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miércoles, 15 de noviembre de 2017

Richard Garnett ( 1835 Lichfield Reino Unido - 1906, Londres ) Abdalá el Adista




Abdalá el Adista

               Un anciano ermitaño llamado Sergio vivía en el desierto de Arabia,consagrado por entero a la religión y ala alquimia. Acerca de sus creencia sólo cabe decir que eran tan superiores
a las de sus vecinos como para que sellegara a considerar adepto a la secta de los yesidis o adoradores del diablo.Pero los mejor informados le sabían un monje nestoriano, que se había retirado a un paraje tan apartado por diferenciascon sus hermanos, quienes habían tratado de envenenarlo.
La acusación de yesidismo lanzada contra Sergio fue motivo de que cierto joven inquisitivo acudiera a él, deseoso de obtener algún esclarecimiento acerca de la naturaleza de los demonios.
Comprobó, empero, que Sergio no le podía ofrecer ninguna información alrespecto, si bien por el contrario disertaba tan sabia y bellamente sobre cuestiones sagradas que el intelecto de
su discípulo se iluminó y su entusiasmo se enardeció, al punto de que su mayor
anhelo fue partir con el objeto de brindar instrucción a los pueblos ignorantes que lo circundaban:
sarracenos, sabeos, zoroástricos, karmatianos, bafometitas y paulicianos, estos últimos un residuo de los antiguos maniqueos.
           —De ningún modo, mi buen muchacho —dijo Sergio—. He renunciado al envío de misioneros en
razón de la difícil prueba que soporté con mi hijo espiritual, el profeta Abdalá.
               —¿Cómo? —exclamó el joven—.¿Abdalá el Adista fue discípulo tuyo?
               —Tal como lo oyes —respondió Sergio—. Escucha su historia.
               «Nunca tuve un seguidor queprometiera en tal medida como Abdalá, ni cuando primeramente lo tuve en calidad de discípulo juzgué que fuera otra cosa que un modelo de sencillez y
de buenas intenciones juveniles. Siempre le consideré hijo mío, título que jamás volví a otorgar. Al igual que tú, se mostraba compasivo con quienes vivían en los alrededores sumidos en las
tinieblas, y ansiaba que le autorizara para salir a disiparlas
               » —Hijo mío —le dije—, no te lo impediré, pues ya no eres un niño. Has oído mis palabras sobre el tema de las persecuciones y sabes que personalmente me fue administrado veneno como consecuencia de mi ineptitud para percibir la luz sobrenatural que irradiaba del ombligo
del hermano Gregorio. Estás enterado de  que te castigarán con varas y de que te pincharán con aguijadas, de que serás encadenado y hambreado en mazmorras,de que probablemente te saquen los ojos y de que muy posiblemente te quemen con fuego. ¿No es así?
               » Estoy preparado para sobrellevar todo —respondió Abdalá, y
me abrazó para despedirse.
                 » Habían transcurrido varias lunas cuando regresó cubierto de cardenales y
cicatrices, en tanto que sus huesos asomaban a través de la piel.
                »  —¿Cuál es la causa de estos cardenales y cicatrices —le pregunté—,
y qué significa tanta flacura?
                 »—Los cardenales y cicatrices —me informó— proceden de los castigos que
me fueron administrados por orden del califa; la flacura se debe a que sus
funcionarios me privaron de comida y bebida en la mazmorra en la que fui encarcelado por voluntad suya.
                »—¡Hijo mío! —exclamé—, a los ojos de la fe y de la justa razón estos cardenales son más hermosos que el mayor caudal de belleza, y tu delgadez es como la revelación de un secreto
tesoro.
               »Y Abdalá trató de mostrarse como si compartiera mis opiniones, en lo que no fracasó totalmente. En consecuencia, le acomodé conmigo, le alimenté, le curé y por segunda vez le despaché para que se internara en el mundo.
               »Al cabo de un tiempo regresó,cubierto, como la vez anterior, de
heridas y magulladuras, pero garboso y un tanto lleno de carnes.
               »—¿A qué se debe un aspecto personal tan próspero, hijo mío? —le
interrogué.
               »—A la caridad de las esposas del califa —contestó—. Me alimentaron en secreto, pues en premio a esta buena acción le prometí a cada una de ellas que en el otro mundo tendrán siete
maridos.
               »—¿Y tú cómo lo sabes, hijo mío? —inquirí.
               »—Si he de confesar la verdad, padre —admitió—, no lo sabía; pero
supuse que resultaba probable.
               »—¡Hijo mío! ¡Por favor! —le recriminé—. Sigues un camino
peligroso. ¡Cómo te atreves a seducir a las gentes débiles e ignorantes con
promesas de lo que han de recibir en la vida futura, de la que sabes tan poco
como ellas! ¿Acaso ignoras que las inestimables bendiciones de la fe son de
una naturaleza íntima y espiritual ?¿Alguna vez me has oído prometer a un
discípulo recompensas por su esclarecimiento o sus buenas obras a
excepción de azotes, hambre e incineración?
                »—Nunca, padre —reconoció—; por lo mismo sólo has conseguido un
seguidor de tus preceptos, y éste los ha transgredido.
               »Se alejó de mí, tras una permanencia más breve que la anterior, y nuevamente partió a predicar. Después de mucho tiempo regresó en óptima salud física, pero con manifiestos
indicios de que algo se agitaba en su mente.
               »—Padre —me dijo—, tu hijo ha predicado con fidelidad y dedicación y
logró que miles de personas volvieran a la senda justa. Pero un hechicero se
interpuso diciendo: «¿Por qué habréis de seguir a Abdalá, si tal como podéis
observar no exhala fuego por la boca ni por los orificios de la nariz?» Y la gente
prestó oídos a las palabras que provenían de los labios de ese hombre cuando observó que de su nariz irrumpía una llamarada. A menos que me enseñes a hacer algo similar, con toda certeza
pereceré.
                »Le advertí a Abdalá que era mejor perecer en nombre de la verdad que
prolongar la vida con ayuda de mentiras y engaños. Pero lloró y se lamentó de
sus extremadas penurias, y por fin logró persuadirme, de modo que le enseñé a
exhalar fuego y humo por medio de una nuez hueca que contenía material
combustible. Y tomé cierta sustancia llamada jabón, casi desconocida en esta
comarca, y con ella le ungí los pies. Y cuando se encontró con el hechicero,
ambos exhalaron fuego, por lo cual la gente no sabía a quién seguir; pero
Abdalá caminó sobre nueve rejas de arado al rojo vivo, en tanto que el
hechicero no se animó a aproximarse ni a una sola, de modo que los presentes
procedieron a despedazar la cabeza de éste y se declararon discípulos de
Abdalá.
                 »Mucho tiempo transcurría hasta que Abdalá viniese a verme otra vez, en esta
ocasión con un aspecto jovial pero algoinquieto. Traía consigo una manta de
pelo de camello que al desplegarse, ¡oh sorpresa!, exhibía una multitud de
huesos.
                »—¡Venerado padre! —declaró—, tengo que comunicarte felices noticias.
Hemos encontrado los huesos del camello que perteneció al profeta Ad,
sobre los que él grabó sus revelaciones.
                »—Si es como tú dices —repliqué —, tienes a tu disposición las
enseñanzas del profeta y ya no necesitas de las mías.
                »—No te apresures, padre —me recomendó—. Si bien el mensaje fue
inicialmente grabado por el profeta sin lugar a dudas en estos mismos huesos,
en razón del deterioro que ocasiona el tiempo ha sucedido que ni una letra de
su escritura puede ser distinguida. Por lotanto, he venido para rogarte que
vuelvas a escribir sus revelaciones.
               »—¿Cómo? —exclamé—. ¿Me pides que fragüe los vaticinios del
profeta Ad? ¡Sal de mi vista!
               »—Bien sabes, padre —prosiguió —, que si tuviéramos aquí las palabras
originales del profeta Ad, de nada nos servirían, pues a causa de su antigüedad
nadie llegaría a entenderlas. En consecuencia, ya que no sé escribir, es
conveniente que tú procedas a afirmar en su nombre aquello que habría deseado comunicar si hubiese estado  hoy día en nuestra compañía. Pero si no te sientes dispuesto a ello, le rogaré al
hermano Gregorio que lo haga.
              »Cuando le oí decir que iba a recurrir a tal embustero e impostor, mi
espíritu se conturbó hasta lo más hondo y escribí con mi propia mano el Libro
de Ad. Puse atención en registrar únicamente preceptos sanos y provechosos y de manera especial
prohibí la poligamia, ya que había percibido en mi discípulo cierta inclinación en tal sentido.
               »Al cabo de muchos días regresó nuevamente, esta vez en un manifiesto
estado de terror y agitación. Además, observé que el pelo le faltaba en la parte
inferior del rostro.
               »—¡Oh, Abdalá! —requerí—, ¿dónde se halla tu barba?
               »—En manos de mi novena esposa.
               »—¡Apóstata! —le recriminé—, ¿has osado tomar más de una esposa?
¿Olvidaste lo que está escrito en el Libro de Ad?
              »—¡Padre mío bienamado! — contestó—, puesto que la profecía de Ad
es tan antigua, como tú bien lo sabes,necesariamente exigía un comentario. Esta labor estuvo a cargo de uno de mis discípulos, un joven sirio al que sospecho hijo natural de Gregorio. El muchacho no sólo sabe escribir sino que, además, registra al dictado cuanto le digo, destreza de la que tú careces,
¡oh, Sergio! En esta glosa se declara que, en virtud de que cada mujer tiene la novena parte del alma de un hombre, el profeta, al ordenar a los Adistas (como ahora nos llamamos) que tomen una sola
esposa, nos autorizó en verdad a tomar nueve; pero reconozco que sería abominable contraer nupcias por décima vez. Por lo tanto, al haberme enamorado de la más encantadora y juvenil de las
vírgenes, me veo en estos momentos en la necesidad de repudiar a una de lasesposas que había tomado. En consecuencia, cada una de ellas piensaque su turno puede llegar pronto, siacaso no en la presente ocasión, yninguna está dispuesta a consentir mipropósito en modo alguno. Este motivo
las ha impelido a maltratarme, tal comopuedes comprobar, al punto de que lasguaridas en que se refugian las bestias salvajes son en la actualidad remansos de paz en comparación con mi serrallo.
Peor aún es el hecho de que me amenazan con hacer pública una circunstancia de la que infortunadamente se han enterado, pues llegaron a saber que la revelación del bienaventurado Ad
no está escrita en absoluto en la osamenta de un camello, sino en huesos de vaca. Si ello se difunde, el texto sagrado será por consiguiente calificado de espurio, por cuanto ninguna tradición
registra que el profeta haya cabalgado en tal cuadrúpedo. Y puesto que tú,amantísimo padre, has grabado los caracteres, no puedo menos que acongojarme con el temor de que la furia
de la gente llegue a alcanzarte y de que inclusive tu vida misma quede amenazada.
                »Estos razonamientos de Abdalá tuvieron mucho peso en mi ánimo y contoda premura consentí a su petición, ya que en esta ocasión no requeriría de mí ninguna impostura, sino el mero
restablecimiento de su paz doméstica. Le acompañé, pues, a ver a sus mujeresy discurrí con ellas, por lo que convinieron en aceptar mi dictamen. Enel deseo de complacerle, aconsejé que se casara con la hermosa virgen y que se desprendiera de una de sus esposas, queera vieja, fea y dotada del humor de
Shaitan .
              »—¡Oh, padre! —exclamó Abdalá —. ¡Me has rescatado de la muerte y me has devuelto la vida! Y tú, Zarah — prosiguió—, no perderás nada, sino que saldrás notablemente beneficiada
contrayendo nupcias con el sabio y virtuoso Sergio.
             »—¡Casarme con Zarah! —grité—. ¡Yo, un monje!
             »—Ciertamente, ¿piensas privarla de un marido —declaró mi discípulo—,
sin que puedas ofrecerle otro en su lugar?
             »—Si se atreve a hacer tal cosa, loestrangulo —vociferó Zarah.
             »Lloré con amargura y rogué encarecidamente. Se convino en que
hubiera una postergación de cuarenta días, en cuyo transcurso, si alguien se
mostraba dispuesto a casarse con Zarah, se me acordaría el derecho de librarme
de ella. Prometí dar cuanto tenía a quienquiera que estuviese de acuerdo en
reemplazarme, pero nadie aceptó el ofrecimiento. La mujer fue presentada a trece delincuentes condenados a la pena capital, pero todos eligieron la muerte. En definitiva, no tuve más remedio que
casarme con ella. En verdad, ahora me consuela pensar que, si bien soy culpable por haber alentado los engaños de Abdalá o por cualquier otro motivo, mis pecados han sido purgados y nada
puede imputarme la Justicia Eterna, pues decididamente estuve confinado en Gehena hasta que ella misma fue conducida a ese lugar. Con respecto a la manera en que esto sucedió, no hagas
indagaciones demasiado minuciosas. Sin duda, el hecho de que las aguas en la fuente de Kefayat, llamada el Diamante del Desierto, se hubieran tornado en aquella ocasión impotables y
perniciosas para los seres humanos y para las bestias parece una prueba de que el cielo se había encolerizado con las atrocidades cometidas por esta mujer.
               »Mientras me hallaba en mi morada administrando los bienes de mi finada
esposa, que en su mayoría consistían en vinos y licores fuertes, Abdalá vino a
verme una vez más.
               »—¿Te has acercado —comencé—para requerirme que me haga cómplice
de alguna nueva impostura? Ten presente de manera definitiva que no lo consentiré.
             »—Todo lo contrario —respondió —. He venido hasta aquí para tranquilizarte, demostrándote que ya no volveré a necesitar de tu auxilio. Acompáñame.
             »Y lo acompañé hasta una gran llanura, donde había multitud de jinetes e infantes armados, en número mayor que el que pude contar. Y llevaban pendones en los que el nombre de
Abdalá estaba bordado en letras de oro. Y en medio había un arca de oro, con los
huesos del camello (o de la vaca) de Ad. Y junto a ésta había un enorme montón de cabezas de hombres, y los guerreros continuaban arrojando más y más en la pila, sin cesar.
            »—¿Cuántas? —preguntó Abdalá.
            »—Doce mil, bienaventurado Apóstol de dios —le respondieron—;
pero hay más que todavía deben llegar.
           »—Eres un monstruo —reconvine a Abdalá.
           »—De ningún modo, padre —me contestó—; en conjunto no superan las dieciséis mil, y todas ellas pertenecen a infieles. Además, hemos perdonado a aquellas mujeres que son bellas y
jóvenes y las hemos tomado como nuestras concubinas, según lo dispone el undécimo suplemento del Libro de Ad, recién promulgado por autoridad mía. Pero ven conmigo, pues tengo otras
cosas que mostrarte.
             »Y me llevó hasta el sitio en el que una estaca se hundía en la tierra, y a ella estaba encadenado un hombre, mientras en torno de éste se amontonaba material combustible, y muchos aguardaban con antorchas encendidas en sus manos.
              »—¡Oh, Abdalá! —exclamé—, ¿por qué una atrocidad semejante?
              »—Este hombre —replicó— es un blasfemo, que ha dicho que el Libro de
Ad está escrito en huesos de vaca.
             »—¡Pero, en efecto, está escrito en huesos de vaca! —grité.
            »—Aunque así sea —declaró—, ello hace que su herejía resulte más condenable y que su castigo tenga características más ejemplares. Si la profecía estuviese ciertamente escrita en
huesos de camellos, cada cual podría afirmar lo que le viniese en gana.
              »Sacudí el polvo de mis pies y me apresuré a regresar a mi morada. Las restantes acciones de Abdalá las conoces, y cómo cayó en su contienda con los karmatianos. Y ahora te pregunto: ¿aún tienes la intención de partir en calidad de misionero de la verdad?
              »—¡Bienaventurado Sergio! —dijo el joven—, advierto que las tentaciones son mayores de lo que suponía y que las dificultades exceden en mucho cuantoimaginé. No obstante, lo haré y confío en la gracia del cielo para que me ayude a no fracasar totalmente. —¡Ve, entonces —respondió Sergio
—, y que las bendiciones del cielo te acompañen! Retorna al cabo de diez años, si acaso todavía estoy vivo por entonces; y si puedes declarar que no has fraguado escrituras sagradas, y no
has obrado milagros, y no has perseguido infieles, y no has adulado a potentados y no has sobornado a nadie con promesas de este mundo o del otro, en tal caso prometo que te daré enrecompensa la piedra filosofal.



domingo, 29 de octubre de 2017

Richard Garnett ( 1835 Lichfield Reino Unido - 1906, Londres ) El demonio Papa






El demonio Papa


 —¿De modo que no estás dispuesto a venderme el alma? —preguntó el Diablo.
 —Se lo agradezco mucho — respondió el estudiante—, pero prefiero conservarla para mí, si por su parte no tiene inconvenientes. 
—Pues tengo inconvenientes por mi parte. La deseo muy especialmente. Veamos, estoy dispuesto a mostrarme generoso. Te ofrezco veinte años. Puedes obtener inclusive treinta. 
El estudiante meneó la cabeza.
 —¡Cuarenta!
 Nueva negativa.
 —¡Cincuenta! Otra vez lo mismo.
 —Bueno —declaró el Diablo—, sé que estoy a punto de cometer una tontería, pero me resulta insoportable contemplar a un joven inteligente y fogoso, desperdiciado por su propia voluntad. Te haré otro tipo de oferta. No haremos ningún trato por ahora, pero te promoveré en el mundo durante los próximos cuarenta años. En la misma fecha de hoy, dentro de cuarenta años, volveré para pedirte una merced; no se tratará de tu alma, tenlo presente, ni de nada que no se halle plenamente a tu alcance otorgar. Si me lo das, estaremos en paz; en caso contrario, te llevaré a ti. ¿Qué te parece?
 El estudiante reflexionó unos instantes y finalmente dijo: 
—De acuerdo.
         Apenas había desaparecido el Diablo, lo que hizo instantáneamente, un mensajero refrenó su humeante corcel ante la entrada de la Universidad de Córdoba (pues el juicioso lector ya habrá advertido que Lucifer jamás pudo haber sido admitido en una sede académica cristiana) y, tras hacer averiguaciones sobre el estudiante Gerbert, le hizo entrega del nombramiento que enviaba el emperador Otón, quien le designaba abad de Bobbio en consideración —agregaba el documento—, a su virtud y erudición, poco menos que milagrosas en alguien tan joven. Tales mensajeros fueron asiduos visitantes de Gerbert a lo largo de su próspera carrera. Abad, obispo, arzobispo, cardenal, por último fue entronizado papa el 2 de abril de 999 y adoptó el nombre de Silvestre II. Era creencia generalizada que el mundo acabaría al año siguiente, catástrofe que a muchos parecía más inminente por la elección de un jefe religioso cuya celebridad como teólogo, aunque nada desdeñable, no tenía parangón con su fama como nigromante. 
           No obstante, el mundo siguió girando indemne a través del temible período y a comienzos del primer año que correspondía al siglo XI Gerbert se hallaba apaciblemente instalado en su estudio examinando un libro de magia. Volúmenes de álgebra, astrología, alquimia, filosofía aristotélica y otros temas ligeros ocupaban los anaqueles; sobre una mesa, un reloj perfeccionado según sus propias invenciones reposaba junto a su introducción de los números arábigos, principal legado que hizo a la posteridad. De improviso se oyó un batir de alas y Lucifer se instaló a su lado. 
—Ha transcurrido mucho tiempo desde que tuve el placer de conversar contigo —dijo el Maligno—. Ahora he venido a verte para recordarte ese asuntito que pactamos hoy hace cuarenta años. —Recuerda —respondió Silvestre —, que no has de pedirme nada que exceda mi capacidad de otorgártelo. 
—Lejos de mí semejante propósito —observó Lucifer—. Por el contrario, es mi intención solicitar un favor que sólo tú puedes concederme. Puesto que eres papa, deseo que me nombres cardenal. —Presumo que con la ilusión de que te elijan papa al producirse la próxima vacante —replicó Gerbert. 
—Ilusión que puedo acariciar con las mejores razones —acotó Lucifer—, si se tiene en cuenta mi enorme fortuna, mi habilidad como intrigante y la actual composición del Sacro Colegio. 
—Sin duda, pretendes subvertir los fundamentos de la fe —señaló Gerbert —, y a través de la licencia y de una conducta disoluta te propones que la Santa Sede resulte odiosa y despreciable. —Todo lo contrario —aseguró el demonio—: extirparé la herejía y toda la erudición y conocimiento que inevitablemente conducen a ella. No admitiré que ningún hombre sepa leer, salvo los sacerdotes, y limitaré las lecturas de éstos al breviario. Quemaré tus libros junto con tus huesos en la primera oportunidad que se presente. Mantendré un austero rigor en la conducta y me cuidaré muy bien de no aflojar un solo remache en el yugo tremendo que estuve forjando para someter las mentes y conciencias de la humanidad. 
—En tal caso —dijo Gerbert—, ¡pongámonos en marcha hacia tu reino!
 —¿Cómo? —exclamó Lucifer—. ¿Prefieres acompañarme a las regiones infernales? 
—Con toda certeza; antes he de condenarme que convertirme en causa accesoria de que se queme a Platón y Aristóteles y de que se promueva el oscurantismo contra el que luché toda mi vida. —Gerbert —declaró el demonio—, esto es una manifiesta trivialidad. ¿Acaso ignoras que ningún hombre bueno puede ingresar en mis dominios? Si fuese posible una cosa semejante, mi infierno se volvería intolerable para mí y me vería obligado a abdicar.
 —Lo sé —manifestó Gerbert—; por ello he podido recibir tu visita con aplomo. 
—Gerbert —le reconvino el Diablo, con lágrimas en los ojos—, te pregunto: ¿es esto justo, es juego limpio? Me comprometí a promover tus intereses en el mundo; cumplí lo pactado hasta el exceso. Gracias a mi intervención alcanzaste un prestigio al que jamás hubieras podido aspirar de otro modo. A menudo he participado en la elección de papa, pero nunca antes contribuí a que se otorgara la tiara a alguien que se ha destacado por la virtud y la erudición. Te has beneficiado plenamente con mi ayuda, y ahora te aprovechas de una circunstancia fortuita para privarme de la recompensa que merezco con justicia. Mi constante experiencia me demuestra que la gente buena es mucho más escurridiza que los pecadores y complica enormemente los pactos.
 —Lucifer —replicó Gerbert—, siempre procuré tratarte como a un caballero, confiado en que recíprocamente demostrarías comportarte de ese modo. No pretendo averiguar si respondía plenamente a esta suposición el hecho de que pretendieras intimidarme para que consintiese a tus exigencias, con la amenaza de imponerme un castigo que según bien sabías no estaba en tu potestad aplicar. No prestaré atención a esta pequeña irregularidad y te concederé aún más de lo que solicitaste. Pediste ser cardenal; pues te haré papa... 



—¡Ah! —exclamó Lucifer, y el ardor íntimo tiñó su fuliginoso pellejo, a semejanza del resplandor que un rescoldo a punto de apagarse vuelve a adquirir cuando se lo sopla.
 —... por doce horas —prosiguió Gerbert—. Al expirar el plazo, consideraremos nuevamente el asunto, y si tal como preveo te revelas más deseoso de abandonar la dignidad papal de lo que estuviste por llegar a asumirla, te prometo que, dentro de mis posibilidades de otorgártela, te daré la recompensa que pidas, siempre que no se oponga manifiestamente a la religión y a la moral. 
—¡Convenido! —gritó el demonio.
 Gerbert pronunció algunas palabras cabalísticas y al instante, en el recinto, la presencia del papa Silvestre se duplicó; eran enteramente iguales, con excepción de sus atavíos y de que uno de ellos cojeaba ligeramente de su pierna izquierda.
 —Hallarás los ropajes pontificios en este armario —indicó Gerbert y, al tiempo que se llevaba el libro de magia, se deslizó por una puerta disimulada que lo condujo a un aposento secreto. Al cerrar la puerta detrás de sí, estalló en una risita ahogada y murmuró para su coleto—: ¡Pobre viejo Lucifer! ¡Otra vez engañado! 
        Si Lucifer había sido engañado, no parecía saberlo. Se aproximó a una gran hoja de plata que servía como espejo y contempló su aspecto personal con algún desagrado.
 —Para decir la verdad, sin los cuernos no quedo ni la mitad de bien — monologó—, y estoy seguro de que lamentaré con gran pesar la falta de mi cola.
       Una tiara y la cola del ropaje sirvieron, empero, como sustitutos de los apéndices ausentes y Lucifer adquirió en cada pulgada de su persona el aspecto del papa. Estaba a punto de llamar al maestro de ceremonias y de convocar un consistorio cuando la puerta se abrió violentamente y siete cardenales que esgrimían puñales irrumpieron en la habitación.
 —¡Abajo el hechicero! —gritaban a la vez que se apoderaban de él y le amordazaban.
 —¡Muerte al sarraceno! 
—¡Practica álgebra y otras artes diabólicas!
 —¡Sabe griego!
 —¡Lee hebreo! 
—¡A quemarlo! 
—¡Ahorquémosle!
 —Que le deponga un concilio general —añadió un cardenal joven e inexperto. 
—¡Dios no lo permita! —dijo sotto voce otro purpurado que era viejo y cauteloso.
 Lucifer batalló frenéticamente, pero el débil cuerpo que se hallaba condenado a habitar durante las próximas once horas muy pronto quedó exhausto. Atado e indefenso, se desmayó. 
        —Hermanos —dijo uno de los cardenales de mayor edad—, los exorcistas declaran que un hechicero o cualquier otro individuo que haya pactado con el demonio habitualmente tiene en su cuerpo algún signo visible de sus tratos infernales. Propongo que, en consecuencia, procedamos a la búsqueda de estigmas, cuyo descubrimiento pueda contribuir a justificar nuestra acción ante los ojos del mundo.
       —Apruebo sin reservas la proposición de nuestro hermano Anno – anunció otro de los presentes—, tanto más porque resultaría prácticamente imposible que no halláramos alguna marca de tal especie, si en realidad estamos decididos a encontrarla. 
       Se dispuso, por consiguiente, la búsqueda y antes de que transcurriese mucho tiempo un alarido simultáneo de los siete cardenales indicó que su investigación había puesto al descubierto más de lo que se habían atrevido a sospechar. 
             ¡El Padre Santo tenía un pie hendido!
              Durante los cinco minutos siguientes los cardenales permanecieron absolutamente aturdidos, mudos e inmóviles de asombro. A medida que recuperaban sus facultades, a un observador atento le hubiera resultado manifiesto que el papa había prosperado considerablemente en la opinión de sus captores.
          —Éste es un asunto que requiere una deliberación muy madura —dijo uno de ellos.
           —Siempre temí que estuviésemos obrando con demasiado apresuramiento —dijo otro.
           —Está escrito: «Los diablos creen» —dijo un tercero—. Por lo tanto, el Padre Santo no es en absoluto herético.
           —Hermanos —agregó Anno—, este asunto, tal como señaló nuestro hermano Benno, requiere indispensablemente una deliberación muy madura. En consecuencia, propongo que, en lugar de ahogar a Su Santidad con almohadones según lo previsto inicialmente, por el momento le encerremos en el calabozo contiguo a este sitio y, después de pasar la noche en meditación y plegaria, volvamos a considerar la cuestión mañana por la mañana.
             —A los funcionarios del palacio se les debe informar —aconsejó Benno—, de que Su Santidad se ha retirado para orar y que no desea ser perturbado por ningún motivo. 
            —Piadoso fraude —observó Anno —, que ninguno de los padres ni por un instante tendría escrúpulos en cometer. 
              De conformidad con ello, los cardenales levantaron al Diablo todavía desmayado y cuidadosamente —casi con cariño—, lo transportaron a los aposentos destinados a su detención. Todos se hubieran demorado de buena gana aguardando la recuperación del prisionero, pero cada uno sentía que los ojos de sus seis hermanos se fijaban en él, de modo que se retiraron simultáneamente, cada cual con una llave de la celda. 
               Casi inmediatamente después Lucifer recuperó la conciencia. Tenía una idea muy confusa de las circunstancias que lo habían precipitado a las dificultades presentes y sólo podía reflexionar que, si éstas eran las peripecias habitualmente concomitantes con la dignidad pontificia, no resultaban de su gusto y hubiera preferido haberse enterado con anticipación. El calabozo no sólo se hallaba en completa oscuridad, sino que resultaba horriblemente frío, y el pobre Diablo no disponía en su forma actual de la provisión latente de calor infernal que pudiera aliviarlo. Sus dientes castañeteaban, cada uno de sus miembros se estremecía, y se hallaba devorado por el hambre y la sed. A juicio de algunos de sus biógrafos, muy probablemente en esta ocasión inventó los licores espirituosos, pero si así sucedió, el mero deseo de un vaso de aguardiente apenas pudo haber acrecentado sus padecimientos. De tal modo iba transcurriendo la interminable noche invernal y Lucifer parecía a punto de morir de inanición, cuando una llave giró en la cerradura y el cardenal Anno se deslizó al interior cautelosamente, provisto de una lámpara, una hogaza de pan, medio chivito asado frío y una botella de vino. 
          —Confío —dijo con una cortés reverencia—, en que se me pueda excusar cualquier ligera transgresión de la etiqueta en que llegue a incurrir, a causa de las dificultades en que me hallo para determinar si el trato más adecuado que debo emplear es «Su Santidad» o «Su Majestad Infernal».            
            —Bu... buuu... buu —fue cuanto pudo responder Lucifer, que todavía tenía puesta la mordaza.         
           —¡Cielos! —exclamó el cardenal—. Ruego a Su Santidad Infernal que me dispense. ¡Qué descuido imperdonable! Le quitó a Lucifer la mordaza y las ligaduras y le ofreció el refrigerio, sobre el cual el demonio se arrojó vorazmente.
           —Si me es lícito expresarme así — prosiguió Anno—, ¿por qué diablos Su Santidad no nos informó que era el Diablo? En tal caso, ni una mano se hubiera levantado contra usted. Durante toda mi vida estuve tratando de obtener la audiencia que ahora felizmente me es concedida. ¿A qué se debe esta desconfianza con el fiel Anno, que lo ha servido con lealtad y celo por espacio de tantos años? 
           Lucifer señaló significativamente la mordaza y las ligaduras. 
         —Nunca podré perdonarme — protestó el cardenal—, por la parte que me cupo en este desgraciado asunto. Aparte de proveer a las necesidades corporales de Su Majestad, nada me preocupa tanto como expresar mi contrición. Pero ruego a Su Majestad que tenga presente que mi comportamiento creía responder a los intereses de Su Majestad, en la deposición de un mago que tenía por costumbre imponer a Su Majestad tareas subalternas y que en cualquier momento podía encerrarlo en un recipiente y arrojarlo al mar. Resulta deplorable que los servidores más devotos de Su Majestad hayan sido despistados de tal modo.
               —Razones de estado —sugirió Lucifer.
               —Espero que no sigan vigentes — dijo el cardenal—. De todas maneras, el Sacro Colegio al presente tiene pleno conocimiento de todo el asunto; por lo tanto, es innecesario seguir prolongando este aspecto de la cuestión. Ahora rogaría humildemente autorización para conversar con Su Majestad o, más bien, con Su Santidad, pues deseo referirme a problemas espirituales, relacionados con la importante y delicada situación que se origina en torno del sucesor de Su Santidad. Ignoro por cuánto tiempo Su Santidad se propone ocupar la cátedra apostólica pero, por supuesto, usted comprende que la opinión pública no admitiría que una misma persona la retuviese por un período mayor que el pontificado de Pedro. De ello se desprende que, algún día, tendrá que producirse la vacante del trono; y modestamente deseo señalarle que ningún sucesor con excepción de mí podría obtenerse que resultase más afín al presente titular o en quien éste podría confiar en todo sentido la realización de sus propósitos y objetivos. 
              Y el cardenal procedió a referir varios episodios de su vida pasada que efectivamente parecían corroborar su afirmación. Sin embargo, no había avanzado mucho antes de que lo interrumpiera el chirrido de otra llave en la cerradura, y apenas tuvo tiempo de sumergirse bajo una mesa después de haber susurrado con acento inquietante:
              —¡Cuidado con Benno! 
              También Benno traía consigo una lámpara, vino y viandas frías. La otra lámpara y los restos del refrigerio servido a Lucifer le advirtieron de que uno de sus colegas había estado allí anteriormente; y puesto que desconocía cuántos más podrían hallarse en la competencia, sin demora abordó la cuestión relativa al papado y exaltó sus propias aspiraciones de manera muy similar a la de Anno. Mientras advertía con vehemencia a Lucifer contra este cardenal, cuyos manejos podían engañar al mismo Diablo, otra llave giró en la cerradura y Benno se refugió bajo la mesa, donde Anno inmediatamente le metió un dedo en el ojo derecho. El breve chillido que siguió a este episodio Lucifer lo disimuló convenientemente con un acceso de tos.
                 El cardenal número 3, un francés, traía un jamón de Bayona y exhibió el mismo disgusto que Benno al comprobar que otros se le habían anticipado. Hasta donde lograron manifestarse, sus peticiones eran moderadas; pero nadie sabe hasta dónde habría llegado si no lo hubiera amedrentado el ingreso del cardenal número 4. Hasta ese momento sólo había solicitado una bolsa inagotable, poder para evocar al Diablo ad libitum y un anillo que lo hiciera invisible para permitirle el acceso a su querida, que infortunadamente era una mujer casada.
                    Fundamentalmente, el cardenal número 4 deseaba que se le facilitara la manera de envenenar al cardenal número 5, en tanto que éste formuló la misma petición con respecto al cardenal número 4. 
                El cardenal número 6, que era inglés, solicitó el derecho de sucesión a los arzobispados de Canterbury y York, con la facultad de ocuparlos simultáneamente y de ser eximido sin límite de las obligaciones acerca de la residencia en tales sedes. En el curso de su arenga utilizó el giro non obstantibus, del que Lucifer inmediatamente tomó nota .
           Se ignora qué hubiera solicitado el cardenal número 7, pues apenas había abierto la boca cuando expiró la duodécima hora y Lucifer, que recuperó el vigor juntamente con su figura, lanzó al príncipe de la Iglesia girando como un trompo hasta el extremo opuesto del recinto y partió la mesa con un solo golpe de cola. Los seis cardenales, agazapados y apiñados, se contemplaron entre sí, agachados, y al mismo tiempo pudieron disfrutar del espectáculo de Su Santidad que atravesaba el techo de piedra, el cual cedió a su paso como si fuera una telilla y volvió a cerrarse como si nada hubiera sucedido. Después de la primera sensación de espanto, todos corrieron hacia la puerta, pero la hallaron cerrada desde fuera. No había otra salida y no existía ningún medio para pedir socorro. En esta emergencia la conducta de los cardenales italianos sirvió de luminoso ejemplo a sus colegas extranjeros; se encogieron de hombros y dijeron:
         —Bisogna pazienzia. 
         Nada pudo superar la recíproca cortesía de los cardenales Anno y Benno, salvo la que exhibieron entre sí quienes habían pretendido envenenarse mutuamente. Al francés se le consideró gravemente menoscabado en las buenas maneras por haber aludido a esta circunstancia, que llegó a sus oídos cuando se encontraba debajo de la mesa; y el inglés profirió blasfemias tan ofensivas al comprobar en qué aprieto se hallaba, que los italianos, sin dilación, convinieron en silencio un pacto por el que nadie de esa nacionalidad jamás sería elegido papa, precepto que, con una sola excepción, ha sido respetado hasta la fecha. 
           Mientras tanto, Lucifer buscó refugio donde se hallaba Silvestre, al que encontró ataviado con todas las insignias de su dignidad, de las cuales —éste puntualizó— suponía que su visitante con toda seguridad ya estaba harto.
           —Me siento dispuesto a compartir tal opinión —replicó Lucifer—. Pero al mismo tiempo me siento plenamente compensado de cuanto debí soportar, en virtud de las protestas de lealtad que mis amigos y admiradores formularon y de la convicción que he adquirido de que me resulta innecesario consagrar al ámbito eclesiástico un grado considerable de atención personal. Reclamo ahora la recompensa prometida, cuyo otorgamiento de ningún modo resultará incompatible con tus funciones, en vista de que es una obra de caridad. Te solicito que los cardenales sean liberados y que la conspiración que tramaron contra ti, de la que sólo yo fui víctima, quede relegada al olvido.
           —Confiaba en que te los llevarías contigo —dijo Gerbert con expresión de contrariedad.                
           —No, gracias —respondió el Diablo—. Conviene más a mis intereses que permanezcan donde están. 
            Por lo tanto, la puerta del calabozo fue abierta y los cardenales salieron, abatidos y temerosos. Si, pese a todo, causaron menores perjuicios que lo previsto por Lucifer, el motivo consistió en el absoluto desconcierto que les produjo lo acontecido y la absoluta incapacidad que mostraron para perturbar los planes de Gerbert, quien desde entonces se dedicó a las buenas obras inclusive con ostentación. Nunca pudieron estar enteramente seguros acerca de si habían hablado con el papa o con el Diablo, y cuando se hallaban dominados por esta última impresión por lo general formulaban propuestas que Gerbert justamente condenaba como inconsultas, temerarias y escandalosas. Le importunaron con alusiones a ciertos asuntos mencionados en las entrevistas con Lucifer, ya que de manera comprensible pero errónea suponían que el auténtico papa había sido el interlocutor de tales conversaciones y, mientras echaban miradas a sus extremidades inferiores, le acosaron con insistentes gestos y risitas de complicidad. Para acabar con estas molestias y, a la vez, para acallar ciertos rumores desagradables que de algún modo habían comenzado a circular en el extranjero, Gerbert concibió la ceremonia de besar los pies del pontífice, que subsiste hoy día en forma penosamente mutilada. El estupor de los cardenales al comprobar que el Padre Santo ya no tenía pezuñas sobrepasó cualquier descripción, y descendieron a sus tumbas sin haber alcanzado ni la más remota explicación del misterio.