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sábado, 20 de marzo de 2021

Aída Gelbtrunk (Durazno , Uruguay 1939 -1999 )

 



 "La casa vacía"

 

 La casa vacía

 Llena de acordes

 (vivo sin vivir en mí)

 y un puro soñar

 que se mete en el cuerpo

 como intruso misticismo.

  

 Me busca en el amor

 vivo con la raíz en la hoguera

                o a ella vuelvo

 como a una cuenca primera

 en la que tiemblan: encendidas,

 las sobrevivientes respuestas

 crece la tierra que brota, dentro de mí

 y florecen mis íntimos frutos perplejos

 vino verde de mi estío

  

                                         vivo estás

  

 Con tan claro

             los fantasmas peregrinos

 se acuestan a mi lado     se esconden en los rincones

                 se envuelven en la penumbra

                                  ignorante y breve

 Hay entre cenizas de llanto

 un andar confuso

                                 de un día desbocado.

 

 tomado del blog https://jewishlatinamerica.wordpress.com/

sábado, 24 de noviembre de 2018

Ida Vitale (Montevideo, 1923)

Aclimatación

Primero te retraes,
te agostas,
pierdes alma en lo seco,
en lo que no comprendes,
intentas llegar al agua de la vida,
alumbrar una membrana mínima,
una hoja pequeña.
No soñar flores.
El aire te sofoca.
Sientes la arena
reinar en la mañana,
morir lo verde,
subir árido oro.
Pero, aún sin ella saberlo,
desde algún borde
una voz compadece, te moja
breve, dichosamente,
como cuando rozas
una rama de pino baja
ya concluida la lluvia.



Cambios

Puede cambiar la vida
sus ramas, como un árbol
cambia las suyas desde
el verde hasta el otoño.
Puede, pilar oscuro,
suplicio oscuro puede
recubrirse de frutos
como un mes de verano.
Ah puede también caer,
caer no sé hasta dónde,
como cae el poema,
o el amor en la noche,
hasta no sé qué fondo
duro y ciego y terrible,
tocando el agua madre
el manantial del miedo


Corta la vida o larga, todo

lo que vivimos se reduce
a un gris residuo en la memoria.
De los antiguos viajes quedan
las enigmáticas monedas
que pretenden valores falsos.
De la memoria sólo sube
un vago polvo y un perfume.
¿Acaso sea la poesía?




Fortuna


Por años, disfrutar del error
y de su enmienda,
haber podido hablar, caminar libre,
no existir mutilada,
no entrar o sí en iglesias,
leer, oír la música querida,
ser en la noche un ser como en el día.
No ser casada en un negocio,
medida en cabras,
sufrir gobierno de parientes
o legal lapidación.
No desfilar ya nunca
y no admitir palabras
que pongan en la sangre
limaduras de hierro.
Descubrir por ti misma
otro ser no previsto
en el puente de la mirada.
Ser humano y mujer, ni más ni menos.



sábado, 25 de marzo de 2017

Cristina Peri Rossi ( Montevideo 1941)






El Museo de los Esfuerzos Inútiles

Todas las tardes voy al Museo de los Esfuerzos Inútiles. Pido el catálogo y me siento frente a la gran mesa de madera. Las páginas del libro están un poco borrosas, pero me gusta recorrerlas lentamente, como si pasara las hojas del tiempo. Nunca encuentro a nadie leyendo; será por eso que la empleada me presta tanta atención. Como soy uno de los pocos visitantes, me mima. Seguramente tiene miedo de perder el empleo por falta de público. Antes de entrar miro bien el cartel que cuelga de la puerta de vidrio, escrito con letras de imprenta. Dice: «Horario: Mañanas, de 9 a 14 horas. Tardes, de 17 a 20. Lunes, cerrado». Aunque casi siempre sé qué Esfuerzo Inútil me interesa consultar, igual pido el catálogo para que la muchacha tenga algo que hacer.
—¿Qué año quiere? —me pregunta muy atentamente. —El catálogo de mil novecientos veintidós —le contesto, por ejemplo.
Al rato ella aparece con un grueso libro forrado en piel color morado y lo deposita sobre la mesa, frente a mi silla. Es muy amable, y si le parece que la luz que entra por la ventana es escasa, ella misma enciende la lámpara de bronce con tulipán verde y la acomoda de modo que la claridad se dirija sobre las páginas del libro. A veces, al devolver el catálogo, le hago algún comentario breve. Le digo, por ejemplo:
—El año mil novecientos veintidós fue un año muy intenso. Mucha gente estaba empeñada en esfuerzos inútiles. ¿Cuántos tomos hay?
—Catorce —me contesta ella muy profesionalmente.
Y yo observo alguno de los esfuerzos inútiles de ese año, miro niños que intentan volar, hombres empeñados en hacer riqueza, complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar, y numerosas parejas.
—El año mil novecientos setenta y cinco fue mucho más rico —me dice con un poco de tristeza—. Aún no hemos registrado todos los ingresos.
—Los clasificadores tendrán mucho trabajo —reflexiono en voz alta.
—Oh, sí —responde ella—. Recién están en la letra C y ya hay varios tomos publicados. Sin contar los repetidos.
Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio. Un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran.
La empleada asegura que sólo una ínfima parte de los esfuerzos inútiles consigue llegar al museo. En primer lugar, porque la administración pública carece de dinero y prácticamente no se pueden realizar compras, o canjes, ni difundir la obra del museo en el interior y en el exterior; en segundo lugar, porque la exorbitante cantidad de esfuerzos inútiles que se realizan continuamente exigiría que mucha gente trabajara, sin esperar recompensa ni comprensión pública. A veces, desesperando de la ayuda oficial, se ha apelado a la iniciativa privada, pero los resultados han sido escasos y desalentadores. Virginia —así se llama la gentil empleada del museo que suele conversar conmigo— asegura que las fuentes particulares a las cuales se recurrió se mostraron siempre muy exigentes y poco comprensivas, falseando el sentido del museo.
El edificio se levanta en la periferia de la ciudad, en un campo baldío, lleno de gatos y de desperdicios, donde todavía se pueden encontrar, sólo un poco más abajo de la superficie del terreno, balas de cañón de una antigua guerra, pomos de espadas enmohecidos, quijadas de burro carcomidas por el tiempo.
—¿Tiene un cigarrillo? —me pregunta Virginia con un gesto que no puede disimular la ansiedad.
Busco en mis bolsillos. Encuentro una llave vieja, algo mellada; la punta de un destornillador roto, el billete de regreso del autobús, un botón de mi camisa, algunos níqueles y, por fin, dos cigarrillos estrujados. Fuma disimuladamente, escondida entre los gruesos volúmenes de lomos desconchados, el marcador del tiempo que contra la pared siempre indica una hora falsa, generalmente pasada, y las viejas molduras llenas de polvo. Se cree que allí donde ahora se eleva el museo, antes hubo una fortificación, en tiempos de guerra. Se aprovecharon las gruesas piedras de la base, algunas vigas, se apuntalaron las paredes. El museo fue inaugurado en 1946. Se conservan algunas fotografías de la ceremonia, con hombres vestidos de frac y damas con faldas largas, oscuras, adornos de estraza y sombreros con pájaros o flores. A lo lejos se adivina una orquesta que toca temas de salón; los invitados tienen el aire entre solemne y ridículo de cortar un pastel adornado con la cinta oficial.
Olvidé decir que Virginia es ligeramente estrábica. Este pequeño defecto le da a su rostro un toque cómico que disminuye su ingenuidad. Como si la desviación de la mirada fuera un comentario lleno de humor que flota, desprendido del contexto.
Los Esfuerzos Inútiles se agrupan por letras. Cuando las letras se acaban, se agregan números. El cómputo es largo y complicado. Cada uno tiene un casillero, su folio, su descripción. Andando entre ellos con extraordinaria agilidad, Virginia parece una sacerdotisa, la virgen de un culto antiguo y desprendido del tiempo.
Algunos son Esfuerzos Inútiles bellos; otros, sombríos. No siempre nos ponemos de acuerdo acerca de esta clasificación.
Hojeando uno de los volúmenes, encontré a un hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro. Y otro, que puso más de veinte en conquistar a una mujer. Le llevaba flores, plantas, catálogos de mariposas, le ofrecía viajes, compuso poemas, inventó canciones, construyó una casa, perdonó todos sus errores, toleró a sus amantes y luego se suicidó.
—Ha sido una empresa ardua —le digo a Virginia—. Pero, posiblemente, estimulante.
—Es una historia sombría —responde Virginia—. El museo posee una completa descripción de esa mujer. Era una criatura frívola, voluble, inconstante, perezosa y resentida. Su comprensión dejaba mucho que desear y además era egoísta.
Hay hombres que han hecho largos viajes persiguiendo lugares que no existían, recuerdos irrecuperables, mujeres que habían muerto y amigos desaparecidos. Hay niños que emprendieron tareas imposibles, pero llenas de fervor. Como aquellos que cavaban un pozo que era continuamente cubierto por el agua.
En el museo está prohibido fumar y también cantar. Esta última prohibición parece afectar a Virginia tanto como la primera.
—Me gustaría entonar una cancioncilla de vez en cuando —confiesa, nostálgica.
Gente cuyo esfuerzo inútil consistió en intentar reconstruir su árbol genealógico, escarbar la mina en busca de oro, escribir un libro. Otros tuvieron la esperanza de ganar la lotería.
—Prefiero a los viajeros —me dice Virginia.
Hay secciones enteras del museo dedicadas a esos viajes. En las páginas de los libros los reconstruimos. Al cabo de un tiempo de vagar por diferentes mares, atravesar bosques umbríos, conocer ciudades y mercados, cruzar puentes, dormir en los trenes o en los bancos del andén, olvidan cuál era el sentido del viaje y, sin embargo, continúan viajando. Desaparecen un día sin dejar huella ni memoria, perdidos en una inundación, atrapados en un subterráneo o dormidos para siempre en un portal. Nadie los reclama.
Antes, me cuenta Virginia, existían algunos investigadores privados; aficionados que suministraban materiales al museo. Incluso puedo recordar un período en que estuvo de moda coleccionar Esfuerzos Inútiles, como la filatelia o los formicantes.
—Creo que la abundancia de piezas hizo fracasar la afición —declara Virginia—. Sólo resulta estimulante buscar lo que escasea, encontrar lo raro.
Entonces llegaban al museo de lugares distintos, pedían información, se interesaban por algún caso, salían con folletos y regresaban cargados de historias, que reproducían en los impresos, adjuntando las fotografías correspondientes. Esfuerzos Inútiles que llevaban al museo, como mariposas, o insectos extraños. La historia de aquel hombre, por ejemplo, que estuvo cinco años empeñado en evitar una guerra, hasta que la primera bala de un mortero lo descabezó. O Lewis Carroll, que se pasó la vida huyendo de las corrientes de aire y murió de un resfriado, una vez que olvidó la gabardina.
No sé si he dicho que Virginia es ligeramente estrábica. A menudo me entretengo persiguiendo la dirección de esa mirada que no sé adónde va. Cuando la veo atravesar el salón, cargada de folios, de volúmenes, toda clase de documentos, no puedo menos que levantarme de mi asiento e ir a ayudarla.
A veces, en medio de la tarea, ella se queja un poco.
—Estoy cansada de ir y venir —dice—. Nunca acabaremos de clasificarlos a todos. Y los periódicos también. Están llenos de Esfuerzos Inútiles.
Como la historia de aquel boxeador que cinco veces intentó recuperar el título, hasta que lo descalificaron por un mal golpe en el ojo. Seguramente ahora vagabundea de café en café, en algún barrio sórdido, recordando la edad en que veía bien y sus puños eran mortíferos. O la historia de la trapecista con vértigo, que no podía mirar hacia abajo. O la del enano que quería crecer y viajaba por todas partes buscando un médico que lo curara.
Cuando se cansa de trasladar volúmenes se sienta sobre una pila de diarios viejos, llenos de polvo, fuma un cigarrillo —con disimulo, pues está prohibido hacerlo— y reflexiona en voz alta.
—Sería necesario tomar otro empleado —dice con resignación.
 



 —No sé cuándo me pagarán el sueldo de este mes.
La he invitado a caminar por la ciudad, a tomar un café o ir al cine. Pero no ha querido. Sólo consiente en conversar conmigo entre las paredes grises y polvorientas del museo.
Si el tiempo pasa, yo no lo siento, entretenido como estoy todas las tardes. Pero los lunes son días de pena y de abstinencia, en los que no sé qué hacer, cómo vivir.
El museo cierra a las ocho de la noche. La propia Virginia coloca la simple llave de metal en la cerradura, sin más precauciones, ya que nadie intentaría asaltar el museo. Sólo una vez un hombre lo hizo, me cuenta Virginia, con el propósito de borrar su nombre del catálogo. En la adolescencia había realizado un esfuerzo inútil y ahora se avergonzaba de él, no quería que quedaran huellas.
—Lo descubrimos a tiempo —relata Virginia—. Fue muy difícil disuadirlo. Insistía en el carácter privado de su esfuerzo, deseaba que se lo devolviéramos. En esa ocasión me mostré muy firme y decidida. Era una pieza rara, casi de colección, y el museo habría sufrido una grave pérdida si ese hombre hubiera obtenido su propósito.
Cuando el museo cierra abandono el lugar con melancolía. Al principio me parecía intolerable el tiempo que debía transcurrir hasta el otro día. Pero aprendí a esperar. También me he acostumbrado a la presencia de Virginia y, sin ella, la existencia del museo me parecería imposible. Sé que el señor director también lo cree así (ése, el de la fotografía con una banda bicolor en el pecho), ya que ha decidido ascenderla. Como no existe escalafón consagrado por la ley o el uso, ha inventado un nuevo cargo, que en realidad es el mismo, pero ahora tiene otro nombre. La ha nombrado vestal del templo, no sin recordarle el carácter sagrado de su misión, cuidando, a la entrada del museo, la fugaz memoria de los vivos.


lunes, 7 de diciembre de 2015

Oscar Gorbacho ( Carmelo Uruguay 1922, Buenos Aires 2015)






Perplejidades antes de dormir

Me moriré sin entender la vida.
Ya nada parece tener vuelo.
Ni una baranda al mar,
ni un pobre genio,
ni el miedo disfrazado de indolencia.

Nadie quiere nacer para ser nada,
vivir para ser sombra
o avejentada luz de la mañana
en la cama desierta.

Me moriré sin entender la muerte.

Casi un curriculum

Soy prisionero de esta ciudad.
Cambio admiraciones y amores por espejitos.
Creo en la gente como otros creen
en el perdón de los pecados,
en la justicia de los jueces,
en los gatos.
Vivo sin entender la conversación
de los mayores,
creo que, algún día, aparecerá Dios
para decirme que tenga paciencia
que, al fin de cuentas, Job fue recompensado
a su manera, a la de Dios.
Creo que a tanta edad
debería tener una casa pegada al mar océano
y que el viejo dolor adolescente
tendría que haber cedido al tratamiento de los años.
Pero sigo aquí, en esta ciudad,
desaparecido,
ignorante,
sin talento cósmico,
dueño sólo del arte de ser pobre.
El subterráneo

Esta mañana, el tren subterráneo
se detuvo sin razón.
(Íbamos a alguna parte y ya no íbamos)

Estupefactos,
nos miramos preguntándonos por la oscuridad,
el silencio, la traspiración.

El aire era un pescado viscoso y lento
en un mar de pelos sucios.

Un desperfecto o un perfecto complot
nos dejaba solos, lejos del aire minado,
lejos del cielo gris,
lejos de nuestros padres,
con un golpe en la nuca y sin la rosa.
Solos bajo la tierra, mudos,
como un ensayo de morir.


Ya sé

Ya sé que esto no es serio ni maduro,
que sigo carcomido por episodios personales,
asediado por mi cédula de identidad,
que no puedo salir de mi pequeña historia.

Ya sé que debería ser trascendente,
hablar de cosmogonías,
aconsejar al hombre,
ayudarle a ver el mundo
y a usar la poesía como una fórmula
de conocimiento
o una ciencia posible
o una estrategia para llegar a Dios.

Ya sé que debería inventar un mundo predilecto,
una especie redentora
o un estandarte de sabiduría.

Pero temo salir de mí
y, al regresar, no encontrarme.



Mi madre


Está muerta hace tiempo,
pero cumple años como siempre
y reaparece en las fotografías,
mitad escondida, mitad velada por la vergüenza.

Tengo la misma edad de su muerte
y es como si cruzara un bosque
lleno de humo
o enarbolara una bandera de parlamento
o descubriera un feto
en el fondo de una piscina.

Estaba sentenciada por el embuste.
Cuando la vi, era tarde:
los años la habían arrasado en pocos meses,
tenía el rostro de las brujas infantiles
y, sin embargo, era ella,
la misma que me acunaba en su pollera
con olor a cocina,
la misma que convocaba el té de tilo nocturno,
la que me enseñó a rezar para mi padre,
muerto por esos cielos,
la que estiraba las frazadas hasta las orejas,
la de las manos rugosas de tiempo y jabón.

Era la misma. Pero ocupada en su muerte,
no le alegraba mi regreso
y seguía acostada sin preguntarme nada,
sin fuerzas, sin ganas, sin amor.
No le importaba el hijo que regresaba enfermo.

Estoy cruzando su muerte en mitad de la lluvia,
estoy echando un puñado de tierra
y me falta su amparo, su falda, su silencio.
Será posible, Dios, que nunca acabe,
que nadie acabe de morir
hasta su propia muerte,
que todo sea un atentado de ambigüedad,
que me dé miedo escribir
por no tropezar con ella
detrás de cada metáfora,
detrás de cada impericia.

Camino por su muerte como si sólo ahora
muriera de repente.

Ya no existen sus cartas, sus peinetas,
su cama de la muerte.
Sólo existe este llanto tardío,
esta sobresaltada pesadilla,
este miedo a vivir que dan los años.




domingo, 4 de octubre de 2015

Circe Maia ( Montevideo 1932)



El medio transparente

Lo mejor sería no pensar demasiado
en ellas, las palabras. Ellas vienen
así o de otro modo y no es tan importante.

Vidrios, ventanas son y habría que limpiarlas
con cuidado, por eso. No pintarlas
-¿qué verías detrás?- y no adornarlas.

Por mirar el adorno en la ventana
no miraste hacia afuera.
El más breve vistazo
hubiera sido al menos suficiente
para mirar la luz del otro lado.

Sí, esa luz de afuera
sobre un rostro que pasa.

(Superficies ) 


Voces  en  el  comedor

La puerta quedo abierta
y desde el comedor llegan las voces.

Suben por la escalera
y la casa respira.
Respira la madera de sus pisos
las baldosas, el vidrio de las ventanas.

Y como por descuido se abren otras puertas
como a golpes de viento
y nada impide entonces que se escuchen otras voces
desde los cuartos.

No importa lo que dicen.
Conversan: se oye una,
después se oye otra.
Son voces juveniles,
claras.

Saben
peldaños de madera
y mientras ellas suenan
-mientras suenen-

sigue viva la casa.

(Superficies)

Esta Mujer

A esta mujer la despierta un llanto:
se levanta medio dormida.
Prepara una leche en silencio
cortado por pequeños ruidos de cocina.
Mira como envuelve su tiempo y en él está viva.
y en él está viva.
Sus horas
fuertemente tramadas
están hechas de fibras resistentes
como cosas reales: pan avena,
ropa lavada, lana tejida.
Cada hora germina otras horas y todas son peldaños
que ella sube y resuenan.
Sale y entra y se mueve
y su hacer la ilumina.

( El puente)

Marosa di Giorgio (Salto 1932 , Montevideo 2004)




A veces, en el trecho de huerta ...

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar a la
 alcoba, se me aparecían los ángeles.
Alguno, quedaba allí de pie, en el aire, como un gallo
blanco -oh, su alarido-, como una llamarada de azucenas
blancas como la nieve o color rosa.
A veces, por los senderos de la huerta, algún ángel me
seguía casi rozándome; su sonrisa y su traje, cotidianos; se
 parecía a algún pariente, a algún vecino (pero, aquel
plumaje gris, siniestro, cayéndole por la espalda hasta los
 suelos...). Otros eran como mariposas negras pintadas a la
 lámpara, a los techos, hasta que un día se daban vuelta y les
 ardía el envés del ala, el pelo, un número increíble.
Otros eran diminutos como moscas y violetas e iban todo el
día de aquí para allá y ésos no nos infundían miedo, hasta
 les dejábamos un vasito de miel en el altar.

De "Historial de las violetas" 1965



Bajó una mariposa a un lugar oscuro...

Bajó una mariposa a un lugar oscuro; al parecer, de
hermosos colores; no se distinguía bien. La niña más chica
creyó que era una muñeca rarísima y la pidió; los otros
niños dijeron: -Bajo las alas hay un hombre.
Yo dije: -Sí, su cuerpo parece un hombrecito.
Pero, ellos aclararon que era un hombre de tamaño natural.
Me arrodillé y vi. Era verdad lo que decían los niños. ¿Cómo
cabía un hombre de tamaño normal bajo las alitas?
Llamamos a un vecino. Trajo una pinza. Sacó las alas. Y un
hombre alto se irguió y se marchó.
Y esto que parece casi increíble, luego fue pintado
prodigiosamente en una caja.

De "La liebre de marzo", 1981

Anoche, volvió, otra vez...

Anoche, volvió, otra vez, La Sombra; aunque ya habían
pasado  cien años, bien la reconocimos. Pasó el jardín de
violetas, el dormitorio, la cocina; rodeó las dulceras, los
 platos blancos como huesos, las dulceras con olor a rosa.
Torno al dormitorio, interrumpió el amor, los abrazos; los
 que estaban despiertos, quedaron con los ojos fijos; los que  
soñaban, igual la vieron. El espejo donde se miró o no se
 miró, cayó trizado. Parecía que quería matar a alguno. Pero,
salió al jardín. Giraba, cavaba, en el mismo sitio, como si
debajo estuviese enterrado un muerto. La pobre vaca, que
 pastaba cerca de la violetas, se enloqueció, gemía como una
mujer o como un lobo. Pero, La Sombra se fue volando, se
fue hacia el sur. Volverá dentro de un siglo.

De "Los papeles salvajes" 1971