay cuando
termina la avenida Alvear. Paró el coche, se dio vuelta con todo el cuerpo y me
miró de frente. Yo me senté de costado, contra la carrocería, y también lo miré
de frente. Llegó el momento de deschavarnos, pensé.
—¿Acostumbras a aceptar invitaciones de clientes de
ese bar?
La salida, imagínate, no me gustó. Pero me di cuenta
de que Buster Crabbe era como Freddv. Freddy iba a los mismos lugares, le
gustaban las mismas cosas, hacía las mismas porquerías que los otros, pero no
quería que lo confundieran con los otros. Hay que saber distinguir, decía
siempre. ¿Distinguir qué? Que una loca como Jorge te lo diga en la cara apenas
te ve, y éstos, en cambio, primero te hablan de que el coche anda mal de
frenos. Pero está bien, seguiles la corriente. De todos modos me gustaba que
fueran así. Te voy a decir más: Freddy iba siempre a los boliches de la rara,
andaba siempre rodeado de pendejos y maricas, y después se desestimaba porque todo
el mundo sabía que era marcha atrás. Eso sí que no lo entenderé nunca.
Le contesté, sin hacerme el ofendido:
—Ésta es la primera vez.
—¿Y esta vez por qué aceptaste?
—Porque sé distinguir.
A Freddy le hubiera caído bien ese piropo. Pero me
pareció que a él no. Resultaba más complicado que Freddy.
—Pero creías que yo era policía.
—Mayor valor de que haya aceptado.
Atajate esa pelota, pensé. No tuvo más remedio que
sonreírse.
—¿Ese ambiente no te corrompió?
Ya lo iba junando. Le gustaban los estrenos. Pero me
hice el gil:
—¿Corromperme en qué sentido?
—No sé. Pienso que en Le matelot debe
haber drogadictos, ladrones de automóviles, prostitutas…
Yo esperaba la palabrita. Y la dijo:
—… amorales.
Yo seguía con mi mejor cara de inocente.
—No creo. Son todos muchachos de familia bien.
—Sin embargo vos mismo dijiste que Le matelot tiene
mala fama.
Había sido un boludo, un ganso. Traté de arreglar
ese refalón.
—Sí, como todos los boliches de la zona. La gente
habla, pero…
—No todos los boliches tienen mala fama.
—Usted vio, está lleno de parejas.
—Me refiero a los del mostrador.
—Si son amorales, yo no lo sé. Yo los conozco
únicamente como clientes de la whisquería. Y allí lo único que hacen es tomar
una copa y conversar entre ellos.
—Y con vos.
—¿Conmigo qué conversan? Servime un whisky, dame
fuego, cóbrate, y nada más.
—¿Nada más?
Empezó a darme bronca. Lo miré:
—¿Qué más?
—Invitarte a salir con ellos.
—Nunca.
—Así que yo soy el primero. Claro que hace apenas
una semana que trabajas ahí. Todavía no te tendrán confianza.
Me cargaba el guacho, y en qué forma. Me dio una
bronca bárbara.
—Sí, señor. El primero. El primero aunque hiciese
diez años.
También él parecía cabrero:
—¿Y a qué debo el honor de que conmigo hayas
aceptado?
Me puse agresivo:
—Ya se lo dije. Porque sé distinguir a la gente. Y
creí que también usted sabía distinguir. Pero si me equivoqué, disculpe.
Pensé: aquí se cabrea en serio. Pero no, se rió.
—No te enojés. No te lo pregunto con ninguna mala
intención. ¿Pero no te parece un poco extraño salir con un hombre la primera
vez que lo ves?
Me encogí en el asiento, miré para afuera, hablé
como si tuviera un nudo en la garganta.
—Muy, muy extraño, la verdad. Menos cuando uno está
solo en el mundo y no tiene parientes, ni amigos, ni nadie. Lo único que uno
conoce son nenes de mamá que lo tratan como si uno fuera un sirviente. Entonces
no es tan extraño que uno se agarre al primer cable que le tiran. Pero a un
cable de cariño, de afecto. A algo que lo haga sentirse una persona, no un
mozo.
Me di vuelta y lo miré fijo, dispuesto a tirarme a
fondo. Sé cómo hay que hacer para que los ojos se me llenen de lágrimas.
—Pero si me equivoqué con usted, o usted se equivocó
conmigo, puedo bajarme aquí y me vuelvo a pie hasta mi casa.
Pensé: o me da una zalipa o me besa.
No hizo ninguna de las dos cosas. Me miró un rato
largo, con una cara, che, como estudiándome. Éste es más revirado que Freddy,
pensé. Después me palmeó la pierna, me la palmeó un poco más de lo necesario
(habrá apreciado la calidad, pensé) y me dijo:
—Está bien.
Nada más que eso:
—Está bien.
Puso otra vez el motor en marcha, tomó por Cerrito,
dos cuadras más adelante dobló y detuvo el coche. Me señaló una puerta:
—Ahí tengo un departamento, donde paro cuando bajo a
Buenos Aires. Vení conmigo.
Y como creyó que yo había hecho algún ademán (yo no
había hecho nada), me miró:
—Vení. No tengas miedo.
Otra vez la sonrisa Kolynos:
—No soy lo que vos pensás.
Las mismas palabras de Freddy. Le contesté, como a
Freddy:
—Ya lo sé, señor.
De nuevo se quedó un rato estudiándome (se me
ocurrió que pensaba: a ver si con este turro me ensarté). Después dijo:
—Tengo que hablarte.
Igualito que Freddy. Freddy, cuando me llevó la
primera noche al bulín, tenía que hablarme. Y apenas entramos empezó a sacarse
la ropa.
Abrió la puerta del coche. Yo bajé por la otra
puerta. En la calle no había nadie. Entramos en una casa de departamentos.
Nadie nos vio entrar. Cruzamos un vestíbulo casi tan grande como Le
matelot, todo alfombrado. Al fondo estaban los ascensores. Tomamos uno, también
alfombrado y con espejos. Me miré y me vi tan pintón que comprendí que Buster
Crabbe había estado defendiéndose hasta último momento porque sabía que conmigo
se perdería. Llegamos a un piso, abrió la puerta de un departamento, prendió
una luz, yo empezaba a fichar aquel cotorro de cine cuando él ya me abrazaba.
—Gonzalo —dijo a media voz, y me pareció que
jadeaba— Gonzalo.
Yo también empecé a abrazarlo, pero despacito, para
hacerme desear.
—Gonzalo —dijo, y me agarró la cara con una mano—.
Tengo que decirte una cosa.
—No es necesario —dije yo—. Ya lo sé.
Y ahí lo besé en la boca.
Mira, todo fue tan rápido y tan inesperado que no me
acuerdo bien. Sé que con las dos manos separó mis brazos de su cuerpo. Vi que
había puesto una cara espantosa. Y en seguida empezó a fajarme.
Vos sabés, yo no aguanto que nadie me ponga la mano
encima. Ni la vieja me fajó nunca. Menos uno de esos cosos. Así que cuando el
punto me dio las primeras piñas me vino una locura. No sé lo que hice. Lo único
que sé es que lo vi tirado en el suelo, con los ojos abiertos y el pelo rubio
todo mojado de sangre. Le palpé el pecho. Estaba muerto.
Me entró un jabón de la gran puta, imagínate. Rajé
del cotorro. A las seis estaba de vuelta en casa.
Por un rato no me pude dormir. Pensaba que nadie me
había visto con el punto, así que cuando descubrieran el cadáver, la cana, por
más vueltas que diese, no iba a poder complicarme. Y si averiguaban lo de la
visita a Le matelot, bueno, ¿y qué?, yo no lo conocía, le había servido
copas hasta las cuatro y media, y después se había ido y no lo había visto más,
y encima les contaría la historia que ya le había vendido a Gastón, sobre aquel
marica bajito, gordito, canoso, un tal Rudy, y Gastón me saldría de testigo, y
la cana pensaría que era un crimen entre amorales. También pensaba por qué me
había fajado. ¿Dónde estaba la metida de pata mía? Pensé que a lo mejor era un
neura de esos que primero te dan piola y después te fajan, o primero te fajan y
después se encaman con vos. Al final me dormí y apolillé hasta las dos de la
tarde.
A las dos entró doña Zulma.
—Levantate, che —gritó—. ¿A qué hora vas a almorzar?
Mirá, te lo cuento todo de un saque porque yo,
primero medio dormido, no entendía qué me preguntaba y no le contestaba nada, y
después, cuando empecé a darme cuenta, me agarró tal desesperación que casi me
vuelvo loco.
—Oíme, ¿no fue a verte un señor, anoche, en la
whisquería? ¿Uno alto, rubio, muy buen mozo? Porque anoche, apenas te fuiste,
vino por aquí y preguntó por vos. Le dije que no estabas, que habías salido.
Quiso averiguar algo más pero yo, imagínate, como no sabía quién era no quería
decirle, nada, porque pensé quién sabe quién es éste y seguro que aquel
atorrante hizo alguna de las suyas. Pero cuando me mostró el sobre con la carta
y reconocí la letra de tu pobre madre cambió la cosa. Sí, nunca te dije nada
porque Rosina me pidió que no te dijera nada. Pero ahora te lo digo. Resulta
que el día antes de morir Rosina me dio un sobre cerrado con una carta adentro,
para que yo la pusiera en el buzón después que ella se muriese. Pero Rosina, le
dije yo, qué se va a morir usted. Se lo dije para consolarla, porque yo sabía
que no iba a durar más de veinticuatro horas. Y ella también lo sabía,
pobrecita. Bueno, así fue. Dos o tres días después que la enterramos puse el
sobre en el correo. Iba dirigido a un tal Gonzalo de no sé cuántos, dos
apellidos de lo más copetudos, y la dirección era una estancia en Córdoba.
Rosina me había pedido que no te dijera nada, porque si la carta no daba
resultado vos no tenías que enterarte, pero por lo visto dio y por eso te lo
digo. Así que cuando el señor me mostró el sobre con la carta me di cuenta de
que él era el tal Gonzalo de la estancia en Córdoba y entonces le conté todo.
Estuvo como una hora preguntándome de Rosina y de vos, sobre todo de vos.
Quería saber cómo eras, qué hacías, qué no hacías. Yo le dije que antes
estudiadas, pero ahora, con la muerte de la finada, habías tenido que ponerte a
trabajar, eso sí, de mozo, y en un lugar que francamente a mí no me gustaba
nada. Me dijo que iba para allá, a conocerte. ¿No fue? Preferirá encontrarse
con vos aquí. Y hace bien, porque ese bar, m’hijito, que querés que te diga.
Andá, levantate y vestite, que a lo mejor de un momento a otro cae por aquí y
no está bien que lo hagas esperar. Porque se ve que es un señor, y qué auto
tiene, che, de lo más lujoso. No habrá venido expresamente de Córdoba para
darte el pésame. Yo no sé nada, pero por algo Rosina te puso el mismo nombre
que él. Pobre Rosina, siempre tan orgullosa. Nunca se lo habrá dicho, pero
cuando supo que te quedarías solo en el mundo le mandó la carta. Andá,
levantate y vestite, que éste puede ser tu gran día.
En eso sonó el timbre.
—¿Qué te dije? ¿A que es él?
Era la cana. Me habían localizado por la carta de la
vieja que le encontraron en un bolsillo. Todavía no sospechaban de mí. Venían a
averiguar, nada más. Pero yo en seguida confesé todo.
Excelente cuento. Lo que se espera de semejante autor.
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