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lunes, 20 de agosto de 2012

Natalia Ginzburg (Palermo 1916-Roma 1991)




No podemos saberlo


No podemos saberlo. Nadie lo ha dicho.
Quizás allá no quede más que una red desfondada,
cuatro sillas de paja desflecadas y una galleta vieja
mordida de ratones. Es posible que Dios sea un ratón
y que corra a esconderse tan pronto nos vea entrar.
Y es posible que en cambio sea esa galleta vieja
mordisqueada y mohosa. No podemos saber.

Quizá Dios tiene miedo de nosotros y escape, y largamente
deberemos llamarlo y llamarlo con los nombres más dulces
para inducirlo a volver. Desde un punto lejano del cuarto
él nos mirará fijo, inmóvil.

Quizá Dios es pequeño como un grano de polvo,
y podremos verlo solamente al microscopio,
minúscula sombra azul detrás del cristalito, minúscula
ala negra perdida en la noche del microscopio,
y nosotros allí en pie, mudos, contemplándolo, en vilo.
Quizá Dios es grande como el mar, y lanza espuma y truena.

Quizá Dios es frío como el viento de invierno,
tal vez brama y retumba en un rumor que ensordece,
y deberemos llevar las manos a los oídos,
y agachados, temblando, replegarnos al suelo.
No podemos saber cómo es Dios. Y de todas las cosas
que quisiéramos saber, esta es la única verdaderamente esencial.

Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia
y aquel paraíso suyo es un tedio mortal.

Quizá Dios tiene anteojos negros, un echarpe de seda,
dos mastines a los flancos. Quizás use polainas
y está sentado en un rincón y no dice palabra.
Quizá tiene el pelo teñido, una radio a transistores
y se broncea las piernas en la terraza de un rascacielos.
No podemos saber. Ninguno sabe nada.
Quizá no bien lleguemos nos mandará al espacio
a comprarle pan, salame y una damajuana de vino.

Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia
y aquel paraíso suyo es la consabida música
un revolar de velos, de plumas, y de nubes
y un aroma de lirios y un tedio de muerte,
y cada tanto una media palabra para pasar el tiempo.
Quizá Dios es dos, una réplica de esposos
librados al sopor de una mesa de hotel.

Quizá Dios no tiene tiempo. Dirá que nos vayamos
y volvamos más tarde. Nosotros nos iremos de paseo,
nos sentaremos sobre un banco a contar trenes que pasan,
las hormigas, los pájaros, las naves. De aquella alta ventana
Dios se asomará a mirar las calles y la noche.

No podemos saber. Nadie lo sabe.
Es posible incluso que Dios tenga hambre y nos toque saciarlo,
quizás muere de hambre, y tiene frío, y tiembla de fiebre,
bajo una manta sucia, infestada de pulgas
y deberemos correr en busca de leche y de leña,
y telefonear a un médico, y quién sabe si a tiempo
encontraremos un teléfono, y la guía, y el número
en la noche demente, quién sabe si tenderemos suficiente dinero.

Traducido por Leopoldo Brizuela


Memoria de un esposo muerto


La gente va y viene por las calles,
hace sus compras, camina a sus asuntos
con los rostros vulgares y felices,
con el grato bullicio de costumbre.

Levantaste el lienzo para mirar su rostro,
te inclinaste a besarlo con el gesto de siempre.
Y era el rostro de siempre, pero era la última vez,
quizá tan solo un poco más cansado.
Su ropa tambien era la de siempre.

Y los zapatos eran los de siempre. Y las manos
eran las manos que partian el pan,
vertían el vino y la alegría.

Todavía hoy cada minuto que pasa
vuelves a levantar el lienzo,
a mirar su rostro por última vez.

Si caminas por las calles, no hay nadie junto a ti.
Si tienes miedo, nadie te coje la mano.
no es tuya la calle, no es tuya la ciudad
alegre y confiada y de los otros,
de los hombres que van y vienen
comprando el pan, la fruta y el periódico.

Puedes asomarte a la ventana
contemplar en silencio el oscuro jardín:
nadie vendra a tu lado,
nadie te dará fuerzas para entrar en la noche.

Antes cuando llorabas había una voz serena,
antes cuando reías alguien reía contigo.
Pero una puerta se ha cerrado para siempre,
para siempre se ha apagado un fuego,
tu juventud es ya una casa vacía
para siempre.