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domingo, 6 de noviembre de 2016

Extractos de Rosaura a las diez de Marco Denevi





Capitulo 3 Conversaciones con el asesino


Dialogo donde Camilo  Canegato le explica al Inspector Baigorri su teoria sobre los sueños


"―Ah, sí. Una mínima intervención de la voluntad lo convertiría en asesino. La voluntad,
ausente. Usted sabe lo que hace. El gesto, inconsciente. Como cuando usted, dormido, se espanta una mosca de la cara o suspira y se da vuelta. Comprendido. Pero a usted le resultaría difícil probar todo eso.
―¿A mí? ¿Por qué, a mí?
—Porque usted es un hombre de acción. El que durante la vigilia se dedica a la acción, de noche no sueña. Si un día usted hace algún trabajo físico intenso, a la noche duerme como un tronco. De ahí, saque la ley general. Se sueña de noche cuando de día no se realizan los actos que deberían realizarse. El sueño es la contrapartida de la acción. El sueño nocturno es como la polución nocturna. El sueño es actividad transformada, convertida en humo, liberada, desahogada. No, usted soñará poco. Pero yo sí, yo sí sueño. Mi cerebro es una hornalla de sueños. Y todo, ¿sabe por qué? Porque de día vivo inhibido, vivo trabado. Porque no tengo carácter, como dice la señora Milagros.
Desde niño he soñado siempre, he soñado mucho. De niño soñaba unos sueños absurdos, unas pesadillas que me hacían despertar de terror, y despierto y todo seguía gimiendo y sollozando en la cama, hasta que venía mi padre, encendía la luz, y con una sola mirada de sus ojos me levantaba al día frío y lúcido donde reinaba su cólera. Ya de grande, los sueños continuaron poblando mis noches. Dormir y soñar es para mí una misma cosa. Ni una hebra, ni una hilacha de sombra que no esté cargada de rostros, que no vocifere, que no se transforme en calles, en multitudes, en grandes edificios, en salones inmensos, en jardines o en selvas. Apenas me duermo, apenas mi pobre cerebro queda libre, brotan incesantemente los sueños, uno tras otro, sin una pausa, como si mi cabeza fuese una carroña sepultada en la tierra y que hiciera nacer gusanos y yerbajos. Y despertar, despertar es para mí como subir desde el fondo del mar, como elevarme lentamente desde un abismo oceánico hasta la superficie, como ascender cubierto de líquenes, chorreando verdores, esponjado de viscosidad. Y no, no, no me despierto del todo y de golpe. Mi cerebro parece un algodón embebecido, desflecado, que tarda en hacerse otra vez compacto. Por un rato largo, todavía, los sueños siguen macerándolo. Digo que estoy despierto, pero sueño. Los sueños continúan pareciéndome realidad. Los rostros que soñé, las cosas que soñé, están aún allí, vivos, vivos, y me rodean. No duermo ya, he recobrado la conciencia, mis nervios tendrían que haberse apoderado ya de mi cerebro, y sin embargo, ¿por qué, por qué mi cerebro sigue destilando sus sueños, por qué los sueños no se me borran, por qué se infiltran en mi conciencia y toman el sitio de la realidad?
»Porque usted podrá soñar la pesadilla más horripilante, que lo hará sufrir y llorar en el sueño, pero le basta despertar para que, no sólo el sueño, sino también el horror que le provocaba el sueño desaparezcan. Despertar es para usted pasar casi instantáneamente a un mundo claro, fuerte, luminoso, feliz, donde los sueños son desconocidos, o sólo son como el recuerdo de algo que ya le es ajeno. Pero para mí no, para mí no. El dolor, o la voluptuosidad, o la tortura de mi sueño siguen vivos, en mí, siguen presentes, aun después del sueño, y en medio de la realidad diurna, en medio de la realidad de la vigilia me hallo de pronto con aquella tortura, con aquella voluptuosidad, con aquel dolor, tan reales como en el sueño, me los encuentro allí, intactos, como un alga, o una planta negra, como una medusa que permanece viva, que triunfa de la sequedad y de la luz, que atraviesa la tierra y el día. Y entonces los dos mundos se entremezclan, en mí, como dos realidades distintas, distintas, pero igualmente poderosas.
Soñar, vivir, ¿dónde está la diferencia? Yo no percibo la diferencia. Para mí es todo lo mismo. Soñar una muerte es vivir esa muerte. Soñar un goce es vivir ese goce. Los sueños deben de imprimir en mi cerebro tantas impresiones, tantas y tan profundas, que lo cubrirán todo, lo dejarán todo maculado con sus improntas, y por eso la realidad, después, ya no encontrará sitio, ya no podrá sino añadir una sobreimpresión que al cerebro le parecerá un nuevo sueño. Sí, sí. Digo bien, un nuevo sueño. Otro sueño."


Dialogo donde Camilo explica sus razones al mentado inspector Baigorri y las relaciona con la tragedia de Paolo y Francesca inmortalizada por el Dante



—¿Alguna vez ha observado usted a las gallinas?
—¿A las gallinas? Le confieso que no. Vivo en un décimo piso, y allí no tengo gallinas.
—Hay a lo mejor en el gallinero un trozo de comida, pudriéndose en el barro. Ninguna lo recoge. Pero basta que una empiece a picotearlo, para que todas se lo disputen y corran por el gallinero quitándose unas a otras el pedazo de bazofia, y hasta son capaces de pelearse por él y de ensangrentarse las crestas. Sí, señor. Sí, señor. Usted lo ha adivinado. La fábula de Rosaura tuvo un fin. Quise que una primera mujer picoteara en mi bazofia, porque yo sabía que en seguida se despertaría el interés de las demás, y como esa primera mujer no podía ser de carne y hueso, como una mujer de carne y hueso no aparecía, la inventé. La inventé para quebrar la ley de la indiferencia.
Ah, sí, señor. Algunos se quejan del odio. Pero ésos ignoran que la indiferencia es más terrible que el odio. Porque el odio es como un fuego que quiere destruir, pero quiere destruir a quien considera alguien. El mismo hecho de que quiera destruirlo le hace al menos la justicia de reconocerle un valor. Pero la indiferencia no. La indiferencia es un hielo, un hielo que, mientras lo momifica, le perdona la vida, se la perdona nada más que para eso, para que usted se sienta momia, se sepa momia, en el frío y en la oscuridad de un sarcófago. La indiferencia lo convierte a usted en un cero, en esa nada de la serie aritmética, que no suma, ni resta, ni multiplica, ni divide, que no agrega ni quita y está fuera de todas las operaciones. Porque uno preferiría a veces ser un número negativo, que restase siempre, no importa, pero que, temido u odiado, entrara en los cálculos.
Ah, sí, señor, sí señor. Yo era para ellas esa nada, ese cero. No, yo no era para ellas el tío solterón. No, peor todavía. Yo era el ayo sin sexo y sin instintos, delante del cual podían hablar de sí mismas y de los hombres como si estuviesen solas. Sí, a mí podían mostrarme un rostro sin afeites, un rostro de entrecasa, y en mi presencia podían cruzar despreocupadamente las piernas, porque yo no iba a espiarles el muslo. Y si hubieran sorprendido en mí una mirada de hombre, se hubiesen enfurecido terriblemente, como de una inmoralidad, o tal vez se habrían reído a carcajadas, como de la cosa más comiquísima, como de un bar automático que, al introducir la moneda, soltase piropos en lugar de sandwiches de jamón y queso. ¿Y por qué? ¿Por qué en mí parecía vil o ridículo lo que en otro era su orgullo o su fuerza?
Un día las oí hablar de mí, cuando ya andaban con la curiosidad picada por las cartas de Rosaura. “Camilo no piensa en esas cosas”, decían. “Camilo no esté hecho para esas cosas”. Pero yo no pienso en mis uñas, y mis uñas igual crecen. ¿Qué es lo que de mí no estaba hecho para esas cosas? La arquitectura de mi materia física. Pero de arquitectura conoce sólo el arquitecto, no el edificio. El edificio no siente su arquitectura. Siente su piedra, su mármol o su adobe. Y yo me sentía mi carne y mi sangre. Yo vivía mi carne y mi sangre. Pero unos a otros nos aprehendemos por la forma y pensamos estúpidamente que la forma es siempre el signo fiel de la sustancia. ¿Y cuando no lo es? ¿Cuando la forma expresa lo contrario de lo que es la sustancia? ¿Cuando la forma traiciona a la sustancia? ¿Quién mitiga ese error? El jorobado y el enano que la gente ve pasar a su lado tal vez sean más infelices que lo que la gente cree, porque la gente cree que el ser del enano y del jorobado también es enano y jorobado. Y quizá no, quizá no. Quizá el ser del contrahecho sea el mismo ser del hermoso, pero pretendemos que el contrahecho viva según su forma. Ahí está la tragedia, porque la forma no se vive, la forma se percibe, y se percibe desde fuera. Lo que cada uno vive es su sustancia.
Pero ¿quién convence a Francesca? Je, je, ¿quién convence a Francesca de que el amor de Giovanni tal vez sea superior al amor de Paolo? No, no. Para Francesca son los ojos luminosos de Paolo, es la voz dulce de Paolo, es la belleza de Paolo lo que hace luminoso y dulce y bello el amor de Paolo. Y es la joroba de Giovanni la que envilece el amor de Giovanni. Y todos aprobamos el juicio de Francesca. Y toda nuestra simpatía y nuestro perdón son para Paolo. Cuando Dante lo encuentra con Francesca en el Infierno, desfallece de piedad por ambos, y quisiera tenderles una mano y arrebatarlos del fuego que los devora, y todos querríamos lo mismo. Pero si hallásemos a Giovanni, lo maldeciríamos, llamándolo Caín, o nos apartaríamos de él con horror y, si pudiéramos, añadiríamos nuevos castigos a su castigo. Azufre y condenación para el asesino. El último círculo del Infierno para su figura oprobiosa. Y compasión, compasión para los adúlteros. No, que Giovanni no espere piedad de nadie. Y de Francesca menos todavía, todavía menos de Francesca. Su amor, para Francesca, es un ultraje, y su dolor, un escarnio. Y sin embargo, ¡quién sabe, quién sabe! Tal vez Giovanni amó a Francesca como no supo amarla Paolo. Tal vez su amor fue más terrible y más sublime, porque era más desesperado y porque se alzaba por encima de todo, incluso por encima de su propia vergüenza, y no estaba defendido, como el del hermano, por la belleza y la correspondencia. Tal vez, en lo alto de su torre, el pobre Giovanni haya sollozado mucho por Francesca, y cada lágrima suya contuviese más amor a Francesca que todo el amor de Paolo. Pero,¿quién quiere saber lo que ocurre en la torre? ¿A quién interesa el corazón de Giovanni? Es su joroba, y no su corazón la que sale a escena. El que tiene esa joroba, ¿ha de tener también corazón? No, no, la joroba nos absuelve de considerar el corazón. La joroba de Giovanni lo obliga a ser sólo la sombra siniestra que espía a los amantes, mientras ellos, ennoblecidos de belleza, adornados de juventud, juntas las frentes, entrelazadas las manos, leen el libro de Lanzarote. Su fealdad, la fealdad de Giovanni, es un telón de fondo, todo negro, todo negro, sin rostro, sin nombre, sin fisonomía, hecho únicamente para que destaque más puro, más pálido, más bello el perfil de Paolo y de Francesca.
Y nosotros sólo vemos a Paolo y a Francesca. Sólo ellos dos tienen corazón, y sólo por ellos dos late nuestro propio corazón. Los dos son jóvenes y hermosos y, por tanto, poseen todas las excelsitudes. Que nadie sospeche que Paolo pueda ser un lindo pisaverde, hábil para el falaz galanteo, pero necio y presumido, ni que Francesca sea una holgazana sensual. No, no, que nadie cometa ese sacrilegio. Paolo y Francesca son jóvenes y hermosos. Entonces, basta. Todas las disculpas para ellos, todas las complicidades, todos los perdones. Una luna a la ventana, vino dulce en una jarra, perfumes de Bizancio en un pebetero. La alcoba de Francesca a media luz. Y Paolo en la alcoba de Francesca. ¿Por qué Giovanni no se quedó en su torre? ¿Por qué no se encerró allá arriba, entre sus infolios y sus probetas? ¿Por qué, él, que era jorobado, quiso también ser hombre, marido, caballero, y sentir amor, y tener dignidad y honor? Y desciende, desciende de su torre, por la escalera de piedra, desciende siempre, sin ruido, lentamente, hacia la alcoba de los amantes. Su boca tiembla, pero es una boca tan horrible la suya, es un belfo tan repugnante, que su temblor es el temblor del pérfido y del monstruo. Abajo, en la alcoba de Francesca, también la boca de Paolo tiembla, pero los labios de Paolo son como dos pétalos de rosa y embriagan a Francesca. La mirada de Giovanni, mientras desciende, brilla, pero sus ojos son pequeños y miopes, y enturbian su brillo, y hacen que ese brillo sea un fulgor malvado. En la alcoba de Francesca, los ojos de Paolo brillan, también, pero los ojos de Paolo son dos diamantes puros, dos joyas cálidas, y Francesca queda deslumbrada. Giovanni habla solo, pero sus palabras son torpes, su voz es áspera, y un hilo de baba le cae de entre los labios. Abajo, Paolo habla a Francesca, y sus palabras suenan como una música triste, y Francesca cierra los ojos, en un éxtasis.
Hasta que Giovanni llega a la cámara de Francesca y levanta el puñal. Y mientras Paolo posee a Francesca, Giovanni mata a Francesca. Cada cual a su juego. Y nosotros al nuestro. Piedad para los adúlteros y condenación para el asesino.






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