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viernes, 20 de septiembre de 2019

"Lo perecedero" de Sigmund Freud



Hace algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, le parecía carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado. Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo. Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado clara mente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto; por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. Manifesté, pues, mi incomprensión de que la caducidad de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra existencia vemos agotarse para siempre la belleza del rostro y el cuerpo humano , mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche. Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo. Aunque estos argumentos me parecían inobjetables, pude advertir que no hacían mella en el poeta ni en mi amigo. Semejante fracaso me llevó a presumir que éstos debían estar embargados por un poderoso factor afectivo que enturbiaba la claridad de su juicio, factor que más tarde creí haber hallado. Sin duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de lo bello. La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea de su índole perecedera. Al profano le parece tan natural el duelo por la pérdida de algo amado o admirado, que no vacila en calificarlo de obvio y evidente. Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema, uno de aquellos fenómenos que, si bien incógnitos ellos mismos, sirven para reducir a ellos otras incertidumbres. Así, imaginamos poseer cierta cuantía de capacidad amorosa —llamada «libido»— que al comienzo de la evolución se orientó hacia el propio yo, para más tarde —aunque en realidad muy precozmente— dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos explicarnos —ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto— por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo. La plática con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió a la guerra. Un año después se desencadenó ésta y robó al mundo todas sus bellezas. No sólo aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y artistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre sí. La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una educación multisecular. Cerró de nuevo el ámbito de nuestra patria y volvió a tornar lejano y vasto el mundo restante. Nos quitó tanto de lo que amábamos y nos mostró la caducidad de mucho que creíamos estable. No es de extrañar que nuestra libido, tan empobrecida de objetos, haya ido a ocupar con mayor intensidad aquellos que nos quedaron; no es curioso que de pronto haya aumentado nuestro amor por la patria, el cariño por los nuestros y el orgullo que nos inspira lo que poseemos en común. Pero esos otros bienes, ahora perdidos, ¿acaso quedaron realmente desvalorizados ante nuestros ojos sólo porque demostraran ser tan perecederos y frágiles? Muchos de nosotros lo creemos así; pero injustamente, según pienso una vez más. Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, simplemente porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad. Cabe esperar que suceda otro tanto con las pérdidas de esta guerra. Una vez superado el duelo, se advertirá que nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Volveremos a construir todo lo que la guerra ha destruido, quizá en terreno más firme y con mayor perennidad.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Un trastorno de la memoria en la acrópolis... Sigmund Freud




Carta abierta a Romain Rolland


Mí querido amigo:

Perentoriamente invitado a contribuir con algún escrito mío a la celebración de su septuagésimo cumpleaños, durante largo tiempo me he esforzado por hallar algo que pudiera ser, en algún sentido, digno de usted y que atinara a expresar mi admiración por su amor a la verdad, por el coraje de sus creencias, por su afección y devoción hacia la humanidad. Algo que, además, diera fe de mi gratitud para con un poeta que me ha procurado tanto goce y tantos momentos de exaltación. Mas fue en vano; yo soy diez años más viejo que usted, y mi capacidad de producción está agotada. Lo único que finalmente puedo ofrecerle es el regalo de un venido a menos que «ha visto una vez días mejores». Usted sabe que mi labor científica tuvo por objeto aclarar las manifestaciones singulares, anormales o patológicas de la mente humana, es decir, reducirlas a las fuerzas psíquicas que tras ellas actúan y revelar al mismo tiempo los mecanismos que intervienen. Comencé por intentarlo en mi propia persona, luego en los demás, y finalmente, mediante una osada extensión, en la totalidad de la raza humana. En el curso de los últimos años surgió reiteradamente en mi recuerdo uno de esos fenómenos que hace una generación, en 1904, experimenté en mí mismo y que nunca llegué a comprender. Al principio no atiné a explicarme el motivo de la recurrencia, pero finalmente me resolví a analizar el pequeño incidente, y aquí le comunico el resultado de tal estudio. Al hacerlo debo rogarle, naturalmente, que no preste a ciertos datos de mi vida personal una atención mayor de la que en otras circunstancias merecerían. Cada año, hacia fines de agosto o primeros de septiembre, solía yo emprender con mi hermano menor un viaje de vacaciones que duraba varias semanas y que nos llevaba a Roma, a otra región de Italia o hacia alguna parte de la costa mediterránea. Mi hermano es diez años menor que yo, o sea que tiene la misma edad que usted, coincidencia ésta que sólo ahora me llama la atención. En ese año particular mi hermano me comunicó que sus negocios no le permitirían una ausencia prolongada, que sólo podría disponer de una semana y que tendríamos que abreviar nuestro viaje. Así, decidimos dirigirnos, pasando por Trieste, a la isla de Corfú, para permanecer allí los pocos días de nuestras vacaciones. En Trieste mi hermano visitó a un amigo de negocios allí radicado, y yo lo acompañé. Nuestro amable huésped nos preguntó también acerca de los planes de viaje que teníamos, y oyendo que pensábamos ir a Corfú, trató de disuadirnos con insistencia: «¿Qué los lleva a ir allí en esta época del año? El calor es tal que no podrán hacer nada. Será mucho mejor que vayan a Atenas. El vapor del Lloyd parte esta misma tarde; tendrán tres días para visitar la ciudad y los recogerá en el viaje de vuelta. Eso sí merece la pena y será mucho más agradable.» Al dejar a nuestro amigo triestino nos encontrábamos ambos de extraño mal humor. Discurrimos el plan que nos había propuesto, lo encontramos completamente impracticable y sólo vimos dificultades en su ejecución; también estábamos convencidos de que sin pasaportes no podríamos desembarcar en Grecia. Pasamos las horas hasta la apertura de las oficinas del Lloyd recorriendo la ciudad, descontentos e indecisos. Pero cuando llegó el momento nos acercamos a la ventanilla y compramos pasajes para Atenas como algo natural, sin preocuparnos en lo mínimo por las supuestas dificultades y hasta sin haber comentado entre nosotros las razones de nuestra decisión. Tal conducta resultaba a todas luces enigmática. Más tarde reconocimos haber aceptado inmediatamente y de buen grado la sugerencia de ir a Atenas en lugar de Corfú. ¿Por qué entonces habíamos pasado el intervalo hasta la apertura de las oficinas de tan mal humor, imaginándonos sólo obstáculos y dificultades? Cuando finalmente, la tarde de nuestra llegada me encontré parado en la Acrópolis, abarcando el paisaje con la mirada, vínome de pronto el siguiente pensamiento, harto extraño: «¡De modo que todo esto realmente existe tal como lo hemos aprendido en el colegio!». Para describir la situación con mayor exactitud, la persona que expresaba esa observación se apartaba, mucho más agudamente de lo que generalmente se advierte, de otra persona que percibía dicha observación, y ambas se sentían sorprendidas, aunque no por el mismo motivo. La primera se conducía como si, bajo el impacto de una observación incuestionable, se viera obligada a creer en algo cuya realidad habíase parecido hasta entonces dudosa. 




Exagerando un tanto la nota, podría decir que se comportaba como alguien que, paseando a lo largo del Loch Ness de Escocia, se encontrara de pronto con el cuerpo del famoso monstruo arrojado a la playa, viéndose obligado a reconocer: «¡De modo que realmente existe esa serpiente marina en la que nunca quisimos creer!». La segunda persona, en cambio, sentíase justificadamente sorprendida, porque nunca se le había ocurrido que la existencia real de Atenas, de la Acrópolis y del paisaje circundante pudiera ser jamás objeto de duda. Esperaba oír más bien expresiones de encanto o de admiración. Sería ahora fácil argumentar que el extraño pensamiento que se me ocurrió en la Acrópolis sólo estaría destinado a destacar el hecho de que ver algo con los propios ojos es cosa muy distinta que oír o leer al respecto. Aun así, empero, nos encontraríamos con un disfraz harto singular de un lugar común carente de interés. También podríase sostener que, si bien es cierto que siendo estudiante creí estar convencido de la realidad de Atenas y de su historia, dicha ocurrencia en la Acrópolis me demostró que en el inconsciente no creí tal cosa y que sólo ahora, en Atenas, habría llegado a adquirir una convicción «extendida también al inconsciente». Semejante explicación suena muy profunda; pero es más fácil sustentarla que demostrarla; además, sería fácil rebatirla teóricamente. No; yo creo que ambos fenómenos -la desazón en Trieste y la ocurrencia en la Acrópolis- están íntimamente. El primero de ellos es más fácilmente inteligible y nos ayudará a explicar el segundo. La experiencia de Trieste también es, según advierto, sólo una expresión de incredulidad. «¿Llegaremos a ver Atenas? Pero ¡si no es posible! ¡Será demasiado difícil!» La distimia acompañante correspondería entonces a la desazón por la imposibilidad: «Pero ¡habría sido tan hermoso!» Y ahora sabemos a qué atenernos. Trátase de uno de esos casos de «too good to be true» [*], que tan bien conocemos. Es un ejemplo de ese escepticismo que surge tan a menudo cuando somos sorprendidos por una buena nueva, como la de haber acertado en la lotería, ganado un premio, o en el caso de una muchacha secretamente enamorada, la de enterarse de que el amado acaba de solicitar su mano. Una vez comprobado un fenómeno, la primera cuestión que surge se refiere, naturalmente, a su causación. Semejante incredulidad representa, sin duda, un intento de rechazar una parte de la realidad, pero hay en él algo extraño. No nos asombraría lo más mínimo que tal intento se refiriese a una parte de la realidad que amenazara producirnos displacer: nuestro mecanismo psíquico se halla, en cierto modo, adaptado para tal objeto. Pero ¿a qué se debe semejante incredulidad frente a algo que promete, por el contrario, procurarnos sumo placer? ¡He aquí una reacción realmente paradójica! Recuerdo, empero, haberme referido cierta vez al caso similar de aquellas personas que, como entonces lo formulé, «fracasan ante el éxito» [*]. Por regla general, las gentes enferman ante la frustración, a consecuencia del incumplimiento de una necesidad o un deseo de importancia vital. Pero en esos casos sucede precisamente lo contrario: enferman o aun son completamente aniquilados, porque se les ha realizado un deseo poderosísimo. Mas el contraste de ambas situaciones no es tan diametral como al principio parecería. En el caso paradójico sucede simplemente que una frustración interior ha venido a ocupar la plaza de la exterior. Uno no se permite a sí mismo la felicidad: la frustración interior le ordena aferrarse a la exterior. Pero ¿por qué? Porque -así reza la respuesta en cierto número de casos- no nos atrevemos a esperar tales favores del destino. He aquí, pues, nuevamente el «too good to be true», la expresión de un pesimismo que en muchos de nosotros parece hallar abundante cabida. Otras personas se conducen exactamente como aquéllos que fracasan ante el éxito, aquejándolos un sentimiento de culpabilidad o de inferioridad que podría traducirse así: «No soy digno de tal felicidad, no la merezco.» Pero, en el fondo, estas dos motivaciones se reducen a una y la misma, siendo la una sólo la proyección de la otra. En efecto, como ya hace tiempo sabemos, ese destino por el cual se espera ser tan maltratado no es sino una materialización de nuestra conciencia, del severo superyo que llevamos dentro y en el cual se ha condensado la instancia punitiva de nuestra niñez. Con esto, según creo, quedaría explicada nuestra conducta en Trieste. Simplemente, no atinábamos a creer que nos fuera deparada la felicidad de ver Atenas. La circunstancia de que la parte de realidad que pretendíamos rechazar fuese, al principio, sólo una posibilidad, determinó el carácter de nuestras reacciones inmediatas. Pero cuando nos encontramos luego en la Acrópolis, la posibilidad se había convertido en realidad, y el mismo escepticismo asumió entonces una expresión distinta, pero mucho más clara. Una versión no deformada de la misma sería ésta: «Realmente, no habría creído posible que me fuese dado contemplar a Atenas con mis propios ojos, como ahora lo hago sin duda alguna». Si recuerdo el apasionado deseo de viajar y de ver el mundo que me dominó en el colegio y posteriormente, y cuánto tardó dicho deseo en comenzar a cumplirse, no puedo asombrarme de esa repercusión que tuvo en la Acrópolis, pues yo contaba entonces cuarenta y ocho años. No pregunté a mi hermano menor si él también sentía algo parecido. Toda esa vivencia estaba dominada por cierta fascinación que había interferido ya en Trieste nuestro intercambio de ideas. Si he adivinado correctamente el sentido de mi ocurrencia en la Acrópolis, si ésta expresaba realmente mi alborozada sorpresa por encontrarme en ese lugar, entonces surge la nueva cuestión de por qué este sentido hubo de adoptar en la ocurrencia misma un disfraz tan deformado y tan deformante. Con todo, el contenido esencial de dicho pensamiento se conserva aún en la deformación: es el de la incredulidad. «Según el testimonio de mis sentidos, me encuentro ahora en la Acrópolis, pero no puedo creerlo». Sin embargo, esta incredulidad, esta duda acerca de una parte de la realidad, es doblemente desplazada en su manifestación real: primero, es relegada al pasado; segundo, es transportada de mi relación con la Acrópolis a la existencia misma de la Acrópolis. Así surge algo equivalente a la afirmación de que en algún momento de mi pasado yo habría dudado de la existencia real de la Acrópolis, cosa que mi memoria rechaza por incorrecto y aun como imposible. Las dos deformaciones implican dos problemas independientes entre sí. Podemos tratar de penetrar más profundamente en el proceso de transformación. Sin particularizar por el momento en cuanto a la manera en que me vino la ocurrencia, quiero partir de la presunción de que el factor original debe haber sido la sensación de que la situación contenía en ese momento algo inverosímil e irreal. Dicha situación comprende mi persona, la Acrópolis y mi percepción de la misma. No me es posible explicar esa duda, pues no puedo dudar, evidentemente, de mis impresiones sensoriales de la Acrópolis. Recuerdo, empero, que en el pasado había dudado de algo que precisamente tenía relación con esa localidad, y así se me ofrece el expediente de desplazar la duda al pasado. Pero al hacerlo cambia el contenido de la duda. No recuerdo, simplemente, que en años anteriores haya dudado de que llegara a verme jamás en la Acrópolis, sino que afirmo que en esa época ni siquiera habría creído en la realidad de la Acrópolis. Es precisamente este resultado de la deformación el que me lleva a concluir que la situación actual en la Acrópolis contenía un elemento de duda de la realidad. Es evidente que hasta aquí no he logrado aclarar el proceso, de modo que quiero declarar brevemente, en conclusión, que toda esa situación psíquica, aparentemente confusa y difícil de describir, puede resolverse claramente aceptando que entonces, en la Acrópolis, tuve (o pude haber tenido) por un momento la siguiente sensación: Lo que aquí veo no es real. Llámase a este fenómeno «sensación de extrañamiento» . Hice el intento de rechazar esa sensación, y lo logré a costa de un pronunciamiento falso sobre el pasado. Estas sensaciones o sentimientos de extrañamiento («desrealizamientos») son fenómenos harto curiosos y hasta ahora escasamente comprendidos. Se los describe como «sensaciones», pero se trata evidentemente de procesos complejos, vinculados con determinados contenidos y relacionados con decisiones relativas a esos mismos contenidos. Surgen con frecuencia en ciertas enfermedades mentales; pero tampoco faltan en el hombre normal, a semejanza de las alucinaciones, que también se encuentran ocasionalmente en el ser sano. No obstante, es indudable que se trata de disfunciones, de estructuras anormales, a semejanza de los sueños, que, a pesar de su ocurrencia regular en el ser normal, nos sirven como modelos de los trastornos psíquicos. Dichos fenómenos pueden ser observados en dos formas: el sujeto siente que ya una parte de la realidad, ya una parte de sí mismo, le es extraña. En el segundo caso hablamos de «despersonalizaciones», pero los desrealizamientos y las despersonalizaciones están íntimamente vinculados entre sí. Existe otro grupo de fenómenos que cabe considerar, en cierto modo, como las contrapartidas «en positivo» de los anteriores: trátase de la llamada «fausse reconnaissance», del «déjà vu» y el «déjà raconté» [*], o sea, ilusiones en las cuales tratamos de aceptar algo como perteneciente a nuestro yo, tal como en los desrealizamientos nos esforzamos por mantener algo fuera de nosotros. Un intento de explicación ingenuamente místico y apsicológico pretende ver en los fenómenos del déjà vu la prueba de existencias pretéritas de nuestro yo anímico. La despersonalización nos lleva a la extraordinaria condición de la «double conscience» , que sería más correcto denominar «escisión de la personalidad». Todo este terreno, empero, es aún tan enigmático, se halla tan sustraído a la exploración científica, que debo abstenerme de seguir exponiéndolo. Para los propósitos que aquí persigo bastará con que me refiera a dos características generales de los fenómenos de extrañamiento o desrealizamiento. La primera es que sirven siempre a la finalidad de la defensa; tratan de mantener algo alejado del yo, de repudiarlo. Ahora bien: desde dos direcciones pueden llegarle al yo nuevos elementos susceptibles de incitar en él la reacción defensiva: desde el mundo exterior real y desde el mundo interior de los pensamientos e impulsos que emergen en el yo. Es posible que esta alternativa de los orígenes coincida con la diferencia entre los desrealizamientos propiamente dichos y las despersonalizaciones. Existe una extraordinaria cantidad de métodos -«mecanismos» los llamados nosotros- que el yo utiliza para cumplir sus funciones defensivas. En mi más íntima cercanía veo progresar actualmente un estudio dedicado a dichos métodos defensivos: mi hija, la analista de niños, escribe un libro al respecto. El más primitivo y absoluto de estos métodos, la «represión», fue el punto de partida de toda nuestra profundización en la psicopatología. Entre la represión y lo que podríamos calificar como método normal de defensa contra lo penoso o insoportable, por medio de su reconocimiento, consideración, llegar a un juicio y emprender una acción adecuada al respecto, existe toda una vasta serie de formas de conducta del yo, con carácter más o menos claramente patológico. ¿Puedo detenerme un instante para recordarle un caso límite de semejante defensa? Sin duda conocerá usted la célebre elegía de los moros españoles, ¡Ay de mi Alhama!, que nos cuenta cómo recibió el rey Boabdil la noticia de la caída de su ciudad, Alhama. Siente que esa pérdida significa el fin de su dominio; pero, como «no quiere que sea cierto», resuelve tratar la noticia como «non arrivé». La estrofa dice así: «Cartas le fueron venidas de que Alhama era ganada; las cartas echó en el fuego y al mensajero matara.» [*] Fácilmente se adivina que otro factor determinante de tal conducta del rey se halla en su necesidad de rebatir el sentimiento de su inermidad. Al quemar las cartas y al hacer matar al mensajero trata de demostrar todavía su plenipotencia La segunda característica general de los desrealizamientos -su dependencia del pasado, del caudal mnemónico del yo y de vivencias penosas pretéritas, quizá reprimidas en el ínterin-no es aceptada sin discusión. Pero precisamente mi vivencia en la Acrópolis, que desemboca en una perturbación mnemónica, en una falsificación del pasado, contribuye a demostrar dicha relación. No es cierto que en mis años escolares haya dudado jamás de la existencia real de Atenas: sólo dudé de que llegara alguna vez a ver Atenas. Parecíame estar allende los límites de lo posible el que yo pudiera viajar tan lejos, que «llegara tan lejos», lo cual estaba relacionado con las limitaciones y la pobreza de mis condiciones de vida juveniles. No cabe duda de que mi anhelo de viajar expresaba también el deseo de escapar a esa opresión, a semejanza del impulso que lleva a tantos adolescentes a huir de sus hogares. Hacía tiempo había advertido que gran parte del placer de viajar radica en el cumplimiento de esos deseos tempranos, o sea, que arraiga en la insatisfacción con el hogar y la familia. Cuando por vez primera se ve el mar, se cruza el océano y se experimenta la realidad de ciudades y países desconocidos, que durante tanto tiempo fueron objetos remotos e inalcanzables de nuestros deseos, siéntese uno como un héroe que ha realizado hazañas de grandeza inaudita. Ese día, en la Acrópolis, bien podría haberle preguntado a mi hermano: «¿Recuerdas aún cómo en nuestra juventud recorríamos día tras día las mismas calles, camino de la escuela; cómo domingo tras domingo íbamos al Prater o a alguno de esos lugares de los alrededores que teníamos tan archiconocidos?… ¡Y ahora estamos en Atenas, parados en la Acrópolis! ¡Realmente, hemos llegado lejos!» si se me permite comparar tal insignificancia con un magno acontecimiento: cuando Napoleón I fue coronado emperador en Notre-Dame, ¿acaso no se volvió a uno de sus hermanos (seguramente debe haber sido el mayor, José) y le observó: «¿Qué diría de esto Monsieur nôtre Père si ahora pudiera estar aquí ?» Aquí, empero, nos topamos con la solución del pequeño problema de por qué nos habíamos malogrado ya en Trieste el placer de nuestro viaje a Atenas. La satisfacción de haber «llegado tan lejos» entraña seguramente un sentimiento de culpabilidad: hay en ello algo de malo, algo ancestralmente vedado. Trátase de algo vinculado con la crítica infantil contra el padre, con el menosprecio que sigue a la primera sobrevaloración infantil de su persona. Parecería que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos que el propio padre y que tratar de superar al padre fuese aún algo prohibido. A estas motivaciones de carácter general se agrega todavía, en nuestro caso, cierto factor particular: el tema de Atenas y la Acrópolis contiene en sí mismo una alusión a la superioridad de los hijos, pues nuestro padre había sido comerciante, no había gozado de instrucción secundaria y Atenas no podía significar gran cosa para él. Lo que perturbó nuestro placer por el viaje a Atenas era, pues, un sentimiento de piedad. Y ahora, sin duda, ya no se admirará usted de que el recuerdo de esa vivencia en la Acrópolis me embargue tan a menudo desde que yo mismo he llegado a viejo, desde que dependo de la ajena indulgencia y desde que ya no puedo viajar. Muy cordialmente suyo lo saluda

 Sigmund Freud