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Libros y poemas del autor

martes, 3 de noviembre de 2015

Ted Hughes ( 1930, Mytholmroyd, Reino Unido , Londres 1998)

Capturar animales  
Hay varias formas de capturar animales y pájaros y peces. Pasé gran parte de mi tiempo, cuando tenía quince años o más, probando varias de estas formas y cuando mi entusiasmo comenzó a declinar, como gradualmente lo hizo, empecé a escribir poemas.
Se podría llegar a pensar que estos dos intereses, capturar animales y escribir poemas, no tienen mucho en común. Pero cuanto más lo pienso más seguro estoy de que esos dos intereses han sido uno solo. De niño perseguía ratones en los días de trilla y los atrapaba debajo de los fardos y los ponía en mi abrigo hasta tener treinta o cuarenta arrastrándose dentro del forro de mi chaqueta; esto y mi actual persecución de poemas me parecen diferentes etapas de una misma fiebre. Pienso en los poemas como un cierto tipo de animal. Tienen su vida propia, como los animales; es decir, parecen estar separados de cualquier persona, incluso de sus autores, no se les puede adherir ni arrancar nada sin mutilarlos o incluso matarlos. Poseen cierta sabiduría. Saben algo importante… algo que despierta nuestra curiosidad. Tal vez mi preocupación no ha sido exactamente la de capturar animales o poemas, sino antes que nada cosas que posean una vida propia, fuera e independiente de la mía. De cualquier modo, mi interés por los animales estuvo presente desde el comienzo. Mi memoria viaja hasta cuando tenía tres años y por ese entonces tenía un montón de juguetes de animales de molde que se podían comprar en tiendas que estaban justo alrededor de nuestro último piso, de nariz a cola, con un reborde.
Disfrutaba modelando y dibujando, así que cuando descubrí la plastilina mi zoológico se volvió infinito, y cuando una tía me trajo un libro de animales para mi cuarto cumpleaños, voluminoso de portadas verdes, comencé a dibujar las brillantes fotografías. Los animales se veían bien en las fotografías, pero se veían incluso mejores en mis dibujos, y además eran míos. Puedo recordar el vívido entusiasmo con el cual solía sentarme a mirar fijamente mis dibujos, y hoy en día siento algo muy parecido frente a los poemas.
Mi zoológico no era un asunto a puertas cerradas. En ese entonces vivíamos en un valle en los Pennines en West Yorkshire. Mi hermano, quien tenía mucho más que ver con mi pasión que cualquier otra persona, era un poco mayor que yo y su máximo interés en la vida era arrastrarse por las colinas con un rifle. Él me llevaba como su perro de caza y yo tenía que gatear dentro de todo tipo de lugares recogiendo urracas y búhos y conejos y comadrejas y ratas y zarapitos a los que les disparaba. No podía abatir suficientes para mí. Al mismo tiempo yo salía a pescar diariamente al canal, con una larga malla sostenida por un alambre que hacía las veces de red.
Todo eso fue sólo el comienzo. Cuando tenía ocho años, nos mudamos a una ciudad industrial en South Yorkshire. Nuestro gato subía las escaleras y se echaba abatido en mi cama por semanas, hasta tal punto odiaba ese lugar; y por esa misma razón mi hermano dejó la casa y se hizo guardabosques. Pero en cierta forma ese cambio de casa fue una de las mejores cosas que me pudieron haber pasado. Pronto descubrí una granja cercana al campo que suplía todas mis necesidades, y luego una finca privada con bosques y un lago.
Mis amigos eran chicos de la ciudad, hijos de mineros del carbón o de empleados ferroviarios y yo llevaba con ellos una misma forma de vida, pero al mismo tiempo llevaba otra independiente en el campo. Nunca mezclé las dos formas de vida. Aún conservo algunos diarios que escribí en aquellos años: registraba nada más que mis capturas.
Por último, como he dicho, cerca de los quince mi vida se fue complicando y mi actitud hacia los animales cambió. Me acusé a mí mismo por haber perturbado sus vidas. Comencé a mirarlos desde otro punto de vista.
En esa época empecé a escribir poemas. No poemas de animales. Pasaron varios años para lo que se podría llamar “poemas de animales”, y mucho tiempo más para que me diera cuenta de que mi escritura de poemas debía ser una continuación de mis primeras persecuciones. Ahora no tengo ninguna duda de eso. Esa particular forma de goce, esa leve fascinación y esa especie de concentración involuntaria con la cual uno empieza a percibir la aparición de un nuevo poema en mente, luego el boceto, la forma y el color, y luego la versión final, la singularidad de su vívida realidad en medio de la rutina, todo eso me es demasiado familiar como para equivocarme. Esto es una cacería y el poema una nueva criatura, un nuevo espécimen vivo.
Hasta aquí he contado brevemente los orígenes y el nacimiento de mi interés por escribir poesía. Lo he simplificado, pero en definitiva ésta es la historia. Algunas partes habrán parecido un poco oscuras. ¿Cómo puede un poema, por ejemplo, acerca de caminar bajo la lluvia, ser como un animal? Bueno, tal vez no se parece mucho a una jirafa, a un emú o a un pulpo o a nada que se pueda encontrar en un zoológico. Es mejor decir que es un ensamble de partes vivas movidas por un solo espíritu. Las partes vivas son las palabras, las imágenes, los ritmos. El espíritu es la vida que los habita cuando trabajan todas juntas. Es imposible decir cuál viene primero, si las partes o el espíritu. Pero si alguna parte está muerta, si cualquiera de las palabras o imágenes o ritmos no cobra vida al ser leída, entonces la criatura va a estar lisiada y el espíritu enfermo. Por eso, como poeta, uno debe asegurarse de que todas esas partes sobre las que uno tiene control, las palabras, los ritmos y las imágenes, estén vivas. Ahí es donde las cosas se ponen difíciles. No obstante, las reglas para comenzar son bastante simples. Las palabras que están vivas son aquellas en las que podemos oír exactamente lo que nombran, como “chasquido” o “carcajada”; o las que podemos ver, como “moteado” o “venoso”; o las que podemos saborear, como “vinagre” o “azúcar”; o tocar, como “espina” o “aceitoso”; u oler, como “alquitrán” o “cebolla”: palabras que pertenecen directamente a uno de los cinco sentidos. O palabras que actúan o parecen usar sus músculos, como “latigazo” o “balanza”.
Pero inmediatamente las cosas se complican. “Chasquido” no solo da un sonido, da también una sensación de que algo puntiagudo se mueve sobre la lengua al decirla. También da la sensación de algo liviano o frágil, como una rama al quebrarse. Las cosas pesadas no chasquean, tampoco las blandas y flexibles. Del mismo modo, “alquitrán” no es sólo una palabra olorosa; también es pegajosa al tacto, con una pegajosidad espesa y asfixiante; y también se mueve, en estado líquido, como una serpiente negra, con un brillo oscuro. Y así sucede con la mayoría de las palabras. Pertenecen a varios sentidos al mismo tiempo, como si cada una tuviera ojos, orejas, lengua o dedos y todo un cuerpo con el que moverse. Hay un pequeño duende dentro de cada palabra, que es su vida y su poesía, y a este duende el poeta debe mantenerlo bajo control.
Se dirá que esto es inútil, desesperanzador ¿Cómo controlar todo eso? ¿Cuándo se vierten las palabras, cómo se puede estar seguro de que alguna de las acepciones de la palabra “plumas” no se pegoteará con alguna de las acepciones de la palabra “miel” un poco más allá? Esto es lo que pasa en la mala poesía, las palabras se matan entre ellas. Afortunadamente, no tenemos que preocuparnos por ello mientras tengamos en cuenta una cosa muy importante.
Y esa cosa muy importante es la siguiente: imaginar lo que se escribe. Verlo y vivirlo. No se trata de pensar obsesivamente como si se estuviera haciendo aritmética mental. Hay que observar, tocar, oler, meterse adentro. Si uno hace esto las palabras se protegerán entre ellas, como una especie de magia. Si se hace así no habrá que preocuparse por las comas, los puntos aparte y esas cosas. Hay que mantener los ojos, los oídos, la nariz, el gusto, el tacto, todo el ser vuelto hacia las palabras. Apenas uno siente miedo y se desenfoca para empezar a preocuparse por las palabras, enseguida esa preocupación se filtra en las palabras y se empiezan a matar unas a otras. De modo que hay que avanzar lo más que se pueda, luego retroceder y mirar lo que se ha escrito. Tras un poco de práctica, y luego de decirse a uno mismo varias veces que no hay que preocuparse por cómo otras personas han escrito sobre el mismo tema, y que ésta es la manera en que uno cree que puede lograrlo, y luego de decirse a uno mismo que se animará a usar cualquier palabra por antigua que sea si resulta buena al momento de escribirla en el papel, uno llega a sorprenderse de sí mismo. Uno vuelve a leer lo que se ha escrito y siente un impacto tremendo. Se ha capturado un espíritu, una criatura.
Después de decir todo esto, es justo que dé algunos ejemplos y muestre algunos de mis más recientes especímenes.
Un animal que es muy difícil mantener con vida es el zorro. Siempre se frustraron mis intentos: dos veces por culpa de un granjero que mató unos cachorros que yo había atrapado; y otra vez por un cuidador de un gallinero que soltó mi cachorro mientras su perro lo acechaba. Años después de esos eventos estaba sentado una noche de nieve en un triste hostal en Londres. No había escrito nada por casi un año, pero esa noche tuve una idea y necesité escribirla y escribí en unos minutos el siguiente poema: el primer poema sobre animales que hice. Aquí esta:

El pensamiento-zorro 
Imagino este momento del bosque a medianoche:
algo más está vivo
junto a la soledad del reloj
y esta página en blanco que mis dedos recorren. 
A través de la ventana no se ve ninguna estrella:
algo más cercano,
aunque profundamente dentro de lo oscuro,
está entrando en la soledad: 
frío y delicado, como nieve negra,
el hocico del zorro roza una rama, una hoja;
y dos ojos dirigen el movimiento que ahora
y nuevamente ahora, y ahora, ahora 
deja nítidas huellas en la nieve
entre los árboles; con sigilo una delgada
sombra pasa junto a un tocón; y en la cavidad
de un cuerpo que se atreve 
a atravesar los claros, un ojo,
un abierto y profundo verdor,
brillante, concentradamente,
se ocupa de lo suyo. 
Hasta que con un repentino, afilado y caliente olor a zorro
entra al oscuro agujero de la cabeza.
Sigue aún sin estrellas la ventana; suena el tictac del reloj,
está impresa la página. [2]

Este poema no posee lo que podríamos llamar un sentido obvio. Es acerca de un zorro, claro, pero un zorro que es zorro y al mismo tiempo no lo es. Qué clase de zorro es aquel que puede pararse justo dentro de mi cabeza donde presuntamente aún está sentado, sonriendo para sí cuando los perros ladran. Es un zorro de verdad; cuando leo el poema lo veo moverse, lo veo dejar sus huellas, veo su sombra pasar sobre la irregular superficie de nieve. Las palabras me mostraron todo esto, acercándomelo más y más. Es real para mí. Las palabras han hecho un cuerpo para él y le han dado un espacio sobre el cual caminar.
Si hubiera encontrado palabras más vigorosas aún al momento de escribir el poema, palabras que pudieran darme una impresión más vívida de sus movimientos, el alzarse y estirarse de sus orejas, el leve temblor de su lengua colgando y su respiración creando pequeñas nubecitas, sus dientes descubiertos al frío, los trozos de nieve cayendo de sus patas al momento de levantar cada una a su turno; si hubiera encontrado las palabras para todo esto, el zorro probablemente sería más real para mí ahora de lo que lo es en este poema. Aun así, en el poema el zorro está presente. Si no hubiera capturado al verdadero zorro en palabras no habría guardado el poema. Lo habría tirado al basurero como he tirado un montón de otras piezas de cacería en donde no conseguí lo que buscaba. Por ahora, cada vez que leo el poema, así como está, el zorro viene otra vez desde la oscuridad y entra en mi cabeza. Y puedo esperar que mucho después de que yo muera, mientras alguna copia del poema exista, cada vez que alguien lo lea, el zorro se seguirá levantando en la oscuridad para avanzar hacia él.

Traducido por Diego Alfaro Palma y Alejandro Crotto publicado en la revista Hablar de Poesia numero 31

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