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sábado, 18 de diciembre de 2021

" Me alquilo para soñar " de Gabriel García Márquez,

 


A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral. Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a la Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba. Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles. Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distitno de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: --- Me alquilo para soñar. En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los onces hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios. —Lo que ese sueño significa —dijo—no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces. La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo. Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó par vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños. Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños. Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo. —He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años. Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde enotnces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí.Todavía no he vuelto a Viena. 






Antes del desastre de la Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías del viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida. No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un papá renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidia la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: la almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como lo franceses, sólo habalaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja: alguien detrás de mi que no deja de mirarme. Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con su anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice. Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños –Sólo la poesía es clarividente --- dijo. Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije. Ella soltó su carcajada irresistible. . «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema. —A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena. Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos. —Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije—. Por si acaso. A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a sus siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante y despertó diez minutos después, como los nilos, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla. —Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño. —Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él. —Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado. —¿Ya está escrito? —Si no está escrito lo va a escribir alguna vez —le dije—. Será uno de sus laberintos. Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezá a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turista cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta. —Soñé con el poeta —nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño. —Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió— ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real. No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Asi que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final. —En concreto, —le precisé por fin—: ¿qué hacía? —Nada —me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.

viernes, 8 de marzo de 2019

"La santa " de Gabriel García Márquez





Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro. -¿Qué pasó con la santa? -Ahí está la santa -me contestó-. Esperando. Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimaginable. Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos. Así lo conocí. Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso. Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación. Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo. Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo entero. Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general. Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior había recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla. -Debe ser un caso de sugestión colectiva -dijo. En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en su cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente. -Los santos viven en su tiempo propio -decía. Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. 





Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella. Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra. -Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras-. Sólo él podía hablar con los leones. Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Già nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia. Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formularse un juicio de consolación. -No son el mismo caso -dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos. Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de mediodía se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas. El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado. No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era inválida, no se le ocurrió otra. -En todo caso -dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión. Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía. -Yo lo haría por caridad -dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco. Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de cuerpo entero con su talco alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer. La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta. -Buona sera giovanotto -le dijo ella, con voz y modos de colegiala- . Mi manda il tenore. Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado. La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche. La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. "Es que en esta casa espantan", me dijo. "Y ahora a pleno día". Me contó con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores. -Acabo de verla caminando en pelota por el corredor -dijo-. Era idéntica. La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la tractoría del Trastévere donde solíamos cenar con los alumnos de canto del conde Carlo Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir. Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda naturalidad. -No es un violonchelo -dijo-. Es la santa. Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio. Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa. -Estoy seguro -dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema. Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. "Lástima que haya que filmarlo", decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa. El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental. -Ammazza! -murmuró espantado. Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. "Gracias, hijo, muchas gracias", le dijo. "Y que Dios te acompañe en tu lucha". Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto. -No sirve para el cine -dijo-. Nadie lo creería. Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito. Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta. -Ya lo tengo -gritó-. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña. -¿En la película o en la vida? -le pregunté. Él reprimió la contrariedad. "No seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real", dijo, y reflexionó en serio: -Debería probar. Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa. -Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo: "Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda". Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal: -¡Y la niña se levanta! Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra. -Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-: Perdóneme, maestro, pero no lo creo. Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito. -¿Y por qué no? -Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser. -Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero-. Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad. En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento. -Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia. Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste, impresionado por la historia de Margarito, le prometió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada. Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: "Voy al baño". María Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre. -Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa. La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó ante el titular del periódico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusión de que era un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama. Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevió a decir: -Zavattini? Mai sentito. Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las tractorías plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del Trastévere: -Hola, poeta. Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. "He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más", me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. "Puede ser cosa de meses". Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.