Contribuciones del autor

Libros y poemas del autor

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Juan Rodolfo Wilcock (1919, Buenos Aires , 1978, Lubriano, Italia )






La flor

Ya majestuosamente la noche se despliega
sobre todas las plantas.
Oh déjame besar tus manos,
tus labios, en la sombra.
Veo una hermosa flor entre los yuyos.



El inminente

Como la lluvia sobre el agua,
el cielo gris, las nubes,
todo desciende y huye.
Entre las olas cruza un ave oscura.
Oh déjame ver en tus ojos
un dibujo con palacios de cristal, con estanques
donde flotan las plantas!
He muerto ya de amor,
no existo, soy el aire,
estoy en torno tuyo.
Oh amante! Un nombre como el viento,
el color de los árboles, una rama
sobre tu frente suspendida; el tiempo,
el tiempo que tú quieras atravesar,
la época de las flores.



Enero

III
La luna desciende de los plátanos inmóviles. Quererte
no es más que un gran silencio en las corrientes
de la noche indecisa.
Si alguien, tal vez, pasara con tu rostro,
si me preguntaran algo con tu voz,
oh indiferente!, todo
caería de pronto en el espacio,
me verían extendido alrededor de los árboles,
encerrando sus troncos como la neblina del crepúsculo,
perdido en el fondo de las barrancas;
alejado
por donde pasa la noche.


IV
De nuevo en mí,
oscureciendo mi vista, levantando nubes
de polvo sobre un río dormido,
el amor,
como una flor cálida que se abre en mi pecho.
De nuevo solo, con una rama en la mano,
y envuelto por los círculos de un viento que se lleva el mundo
arrastrado, deshecho en pedazos grises.

Esperando, midiendo el curso de las estrellas,
cantando como si no tuviera un cuerpo
ni un nombre; desaparecido.




Del libro " Los Hermosos dias"

lunes, 27 de noviembre de 2017

Ricardo Güiraldes ( 1886, Buenos Aires ;1927, París )


  de Don Segundo Sombra...



Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro callejón, me detuve en «La Blanqueada». Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre, y de pie, frente a él, el tape Burgos concluía una caña.
 —Güenas tardes, señores.
 —Güenas —respondió apenas Burgos
 —¿Qué traís? —inquirió el patrón.
—Ahí tiene, Don Pedro
 —dije mostrando mi sarta de bagrecitos.
—Muy bien. ¿Querés un pedazo de mazacote?
—No, Don Pedro.
—¿Unos paquetes de La Popular?
—No, Don Pedro… ¿Se acuerda de la última platita que me dio?
 —Sí. —Era redonda.
 —Y la has hecho correr.
 —Ahá.
—Güeno… ahí tenés
 —concluyó el hombre, haciendo sonar sobre el mostrador unas monedas de níquel.
—¿Vah‟a pagar la copa?
 —sonrió el tape Burgos.
—En la pulpería‟e Las Ganas
—respondí contando mi capital.
 —¿Hay algo nuevo en el pueblo?
—preguntó Don Pedro, a quien solía yo servir de noticiero.
—Sí, señor… Un pajuerano.
—¿Ande lo has visto?
—Lo topé en una encrucijada, volviendo‟el río.
—¿Y no sabés quién es?
 —Sé que no es de aquí… No hay ningún hombre tan grande en el pueblo. Don Pedro frunció las cejas como si se concentrara en un recuerdo.
—Decime… ¿es muy moreno?
—Me pareció… sí, señor… y muy juerte. Como hablando de algo extraordinario el pulpero murmuró para sí:
—Quién sabe si no es Don Segundo Sombra.
—Él es —dije, sin saber por qué, sintiendo la misma emoción que, al anochecer, me había mantenido inmóvil ante la estampa significativa de aquel gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte.
—¿Lo conocés vos?
—preguntó Don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de mi exclamación.
 —De mentas no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan. ¿Quiere darme otra caña? —¡Hum!
 —prosiguió Don Pedro
—, yo lo he visto más de una vez. Sabía venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. Él es de San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía. —Carnearía un ajeno.
 —Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano. El tape Burgos quedó impávido mirando su copa. Un gesto de disgusto se arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre valiente menoscabara la suya de cuchillero. Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de Don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.
 —Güenas tardes —dijo la voz aguda, fácil de reconocer.
 —¿Cómo le va, Don Pedro? —Bien, ¿y usté, Don Segundo?


—Viviendo sin demasiadas penas, graciah‟a Dios. Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo. El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas. Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para contener el pie carnudo. Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias.
—… en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera recomendar, porque él tenía muchos animales que atender. Yo le hablé del Mosco Pereira, pero si a usted le conviene…
—Me está pareciendo que sí.
 —Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a hacer encargos. Él sabe pasar por acá.
—Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia.
—Arreglao. ¿No quiere servirse de algo?
—Güeno —dijo Don Segundo, sentándose en una mesa cercana
—, eche una sangría y gracias por el convite. Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar. El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo:
—Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien grandote. Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a Don Segundo.
 —Parecen malos —agregó—, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué malos han de ser si no son más que negros! Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se apoderaba de él. De los cuatro presentes sólo Don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio.
 —Un barroso grandote —repitió el borracho—, un barroso grandote… ¡ahá!, aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos… En San Pedro cuentan que hay muchos d‟esos ochos; por eso dice el refrán: San Pedrino el que no es mulato es chino. Dos veces oímos repetir el versito por una voz cada vez más pastosa y burlona. Don Segundo levantó el rostro y como si recién se apercibiera de que a él se dirigían los decires del tape Burgos comentó tranquilo:
—Vea, amigo… vi‟a tener que creer que me está provocando. Tan insólita exclamación, acompañada de una mueca de sorpresa, nos hizo sonreír a pesar del mal cariz que tomaba el diálogo. El borracho mismo se sintió un tanto desconcertado, pero volvió a su aplomo, diciendo:
 —¿Ahá? Yo craiba que estaba hablando con sordos.
—¡Qué han de ser sordos los bares con tanta oreja! Yo, eso sí, soy un hombre muy ocupao y por eso no lo puedo atender ahora. Cuando me quiera peliar, avíseme siquiera con unos tres días de anticipación. No pudimos contener la risa, malgrado el asombro que nos causaba esa tranquilidad que llegaba a la inconsciencia. De golpe el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el «tapao», el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante. El tape Burgos pagó sus cañas, murmurando amenazas. Tras él corrí hasta la puerta, notando que quedaba agazapado entre las sombras. Don Segundo se preparó para salir a su vez y se despidió de Don Pedro, cuya palidez delataba sus aprehensiones. Temiendo que el matón asesinara al hombre que tenía ya toda mi simpatía, hice como si hablara al patrón para advertir a Don Segundo: —Cuídese. Luego me senté en el umbral, esperando, con el corazón que se me salía por la boca, el fin de la inevitable pelea. Don Segundo se detuvo un momento en la puerta, mirando a diferentes partes. Comprendí que estaba habituando sus ojos a lo más oscuro, para no ser sorprendido. Después se dirigió hacia su caballo caminando junto a la pared. El tape Burgos salió de entre la sombra y creyendo asegurar a su hombre, tirole una puñalada firme, a partirle el corazón. Yo vi la hoja cortar la noche como un fogonazo. Don Segundo, con una rapidez inaudita, quitó el cuerpo y el facón se quebró entre los ladrillos del muro con nota de cencerro. El tape Burgos dio para atrás dos pasos y esperó de frente el encontronazo decisivo. En el puño de Don Segundo relucía la hoja triangular de una pequeña cuchilla. Pero el ataque esperado no se produjo. Don Segundo, cuya serenidad no se sabía alterado, se agachó, recogió los pedazos de acero roto y con su voz irónica dijo:
 —Tome, amigo, y hágala componer, que así tal vez no le sirva ni pa carniar borregos. Como el agresor conservara la distancia, Don Segundo guardó su cuchillita y, estirando la mano, volvió a ofrecer los retazos del facón:
—¡Agarre, amigo! Dominado el matón se acercó, baja la cabeza, en el puño bruñido y torpe la empuñadura del arma, inofensiva como una cruz rota. Don Segundo se encogió de hombros y fue hacia su redomón. El tape Burgos lo seguía. Ya a caballo, el forastero iba a irse hacia la noche; el borracho se aproximó, pareciendo por fin haber recuperado el Don de hablar
: —Oiga, paisano —dijo levantando el rostro hosco, en que sólo vivían los ojos—. Yo vi‟a hacer componer este facón pa cuando usted me necesite. En su pensamiento de matón no creía poder más, como gesto de gratitud, que el ofrecer así su vida o la de otro.
—Aura deme la mano. —¡Cómo no! —concedió Don Segundo, con la misma impasibilidad con que hoy aceptaba el reto—. Ahí tiene, amigo. Y sin más ceremonia se fue por el callejón, dejando allí al hombre que parecía como luchar con una idea demasiado grande y clara para él. Al lado de Don Segundo, que mantenía su redomón al tranco, iba yo caminando a grandes pasos.
 —¿Lo conocés a este mozo? —me preguntó terciando el poncho con amplio ademán de holgura. —Sí, señor. Lo conozco mucho. —Parece medio pavote, ¿no?

domingo, 19 de noviembre de 2017

Marc Chagall (1887, Liozna, Bielorrusia ;1985, Saint-Paul-de-Vence, Francia )







Hacia altos portales

 
Sólo es mío
el pueblo que está en mi alma.
Entro allí sin pasaporte
como en mi casa.
El sabe mi tristeza
y mi soledad.
El me depara el sueño
y me cubre con una piedra
perfumada.
 

En mí florecen jardines.
Mis flores son inventadas.
Las calles me pertenecen
pero no hay casas;
fueron desde la niñez destruidas
Sus habitantes vagan por el aire
en busca de alojamiento.
Pero viven en mi alma.


He ahí por qué sonrío
cuando mi sol apenas brilla,
o lloro
como leve lluvia en la noche.


Hubo un tiempo en que yo tenía dos cabezas.
Hubo un tiempo en que mis dos rostros
se cubrían de un vapor enamorado
y se desvanecían como el perfume de una rosa.


Hoy me parece
que aun cuando retrocedo
voy hacia adelante,
hacia un alto portal
detrás del cual se yerguen los muros
donde duermen truenos extinguidos
y relámpagos plegados.


Sólo es mío
el pueblo que está en mi alma.


traductor desconocido tomado ( aunque levemente corregido ) del blog  http://letras-uruguay.espaciolatino.com/e/chagall_marc/solo_es_mio.htm

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Richard Garnett ( 1835 Lichfield Reino Unido - 1906, Londres ) Abdalá el Adista




Abdalá el Adista

               Un anciano ermitaño llamado Sergio vivía en el desierto de Arabia,consagrado por entero a la religión y ala alquimia. Acerca de sus creencia sólo cabe decir que eran tan superiores
a las de sus vecinos como para que sellegara a considerar adepto a la secta de los yesidis o adoradores del diablo.Pero los mejor informados le sabían un monje nestoriano, que se había retirado a un paraje tan apartado por diferenciascon sus hermanos, quienes habían tratado de envenenarlo.
La acusación de yesidismo lanzada contra Sergio fue motivo de que cierto joven inquisitivo acudiera a él, deseoso de obtener algún esclarecimiento acerca de la naturaleza de los demonios.
Comprobó, empero, que Sergio no le podía ofrecer ninguna información alrespecto, si bien por el contrario disertaba tan sabia y bellamente sobre cuestiones sagradas que el intelecto de
su discípulo se iluminó y su entusiasmo se enardeció, al punto de que su mayor
anhelo fue partir con el objeto de brindar instrucción a los pueblos ignorantes que lo circundaban:
sarracenos, sabeos, zoroástricos, karmatianos, bafometitas y paulicianos, estos últimos un residuo de los antiguos maniqueos.
           —De ningún modo, mi buen muchacho —dijo Sergio—. He renunciado al envío de misioneros en
razón de la difícil prueba que soporté con mi hijo espiritual, el profeta Abdalá.
               —¿Cómo? —exclamó el joven—.¿Abdalá el Adista fue discípulo tuyo?
               —Tal como lo oyes —respondió Sergio—. Escucha su historia.
               «Nunca tuve un seguidor queprometiera en tal medida como Abdalá, ni cuando primeramente lo tuve en calidad de discípulo juzgué que fuera otra cosa que un modelo de sencillez y
de buenas intenciones juveniles. Siempre le consideré hijo mío, título que jamás volví a otorgar. Al igual que tú, se mostraba compasivo con quienes vivían en los alrededores sumidos en las
tinieblas, y ansiaba que le autorizara para salir a disiparlas
               » —Hijo mío —le dije—, no te lo impediré, pues ya no eres un niño. Has oído mis palabras sobre el tema de las persecuciones y sabes que personalmente me fue administrado veneno como consecuencia de mi ineptitud para percibir la luz sobrenatural que irradiaba del ombligo
del hermano Gregorio. Estás enterado de  que te castigarán con varas y de que te pincharán con aguijadas, de que serás encadenado y hambreado en mazmorras,de que probablemente te saquen los ojos y de que muy posiblemente te quemen con fuego. ¿No es así?
               » Estoy preparado para sobrellevar todo —respondió Abdalá, y
me abrazó para despedirse.
                 » Habían transcurrido varias lunas cuando regresó cubierto de cardenales y
cicatrices, en tanto que sus huesos asomaban a través de la piel.
                »  —¿Cuál es la causa de estos cardenales y cicatrices —le pregunté—,
y qué significa tanta flacura?
                 »—Los cardenales y cicatrices —me informó— proceden de los castigos que
me fueron administrados por orden del califa; la flacura se debe a que sus
funcionarios me privaron de comida y bebida en la mazmorra en la que fui encarcelado por voluntad suya.
                »—¡Hijo mío! —exclamé—, a los ojos de la fe y de la justa razón estos cardenales son más hermosos que el mayor caudal de belleza, y tu delgadez es como la revelación de un secreto
tesoro.
               »Y Abdalá trató de mostrarse como si compartiera mis opiniones, en lo que no fracasó totalmente. En consecuencia, le acomodé conmigo, le alimenté, le curé y por segunda vez le despaché para que se internara en el mundo.
               »Al cabo de un tiempo regresó,cubierto, como la vez anterior, de
heridas y magulladuras, pero garboso y un tanto lleno de carnes.
               »—¿A qué se debe un aspecto personal tan próspero, hijo mío? —le
interrogué.
               »—A la caridad de las esposas del califa —contestó—. Me alimentaron en secreto, pues en premio a esta buena acción le prometí a cada una de ellas que en el otro mundo tendrán siete
maridos.
               »—¿Y tú cómo lo sabes, hijo mío? —inquirí.
               »—Si he de confesar la verdad, padre —admitió—, no lo sabía; pero
supuse que resultaba probable.
               »—¡Hijo mío! ¡Por favor! —le recriminé—. Sigues un camino
peligroso. ¡Cómo te atreves a seducir a las gentes débiles e ignorantes con
promesas de lo que han de recibir en la vida futura, de la que sabes tan poco
como ellas! ¿Acaso ignoras que las inestimables bendiciones de la fe son de
una naturaleza íntima y espiritual ?¿Alguna vez me has oído prometer a un
discípulo recompensas por su esclarecimiento o sus buenas obras a
excepción de azotes, hambre e incineración?
                »—Nunca, padre —reconoció—; por lo mismo sólo has conseguido un
seguidor de tus preceptos, y éste los ha transgredido.
               »Se alejó de mí, tras una permanencia más breve que la anterior, y nuevamente partió a predicar. Después de mucho tiempo regresó en óptima salud física, pero con manifiestos
indicios de que algo se agitaba en su mente.
               »—Padre —me dijo—, tu hijo ha predicado con fidelidad y dedicación y
logró que miles de personas volvieran a la senda justa. Pero un hechicero se
interpuso diciendo: «¿Por qué habréis de seguir a Abdalá, si tal como podéis
observar no exhala fuego por la boca ni por los orificios de la nariz?» Y la gente
prestó oídos a las palabras que provenían de los labios de ese hombre cuando observó que de su nariz irrumpía una llamarada. A menos que me enseñes a hacer algo similar, con toda certeza
pereceré.
                »Le advertí a Abdalá que era mejor perecer en nombre de la verdad que
prolongar la vida con ayuda de mentiras y engaños. Pero lloró y se lamentó de
sus extremadas penurias, y por fin logró persuadirme, de modo que le enseñé a
exhalar fuego y humo por medio de una nuez hueca que contenía material
combustible. Y tomé cierta sustancia llamada jabón, casi desconocida en esta
comarca, y con ella le ungí los pies. Y cuando se encontró con el hechicero,
ambos exhalaron fuego, por lo cual la gente no sabía a quién seguir; pero
Abdalá caminó sobre nueve rejas de arado al rojo vivo, en tanto que el
hechicero no se animó a aproximarse ni a una sola, de modo que los presentes
procedieron a despedazar la cabeza de éste y se declararon discípulos de
Abdalá.
                 »Mucho tiempo transcurría hasta que Abdalá viniese a verme otra vez, en esta
ocasión con un aspecto jovial pero algoinquieto. Traía consigo una manta de
pelo de camello que al desplegarse, ¡oh sorpresa!, exhibía una multitud de
huesos.
                »—¡Venerado padre! —declaró—, tengo que comunicarte felices noticias.
Hemos encontrado los huesos del camello que perteneció al profeta Ad,
sobre los que él grabó sus revelaciones.
                »—Si es como tú dices —repliqué —, tienes a tu disposición las
enseñanzas del profeta y ya no necesitas de las mías.
                »—No te apresures, padre —me recomendó—. Si bien el mensaje fue
inicialmente grabado por el profeta sin lugar a dudas en estos mismos huesos,
en razón del deterioro que ocasiona el tiempo ha sucedido que ni una letra de
su escritura puede ser distinguida. Por lotanto, he venido para rogarte que
vuelvas a escribir sus revelaciones.
               »—¿Cómo? —exclamé—. ¿Me pides que fragüe los vaticinios del
profeta Ad? ¡Sal de mi vista!
               »—Bien sabes, padre —prosiguió —, que si tuviéramos aquí las palabras
originales del profeta Ad, de nada nos servirían, pues a causa de su antigüedad
nadie llegaría a entenderlas. En consecuencia, ya que no sé escribir, es
conveniente que tú procedas a afirmar en su nombre aquello que habría deseado comunicar si hubiese estado  hoy día en nuestra compañía. Pero si no te sientes dispuesto a ello, le rogaré al
hermano Gregorio que lo haga.
              »Cuando le oí decir que iba a recurrir a tal embustero e impostor, mi
espíritu se conturbó hasta lo más hondo y escribí con mi propia mano el Libro
de Ad. Puse atención en registrar únicamente preceptos sanos y provechosos y de manera especial
prohibí la poligamia, ya que había percibido en mi discípulo cierta inclinación en tal sentido.
               »Al cabo de muchos días regresó nuevamente, esta vez en un manifiesto
estado de terror y agitación. Además, observé que el pelo le faltaba en la parte
inferior del rostro.
               »—¡Oh, Abdalá! —requerí—, ¿dónde se halla tu barba?
               »—En manos de mi novena esposa.
               »—¡Apóstata! —le recriminé—, ¿has osado tomar más de una esposa?
¿Olvidaste lo que está escrito en el Libro de Ad?
              »—¡Padre mío bienamado! — contestó—, puesto que la profecía de Ad
es tan antigua, como tú bien lo sabes,necesariamente exigía un comentario. Esta labor estuvo a cargo de uno de mis discípulos, un joven sirio al que sospecho hijo natural de Gregorio. El muchacho no sólo sabe escribir sino que, además, registra al dictado cuanto le digo, destreza de la que tú careces,
¡oh, Sergio! En esta glosa se declara que, en virtud de que cada mujer tiene la novena parte del alma de un hombre, el profeta, al ordenar a los Adistas (como ahora nos llamamos) que tomen una sola
esposa, nos autorizó en verdad a tomar nueve; pero reconozco que sería abominable contraer nupcias por décima vez. Por lo tanto, al haberme enamorado de la más encantadora y juvenil de las
vírgenes, me veo en estos momentos en la necesidad de repudiar a una de lasesposas que había tomado. En consecuencia, cada una de ellas piensaque su turno puede llegar pronto, siacaso no en la presente ocasión, yninguna está dispuesta a consentir mipropósito en modo alguno. Este motivo
las ha impelido a maltratarme, tal comopuedes comprobar, al punto de que lasguaridas en que se refugian las bestias salvajes son en la actualidad remansos de paz en comparación con mi serrallo.
Peor aún es el hecho de que me amenazan con hacer pública una circunstancia de la que infortunadamente se han enterado, pues llegaron a saber que la revelación del bienaventurado Ad
no está escrita en absoluto en la osamenta de un camello, sino en huesos de vaca. Si ello se difunde, el texto sagrado será por consiguiente calificado de espurio, por cuanto ninguna tradición
registra que el profeta haya cabalgado en tal cuadrúpedo. Y puesto que tú,amantísimo padre, has grabado los caracteres, no puedo menos que acongojarme con el temor de que la furia
de la gente llegue a alcanzarte y de que inclusive tu vida misma quede amenazada.
                »Estos razonamientos de Abdalá tuvieron mucho peso en mi ánimo y contoda premura consentí a su petición, ya que en esta ocasión no requeriría de mí ninguna impostura, sino el mero
restablecimiento de su paz doméstica. Le acompañé, pues, a ver a sus mujeresy discurrí con ellas, por lo que convinieron en aceptar mi dictamen. Enel deseo de complacerle, aconsejé que se casara con la hermosa virgen y que se desprendiera de una de sus esposas, queera vieja, fea y dotada del humor de
Shaitan .
              »—¡Oh, padre! —exclamó Abdalá —. ¡Me has rescatado de la muerte y me has devuelto la vida! Y tú, Zarah — prosiguió—, no perderás nada, sino que saldrás notablemente beneficiada
contrayendo nupcias con el sabio y virtuoso Sergio.
             »—¡Casarme con Zarah! —grité—. ¡Yo, un monje!
             »—Ciertamente, ¿piensas privarla de un marido —declaró mi discípulo—,
sin que puedas ofrecerle otro en su lugar?
             »—Si se atreve a hacer tal cosa, loestrangulo —vociferó Zarah.
             »Lloré con amargura y rogué encarecidamente. Se convino en que
hubiera una postergación de cuarenta días, en cuyo transcurso, si alguien se
mostraba dispuesto a casarse con Zarah, se me acordaría el derecho de librarme
de ella. Prometí dar cuanto tenía a quienquiera que estuviese de acuerdo en
reemplazarme, pero nadie aceptó el ofrecimiento. La mujer fue presentada a trece delincuentes condenados a la pena capital, pero todos eligieron la muerte. En definitiva, no tuve más remedio que
casarme con ella. En verdad, ahora me consuela pensar que, si bien soy culpable por haber alentado los engaños de Abdalá o por cualquier otro motivo, mis pecados han sido purgados y nada
puede imputarme la Justicia Eterna, pues decididamente estuve confinado en Gehena hasta que ella misma fue conducida a ese lugar. Con respecto a la manera en que esto sucedió, no hagas
indagaciones demasiado minuciosas. Sin duda, el hecho de que las aguas en la fuente de Kefayat, llamada el Diamante del Desierto, se hubieran tornado en aquella ocasión impotables y
perniciosas para los seres humanos y para las bestias parece una prueba de que el cielo se había encolerizado con las atrocidades cometidas por esta mujer.
               »Mientras me hallaba en mi morada administrando los bienes de mi finada
esposa, que en su mayoría consistían en vinos y licores fuertes, Abdalá vino a
verme una vez más.
               »—¿Te has acercado —comencé—para requerirme que me haga cómplice
de alguna nueva impostura? Ten presente de manera definitiva que no lo consentiré.
             »—Todo lo contrario —respondió —. He venido hasta aquí para tranquilizarte, demostrándote que ya no volveré a necesitar de tu auxilio. Acompáñame.
             »Y lo acompañé hasta una gran llanura, donde había multitud de jinetes e infantes armados, en número mayor que el que pude contar. Y llevaban pendones en los que el nombre de
Abdalá estaba bordado en letras de oro. Y en medio había un arca de oro, con los
huesos del camello (o de la vaca) de Ad. Y junto a ésta había un enorme montón de cabezas de hombres, y los guerreros continuaban arrojando más y más en la pila, sin cesar.
            »—¿Cuántas? —preguntó Abdalá.
            »—Doce mil, bienaventurado Apóstol de dios —le respondieron—;
pero hay más que todavía deben llegar.
           »—Eres un monstruo —reconvine a Abdalá.
           »—De ningún modo, padre —me contestó—; en conjunto no superan las dieciséis mil, y todas ellas pertenecen a infieles. Además, hemos perdonado a aquellas mujeres que son bellas y
jóvenes y las hemos tomado como nuestras concubinas, según lo dispone el undécimo suplemento del Libro de Ad, recién promulgado por autoridad mía. Pero ven conmigo, pues tengo otras
cosas que mostrarte.
             »Y me llevó hasta el sitio en el que una estaca se hundía en la tierra, y a ella estaba encadenado un hombre, mientras en torno de éste se amontonaba material combustible, y muchos aguardaban con antorchas encendidas en sus manos.
              »—¡Oh, Abdalá! —exclamé—, ¿por qué una atrocidad semejante?
              »—Este hombre —replicó— es un blasfemo, que ha dicho que el Libro de
Ad está escrito en huesos de vaca.
             »—¡Pero, en efecto, está escrito en huesos de vaca! —grité.
            »—Aunque así sea —declaró—, ello hace que su herejía resulte más condenable y que su castigo tenga características más ejemplares. Si la profecía estuviese ciertamente escrita en
huesos de camellos, cada cual podría afirmar lo que le viniese en gana.
              »Sacudí el polvo de mis pies y me apresuré a regresar a mi morada. Las restantes acciones de Abdalá las conoces, y cómo cayó en su contienda con los karmatianos. Y ahora te pregunto: ¿aún tienes la intención de partir en calidad de misionero de la verdad?
              »—¡Bienaventurado Sergio! —dijo el joven—, advierto que las tentaciones son mayores de lo que suponía y que las dificultades exceden en mucho cuantoimaginé. No obstante, lo haré y confío en la gracia del cielo para que me ayude a no fracasar totalmente. —¡Ve, entonces —respondió Sergio
—, y que las bendiciones del cielo te acompañen! Retorna al cabo de diez años, si acaso todavía estoy vivo por entonces; y si puedes declarar que no has fraguado escrituras sagradas, y no
has obrado milagros, y no has perseguido infieles, y no has adulado a potentados y no has sobornado a nadie con promesas de este mundo o del otro, en tal caso prometo que te daré enrecompensa la piedra filosofal.