Illustration. Federico Abuyé
Llamóla Utopía,
voz griega cuyo
significado es
no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero
en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la
misma. Yo iba por un camino de la
llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba
en Oklahoma o en Texas o en la
región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha
ni a izquierda vi un alambrado.
Como otras veces repetí despacio estas líneas, de
Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura
interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a
caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos
metros vi la luz de una casa. Era
baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la
puerta un hombre tan alto que
casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que
esperaba a alguien. No había
cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación
con las paredes de madera. Pendía del
cielorraso una lámpara de luz
amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En
la mesa había una clepsidra, la
primera que he visto, fuera de algún grabado en acero.
El hombre me indicó una de las
sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos
entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín.
Junté mis ya lejanas memorias de
bachiller y me preparé para el diálogo.
- Por la ropa - me dijo -, veo
que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas
favorecía la diversidad de los
pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al
latín. Hay quienes temen que
vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en
papiamento, pero el riesgo no es
inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.
No dije nada y agregó:
- Si no te desagrada ver comer a
otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra
y dije que sí.
Atravesamos un corredor con
puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en
la que todo era de metal.
Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de
maíz, un racimo de uvas, una
fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y
una gran jarra de agua. Creo que
no había pan. Los rasgos de mi huésped eran
agudos y tenía algo singular en
los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no
volveré a ver. No gesticulaba al
hablar.
Me trababa la obligación del
latín, pero finalmente le dije:
- ¿No te asombra mi súbita
aparición?
- No - me replicó -, tales
visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu
casa.
La certidumbre de su voz me
bastó. Juzgué prudente presentarme:
- Soy Eudoro Acevedo. Nací en
1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido
ya setenta años. Soy profesor de
letras inglesas y americanas y escritor de cuentos
fantásticos.
- Recuerdo haber leído sin
desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los
Viajes del Capitán Lemuel
Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma
Teológica. Pero no hablemos de
hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros
puntos de partida para la
invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante
todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el
tiempo, que es sucesivo, pero
tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos
quedan algunos nombres, que el
lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles
precisiones. No hay cronología ni
historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho
que te llamas Eudoro; yo no puedo
decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
- ¿Y cómo se llamaba tu padre?
- No se llamaba.
En una de las paredes vi un
anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras
e indescifrables y trazadas a
mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto
rúnico, que, sin embargo, sólo se
empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los
hombres del porvenir no sólo eran
más altos sino más diestros. Instintivamente miré los
largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
- Ahora vas a ver algo que nunca
has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar
de la Utopía de More, impreso en Basilea en el
año 1518 y en el que faltaban
hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
- Es un libro impreso. En casa
habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
- Nadie puede leer dos mil
libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de
una media docena. Además no
importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha
sido uno de los peores males del
hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo
textos innecesarios.
- En mi curioso ayer - contesté
-, prevalecía la superstición de que entre cada tarde
y cada mañana ocurren hechos que
es una vergüenza ignorar. El planeta estaba
poblado de espectros colectivos,
el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado
Común. Casi nadie sabía la
historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más
ínfimos pormenores del último
congreso de pedagogos, la inminente ruptura de
relaciones y los mensajes que los
presidentes mandaban, elaborados por el secretario
del secretario con la prudente
imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido,
porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las
funciones, la del político era sin duda la más pública. Un
embajador o un ministro era una
suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y
ruidosos vehículos, cercado de
ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos
fotógrafos. Parece que les
hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las
imágenes y la letra impresa eran
más reales que las cosas. Sólo lo publicado era
verdadero. Esse est percipi (ser
es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de
nuestro singular concepto del
mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua;
creía que una mercadería era
buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio
fabricante. También eran
frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión
de dinero no da mayor felicidad
ni mayor quietud.
- ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay
quien adolezca de pobreza, que habrá sido
insufrible, ni de riqueza, que
habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada
cual ejerce un oficio.
- Como los rabinos - le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
- Tampoco hay ciudades. A juzgar
por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la
curiosidad de explorar, no se ha
perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre
madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo
mismo y con su soledad. Ya ha
engendrado un hijo.
- ¿Un hijo? - pregunté.
- Sí. Uno solo. No conviene
fomentar el género humano. Hay quienes piensan que
es un órgano de la divinidad para
tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad.
Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas
de un suicidio gradual o
simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a
lo nuestro.
Asentí.
- Cumplidos los cien años, el
individuo puede prescindir del amor y de la amistad.
Los males y la muerte
involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la
filosofía, las matemáticas o
juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño
el hombre de su vida, lo es
también de su muerte.
- ¿Se trata de una cita? - le
pregunté.
- Seguramente. Ya no nos quedan
más que citas. La lengua es un sistema de citas.
- ¿Y la grande aventura de mi
tiempo, los viajes espaciales? - le dije.
- Hace ya siglos que hemos
renunciado a esas traslaciones, que fueron
ciertamente admirables. Nunca
pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
- Además, todo viaje es espacial.
Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en
este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
- Así es - repliqué. También se
hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El hombre ahora me daba la
espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura
estaba blanca de silenciosa nieve
y de luna.
Me atreví a preguntar:
- ¿Todavía hay museos y
bibliotecas?
- No. Queremos olvidar el ayer,
salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni
efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las
ciencias y las artes que necesita.
- En tal caso, cada cual debe ser
su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
- ¿Qué sucedió con los gobiernos?
- Según la tradición fueron
cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras,
imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban
arrestos y pretendían imponer la
censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa
dejó de publicar sus
colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar
oficios honestos; algunos fueron
buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin
duda habrá sido más compleja que
este resumen.
Cambió de tono y dijo:
- He construido esta casa, que es
igual a todas las otras. He labrado estos muebles
y estos enseres. He trabajado el
campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán
mejor que yo. Puedo mostrarte
algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua.
Encendió una lámpara, que también pendía del
cielorraso. En un rincón vi un
arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas
rectangulares en las que
predominaban los tonos del color amarillo. No parecían
proceder de la misma mano.
- Ésta es mi obra - declaró.
Examiné las telas y me detuve
ante la más pequeña, que figuraba o sugería una
puesta de sol y que encerraba
algo infinito.
- Si te gusta puedes llevártela,
como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra
tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me
inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero
sí casi en blanco.
- Están pintadas con colores que
tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las
cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro
sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los
golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro
hombres entraron en la casa. Diríase que eran
hermanos o que los había igualado
el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
- Sabía que esta noche no
faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
- De tarde en tarde. Sigue
siempre entregado a la pintura.
- Esperemos que con mejor fortuna
que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles,
enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los
hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no
me permitía ayudarlos. Nadie
cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté
que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar,
doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una
cúpula.
- Es el crematorio - dijo alguien
-. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó
un filántropo cuyo nombre, creo,
era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me
asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras.
Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
- La nieve seguirá - anunció la
mujer.
En mi escritorio de la calle
México guardo la tela que alguien pintará, dentro de
miles de años, con materiales hoy
dispersos en el planeta.
Cuento publicado en "El libro de Arena"
Digitalizado por Hugo Vega