Contribuciones del autor

Libros y poemas del autor

domingo, 25 de julio de 2021

Bertha Kling (1907-1978 )



Ahora
Que la habitación está vacía,
Tus formas surgen
De tu persistente humo.
Hablando
De palabras no dichas,
De pavor y alegría,
Tu mirada
En anillos de bruma que se esfuman...
***
Me apretaste
Contra ti
Y no advertiste
Que un botón de tu manga
Se enganchó en mis cabellos
Y arrancó algunos.
Cerré los ojos
De alegría y dolor,
Me mordí el labio
Y permanecí en silencio.
____________________
Trad. del yiddish al inglés, Abigail Weaver; versión del inglés al castellano, Jonio González.
____________________
Now
that the room is empty,
Your form rises
From your lingering smoke.
Telling
Of words unspoken,
Of dread and joy,
Your gaze
In dissolving rings of haze . . .
***
איצט
אַז דאָס צימער איז לער,
הױכט דײַן געשטאַלט
פֿון דײַן פֿאַרבליבענעם רױך.
דערצײלן
פֿאַרשװיגענע רײד
פֿון שרעק און פֿרײד,
דײַן הױך
אין די צעגאַנגענע רינגען פֿון רױך. . .
***
You pressed me close
to you,
and didn’t realize
That a button from your sleeve
was stuck in my hair
And tore some out.
I closed my eyes
In joy and pain,
Bit my lip,
And stayed silent.
***
האָסט מיך צוגעדריקט
צו זיך
און ניט געװוּסט,
אַז אַ קנעפּל פֿון דײַן אַרבל
האָט מײַנע האָר פֿאַרצױגן
און געריסן.
האָב איך צוגעמאַכט די אױגן,
פֿאַר פֿרײד און װײ
די ליפּן זיך געביסן,
און געשװיגן.

sábado, 24 de julio de 2021

"Everything and nothing" de Jorge Luis Borges





Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad bien podría estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar a otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras “no soy lo que soy”. La identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos. Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta. La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”.

viernes, 23 de julio de 2021

Sandro Cohen (1953-2020)

 


Laberinto


El silencio me arropa con su abrazo.

Me acaricia la cara y me da un beso.

Con el silencio escucho a todo el mundo

tan cerca y hasta el fondo, que es la fértil

nada sobre la cual construimos todo.

En el principio el verbo fue el silencio.

Emanó el cosmos de su pecho madre.

Vibraron por encima de sus ondas

los primeros tejidos de la música,

aquella cuyas cuerdas nos sostienen.

Busco, pues, el silencio en todas partes.

En el silencio escucho nuestra música.


del libro Flor de piel


Esto, en esencia, se acabó.

Esto, en esencia, se acabó.

Hace mucho empezó, lo sé,

pero desde hace rato no me siento

inmortal. Y cuando yo ya no esté,

las servilletas seguirán

en su mismo lugar sobre la mesa,

los mismos autos se estacionarán

en los mismos lugares, más o menos,

con los mismos niveles de esa angustia

tan mexicana y entrañable,

pero yo ya no los veré

desde esta mesa verde con mantel,

sentado en esta silla

de plástico innegable

que me permite estar tranquilo,

leyendo las noticias de las cuales

ya no voy a enterarme, a medio metro

de la banqueta donde se pasean

señoras con sus perros y sus hijos,

donde colocan, con cuidado, bolsas

de basura en espera del camión

que ya no tarda con su campanita

insoportable, pero yo

ya no pienso quejarme,

ni me taparé los oídos:

simple y sencillamente, no estaré.

Y es difícil hacerme

a la sólida idea de mi ausencia,

pero es palpable, tan palpable como

los pechos de una joven, o sus labios,

o su manera de pedirme

que le haga caso, ¿pero cómo,

si ya no voy a estar?

Y no he estado desde hace muchos años.

Estas palabras, que se escriben solas,

serán mi testimonio, darán fe

de que por fin lo he comprendido:

solo un poco estaremos en la tierra,

pero es de todos, como he sido todos,

y entre todos escribiremos

las palabras que urgen,

aquellas que se escapan

y que hemos dicho desde siempre.

sábado, 17 de julio de 2021

" Una historia sobre el cuerpo" de Robert Hass

 

El joven compositor, que trabajaba ese verano en una colonia de artistas, la había observado durante una semana. Ella era japonesa, pintora, tenía casi sesenta y él pensó que estaba enamorado de ella. Amaba su trabajo y su trabajo era como la forma en que ella movía su cuerpo, usaba sus manos, lo miraba a los ojos cuando daba respuestas divertidas y consideradas a las preguntas de él.

Una noche, volviendo de un concierto, llegaron hasta la puerta de su casa y ella se volvió hacia él y dijo: «Creo que te gustaría tenerme. También a mí, pero debo decirte que he sufrido una doble mastectomía». Y cómo él no entendía, aclaró: «He perdido mis dos pechos».

La radiante sensación que él había llevado consigo en su estómago y en la cavidad de su pecho ––como música–– se marchitó de pronto y él se obligó a mirarla mientras decía «Lo siento. Creo que no podría».

Volvió a su propia cabaña a través de los pinos, y a la mañana se encontró un pequeño recipiente azul en el porche. Parecía estar lleno de pétalos de rosa, pero cuando lo levantó, vio que los pétalos de rosa estaban arriba; el resto del bol ––ella las había barrido, seguramente, de los rincones de su estudio–– estaba lleno de abejas muertas.

 


Traducción: Ana María Shua.

 

viernes, 16 de julio de 2021

Eliahu Toker (Buenos Aires, 1934 - 2010)

 


Homenaje a Abraxas

Y Abraxas resultaba ser la divinidad encargada de la función simbólica de reunir en sí lo angélico y lo demoníaco.
—Herman Hesse, Demián

 

Exagero
como las pesadillas y los cuentos
para no mentir ni que me crean.

Soy la doble imagen del espejo,
judaísmo diestro: mano sonrisa y sueño;
judaísmo siniestro: ojo, cerebro y culpa.

Uno me ata a la vida, el otro a la palabra yerta;
uno me nutre, el otro me atormenta;
uno me enorgullece, el otro me avergüenza;
uno me rejuvenece, el otro me avejenta.

Soy simultáneamente la gran ciudad y la pequeña aldea;
el vuelo loco y la piedra;
la superstición, la sutileza, la aristocracia y la miseria.

Como las pesadillas y los cuentos
exagero
para no mentir ni que me crean.

viernes, 9 de julio de 2021

" El guardagujas" de Juan José Arreola




El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su valija, que nadie quiso conducir, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir. Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse, el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, y éste le dijo ansioso su pregunta:

 -Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

 -¿Lleva usted poco tiempo en este país? 

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo. 

-Se ve que usted ignora por completo lo que ocurre. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros.

 -Y señalo un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

 -Pero yo no quiero alojarme, sino salir en tren. 

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibió mejor atención.

 -¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

 -Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes. 

-Por favor...

 -Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho ya grandes casas en lo que se refiere a la publicación itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias comprenden y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado. 

-Pero ¿hay un tren que pase por esta ciudad?

 -Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo, mediante dos rayas de gis. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

 -¿Me llevará ese tren a T.? 

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente algún rumbo. ¿Qué importa, si ese rumbo no es el de T.? 

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así? 

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la ronda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

 -Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...

 -El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

 -Pero el tren que pasa por T. ¿ya se encuentra en servicio? 

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

 -¿Cómo es eso?

 -En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa se ve en el caso de tomar medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente Y un vagón cementerio. Es razón del orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero -lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles: allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido. 

-¡Santo Dios! 

-Mire usted, la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo juntos, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

 -¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras! 

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en un héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. En una ocasión, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba un puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha hacia atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza Y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atrevan a afrontar esa molestia suplementaria. 

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo! 

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por de pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, exasperados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Frecuentemente provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden mutuamente el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados Y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

 -¿Y la policía no interviene? 

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de ese servicio todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, don de los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado, que los capacita para que puedan pasar su vida en los trenes. Allí se les enseña la minera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento Y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas. 

-Pero, una vez en el tren, ¿está uno a cubierto de nuevas dificultades? 

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que usted creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuren en ellas están rellenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito. 

-Por fortuna T. no se halla muy lejos de aquí.

 -Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, bien podría darse el caso de que usted llegara a T. mañana mismo, tal corno desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se dan dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Pasa un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "'Hemos llegado a T." Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T. 

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado? 

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No converse con ninguno de los pasajeros. Podrían desilusionarlo con sus historias de viaje, hasta se daría el caso de que lo denunciaran. 

-¿Qué está usted diciendo? 

-En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel, en caso de que no le obligaran a descender en una falsa estación, perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida. 

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona. 

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales. 

-¿Y eso qué objeto tiene? 

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber a dónde van ni de dónde vienen.

 -Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes? 

-Yo, señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor-. 

-¿Y los viajeros? 

-Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lotes selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted acabar sus días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita? El viejecillo hizo un guiño, y se quedó mirando al viajero con picardía, sonriente y lleno de bondad. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, lleno de inquietud, y se Puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

 -¿Es el tren? -preguntó el forastero. El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

 -¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice usted que se llama? -¡X! -contestó el viajero. En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren. Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.


martes, 6 de julio de 2021

"La estatua de sal" de Leopoldo Lugones

 




He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:

-Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.

Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.

Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.

Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.

Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.

-He visto los cadáveres de las ciudades malditas -dijo una noche a su huésped-. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.

-Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma -dijo en voz baja Sosistrato.

-Sí, conozco el pasaje -añadió el peregrino-. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…

-Es la justicia de Dios -exclamó el solitario.

-¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? -replicó suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas-. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…

Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en persona.

El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.

Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.

Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.

Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.

Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo…

Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer… ¡esa mujer le era conocida!

Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:

-Mujer, respóndeme una sola palabra.

-Habla… pregunta…

-¿Responderás?

-Sí, habla; ¡me has salvado!

Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.

Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.

Una voz anudada de angustia, le respondió:

-Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo!

-¡Dime qué viste!

-No… no… ¡Sería el abismo!

-Yo quiero el abismo.

-Es la muerte…

-¡Dime qué viste!

-¡No puedo… no quiero!

-Yo te he salvado.

-No… no…

El sol acababa de ponerse.

-¡Habla!

La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.

-¡Por las cenizas de tus padres!…

-¡Habla!

Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.

domingo, 4 de julio de 2021

Fredric Brown en " La primera máquina del tiempo "

 


El doctor Grainger dijo solemnemente:

—Caballeros, la primera máquina del tiempo.

Sus tres amigos la contemplaron con atención.

Era una caja cuadrada de unos quince centímetros de lado con esferas y un interruptor.

—Basta con sostenerla en la mano —prosiguió el doctor Grainger—, ajustar las esferas para la fecha que se desee, oprimir el botón y ya está.

Smedley, uno de los tres amigos del doctor, tomó la caja para examinarla.

—¿De veras funciona?

—Realicé una breve prueba con ella —repuso el sabio—. La puse un día atrás y oprimí el botón. Me vi a mí mismo —mi propia espalda— saliendo de esta sala. Me causó cierta impresión, como pueden suponer.

—¿Qué hubiera sucedido si usted hubiese echado a correr hacia la puerta para propinar un buen puntapié a sí mismo?

El doctor Grainger no pudo contener una carcajada.

—Tal vez no hubiese podido hacerlo… porque eso hubiese sido alterar el pasado. Es la antigua paradoja de los viajes por el tiempo, como ustedes saben. ¿Qué pasaría si uno volviese al pasado para matar a su propio abuelo antes que este se casase con su abuela?

Smedley, con la caja en la mano, se apartó súbitamente de los otros tres reunidos. Los miró sonriendo y dijo:

—Eso es precisamente lo que voy a hacer. He ajustado el aparato para sesenta años atrás mientras ustedes charlaban.

—¡Smedley! ¡No haga eso!

El doctor Grainger se adelantó hacia él.

—Deténgase, doctor, o apretaré el botón ahora mismo. Deme tiempo para que le explique.

Grainger se detuvo.

—Yo también conozco esa paradoja. Y siempre me ha interesado porque sabía que, si alguna vez se me presentase la ocasión, asesinaría a mi abuelo sin contemplaciones. Lo odiaba. Era un matón, un individuo cruel y pendenciero, que convirtió en un verdadero infierno la vida de mi pobre abuela y de mis padres. Y ahora se ha presentado la ocasión que tanto ansiaba.

Smedley apretó el botón.

Durante una fracción de segundo todo se hizo borroso… después, Smedley se encontró en medio de un campo. Tardó poco en orientarse. Si allí era donde se construiría la casa del doctor Grainger, entonces la granja de su bisabuela no podía estar a más de un kilómetro y medio hacia el sur. Emprendió la marcha en esa dirección. Por el camino se adueñó de un madero que constituiría un buen garrote.

Cerca de la granja, encontró a un joven pelirrojo que daba de latigazos a un perro.

—¡Basta, bruto! —dijo Smedley corriendo hacia él.

—No se meta en lo que no le importa —dijo el joven, propinando un nuevo latigazo al can.

Smedley enarboló el garrote.

Sesenta años más tarde, el doctor Grainger dijo solemnemente:

—Caballeros, la primera máquina del tiempo.

Sus dos amigos la contemplaron con atención.

Caronte (un relato corto de Lord Dunsany)

 




Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario, esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Solo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

-Soy el último -dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.