miércoles, 25 de julio de 2018

Paul-Jean Toulet (Pau, 1867 - Guéthary, 1920)

   




La vida , la muerte

La vida es algo menos que la imagen

     De una sombra en el muro.
Sin embargo, el emblema oscuro
      Que tu paso bosqueja,

Me encanta.  También tu risa,
       Que es disparo de un arma.
Amo hasta esas falsas lagrimas
       Donde el sol espejea.

Morir tampoco es sombra apenas.
       De noche, cuando temes,
Tu sangre se detiene:
       Tal la extraña condena.

traducción de Ricardo Herrera del libro "A la busca de la poesía perdida "




Vita , morte

La vie est plus vaine une image
    Que l’ombre sur le mur.
Pourtant l’hiéroglyphe obscur
    Qu’y trace ton passage

M’enchante, et ton rire pareil
    Au vif éclat des armes ;
Et jusqu’à ces menteuses larmes
    Qui miraient le soleil.

Mourir non plus n’est ombre vaine.
    La nuit, quand tu as peur,
N’écoute pas battre ton cœur :
    C’est une étrange peine.

Les Contrerimes (1921).


domingo, 22 de julio de 2018

Andrea Testarmata ( Bahia Blanca 1982)







Bahía, en llamas.

No solo llegó la primavera
también llegaste vos.

Y callaste un árbol tan viejo
en mi patio
que los pájaros vuelan
desorientados
pidiendo  amparo

pero el presente dijo basta
a todos los momentos.
Un día seremos viejos,
un día no podré dejar de quererte.


del libro " Poemas textuales" de Editorial Huesos de Jibia" (2018)

Imágenes de Leticia Díaz Villalvilla




domingo, 15 de julio de 2018

"El perro y el tiempo " Daniel Moyano



–Yo no puedo alimentar también a ese perro –dijo su tío después de mirar a Gregorio y al perro, sentados al borde de la galería.
Gregorio no contestó y siguió acariciándole la cabeza. Era largo, negro, de nariz partida y orejas caídas. Cuando lo azuzaban o se interesaba por algo levantaba sólo la mitad de la oreja, la parte donde los cartílagos eran más duros, y este rasgo era lo que más le gustaba al niño. Hubiera esperado una discusión, un examen previo, algo que le permitiera exponer sus razones para tener al perro, pero su tío parecía haber calculado de antemano esa posibilidad, y por tanto su resolución, tan rápida, era simplemente algo que había que recordar, y tener en cuenta, sin posibilidad de modificaciones.
 Además, sus palabras formaban parte de algunas de las leyes que regían la economía de la familia, compuesta por varios hijos propios y Gregorio. Hacía dos días que lo tenía, y había logrado ocultarlo uno. Las palabras del tío no admitían otra interpretación, pero sabían que su tío luego olvidaría el asunto. Y eso parecía demostrar que la desobediencia era una posibilidad. Las palabras había sido duras y quebraron todos sus presentimientos acerca de la posesión del animal, que había comenzado a cambiar tan dulcemente el ritmo de su vida. Eran ricos los choclos comidos por la noche, y después era hermoso acariciar al perro hasta dormirse mirando a través de la ventana el cielo estrellado y el aire serenísimo, como si a través de esa tranquilidad cayese silenciosamente la escarcha que al día siguiente aparecía en los baldes, en la tina, en los charcos de la calle. Y ahora esas dos cosas debían modificarse, separarse, a causa del tío, porque su tío significaba choclos, la posibilidad de comerlos al calor naciente de la cama, y el perro, y el calor y la presencia del perro, que debía ir todo unido a aquella sensación, habían sido negados por su tío con esas palabras tan rápidas y decididas. Y lo peor de todo era que él consideraba justa esa decisión. Podía recordar palabras suyas, dichas muchas veces cuando discutían con la tía sobre el sueldo, la luz, el alquiler, el carbón: –Son muchas bocas y yo no puedo más, esto me está volviendo loco; y todavía uno más. Sabía que su tío trabajaba todo el día y que el sueldo no alcanzaba, pero hasta allí solamente llegaba el entendimiento. Su tía, que solía llorar a solas, velaba para que aquello que él no alcanzaba a entender pudiese ser explicado de algún modo: racionaba estrictamente los alimentos, había decidido que nadie comiese fuera de las horas establecidas, vigilaba para que el carbón no se consumiera inútilmente. Y puede decirse que él entendía a medias al ver a su tía por las noches, cuando el tío se acostaba, echar agua con la pava sobre las brasas.
 Cuatro cuadras hacia el sur, donde el pueblo terminaba, vendían choclos a buen precio en un ranchito que en el verano apenas se distinguía a causa del maizal. Cuando su tía lo descubrió fue un día de gran alegría para todos. Ella y los chicos fueron a comprar. Él llevaba la bolsa y después entre todos ayudaron a juntar. Le gustó el ruido de los choclos al ser arrancados de las plantas y el jugo dulce que caía de los extremos. Su tía conversó un rato con la vieja que se los vendió. Una mujer más vieja que parecía dormitar junto a una pared, cerca del brasero de lata, le dio un mate a su tía y ella lo tomó con alegría. Hablaron de varias cosas, pagaron y salieron con la bolsa llena. Los chicos saltaban sobre la tierra removida y su tía no los retó ni les dijo nada. Estaba cayendo el sol y había sido realmente un día hermoso. –Los comeremos asados –dijo su tía cuando llegaron a la casa invadida por un silencio que era oscuridad a la vez y olor a polvo en los rincones. Ellos trajeron leña del fondo y su tía encendió el fuego. Pelaron los choclos y después los oyeron crepitar sobre las brasas. La tía los repartía a medida que se asaban. Una mitad para cada uno, para que puedan ir comiendo de dos en dos. Todos tenían urgencias, pero algunos prefirieron esperar los últimos, que por decisión de la tía serían los más grandes. –El que espera, come lo mejor –estableció. Unos exigieron ser los primeros, otros aceptaron la espera. El comer choclos por la noche se convirtió en una costumbre. Cada uno recibía el suyo y se iba a la cama. De tal manera pues, hubiera sido muy lindo llevarse el choclo casi humeante a la cama, y acostarse junto al perro, que dormía con dos niños más en una cama grande que había sido de los tíos, pero sucedía que cuando Gregorio recurría en su memoria al calor del perro, ya no había choclos y había aparecido la escarcha. De modo que la disociación de estos dos elementos gratos en su memoria no se debía solamente a las palabras de su tío sino a los misterios del tiempo.
 Todo aquello había sucedido hacía mucho tiempo, y ahora el perro, llamado Flecha por decisión unánime, lograba permanecer, nadie sabe cómo, pese a que su tío dijera algunas veces, discutiendo con su tía: –Yo no puedo más, estoy viejo ya, no puedo pasarme la vida alimentando chicos.



 Una de las vicisitudes duras para Gregorio fue cuando su tío ordenó que llevaran el perro al circo, donde compraban animales viejos e inútiles para alimentar a las fieras. Gregorio había llorado y su tía le dijo, después de alguna vacilación, que podía desobedecer y quedarse otra vez con el perro, siempre que lo escondiese en el cuarto vacío del fondo durante el poco tiempo que el tío permanecía en la casa. Aquella vez, mientras comían, Flecha salió del cuarto por una abertura en la puerta donde faltaba un vidrio. Su tío lo vio y no dijo nada, aunque lo creyera ya en el circo. El perro alzó las patas y las apoyó en la mesa, frente al tío, y siguió atentamente los movimientos de las manos de éste llevando los alimentos a la boca. Pero el tío no dijo nada, ni entonces ni después, mientras el perro movía la cola, pero con la cara como vuelta hacia un costado, como si lo mirase con el rabillo del ojo. Después llevó un bocado de pan a la boca y siguió mirando el plato. Acabada la comida, su tío se levantó y dijo: –Hagan lo que quieran; yo ya no puedo decir nada. La tía inició la sonrisa general que la frase produjo. Las manos de los chicos buscaron restos de comida para darle, pero la tía dijo entonces: –Un momento; le vamos a dar lo que corresponda. Alzó de la mesa dos o tres cáscaras de zapallo, que Flecha comió con avidez. En eso pasó el tío, que envejecía y caminaba como arrastrándose, y dijo sin mirar a nadie pero dirigiéndose sin duda a Gregorio: –Pero vos le vas a dar de comer, en adelante, de la parte tuya. Él no respondió porque estaba sintiendo que ahora Flecha era una propiedad suya, de la que no podrían despojarlo jamás.
Aquel año los choclos subieron de precio y su tía tuvo que excluirlos. Pero hacia el invierno, la posesión de Flecha significó disponer de algo que uno quería y que estaba fuera de las limitaciones impuestas por los cálculos y demás cosas incomprensibles. El perro, estirado, era en verdad más largo que Gregorio. Uno de los chicos que dormían con Gregorio fue obligado a dormir hacia los pies de la cama. Gregorio y el otro compartían la cabecera con el perro en el medio. Pero algunas veces Flecha amanecía acurrucado en la parte de los pies, y en esos casos el beneficiado con su calor, según lo que habían convenido, tenía que alimentar al perro durante todo ese día con parte de su ración.
Con el perro y la idea de los choclos la existencia era casi perfecta. Pero de eso también hacía mucho tiempo y las cosas habían cambiado.
Flecha había engordado y formaba parte de la familia. Y hacia entonces sucedió lo peor. A él no le gustó la idea, pero había partido de su tío y, lógicamente, nadie podía cambiar sus propósitos. Fue un domingo, el tío llegó al mediodía, y nadie hasta entonces se había dado cuenta de que había salido por la mañana muy temprano. Traía una jaula grande. Dentro de ella había cinco gallinas. Todos se alegraron y rieron como aquella vez que trajeron la bolsa de choclos. Su tío abrió la jaula, y después de mostrársela a todos a hurtadillas, dejó que las gallinas saltaran y corrieran libremente por el patio. –Cierren la puerta de calle –gritó su tía, y después le dijo al tío que no debió dejarlas correr libremente sin antes cortarles las alas. Nadie se acordó del perro, salvo Gregorio, y emplearon la siesta en construir, en el fondo, un gallinero. Su tío mismo dirigió las tareas. Cuando terminaron, su tía se puso a cebar mate y en un momento dado alguien preguntó –¿Y Flecha?
 Gregorio sintió la mirada de su tío, que en ese momento estaba con el mate en la mano, por chupar la bombilla; pero dejó de hacerlo para mirarlo. – No le hará nada a las gallinas– dijo él. Y su tía le dijo entonces que si le hacía algo, ella no vacilaría en elegir entre el perro y las gallinas. Después olvidaron a Flecha, y su tía dijo que en poco tiempo las gallinas pondrían, y entonces iban a poder comer huevos antes de acostarse, y que los huevos irían en sustitución de los choclos. Pero a Gregorio no le pareció una idea muy agradable, porque el perro, desde ahora, se desmerecía ante todos.
 Y después pudo contar con tristeza que él también lo había visto. Lo vio cuando llevaba el huevo en la boca. Una lástima que su tía alcanzara a verlo también y gritara de esa manera. Flecha soltó el huevo, que se rompió. La fisonomía de su tía cambió totalmente, y también sus palabras y su manera de decir las cosas. –Es un perro huevero; yo sabía que era un perro huevero. Su tío no dijo nada, pero su mirada fue una confirmación de lo que opinaba la tía. Debían deshacerse del perro. Gregorio también comprendió que aquello era una cosa ineludible y que toda resistencia era inútil esta vez. Todo se hizo rápidamente. Él no supo nunca en qué momento su tía se puso en contacto con un viejo que tenía muchos perros y que vivía más allá del rancho de la vieja de los choclos. A la hora prevista y desconocida por él, el viejo llamó a la puerta. Venía solo. Su rostro era venerable. Los ojos limpísimos. Él mismo tuvo que ayudar para tomar al perro y atarle una cuerda al cuello. El viejo, que miraba desde la puerta de calle, no pronunció ni una sola palabra, ni antes ni después. Los chicos miraban en silencio. Su tío no estaba. Cuando le dio el último abrazo, hacía rato que estaba llorando, pero parecía que lo advertía ahora. Después, él y varios de sus primos se pararon en medio de la calle. El viejo tiraba de la cuerda y el perro marchaba resistiéndose. De vez en cuando se daba vuelta y levantaba la mitad de las orejas, hasta donde los cartílagos eran duros. Al rato se veía que volvía la cabeza, pero las orejas ya no se distinguían. El viejo no se dio vuelta en ningún momento. Cuando dobló, allá lejos, sólo quedaba uno de sus primos junto a él; los otros habían entrado. Cuando él también entró, vio que estaban recortando figuritas de un diario viejo, con una tijera, en la galería. Hacia el invierno Gregorio estuvo enfermo varios días, y una noche la tía le llevó a la cama un huevo pasado por agua y se lo dio en cucharitas. Él sintió entonces que el perro pertenecía al orden de las cosas incomprensibles.
 Después volvieron el sol fuerte y los días claros, y Flecha era apenas una cosa en la memoria. Y pasó mucho tiempo y esa cosa en la memoria persistía, porque estaba unida a muchas otras, indisolubles. Y sobre todo ese día, que había vuelto a ver al viejo. El hermano de su tío, que había venido en un camioncito desde el pueblo vecino y que reía estrepitosamente ante cualquier cosa que le contasen, les dijo de pronto que subieran a dar una vuelta por allí. Gregorio se sentó en una de las barandas de la carrocería, y a medida que el vehículo andaba por el campo reseco sentía el aire en las mejillas. –Derecho por acá y después doblamos en la curva del camino –le había dicho al hermano de su tío. Estaba seguro de que nadie pensaba en el perro, que por ese camino vivía el viejo que se lo había llevado. Pero uno de sus primos, en cuclillas, le dijo de pronto que a lo mejor podían ver a Flecha. –Cierto –dijo él, como si no hubiera estado pensando en eso. Habían recorrido un buen trecho después de la curva, y pasado por el rancho de la vieja de los choclos, y estaban lejos, en lugares adonde jamás habían llegado. El hermano de su tío sacó la cabeza por la ventanilla y el viento le levantó el ala de su sombrero. Le habló a él, pero no pudo entender nada porque el viento era fuerte. Sabía que le preguntaba adónde quedaba el lugar que le había dicho.
Y anduvieron como media hora, y el lugar que él suponía no apareció. El camioncito paró y el hermano de su tío sacó otra vez la cabeza. –Nunca vi ninguna casa por aquí; más allá no hay nada –dijo.
Después volvieron y él intentó explicarse el hecho. En un momento creyó que este misterio pertenecía al orden del tiempo, esa cosa improbable y lejana. Sin embargo, desde que su tío dijo que no podía alimentar también a ese perro hasta que el hermano sacó la cabeza por la ventanilla, para explicar algo inaudible a causa del viento, apenas había habido algunas modificaciones en las hojas de los árboles, en los pajonales circundantes. Por fuera, el mundo había avanzado muy poco. A él, en cambio, le parecía haber retrocedido. La inexistencia súbita de la casa del viejo no tenía explicaciones. Quedaba la posibilidad de imaginar las cosas, y sólo dos le parecieron congruentes: o el viejo, en alguna parte, había protegido al perro, junto con los otros; o todos habían ido a parar al circo. Flecha entró entonces en el orden de las cosas que no comprendía, y allí permanecería, con otros tantos misterios, por lo menos hasta que él creciera. Pero crecer, lo sabía, pertenecía al tiempo. Y el tiempo siempre había sido para él una cosa improbable y lejana.

sábado, 7 de julio de 2018

Muhammad al Magut (1934 Salamíe Siria , 2006 Damasco)


Invierno

Como lobos en una estación seca
Germinamos por todas partes
Amando la lluvia,
Adorando el otoño.
Un día incluso pensamos en mandar
Una carta de agradecimiento al cielo
Y en lugar de un sello
Pegarle
Una hoja de otoño.
Creíamos que las montañas se desvanecerían,
Los mares se desvanecerían,
Las civilizaciones se desvanecerían
Pero permanecería el amor.
De pronto nos separamos:
A ella le gustan los grandes sofás
Y a mí me gustan los grandes barcos,
A ella le gusta susurrar y suspirar en los cafés
Y a mí me gusta saltar y gritar en las calles.
A pesar de todo
Mis brazos se abren al universo
Esperándola.

Del poemario: La alegría no es mi profesión (Al-farah laysa mihnati)

Traduccion Maria Luisa Prieto

domingo, 1 de julio de 2018

Rami Saari (Petaj Tikva, Israel, 1963)






Sin deseos 

Le pasa a la mayoría de la gente
en la mitad de sus vidas o incluso antes:
el deseo de aferrarse a algo
antes de que todo se vaya.

Se asoman y aparecen, entonces, 
verbos de adquisición, posesivos:
tener una casa, una mujer o un hombre
o aunque sea una patria, un idioma.
Si no hay nada de estas cosas
que al menos haya dinero, reputación, fama,
ropa vistosa, buen ánimo,
fragancias tenues en la axila.

Tras todo esto, demasiado cansancio.
Está bien, aún si lo que queda
son sólo deudas en el banco,
los felices gorjeos de la perra,
un día para el que es grato despertar
o el chorro de semen en la boca.

Arriba va lo que va arriba, siempre.
Abajo, el eterno errante merodea.

Golpeo mi cabeza contra la bóveda celeste
y veo cómo se precipitan las estrellas.
  
Traducción: Gerardo Lewin

Antonio Porchia ( Calabria, 1885 - Vicente López, 1968)




Antes de recorrer mi camino, yo era mi camino.

Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo.

 El dolor no nos sigue: camina adelante.

Tu crees que me matas. Yo creo que te suicidas.

Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes.

 A veces creo que no existe todo lo que veo. Porque todo lo que veo es todo lo que vi. Y todo lo que vi no existe.

 El mal de no creer es creer un poco.

 Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado.

 Quien hace un paraíso de su pan, de su hambre hace un infierno.

 Los sí y los no son eternidades que duran momentos.

 Comencé mi comedia siendo yo su único actor y la termino siendo yo su único espectador.
 Las cadenas que más nos encadenan son las cadenas que hemos roto.

 El hombre lo juzga todo desde el minuto presente, sin comprender que sólo juzga un minuto: el minuto presente. 

 El niño muestra su juguete, el hombre lo esconde.  Donde hay una pequeña lámpara encendida, no enciendo la mía. 

 Si tú tampoco estás conforme de ti, yo estoy conforme de ti. 

 He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro. 

 Casi todo lo que el hombre necesita lo necesita para no necesitarlo. 

 Comprendo que la mentira es engaño y la verdad no. Pero a mí me han engañado las dos.






martes, 19 de junio de 2018

"El indigno" de Jorge Luis Borges




La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.
 Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.

“Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.
Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.
El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:
 –Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?
 –De San Cristóbal –dijo el otro.
–Mi consejo –insinuó Ferrari– es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.
 El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra.
 Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro. Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:
 –Déjenlas pasar. Carne vieja. Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo:
 –Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?
 Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.
Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo:
 –Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche. Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
–Un caballero que hace respetar a las damas. Mi madre, para sacarme del apuro, observó:
 –Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.
 No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.
 No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.
 Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena.
 Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo. Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.
 En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia.
Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.
 Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios.
 La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa.
 El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas.



 Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari:
 –¿Usted me tiene fe? –Sí –me contestó–. Sé que te portarás como un hombre.
Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.
–¡Ah! –me dijo–. Ése fue de la barra del Oriental.
 Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna:
 –¿Vos venís con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano? Sentí que no me entendería y le contesté:
–Sí, señor. Soy un buen argentino. Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió:
 –Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.
 Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le respondí:
 –Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.
 Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.
 A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron

 Este cuento esta en el libro " El informe de Brodie"

la tapa que figura la tome del blog "http://dcvbrisabrina.blogspot.com"