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lunes, 12 de febrero de 2018

"Michel" de Marco Denevi







Qué voy a llamarme Michel, che, avisá. Me llamo Gonzalo Maritti. Yo nunca había sabido por qué mi vieja, que se llamaba Rosina Maritti y era tana, me había puesto ese nombre gallego. Pero en Le matelot todos los mozos teníamos que tener nombres franceses. Una chifladura de Gastón, del trompa, que en realidad se llamaba Héctor. Lo de Michel me lo eligió Freddy, porque yo, la verdad, de francés no manyo ni medio. Hacía una semana que trabajaba en Le matelot. Era mi primer laburo, sabés, porque mientras vivió la vieja me mantenía para que yo estudiase. No estudiaba, pero a la vieja, con tal de que se quedara tranquila, le engrupía que sí. Bueno, cuando la vieja sonó me encontré en la más porca miseria. Freddy, que conocía al país, me consiguió ese rebusque en la whisquería. Era amigo de Gastón y Gastón, apenas me vio, lo miró a Freddy y le dijo que sí, que yo le servía.
No iba a servirle, yo. Diez y ocho años y una pinta que rajaba los cielos. Ahora me ves muy chanfleado, pero imagínate entonces. A los dos días ya era el mozo más popular. El gordo primero me mandó a las mesas, pero después manyó el juego de miradas y me puso a atender el bar. Tendrías que haber visto a la mariconería de la barra. Me daban la mano, me buscaban conversación, me tuteaban, a cada rato me pedían fuego. Pero yo me quedaba en la cochera. Atento, eso sí, pero en la cochera. Porque, ¿quiénes eran, todos ésos? Pendejos como yo. Eso es lo que tenía de malo Le matelot. Que estaba lleno de pibes. Y yo para qué quería pibes, querés decirme. Yo esperaba otra cosa, me comprendés. Una cosa como Freddy, cuando Freddy era un bacán y tenia tres años menos. Pero Freddy se había secado y de golpe se había vuelto un jovato que era más de Dios que de nosotros, te juro, por la enfermedad.
Cuando el punto apareció aquella noche, toda la mariconería de la barra hizo silencio, calcula cómo sería, y le clavó los carozos. Después meta codearse entre ellos y mover las plumas. O como decía Gastón: sacaron las polveras. Uno bueno para cargar a los maricones. Pero el punto no miraba a nadie. Me miraba a mí, sabes, a mi desde el primer momento.
Un tipo como de cuarenta años, con cuerpo de pato vica, rubio, la piel tostada. Parecido, para que te des una idea, a Buster Crabbe. No sabés quién es. No importa. Uno que hacía de Tarzán cuando vos no habías nacido. Yo tenía la foto de Buster Crabbe en mi pieza (me la había regalado Freddy, vestido con un taparrabo de piel de tigre, acariciando a un león y sonriéndose cancheramente. Un punto así, sí, pensé. Hasta era capaz de hacérselo gratarola. Bueno, gratarola del todo no. Pero me conformaba con que me invitase a morfar o me regalase una corbata. Claro que para qué macanear: lo lindo hubiera sido que me nombrara guardaespaldas o secretario privado. De día todo normal. Y a la noche, me entendés. O que me adoptara como hijo. ¿Te imaginás? ¿Quién iba a avivarse? Y de paso tenía el vento asegurado.
Le caí como un águila. Juná mi técnica. Apoyo las dos manos en el borde del mostrador, me inclino delante del cliente y en voz baja, bien serio, sabés, pero amable, le pregunto:
—¿Qué le sirvo, señor?
Porque hay bonchas que dicen:
—¿Qué se sirve?
¿Pero dónde creen que están? ¿En un café al paso? En cambio yo siempre preguntaba:
—¿Qué le sirvo, señor?
¿Te das cuenta la diferencia? Qué le sirvo yo. Yo a usted. Porque yo estoy aquí para eso, para servirlo a usted, y usted está aquí para pedirme. Usted pide y yo obedezco. Un cliente con categoría sabe apreciar esas cosas. Las pescan en el aire y te las agradecen.
Me contestó:
—Un Vat.
Fenómeno, pensé. Éste no es de los amarras que piden jugo de fruta o querosén nacional.
Tenía voz de macho y una cara que vista de cerca era impresionante, te juro. ¡Y las pilchas del loco! Corbata italiana, camisa de poplín, una tragedia gris clarito que era un sueño. Yo, que entonces tenía al berretín de la ropa, se la tasé de una ojeada.
Seguía inclinado delante de él.
—¿Hielo? ¿Agua? ¿Soda?
—Hielo.
—Sí, señor.
Y mientras tanto lo miraba en los ojos, un cacho de ojos verdes, viejo, que te daban chuchos de frío, y él también me miraba. Los dos serios, me entendés. Nada de sonrisitas. Pero una seriedad, no sé cómo explicártelo, una seriedad como de dos que se pasan el dato y no quieren que los demás se aviven.
Yo me iba a buscar el whisky cuando vi que se ponía un faso en la boca. Como una luz me acerqué y le di fuego con mi Dupont de oro. El Dupont me lo había regalado Freddy. No fallaba nunca y en la oscuridad del boliche brillaba como una alhaja. Me lo agradeció con un movimiento de zabeca sin dejar de campanearme. Ya había algo, todavía poco, pero algo entre los dos.
Ahora venía un rato de mozo puro. Me fui hasta la coctelería, busqué la botella de Vat, el vaso, el baldecito con hielo, la medida, le pedí a Gastón el tíquet, todo eso sin mirarlo, dándole casi siempre la espalda, pero todo muy rápido, me entendés, para que viera si por ahí me vigilaba, que yo me había dado cuenta de que era un cliente distinguido y que a un cliente distinguido no hay que hacerlo esperar.
Volví y le serví el Vat en su presencia, una atención que no le hacía a cualquiera, por más importado que pidiese, y le pregunté:
—¿Uno? ¿Dos?
—Dos, por favor.
Le eché los dos cubitos, pinché el tiquet, y ahora la tercera parte de mi técnica. Vos te quedás bien cerca del cliente, te quedás derecho, sin mirarlo, te ponés a mirar el salón o la gente que pasa por la calle. Pero sí el punto saca otro faso corrés a encendérselo. Así el tipo carbura que aunque vos mirabas para otro lado en realidad estabas pendiente de él, y si no lo mirabas era para no cargosearlo y dejar que tomara su trago tranquilo, pero vos seguías allí, bien cerquita, listo para satisfacerle cualquier deseo. Mirá, un cliente con clase aprecia esas cosas.
Lástima que la maríconería de la barra, alborotados como estaban, quisieron arruinarme la estrategia. Querían llamar la atención del candidato y no encontraban mejor forma que pedirme a los gritos:
—Michel, un vaso de agua.
—Michel, otro Daikiri.
—Michel, me das fuego.
Y Michel de aquí y de allá. Bueno, de todos modos así él se enteraba de mí nombre. Podía ver que los clientes me tuteaban y aunque me daban un poco de calce yo sabía responder sin abusar, me entendés. Que si yo no era un levante fácil, bueno, tampoco era un intocable.
Él, cada tanto, junaba los alrededores. Los pibes, creyendo que buscaba conexiones, se ponían frenéticos. Pero él en seguida volvía a mirarme a mí o miraba el vaso, y fumaba. Yo me daba cuenta de todo sin necesidad de clavarle el telescopio, y me hacía el plato. Los pibes también se avivaron, porque tienen una cancha para eso. Pero nadie me dijo nada. Es la ley del ambiente, sabés. Si yo hubiera estado del otro lado del mostrador, entonces sí, entonces más de uno hubiera venido a decirme:
—Te felicito, muñeco. Parece que te levantaste a aquella divinura.
Pero yo era un mozo y no podían dar el brazo a torcer.
Y a lo mejor, de bronca, para joderme, nada más, me tenían loco a pedidos. Joderme a mí. Pobres de ellos.
Justo cuando uno de la barra, ya no me acuerdo quién, me obligaba a cambiarle el vaso, vi que Jorge, alias Jorgelina, un maricón que se drogaba y daba unas festicholas en su casa que madre querida, según me contaron porque yo no fui nunca, con tal de entrar en conversación con Buster Crabbe le había volcado medio vaso de cuba libre en la manga.
Al tipo que quería que le cambiase el vaso lo dejé plantado y corrí a la otra punta de la barra, donde estaba Buster Crabbe. Así le hacía ver que él era, para mí, más importante que todos aquellos mariconcitos juntos.
Jorge, con esa voz de gallina clueca, le decía:
—Oh, perdone, perdone.
Y sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la manga. Buster Crabbc, sin siquiera mirar lo que hacia el otro, le contestó:
—Está bien, no es nada.
Y siguió tomando su whisky.
Cuando yo me acerqué me parecía que me sonreía con los ojos, como diciéndome: ¿Pero te das cuenta, pibe, a lo que llega este pulastro? Yo me mantuve serio, sabés, porque a ver si lo hacía cabrear a la Jorgelina, que al fin y al cabo dejaba sus tres lucas todas las noches, y dije:
—Permítame, señor.
Y saqué yo también mi pañuelo, el único que me quedaba de los que me había regalado Freddy, de hilo irlandés, bacanísimo.
Él me atajó:
—No se moleste, muchas gracias.?
Pero entendeme, sin agresividad. Qué cosa, digo agresividad y se me viene a la piojera una punta de recuerdos. Agresividad. Era la palabra preferida de Freddy. Para Freddy estabas o no estabas agresivo, un tipo se reía con agresividad o te cargaba sin agresividad. Yo comprendo lo que quería decir. Por ejemplo Buster Crabbe me contestó:
—No se moleste.
Y estaba serio, pero sin agresividad. Al contrario. Mirá, como si estuviera serio nada más que para demostrarme que allí, entre todos aquellos pibes, el único que estaba a su altura era yo, pero que no podía o no quería deschavarse delante de todos, se deschavaba de a poquito, en una forma para que nadie se avivara, para que únicamente yo, si era piola, me diese cuenta. Qué querés, eso me gustó. Y decidí seguirle el juego.
Así que cuando a continuación del «No se moleste» me pidió otro trago, le contesté lo más serio y sin mirarlo:
—Sí, señor.
Y me largué derecho a buscar el Vat. Oí la voz de gallina clueca de Jorge:
—¿Estoy perdonado?
Y la voz machaza de Buster Crabbe:
—Siempre que me deje solo, sí.
¡Bárbaro! ¡Era bárbaro aquel tipo! Tuve ganas de reírme, te juro. Ganas de darme vuelta y ver la jeta que había puesto la otra loca. Pero cuando llegué al bar y pude mirar ya Jorge se había hecho humo y Buster Crabbe fumaba otro faso, y yo me había perdido la oportunidad de encendérselo y por ahí, quién sabe, de empezar a conversar.
Se quedó toda la noche. Cada tanto campaneaba a los pibes de la barra o a las parejas del salón, pero con una mirada sobradora, me entendés, de tipo caminado que sabe lo que es el escalope. No como esos grasas que alguna veces caían de casualidad en Le matelot y cuando se avivaban ponían una cara que vos te dabas cuenta que tenían ganas de repartir castañazos. No, mirá. Él los relojeaba como balconeando una cosa divertida. Pero a eso de las dos ya empezó a poner cara de aburrido. Lógico. Quería que toda esa manga de maricones se las picara y lo dejaran solo conmigo, y así podríamos hablar tranquilamente. Porque un caballero inglés como él no iba a deschavarse delante de todos ésos. Eso sí, me miraba cada vez más seguido. Fijate un poco lo que hacía: me miraba fijo, en seguida desviaba la vista, otra vez me miraba fijo, de vuelta desviaba la vista, y así, che, un rato largo. Igualito que Freddy, cuando Freddy me conoció en La farola. Seguro que estaba preparando el levante en serio.
Yo quería también que se fueran todos. Pero no se iban. Y cuando se iban dos entraban tres, y la barra seguía repleta de pibes. Pensé que ya era hora de darle a entender que yo me había avivado y que estaba con él, porque a ver si el punto, podrido de hacer amansadora, se las tomaba. Así que empecé a sonreirle. Pero entendeme. Tengo mi técnica. Freddy siempre decía que yo era el único que sabía sonreírse sin estirar los labios. Decía que yo era un ventrílocuo de la sonrisa. Y él se avivó en seguida, me di cuenta, porque empezaron a reírsele los ojos.
El tercer trago se lo ofrecí yo sin pedirle permiso a Gastón.




—Una atención de la casa, señor.
Se lo serví y le serví los dos cubitos, y me pareció que saber que le gustaba solo con hielo, con dos cubitos, y servírselo sin preguntarle nada era como conocerle todos sus gustos, como empezar a ser su secretario privado, su hombre de confianza. Era lindo.
Y cuando iba a dejarlo otra vez solo para colocarme, como te dije, a pocos pasos de él, me mandó en voz baja un:
—Muchas gracias, Michel.
Que me hizo cosquillas. ¿Te das cuenta? Me había llamado Michel. Un punto que era la primera vez que venía a Le matelot, un tipo bacán, un señorito inglés, y con esa pinta. No, si Buster Crabbe ya era mío.
Pero para que nadie se avivara empecé a poner jeta de velorio. Bueno, te diré. Un poco para que nadie se avivara y otro poco porque cuando un punto de ésos me levantaba, no sé por qué, me venía la neura. Con Freddy me pasó lo mismo. Vos tendrías que haber visto lo que era Freddy cuando lo conocí y yo era un pibe de quince años. Bueno, quién se acuerda de Freddy, ahora. La cuestión es que si vos en ese momento entrabas en Le matelot y me veías, creías que yo andaba con toda la mufa de Nemesio.
Por fin, a las cuatro y media, en la barra no quedó nadie más que él, y una pareja franeleando en el salón.
Entonces vi, aunque me mandaba la parte de mirar para otro lado, que me llamaba con la mano. Corrí a atenderlo.
Otra vez puse las dos manos en el borde del mostrador, me incliné delante de él, como la primera vez, te acordás que te dije cómo era mi técnica, pero ahora lo miré bien en los ojos y le sonreí con toda la cara. A la madrugada yo estaba más pintón que nunca. Me ponía pálido y se me marcaban unas ojeras que todo el mundo me decía que parecía James Dean. A esa hora más de una noche algún cliente, en curda, me preguntaba con la lengua hecha un trapo:
—Michel, Michel, ¿cuánto cobrás?
Pero lo que él me dijo fue:
—El último.
Y me señaló el vaso.
Le serví el cuarto Vat. La cuenta acusaba mil doscientos mangos. Y me quedé junto a él, delante de él, sin ningún disimulo, como esperando algo, como para darle calce. Él también me miraba y se sonreía, un poco en curda, pensé. En curda hasta el más estrecho tira la chancleta. Entonces, bajito, no sé por qué porque Gastón en la otra punta del mostrador hacía cuentas, y la parejita franeleaba a treinta metros de distancia, a lo mejor para darle intimidad a la conversación o para que todo el fato fuera una cosa así, misteriosa, me preguntó:
—¿De veras te llamás Michel?
Me tuteaba, el guacho. Y de golpe se me cruzó que era un tira. Otra vez me mandé la parte de tristón, pero lo que tenía era julepe y bronca.
—No, señor. Aquí me obligaron a cambiarme el nombre.
—¿Y cómo te llamás?
—Gonzalo.
Bajó los ojos y se mandó una sonrisíta Kolynos.
—Lindo nombre. Me gusta más que Gastón.
—A mí también.
Es cierto. Michel suena un poco amariconado. Michel estará bien para un peluquero de mujeres o para un modisto, pero no para mí. Gonzalo es un nombre fetén fetén, de macho, gallego pero de macho.
Se mandó el whisky como muerto de sed, como si fuera coca-cola. Yo, pensando siempre que era un tira, miraba la calle y hacía rostro, pero por las dudas ponía cara de cabrero.
—¿Hace mucho que trabajás aquí?
—Una semana.
—¿Y te gusta este trabajo?
Me iba a agarrar. Ni anestesiado.
—No, señor. Qué va a gustarme.
—¿Y entonces por qué lo hacés?
—A la fuerza ahorcan. No conseguí nada mejor.
—¿Qué edad tenés?
—Dieciocho años, casi diecinueve.
—¿Y tus padres están conformes?
Hablábamos como en un confesionario. Sin querer parecía que andábamos en algún balurdo raro. Gastón, desde la otra punta, se avivó, como me di cuenta después. Pero si vos no nos oías, te hubieras creído que yo tocaba el piano en la cana. Lo digo por mí, porque contestaba agresivamente. Te das cuenta, la palabrita de Freddy. Se me pegó, desde entonces, y todavía me dura. Bueno, te decía que yo contestaba agresivamente. En cambio él me preguntaba de lo más amable.
—No tengo padres, señor. No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
Se lo dije de un saque. Si era de la Federal, eso me serviría. Ser huérfano, tener dieciocho años, estar solo en el mundo.
Él se quedó un rato callado. Un rato tan largo que me animé a mirarlo. Le brillaban los ojos. ¡Qué ojos, mamita querida! Como si se hubiese mandado la falopa. Era más pintón que Buster Crabbe.
Para disimular esa mirada de tigre otra vez bajó los ojos.
—¿Dónde vivís?
—En Canning y Las Heras.
—¿Solo?
Vivir solo, para la cana, es un tanto en contra. Pero a lo mejor me lo preguntaba para ver si yo tenía comodidad donde llevarlo. De cualquier manera con doña Zulma no podía arriesgarme. Así que lo mejor, pensé, es decirle la verdad.
—No. Alquilo una pieza en una casa de familia. Yo ya vivía allí con mi madre. Pero ahora que mi madre murió…
—¿Hace mucho?
—Diez días.
—Ah, cuánto lo siento.
Qué iba sentir. Se mandaba la milanesa de puro educado, pero por adentro, pensé, estará que baila en una pata.
Yo, por las dudas, por si era un tira, aunque pinta de tira no tenía, le daba más explicaciones.
—Antes alquilábamos dos piezas, mi madre y yo. Pero ahora con una basta.
—Comprendo.
—Tuve que ajustarme el cinturón.
—Comprendo, comprendo.
Se quedó otro rato callado, mirando el vaso y haciéndolo dar vueltas entre las manos. Ya no tenía más whisky. Solamente un cubito medio derretido. Yo esperaba. Sabía, por Freddy, que un punto joven, pintón y tirado es la mejor carnada.
—Michel.
—Sí, señor.
Seguía callado, mirando el vaso. Le gustaba más Gonzalo pero me llamaba Michel. No se atrevía a deschavarse. Era más tímido que Freddy. O más señor. Y yo lo miraba desesperado, quería decirle: Pero sí, mi amor, si ya lo entendí todo y aquí estoy, soy para vos. Ser su guardaespaldas, pensé. Ser su hijo adoptivo. Llamarlo papá delante de todo el mundo y hasta hacerle alguna caricia y que nadie se avivara, y a la noche ser su amante y seguir llamándolo papá. Ése había sido siempre mi sueño. Pero Freddy no quería que lo llamase papá.
Por fin se largó.
—Michel. ¿A qué hora salís de aquí?
—A las cinco cerramos. Y cuarto estoy en la calle.
Había empezado la atropellada final. Te juro que me palpitaba el corazón, de la emoción y al mismo tiempo del cagazo de que fuera no más un tira. O que fuese un tira y un entendido también me habría gustado. Un tira, un militar, un aviador, y que sin embargo me buscase a mí para la joda. Otro de mis sueños.
De golpe me clavó los carozos. Comprendí por qué. Porque si me lo pedía con los ojos bajos hubiera parecido que me pedía una limosna, algo que le daba vergüenza, pero tenía que hacerme creer que no me pedía ninguna porquería, y así no me ofendía, no me alarmaba, comprendés.
—Michel, te espero afuera en mí coche. Lo tengo estacionado en la esquina de Libertador. Es un Thunderbird negro.
Un tira no tiene un Thunderbird negro, por más entorchados que lleve. Un tira no se queda toda una noche chupando whisky. ¿Para qué? ¿Para saber si Le matelot es lo que saben hasta los zorros grises, hasta doña Zulma? ¿Para prepararme un entre? ¿A mí? ¿Y quién era yo? ¿Era el pibe Villarino de la rara para andar con tantos miramientos conmigo? No. Toda esa milonga no era la de un tira. Era la de un tipo como Freddy, más delicado que Freddy.
Así que tranquilamente, como si tal cosa, le contesté:
—Cinco y cuarto estoy ahí.
De yapa, si había sentido vergüenza, yo le hacía ver que no tenía por qué.
Pagó, me dejó medía luca de propina que yo cacé sin armar escombro, y salió sin saludarme. Ves, me gustó que no me saludara. Era una manera de decirme: te espero.
Gastón me preguntó:
—Che, ¿qué te decía el tipo ese?
—¿Cuál?
—Ese que acaba de salir.
Yo miré para la puerta como sí no me acordara.
—¿Uno rubión…?
—Ma sí, ése.
—Creo que era uno de la cana.
—¿Por?
—Me anduvo averiguando cosas.
— ¿Qué cosas?
—Si por aquí venía un maricón bajito, gordito, canoso, un tal Ruddy.
—Por aquí no.
—Eso le contesté.
—¿Y no te dijo para qué lo buscaba?
—¿Estás loco? Me lo iba a decir.
—¿Y por qué creés que es de la cana?
—No sé. Me lo imagino yo.
—No, qué va a ser.




A las cinco y cuarto estaba en la esquina de Libertador, junto al Thunderbird negro, tapizado en rojo, un sueño. Yo me sentía tranquilo. Me había mirado en el espejo del vestuario y qué querés, mirarme en un espejo me daba coraje.
Porque con esa cara tenía derecho a todo. A levantarme a Buster Crabbe la primera noche que venía a Le matelot, yo, el mozo del bar, y no los mariquitas de la barra con sus Rolex y sus Peugeot en la puerta. Y a que Buster Crabbe me comprara trajes, camisas, corbatas, me dejara manejarle el Thunderbird, y a lo mejor un día me llevara con él a Europa y allá en Europa, quién te dice, me levantaba a un punto todavía con más guita.
Prímero hablamos de boludeces. Que el coche andaba mal de frenos, que mantenerlo le costaba un huevo y la mitad del otro, que quería cambiarlo por uno de fabricación nacional. Me acuerdo que con Freddy pasó lo mismo. ¿Sabés por qué? Porque en un primer momento se sienten un poco emocionados, un poco cortados. El clima, qué querés, es algo violento, y en cambio así, hablando de cualquier macana, como dos amigos como dos tipos normales, la situación se hace más fácil. O a lo mejor, quién sabe, che, la alegría es tan grande que no pueden creerlo, y tratan de ir entrando de a poquito para acostumbrarse, para no dejarse dominar por los nervios, o para convencerse de que no están soñando, como habrán soñado tantas otras veces con algún pibe que al final se les iba del brazo de una mina, y en cambio a mí me tenían ahí en el coche, al lado de ellos, dispuesto para la joda, a mí, con aquella cara y aquel físico.
Pero a los tres minutos, sin mirarme, mirando por el parabrisas, me preguntó:
—Y antes de trabajar en la whisquería, ¿que hacías?
—Estudiaba.
—¿Y de qué vivías?
No tenía que macanearle.
—Mi madre ganaba un buen sueldo y nos alcanzaba para los dos.
— ¿Qué estudiabas?
Ahora no tenía más remedio que venderle un boleto.
—Industrial.
—Estarías en el último año, me imagino.
—En el ultimo. Y justo ahora tuve que abandonar.
—¿Qué te hubiera gustado ser?
—Ingeniero.
—Linda carrera.
Mirá, hay que aguantarles que te pregunten por tu familia, por el perro y hasta por el loro del vecino. Porque un amigo ya lo sabe y no necesita preguntarte nada. Pero ellos, pensá, no te conocen. Así que tienen que dar un curso acelerado porque si no, qué querés, van a estar en seguida en la cama con vos y desconfían, o les parece que se encaman con un marinero del puerto, y si son señoritos ingleses como Freddy eso no les gusta.
—¿No pudiste encontrar otro trabajo? Porque disculpame, pero Le matelot es un lugar siniestro.
Me dio un poco de bronca, che, con tanto hacerse el exquisito. Así que le dije:
—¿Y usted?
Se lo dije tan agresivamente que me arrepentí y cambié el disco:
—¿Usted es la primera vez que va?
—La primera y la última.
—¿Y cómo fue a parar allí?
—Por casualidad. Yo no vivo en Buenos Aires. Vivo casi todo el año afuera.
—¿En Europa?
—No, en Córdoba.
Me reí bajito, pero para que me oyese.
—¿De qué te reís?
—De nada. ¿Sabe lo que creí que era usted? Polícía.
Él también se rió, pero fuerte.
—¿Qué te hizo pensar que yo era policía?
—No sé. Las cosas que me preguntó.
—¿Te molestaron?
—No.
—Tenes algún problema con la policía.
—Ninguno. ¿Qué problema?
—Pero le tenés miedo.
—Tampoco. ¿Por qué voy a tenerle miedo? Pero como Le matelot goza de mala fama, por ahí, sin comerla ni bebería, la liga uno.
Habíamos llegado a la placita esa que hay cuando termina la avenida Alvear. Paró el coche, se dio vuelta con todo el cuerpo y me miró de frente. Yo me senté de costado, contra la carrocería, y también lo miré de frente. Llegó el momento de deschavarnos, pensé.
—¿Acostumbras a aceptar invitaciones de clientes de ese bar?
La salida, imagínate, no me gustó. Pero me di cuenta de que Buster Crabbe era como Freddv. Freddy iba a los mismos lugares, le gustaban las mismas cosas, hacía las mismas porquerías que los otros, pero no quería que lo confundieran con los otros. Hay que saber distinguir, decía siempre. ¿Distinguir qué? Que una loca como Jorge te lo diga en la cara apenas te ve, y éstos, en cambio, primero te hablan de que el coche anda mal de frenos. Pero está bien, seguiles la corriente. De todos modos me gustaba que fueran así. Te voy a decir más: Freddy iba siempre a los boliches de la rara, andaba siempre rodeado de pendejos y maricas, y después se desestimaba porque todo el mundo sabía que era marcha atrás. Eso sí que no lo entenderé nunca.
Le contesté, sin hacerme el ofendido:
—Ésta es la primera vez.
—¿Y esta vez por qué aceptaste?
—Porque sé distinguir.
A Freddy le hubiera caído bien ese piropo. Pero me pareció que a él no. Resultaba más complicado que Freddy.
—Pero creías que yo era policía.
—Mayor valor de que haya aceptado.
Atajate esa pelota, pensé. No tuvo más remedio que sonreírse.
—¿Ese ambiente no te corrompió?
Ya lo iba junando. Le gustaban los estrenos. Pero me hice el gil:
—¿Corromperme en qué sentido?
—No sé. Pienso que en Le matelot debe haber drogadictos, ladrones de automóviles, prostitutas…
Yo esperaba la palabrita. Y la dijo:
—… amorales.
Yo seguía con mi mejor cara de inocente.
—No creo. Son todos muchachos de familia bien.
—Sin embargo vos mismo dijiste que Le matelot tiene mala fama.
Había sido un boludo, un ganso. Traté de arreglar ese refalón.
—Sí, como todos los boliches de la zona. La gente habla, pero…
—No todos los boliches tienen mala fama.
—Usted vio, está lleno de parejas.
—Me refiero a los del mostrador.
—Si son amorales, yo no lo sé. Yo los conozco únicamente como clientes de la whisquería. Y allí lo único que hacen es tomar una copa y conversar entre ellos.
—Y con vos.
—¿Conmigo qué conversan? Servime un whisky, dame fuego, cóbrate, y nada más.
—¿Nada más?
Empezó a darme bronca. Lo miré:
—¿Qué más?
—Invitarte a salir con ellos.
—Nunca.
—Así que yo soy el primero. Claro que hace apenas una semana que trabajas ahí. Todavía no te tendrán confianza.
Me cargaba el guacho, y en qué forma. Me dio una bronca bárbara.
—Sí, señor. El primero. El primero aunque hiciese diez años.
También él parecía cabrero:
—¿Y a qué debo el honor de que conmigo hayas aceptado?
Me puse agresivo:
—Ya se lo dije. Porque sé distinguir a la gente. Y creí que también usted sabía distinguir. Pero si me equivoqué, disculpe.
Pensé: aquí se cabrea en serio. Pero no, se rió.
—No te enojés. No te lo pregunto con ninguna mala intención. ¿Pero no te parece un poco extraño salir con un hombre la primera vez que lo ves?
Me encogí en el asiento, miré para afuera, hablé como si tuviera un nudo en la garganta.
—Muy, muy extraño, la verdad. Menos cuando uno está solo en el mundo y no tiene parientes, ni amigos, ni nadie. Lo único que uno conoce son nenes de mamá que lo tratan como si uno fuera un sirviente. Entonces no es tan extraño que uno se agarre al primer cable que le tiran. Pero a un cable de cariño, de afecto. A algo que lo haga sentirse una persona, no un mozo.
Me di vuelta y lo miré fijo, dispuesto a tirarme a fondo. Sé cómo hay que hacer para que los ojos se me llenen de lágrimas.
—Pero si me equivoqué con usted, o usted se equivocó conmigo, puedo bajarme aquí y me vuelvo a pie hasta mi casa.
Pensé: o me da una zalipa o me besa.
No hizo ninguna de las dos cosas. Me miró un rato largo, con una cara, che, como estudiándome. Éste es más revirado que Freddy, pensé. Después me palmeó la pierna, me la palmeó un poco más de lo necesario (habrá apreciado la calidad, pensé) y me dijo:
—Está bien.
Nada más que eso:
—Está bien.
Puso otra vez el motor en marcha, tomó por Cerrito, dos cuadras más adelante dobló y detuvo el coche. Me señaló una puerta:
—Ahí tengo un departamento, donde paro cuando bajo a Buenos Aires. Vení conmigo.
Y como creyó que yo había hecho algún ademán (yo no había hecho nada), me miró:
—Vení. No tengas miedo.
Otra vez la sonrisa Kolynos:
—No soy lo que vos pensás.
Las mismas palabras de Freddy. Le contesté, como a Freddy:
—Ya lo sé, señor.
De nuevo se quedó un rato estudiándome (se me ocurrió que pensaba: a ver si con este turro me ensarté). Después dijo:
—Tengo que hablarte.
Igualito que Freddy. Freddy, cuando me llevó la primera noche al bulín, tenía que hablarme. Y apenas entramos empezó a sacarse la ropa.
Abrió la puerta del coche. Yo bajé por la otra puerta. En la calle no había nadie. Entramos en una casa de departamentos. Nadie nos vio entrar. Cruzamos un vestíbulo casi tan grande como Le matelot, todo alfombrado. Al fondo estaban los ascensores. Tomamos uno, también alfombrado y con espejos. Me miré y me vi tan pintón que comprendí que Buster Crabbe había estado defendiéndose hasta último momento porque sabía que conmigo se perdería. Llegamos a un piso, abrió la puerta de un departamento, prendió una luz, yo empezaba a fichar aquel cotorro de cine cuando él ya me abrazaba.
—Gonzalo —dijo a media voz, y me pareció que jadeaba— Gonzalo.
Yo también empecé a abrazarlo, pero despacito, para hacerme desear.
—Gonzalo —dijo, y me agarró la cara con una mano—. Tengo que decirte una cosa.
—No es necesario —dije yo—. Ya lo sé.
Y ahí lo besé en la boca.
Mira, todo fue tan rápido y tan inesperado que no me acuerdo bien. Sé que con las dos manos separó mis brazos de su cuerpo. Vi que había puesto una cara espantosa. Y en seguida empezó a fajarme.
Vos sabés, yo no aguanto que nadie me ponga la mano encima. Ni la vieja me fajó nunca. Menos uno de esos cosos. Así que cuando el punto me dio las primeras piñas me vino una locura. No sé lo que hice. Lo único que sé es que lo vi tirado en el suelo, con los ojos abiertos y el pelo rubio todo mojado de sangre. Le palpé el pecho. Estaba muerto.
Me entró un jabón de la gran puta, imagínate. Rajé del cotorro. A las seis estaba de vuelta en casa.
Por un rato no me pude dormir. Pensaba que nadie me había visto con el punto, así que cuando descubrieran el cadáver, la cana, por más vueltas que diese, no iba a poder complicarme. Y si averiguaban lo de la visita a Le matelot, bueno, ¿y qué?, yo no lo conocía, le había servido copas hasta las cuatro y media, y después se había ido y no lo había visto más, y encima les contaría la historia que ya le había vendido a Gastón, sobre aquel marica bajito, gordito, canoso, un tal Rudy, y Gastón me saldría de testigo, y la cana pensaría que era un crimen entre amorales. También pensaba por qué me había fajado. ¿Dónde estaba la metida de pata mía? Pensé que a lo mejor era un neura de esos que primero te dan piola y después te fajan, o primero te fajan y después se encaman con vos. Al final me dormí y apolillé hasta las dos de la tarde.
A las dos entró doña Zulma.
—Levantate, che —gritó—. ¿A qué hora vas a almorzar?
Mirá, te lo cuento todo de un saque porque yo, primero medio dormido, no entendía qué me preguntaba y no le contestaba nada, y después, cuando empecé a darme cuenta, me agarró tal desesperación que casi me vuelvo loco.
—Oíme, ¿no fue a verte un señor, anoche, en la whisquería? ¿Uno alto, rubio, muy buen mozo? Porque anoche, apenas te fuiste, vino por aquí y preguntó por vos. Le dije que no estabas, que habías salido. Quiso averiguar algo más pero yo, imagínate, como no sabía quién era no quería decirle, nada, porque pensé quién sabe quién es éste y seguro que aquel atorrante hizo alguna de las suyas. Pero cuando me mostró el sobre con la carta y reconocí la letra de tu pobre madre cambió la cosa. Sí, nunca te dije nada porque Rosina me pidió que no te dijera nada. Pero ahora te lo digo. Resulta que el día antes de morir Rosina me dio un sobre cerrado con una carta adentro, para que yo la pusiera en el buzón después que ella se muriese. Pero Rosina, le dije yo, qué se va a morir usted. Se lo dije para consolarla, porque yo sabía que no iba a durar más de veinticuatro horas. Y ella también lo sabía, pobrecita. Bueno, así fue. Dos o tres días después que la enterramos puse el sobre en el correo. Iba dirigido a un tal Gonzalo de no sé cuántos, dos apellidos de lo más copetudos, y la dirección era una estancia en Córdoba. Rosina me había pedido que no te dijera nada, porque si la carta no daba resultado vos no tenías que enterarte, pero por lo visto dio y por eso te lo digo. Así que cuando el señor me mostró el sobre con la carta me di cuenta de que él era el tal Gonzalo de la estancia en Córdoba y entonces le conté todo. Estuvo como una hora preguntándome de Rosina y de vos, sobre todo de vos. Quería saber cómo eras, qué hacías, qué no hacías. Yo le dije que antes estudiadas, pero ahora, con la muerte de la finada, habías tenido que ponerte a trabajar, eso sí, de mozo, y en un lugar que francamente a mí no me gustaba nada. Me dijo que iba para allá, a conocerte. ¿No fue? Preferirá encontrarse con vos aquí. Y hace bien, porque ese bar, m’hijito, que querés que te diga. Andá, levantate y vestite, que a lo mejor de un momento a otro cae por aquí y no está bien que lo hagas esperar. Porque se ve que es un señor, y qué auto tiene, che, de lo más lujoso. No habrá venido expresamente de Córdoba para darte el pésame. Yo no sé nada, pero por algo Rosina te puso el mismo nombre que él. Pobre Rosina, siempre tan orgullosa. Nunca se lo habrá dicho, pero cuando supo que te quedarías solo en el mundo le mandó la carta. Andá, levantate y vestite, que éste puede ser tu gran día.
En eso sonó el timbre.
—¿Qué te dije? ¿A que es él?
Era la cana. Me habían localizado por la carta de la vieja que le encontraron en un bolsillo. Todavía no sospechaban de mí. Venían a averiguar, nada más. Pero yo en seguida confesé todo.

domingo, 25 de diciembre de 2016

La tragedia del doctor Fausto de Marco Denevi







La tragedia del doctor FAUSTO
    
    En casa de FAUSTO, una noche. FAUSTO, agobiado por los achaques, lee a la luz de una vela. Llaman a la puerta.
    —Adelante.
 Entra MEFISTÓFELES con un portafolio. FAUSTO se pone trabajosamente de pie. El recién llegado le dice:
    —Ya habrás adivinado quién soy. ¿O necesito presentarme?
    —No. Sentaos.
    Se sientan frente a frente. MEFISTÓFELES habla con toda familiaridad.
    —Conozco la causa de tus tribulaciones. Eres viejo, te gustaría ser joven. Eres aborrecible, quisieras ser hermoso. Amas a Margarita, Margarita no te ama. Miserias concéntricas y simultáneas que te tienen prisionero sin posibilidad de escapatoria. Eso crees. Pero ponerte en libertad es para mí un juego de niños. La llave de tu cárcel está aquí, en este portafolio. Te propongo un pacto, cuyo precio es...
    —Ya lo sé. Mi alma.
    —A cambio de un cuerpo joven, fuerte y atractivo.
    —Pero mi alma no es calderilla, señor. Exijo un cuerpo bien proporcionado, musculoso sin exceso, piernas largas, cuello robusto, nuca corta. La fisonomía, de facciones regulares. Un leve estrabismo no me vendría mal. He notado que da cierta fijeza maligna a la mirada y enloquece a las mujeres. En cuanto a la voz...
    —En cuanto a la voz, un cuerno. Yo no fabrico hombres. Esa es la labor del Otro. Lo único que puedo es extraerte el alma de tu carne vieja y débil e introducirla en la carne de otro ser vivo. ¿Comprendiste? Un trueque. El alma del doctor Fausto en el cuerpo de un joven y el alma de ese joven en el cuerpo del doctor Fausto. Pero a ese joven debes elegirlo, como quien dice, en el mercado.
    —¿Qué me proponéis? ¿Que recorra el mundo en su busca? ¿O tendré que hacerlos desfilar por mi cuarto, uno por uno, a todos esos buenos mozos, hasta que los vecinos murmuren y me denuncien a la policía?
   —No te pongas insolente. Aquí traje un álbum con los retratos de los hombres más apuestos de que dispone la plaza.
    Extrae del portafolio un álbum y se lo muestra a FAUSTO, quien vuelve lentamente las páginas. De pronto señala con el índice.
    —Este.
    —Tienes buen ojo. Perfectamente. Firmemos el pacto.
    —Un momento. ¿Me garantizáis la vida de este hombre?
  —Nadie está libre del veneno, del puñal, de morir bajo las ruedas de un carruaje o aplastado por una piedra desprendida de alguna vieja catedral.
   —No me refiero a eso. Me refiero al corazón, los pulmones, el estómago y todo lo demás. Ese joven semeja un Hércules, pero podría sufrir de alguna enfermedad mortal, y sea un lindo cadáver a corto plazo lo que estéis ofreciéndome.
    —Y luego dicen que los sabios son malos negociantes. Quédate tranquilo. El material es de primera calidad. Se trata de un atleta que se exhibe en las quermeses. Levanta esferas de hierro de cien libras cada una. Tuerce el eje de una carreta como si fuese de latón. Come por diez, bebe por veinte y jamás ha tenido indigestiones. ¿No oíste hablar de él, de Grobiano?
    —Hace años que no salgo de casa. Estoy dedicado a la lectura.
    —Los maridos les tienen prohibido a sus mujeres asistir a las exhibiciones de este joven. Se afirma que las deja embarazadas con sólo mirarlas. Recuerdo haberlo visto en la feria de Wolfstein. Cuando apareció, vestido con una malla muy ajustada, hasta los hombres bajaron los ojos. Una muchacha, enloquecida, empezó a aullar obscenidades.
    —¡Basta! No sigáis. Firmemos el pacto.
   Firman el pacto mientas resuenan a lo lejos las doce campanadas de la medianoche. MEFISTÓFELES hace castañetear los dedos. Truenos, relámpagos. Una nube de azufre oscurece la escena. Cuando la nube se disipa, MEFISTÓFELES ha desaparecido y FAUSTO es un joven alto, de físico estupendo, que yace tendido en el suelo. Al cabo de unos instantes despierta, se pone de pie, se palpa el cuerpo, corre a mirarse en un espejo, ríe con risa brutal, hablará con una voz poderosa.
    —El bribón no me engañó. Soy hermoso, soy joven, soy fuerte. Siento correr la sangre por las venas. ¡Y qué musculatura! En este mismo momento el otro, el tal Grobiano, enloquecerá de desesperación. Quizás el cambio lo haya sorprendido en plena función. ¡La cara de los espectadores! Tengo hambre, tengo sed. Mi cuerpo hierve de todos los deseos. Iré a casa de Margarita. Esa es otra que, cuando me vea, se llevará una linda sorpresa. No le daré tiempo a que me pregunte nada. Me arrojaré sobre ella y la poseeré, la violaré salvajemente.
    Se dirige hacia la puerta. Al pasar delante de los anaqueles colmados de libros se detiene. Los mira, toma uno, lo hojea, lo coloca en su sitio, se encamina hacia la salida, vuelve sobre sus pasos, coge otro libro, da vuelta las páginas, lee, con el libro entre las manos va hacia la mesa.
    —Debo ir a visitar a Margarita.
    Pero se sienta y lee el libro. El libro es voluminoso, polvoriento, ajado. Es un libro infinito entre cuyas páginas FAUSTO va hundiendo la nariz, la frente, la cabeza, va encorvándose, achicharrándose, arrugándose. Al cabo de un rato FAUSTO es otra vez el viejo del comienzo.
    Se oye una remota campanada. Llaman a la puerta.
    —Adelante.
   Reaparece MEFISTÓFELES con guantes, galera y bastón. FAUSTO intenta incorporarse pero no puede. Gime con voz cascada:
    —Es usted. Me ha engañado como a un niño. Míreme. ¿Dónde están la juventud, la fuerza y la apostura que me prometió? ¿Es así como cumple con sus compromisos? Usted, señor, no tiene palabra.
  MEFISTÓFELES se sienta, se quita parsimoniosamente los guantes, enciende un cigarrillo con petulancia.
    —Poco a poco, doctor Fausto. ¿Era o no era un magnífico cuerpo de atleta el que encontraste al despertar?
    —Me duró menos de una hora.
   —Y sigues leyendo, sigues acumulando datos. Demasiada memoria, doctor Fausto. Vuelves viejo todo cuanto tocas.
    —¿Qué debía hacer, según usted?
   —Acabo de ver a Grobiano. Le bastaron unos pocos minutos para volver a ser el espléndido joven que hechiza a las mujeres. Eso sí, ni una idea, ni buena ni mala, debajo de aquella frente. Ningún intelectualismo. Un hermoso animal. La vejez, amigo mío, es el precio de la inteligencia.
    —Vendí mi alma a cambio de esa moraleja cínica.
    —Y ahora llegó el momento de que me acompañes.
    —¿Tan pronto?
  —Es la hora. Has acabado con ese cuerpo inundándolo del dolor de la ciencia, de la bilis de la memoria, de la mala sangre del conocimiento. Te espero afuera.
    MEFISTÓFELES sale. FAUSTO se pasa la mano por los ojos. Parece tan viejo como el mundo. Reinicia la lectura. Bruscamente se desploma sobre el libro y la vela se apaga.

De "Falsificaciones"