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sábado, 29 de agosto de 2020

Planes para una fuga a Carmelo de Adolfo Bioy Casares

 




Al profesor lo  irritaba la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a ella le gustaba dormir. «Pone mucha aplicación», pensó, mientras contemplaba el delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada blanca.

       El profesor se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su edad en aquella época (veinte años antes, hubieran sido viejos). Era famoso, aun fuera del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
       Entró en la cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran sin quemarse, y recordó: «Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que olvidar los tres períodos de la historia». Después de una pausa, dijo: «Últimamente me dio por hablar solo».
       Llevó la bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha, aún mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se dijo: «Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte». La chica exclamó:
       —Si me quedo dormida, me muero.
       —¿Por no doctorarte? No perderías mucho.
       —Es increíble que un profesor hable así.
       —Ya nadie sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula donde hay un profesor, cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber, se convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un título universitario.
       La chica dijo, como para sí misma:
       —No importa. Yo quiero el título.
       —Entonces tal vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones políticas.
       —Yo leí un poema. Cada cual mata aquello que ama…
       La miró, sonrió, sacudió la cabeza.
       —Después de sueños demasiado largos, verdaderas pesadillas —explicó Hernández—, llegamos al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
       —Me parece que voy a provocar una discusión con la mesa.
       —No veo por qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico? ¿No es ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una manera de matar a toda la población.
       —A toda, no. Están los que se escapan a la otra Banda.
       —Ahí surge la amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones terapéuticas, también.
       —Pero eso —con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía— si les declaramos la guerra.
       —No va a ser fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay negociadores astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin importancia.
       —Me dan asco —dijo Valeria, lista ya para salir—, pero que posterguen la guerra me parece bien.
       —Tarde o temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
       —Cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género humano, con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época. Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un día lograron la barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó la erradicación de las infecciones, pronto seguida por la del resto de las enfermedades y por una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que no era posible ir más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de suprimir la muerte.
       —Lo que nuestro patriotismo recibió como una patada.
       —Pero ni los propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
       —Menos mal…
       —Con tus interrupciones pierdo el hilo —dijo Valeria y retomó el tono de recitación—. Alrededor de los dos países del Río de la Plata, se formaron los bloques aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta. —Sin detenerse agregó:
       —Son casi las diez. Tengo que irme.
       La acompañó hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró hasta que la perdió de vista.
       Un rato después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: «De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!», abrió la puerta y se encontró con sus discípulos Gerardi y Lohner.
       —Venimos a verlo —anunció Lohner.
       —El tiempo no me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
       —Lo sabemos —dijo Gerardi.
       —Pero tenemos que hablar —dijo Lohner.
       Parecían nerviosos. Los llevó al escritorio.
       —Lohner —dijo Gerardi y señaló a su compañero— va a explicarle todo.
       Hubo un silencio. Hernández dijo:
       —Estoy esperando esa explicación.
       —No sé cómo empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a verlo.
       Hernández entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi aclaró:
       —Viene el médico.
       Hubo otro silencio, más largo. Preguntó Hernández:
       —¿Cuándo?
       —Hoy —dijo Lohner.
       —Entre anoche y esta mañana arreglamos todo.
       —¿Qué arreglaron?
       —El cruce al Carmelo.
       —¿En el Uruguay? —preguntó Hernández, para ganar tiempo.
       —Evidentemente —contestó Lohner.
       Gerardi refirió:
       —El amigo de Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto, que se encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en la Confitería Del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. «Si consigo lancha, no debo saber para quién», y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito sobre el río Reconquista.
       —¿En el Tigre? —preguntó Hernández.
       —En Tigre.
       —Y ustedes, esta mañana, ¿lo encontraron?
       —Como un solo hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
       —Sobre todo si no le damos tiempo —observó Lohner.
       —¿Para qué? —preguntó Hernández.
       —No creo que le convenga… —opinó Gerardi—. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra Banda. Si traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
       —Es gente vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
       —¿Cuándo tengo que ir?
       —Se viene con nosotros. Ahora mismo.
       —Ahora mismo no puedo.
       —Moureira está esperándonos —dijo Gerardi.
       —Más vale no entretenerse —dijo Lohner.
       —Tengo que buscar a una amiga —dijo Hernández.
       Hubo un silencio. Gerardi preguntó:
       —¿A la que sabemos, profesor?
       Sonriendo, por primera vez, confirmó Hernández:
       —A la que sabemos.
       —No se demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira —dijo Lohner.
       Gerardi insistió:
       —No se demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.
       Con impaciencia dijo Lohner:
       —No va a ser fácil retener al tal Moureira.
       Cuando quedó solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a la otra Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los muchachos, le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso, desde cuyos bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos impasibles.
       Sin perder un minuto se largó a la facultad. En el primer piso, al salir de la escalera, la encontró.
       —¡Te acordaste de traer los apuntes! —exclamó Valeria.
       La verdad es que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo el brazo porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:
       —¿Llego a tiempo?
       —Por suerte. Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.
       —Yo creía que solamente los viejos olvidábamos los nombres.
       —Nadie te considera viejo.
       —Estás equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.
       —¿Para qué?
       —Para avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo que trabaja en el Ministerio de Salud Pública les dio la noticia.
       —No puedo creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.
       —No hay antecedentes.
       —No importa. Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es prematura. Tendrá que admitirlo.
       —No lo hará.
       —¿Cuál es tu plan?
       —Un lanchero nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda. —El profesor debió notar algo en la expresión de Valeria, porque preguntó:
       —¿Qué pasa? ¿No estás dispuesta?
       —Sí. ¿Por qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos que nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que me inculcaron cuando era chica.
       —¿Nos vamos o nos quedamos?
       —¿Quedarnos y que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia, ¿uno es Lohner?
       —Y el otro, Gerardi.
       —Un atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.
       —Lohner, no.
       —Circulan tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.
       Las palabras «dar la clase, como siempre» casi lo convencieron, porque le trajeron a la memoria las tan conocidas «como decíamos ayer» de otro profesor. Recapacitó y dijo:
       —No creo que haya tiempo.
       —Y es muy probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te vean por acá.
       En ocasiones el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:
       —¿Entonces, qué hago?
       —Te vas a casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te vas al Tigre. ¿Dónde nos esperan?
       —En Liniers y Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río Reconquista.
       Repitió Valeria:
       —En Liniers y Pirovano. —De pronto agregó:
       —Si no voy a casa, voy directamente.
       Se avino a la propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad de camino comprendió el error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro debió abrirle los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora de ansiedad. Quién sabe si después no sería tarde para salir.
       En el momento de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le dijo:
       —Lo esperaba.
       Entraron juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:
       —¿El médico?
       Tristemente el médico asintió con la cabeza.
       —Aunque debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho, esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame, ¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene quién le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?
       —Parece justo.
       —Son todos iguales. Les parece justo exponerme a que un segundo médico los examine, opine de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea, muchos codician el puesto.
       —Entonces no hay escapatoria.
       —Eso lo dejo a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a Salud Pública, paso el informe.
       El médico dio por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.
       —De cualquier modo, muchas gracias.
       —Dígame una cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que si no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa. Lo atrapan ¿me oye? y lo liquidan.
       —Es verdad —admitió Hernández—. Qué solos se quedan los muertos…
       Cerró la puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y eficaz. En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.
       —Creíamos que no venía —dijo Gerardi—. El señor Moureira quería irse.
       —No pierda tiempo —dijo Lohner.
       —Suba a la lancha —dijo Moureira.
       —Un momento —dijo el profesor—. Espero a una amiga.
       —La mujer siempre llega tarde —sentenció Moureira.
       Discutieron (esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.
       —Menos mal que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo —observó Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.
       Gerardi le preguntó:
       —¿Algún mensaje?
       —Dígale que para mí era lo mejor de la vida.
       —¿Pero que la vida la incluye y que el todo es más que la parte? —preguntó Lohner.
       Volvieron a oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén. Moureira le dijo:
       —Acuéstese en el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.
       Obedeció Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: «La conclusión de Lohner es justa, pero en este momento no me consuela».
       Lentamente, resueltamente, se alejaron rumbo al río Lujan y aguas afuera.

domingo, 28 de octubre de 2018

Adolfo Bioy Casares (1914, 1999 Buenos Aires )


El humor en la literatura y en la vida 

 


La inteligencia, con la ayuda del tiempo, suele transformar la ira, el rencor o la congoja, en humorismo. Aunque hoy nadie se declare desprovisto del sentido del humor, los que miran con desagrado el humorismo no son pocos. En su fuero interno, buena parte de la sociedad tiene la convicción de que sobre ciertas cosas no se toleran bromas. A muchos, el humorista, sobre todo el satírico, les altera el estado de ánimo. “El mundo no es perfecto, pero prefiero que no me lo recuerden”, asegura esa gente, y envidia a los necios “porque a ellos les está permitida la felicidad”.
Desde luego hay humoristas que fomentan la irritación contra el humorismo. Son los de fuego graneado, de broma sobre broma. Las mujeres tienen poca paciencia con ellos; yo también.
En mi aprendizaje –qué digo, toda la vida es aprendizaje–, en mi juventud, arruiné algunos textos por la superposición de las bromas. Una amiga, docta en psicoanálisis, me previno: “El humorismo enfría. Interpone primero una distancia entre el autor y la situación y después entre la situación y el lector”. Tal vez alguna verdad haya en esto. Para peor, la intensidad es una de las más raras virtudes en literatura. No muy importante, pero rara.
Italo Svevo, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: “Sería el último”. No dijo esto patéticamente, sino como la continuación de una vieja broma; una invitación a reír como siempre de sus reiteradas resoluciones de abandonar el tabaco. Al referir al hecho, el poeta Umberto Saba observó que el humorismo es la más alta forma de la cortesía.
Yo acepté en el acto la explicación de Saba, pero cuando trataba de explicarla no me mostraba muy seguro. Después de un tiempo entendí. Un periodista amigo me había preguntado cuál era el sentido de mi obra. Acusé el golpe, como dicen los cronistas de boxeo, y alegué que tales aclaraciones no incumbían a un narrador; que si mis libros justificaban una respuesta, ya la darían los críticos, bien o mal. No habré quedado del todo satisfecho, porque esa noche, antes de dormirme, de nuevo pensé en la pregunta del periodista y me dije que un posible sentido para mis escritos sería el de comunicar al lector el encanto de las cosas que me inducen a querer la vida, a sentir mucha pereza y hasta pena de que pueda llegar la hora de abandonarla para siempre. Entonces recapacité que yo quizá no lograra comunicar ese encanto, porque el afán de lucidez con frecuencia me lleva a descubrir el lado absurdo de las cosas, y el afán de veracidad me impide callarlo. Mientras analizaba todo esto comprendí que el humorismo es cortés porque el señalar verdades recurre a la comicidad. Si muestra lo malo, mueve a risa, y cuando alguien recuerda la amarga verdad que dijimos, sonríe porque también recuerda cómo la echamos a la broma.
Un escritor, al que en cierta época traté asiduamente, era muy compañero de su madre. Cuando ésta murió quedó tristísimo y años después solía comentar cuánto extrañaba las conversaciones con ella. Sin embargo, en el momento en que la madre murió, ese hombre tuvo una visión cómica. Me refirió, en efecto, que a un lado y otro de la cama de su madre aparecieron, con trajes de etiqueta, su padre y el médico de la familia, que era un viejo amigo. Verlos ahí le conmovía, pero también le hacía gracia pensar en cómo se habrían ingeniado para echar mano de tan solemnes sacos negros y pantalones a rayas, y en la rapidez que tuvieron para vestirse. En ese instante, en que se abría para él un abismo de tristeza, no pudo menos que sonreír, porque esas dos personas tan queridas le recordaban a un tal Fregoli, un artista de variedades de los años veinte, famoso únicamente por su velocidad para cambiar de ropa. El escritor estaba preocupado por haber tenido esos pensamientos en aquella hora y me preguntó si el hecho no sugería que algo muy perverso había en él. Le contesté lo que pensaba: si uno se acostumbra a ver el lado cómico de las cosas, lo descubre en cualquier ocasión, aun en las más trágicas.
En tal sentido, si mis fuentes son veraces, Buster Keaton, el actor cómico, tuvo una muerte ejemplar. Alguien, junto a su cama de enfermo, observó: “Ya no vive”. “Para saberlo –respondió otro– hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos.” “Juana de Arco, no”, dijo Buster Keaton, y quedó muerto.

Desde las Cruzadas

Existe una rama del humorismo, proficuamente renovada año tras año, sobre la que no estoy informado como quisiera: la de los cuentos cómicos, las más veces políticos o pornográficos, de transmisión oral. Los hubo de Franz y Fritz, los hay de gallegos, de judíos, de argentinos... ¿El fenómeno ocurre en todos los países? ¿Desde cuándo? Si empezó en tiempos lejanos, ¿cómo eran, digamos, los cuentos de la época de las cruzadas? ¿Quiénes son los autores? (Algo sabemos: los autores no son vanidosos, no firman sus trabajos.) Como ejemplo del género recordaré el conocido cuento de la receta. Me dijeron que la versión uruguaya es así: “Mezcle bien, en porciones iguales, barro y bosta, y obtendrá un uruguayo; pero, atención: por poco que se exceda en la bosta, le sale un argentino”. En la Argentina circula el mismo cuento, pero referido a radicales y peronistas.
En una prestigiosa revista literaria leí la reflexión, apócrifa o auténtica, de una vieja señora que se había enterado de la teoría de Darwin. “¿Entonces descendemos del mono? Mi querida amiga, espero que no sea verdad, pero si es verdad espero que no se sepa.” Todavía más grata me parece la respuesta que, según refiere Baroja en sus Memorias, dio un andaluz cuando alguien le preguntó si era Gómez o Martínez: “Es igual. La cuestión es pasar el rato.”
Para concluir citaré palabras de un personaje de Jane Austen: “La gente comete locuras y estupideces para divertirnos y nosotros cometemos locuras y estupideces para divertir a la gente”. Un buen ejemplo de humorismo y una muy buena compasiva interpretación de la historia.

del libro " De las cosas maravillosas" de la editorial Temas al Margen