La inteligencia, con la ayuda del tiempo, suele
transformar la ira, el rencor o la congoja, en humorismo. Aunque hoy nadie se
declare desprovisto del sentido del humor, los que miran con desagrado el
humorismo no son pocos. En su fuero interno, buena parte de la sociedad tiene
la convicción de que sobre ciertas cosas no se toleran bromas. A muchos, el
humorista, sobre todo el satírico, les altera el estado de ánimo. “El mundo no
es perfecto, pero prefiero que no me lo recuerden”, asegura esa gente, y
envidia a los necios “porque a ellos les está permitida la felicidad”.
Desde luego hay humoristas que fomentan la
irritación contra el humorismo. Son los de fuego graneado, de broma sobre
broma. Las mujeres tienen poca paciencia con ellos; yo también.
En mi aprendizaje –qué digo, toda la vida es
aprendizaje–, en mi juventud, arruiné algunos textos por la superposición de
las bromas. Una amiga, docta en psicoanálisis, me previno: “El humorismo
enfría. Interpone primero una distancia entre el autor y la situación y después
entre la situación y el lector”. Tal vez alguna verdad haya en esto. Para peor,
la intensidad es una de las más raras virtudes en literatura. No muy
importante, pero rara.
Italo Svevo, minutos antes de morir, pidió un
cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: “Sería el último”. No dijo
esto patéticamente, sino como la continuación de una vieja broma; una
invitación a reír como siempre de sus reiteradas resoluciones de abandonar el
tabaco. Al referir al hecho, el poeta Umberto Saba observó que el humorismo es
la más alta forma de la cortesía.
Yo acepté en el acto la explicación de Saba, pero
cuando trataba de explicarla no me mostraba muy seguro. Después de un tiempo
entendí. Un periodista amigo me había preguntado cuál era el sentido de mi
obra. Acusé el golpe, como dicen los cronistas de boxeo, y alegué que tales
aclaraciones no incumbían a un narrador; que si mis libros justificaban una
respuesta, ya la darían los críticos, bien o mal. No habré quedado del todo
satisfecho, porque esa noche, antes de dormirme, de nuevo pensé en la pregunta
del periodista y me dije que un posible sentido para mis escritos sería el de
comunicar al lector el encanto de las cosas que me inducen a querer la vida, a
sentir mucha pereza y hasta pena de que pueda llegar la hora de abandonarla
para siempre. Entonces recapacité que yo quizá no lograra comunicar ese
encanto, porque el afán de lucidez con frecuencia me lleva a descubrir el lado
absurdo de las cosas, y el afán de veracidad me impide callarlo. Mientras
analizaba todo esto comprendí que el humorismo es cortés porque el señalar
verdades recurre a la comicidad. Si muestra lo malo, mueve a risa, y cuando
alguien recuerda la amarga verdad que dijimos, sonríe porque también recuerda
cómo la echamos a la broma.
Un escritor, al que en cierta época traté
asiduamente, era muy compañero de su madre. Cuando ésta murió quedó tristísimo
y años después solía comentar cuánto extrañaba las conversaciones con ella. Sin
embargo, en el momento en que la madre murió, ese hombre tuvo una visión
cómica. Me refirió, en efecto, que a un lado y otro de la cama de su madre
aparecieron, con trajes de etiqueta, su padre y el médico de la familia, que
era un viejo amigo. Verlos ahí le conmovía, pero también le hacía gracia pensar
en cómo se habrían ingeniado para echar mano de tan solemnes sacos negros y
pantalones a rayas, y en la rapidez que tuvieron para vestirse. En ese
instante, en que se abría para él un abismo de tristeza, no pudo menos que
sonreír, porque esas dos personas tan queridas le recordaban a un tal Fregoli,
un artista de variedades de los años veinte, famoso únicamente por su velocidad
para cambiar de ropa. El escritor estaba preocupado por haber tenido esos
pensamientos en aquella hora y me preguntó si el hecho no sugería que algo muy
perverso había en él. Le contesté lo que pensaba: si uno se acostumbra a ver el
lado cómico de las cosas, lo descubre en cualquier ocasión, aun en las más
trágicas.
En tal sentido, si mis fuentes son veraces, Buster
Keaton, el actor cómico, tuvo una muerte ejemplar. Alguien, junto a su cama de
enfermo, observó: “Ya no vive”. “Para saberlo –respondió otro– hay que tocarle
los pies. La gente muere con los pies fríos.” “Juana de Arco, no”, dijo Buster
Keaton, y quedó muerto.
Desde las Cruzadas
Existe una rama del humorismo, proficuamente renovada año tras año, sobre la que no estoy informado como quisiera: la de los cuentos cómicos, las más veces políticos o pornográficos, de transmisión oral. Los hubo de Franz y Fritz, los hay de gallegos, de judíos, de argentinos... ¿El fenómeno ocurre en todos los países? ¿Desde cuándo? Si empezó en tiempos lejanos, ¿cómo eran, digamos, los cuentos de la época de las cruzadas? ¿Quiénes son los autores? (Algo sabemos: los autores no son vanidosos, no firman sus trabajos.) Como ejemplo del género recordaré el conocido cuento de la receta. Me dijeron que la versión uruguaya es así: “Mezcle bien, en porciones iguales, barro y bosta, y obtendrá un uruguayo; pero, atención: por poco que se exceda en la bosta, le sale un argentino”. En la Argentina circula el mismo cuento, pero referido a radicales y peronistas.
En una prestigiosa revista literaria leí la
reflexión, apócrifa o auténtica, de una vieja señora que se había enterado de
la teoría de Darwin. “¿Entonces descendemos del mono? Mi querida amiga, espero
que no sea verdad, pero si es verdad espero que no se sepa.” Todavía más grata
me parece la respuesta que, según refiere Baroja en sus Memorias, dio un
andaluz cuando alguien le preguntó si era Gómez o Martínez: “Es igual. La
cuestión es pasar el rato.”
Para concluir citaré palabras de un personaje de
Jane Austen: “La gente comete locuras y estupideces para divertirnos y nosotros
cometemos locuras y estupideces para divertir a la gente”. Un buen ejemplo de
humorismo y una muy buena compasiva interpretación de la historia.